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Contemplé el ostentoso retrato durante largo rato. Era incomprensible. Me desorientó. Era demasiado lo que debía asimilar.

—Supongo que ahora comprenderá, señor Bayard, por qué le hemos traído aquí —me explicó el general cuando le devolví el retrato en silencio—. Usted es el as que tenemos en la manga, aunque sólo si consiente en ayudarnos por su propia voluntad. —Se volvió nuevamente hacia Richthofen—. Manfred, ¿quiere bosquejarle nuestro plan al señor Bayard?

Richthofen se aclaró la voz:

—Posiblemente lograríamos eliminar al dictador Bayard bombardeando sus cuarteles generales. Sin embargo, eso sólo crearía una desviación transitoria hasta que surgiera un nuevo líder. La organización del enemigo parece tan bien pensada que sólo ganaríamos un breve respiro, si lo ganábamos, hasta que reiniciaran los ataques, y no estamos preparados para soportar semejantes embestidas. No. Para nuestros propósitos es mucho mejor que Bayard continúe siendo el líder del Estado Nacional Popular…, y que nosotros le controlemos. —En este punto me observó atentamente—. Un explorador TNL especialmente equipado, operado por nuestro mejor piloto, podría instalar a un hombre en el apartamento privado que ocupa la planta superior del palacio del dictador en Argelia. Creemos que un hombre resuelto, introducido en palacio de este modo y provisto de las armas manuales más eficaces de que disponemos, podría localizar el dormitorio del dictador, penetrar en él, asesinarlo y deshacerse del cadáver.

Apenas respiraba, a fin de no perderme una sola de sus palabras. Manfred Richthofen tragó saliva y continuó:

—Si ese hombre fuera usted, señor Bayard, fortalecido por diez días de información intensiva y portando un pequeño comunicador de red, creemos que podría asumir la identidad del muerto y gobernar como dictador absoluto de los veinte millones de guerreros de Bayard.

—¿Y tengo otro doble aquí, en vuestro Imperio? —quise saber.

Bernadotte movió la cabeza negativamente.

—No. Tiene primos remotos, pero ningún pariente directo.

Todos me observaban. Comprendí que los tres esperaban que actuara solemne y modestamente por el honor que me hacían, y que me dispusiera a vencer o morir por la madre patria. Sin embargo, estaban descuidando algunos detalles: aquélla no era mi madre patria, me habían secuestrado y me habían conducido allí contra mi voluntad. Y, curiosamente, no me imaginaba asesinando a nadie, en especial a mí mismo —pensé grotescamente—. Ni siquiera me gustaba la idea de que me depositaran en medio de una pandilla de torturadores.

Me disponía a decirles esto en términos muy concretos, cuando mi mirada tropezó con el rostro de Bale. Lucía una semisonrisa arrogante y comprendí que eso era, precisamente, lo que esperaba que hiciera. Su desprecio por mí era evidente. Percibí que pensaba en mí como el hombre que había matado a su mejor agente a sangre fría, como un canalla cobarde. Yo había abierto la boca para hablar pero, ante esa expresión desdeñosa, surgieron de ella distintas palabras, palabras contemporizadoras: no le daría a Bale la satisfacción de tener razón.

—Y una vez que me haga cargo de M-I Dos, ¿qué? —Inquirí.

—Estará en constante contacto con Inteligencia Imperial por medio del comunicador —intervino Richthofen, entusiasmado—. Recibirá instrucciones detalladas con respecto a todos sus movimientos. Inmovilizaríamos a M-1 Dos en el plazo de seis meses. Entonces regresará aquí.

—¿No me devolverán a mi tierra?

—Señor Bayard. —Bernadotte se inclinó hacia mí, con expresión seria—. Jamás podrá retornar a M-I Tres. El Imperio le ofrecerá cualquier recompensa que solicite, excepto ésa. Las consecuencias de revelar la existencia del Imperio en su línea en este momento son demasiado graves como para pensar en ello. No obstante…

Todas las miradas estaban fijas en Bernadotte. Parecía que lo que estaba a punto de decir era importante.

—El Gabinete de Emergencia me ha autorizado a ofrecerle una graduación imperial con el rango de mayor general, señor Bayard —dijo con gravedad—. Si acepta esta graduación de oficial, su primer cometido será el que hemos descrito. —Bernadotte me entregó un trozo de pergamino por encima del escritorio—. Debe saber, señor Bayard, que el Imperio no otorga graduaciones, en especial la de mayor general, a la ligera.

—Será un rango insólito —comentó Goering, sonriente—. Normalmente no existe en el Servicio Imperial. Teniente general, coronel general, mayor general… Será usted único.

—Adoptamos esa graduación de sus propias fuerzas armadas como especial muestra de estima —me comunicó Bernadotte—. No es menos auténtico por ser singular.

El trozo de pergamino era original. El Imperio estaba dispuesto a pagar bien ese trabajo que les resultaba indispensable: cualquier cosa que se me antojara. E indudablemente creyeron que la extraña expresión de mi rostro era de codicia ante la idea de las dos estrellas de general. Bueno, que lo pensaran. No quería proporcionarles más información que pudieran utilizar en mi contra.

—Lo pensaré —concluí.

Bale pareció desconcertado. Después de abrigar la esperanza de que yo retrocediera, evidentemente había abrigado la de que me deslumbrara por la compensación que me ofrecían. Que pensara lo que quisiera. De pronto, Bale me resultó aburrido.

Bernadotte titubeó antes de decidirse a tomar la palabra de nuevo:

—Voy a dar un paso sin precedentes, señor Bayard. Por el momento, y como iniciativa personal en mi calidad de jefe de Estado, le confirmo como coronel del ejército real de Suecia, sin condiciones. Lo hago para demostrarle mi confianza personal en usted, y también por razones más prácticas. —Se puso de pie y sonrió melancólicamente, como dudando de mi reacción—. ¡Felicitaciones, coronel!

Me extendió la mano. Yo también me levanté y noté que todos los demás hacían lo mismo.

—Tiene usted veinticuatro horas para tomar una decisión, coronel —agregó Bernadotte—. Le dejaré al excelente cuidado de Graf von Richthofen y del señor Goering hasta entonces.

Richthofen se dirigió a Winter, que permanecía a un lado en silencio:

—¿Quiere acompañarnos, capitán?

—Encantado —aceptó Winter.

En cuanto llegamos al vestíbulo, Winter me dijo:

—Felicidades, amigo… Bueno, señor. Ha impresionado muy bien al general.

Winter había recuperado la naturalidad. Le miré por el rabillo del ojo y pregunté:

—¿Se refiere al rey Gustavo?

Winter parpadeó:

—¿Cómo lo sabe? Quiero decir… Caramba, ¿cómo demonios se ha enterado?

—Debe ser porque también él es conocido en su mundo —intervino Goering, entusiasmado—, ¿no es cierto?

—Acertó, señor Goering —reconocí—. Ha disipado usted mi aureola de misterio.

Goering rió entre dientes, contento.

—Por favor, señor Bayard, llámeme Hermann. —Me cogió del brazo amistosamente mientras atravesábamos el vestíbulo—. Debe usted contarnos más cosas acerca de su fascinante mundo.

—Sugiero que vayamos a mi villa veraniega de Drottningholm y disfrutemos de una comida y un par de buenas botellas mientras nos habla de su tierra, señor Bayard —propuso Richthofen—. Nosotros le hablaremos de la nuestra.