3

Me desperté sobresaltado. En cuanto me moví, sentí un intenso dolor en el cuello, lo mismo que en el resto de mi cuerpo. Gemí, arrastré los pies hasta quitarlos de encima del escritorio y me senté correctamente. Algo andaba mal. Winter había desaparecido y el zumbido también. Pegué un salto.

—¡Winter! —grité.

Tuve una vívida imagen de mí mismo abandonado en uno de esos mundos endemoniados. En ese momento comprendí que no tenía tanto miedo de llegar a Cero Cero como de no llegar. Winter abrió la puerta y se asomó.

—Estaré con usted en breves instantes, señor Bayard —me tranquilizó—. Hemos llegado a la hora prevista.

Yo estaba nervioso. La pistola había desaparecido. Me dije que no era peor que asistir a una de las recepciones del embajador. Lo mejor que podía hacer era descender como si lo hubiera decidido por mí mismo.

Entraron los dos forzudos, seguidos de Winter. Uno de los dos hombres abrió la puerta de par en par y se instaló a un lado en posición de firmes. Más allá de la abertura vi la pálida luz del Sol sobre el pavimento a nivel de superficie, y a un grupo de hombres de uniforme blanco que miraba en nuestra dirección.

Atravesé la puerta y miré a mi alrededor. Nos encontrábamos en un enorme hangar parecido a una estación ferroviaria. Nos esperaba un grupo de hombres de uniforme blanco. Uno de ellos se adelantó.

—¡Caramba, Winter! —exclamó—. Lo conseguiste. Te felicito, amigo.

Los otros se acercaron, rodearon a Winter, le hicieron preguntas y se volvieron para contemplarme. Ninguno de ellos me dirigió la palabra. «Que se vayan al infierno» pensé. Giré y avancé a grandes zancadas hacia el frente del hangar. A un lado había una puerta con una especie de garita de centinela. Eché una mirada al hombre que estaba de guardia y empecé a pasar.

—Le conviene memorizar este rostro —le dije fríamente—. A partir de ahora lo verá muy a menudo. Soy su nuevo comandante. —Le miré de arriba abajo—. Su uniforme necesita más cuidados.

Luego continué mi camino. En ese momento apareció Winter y puso fin a lo que habría sido una fuga sensacional. Pero ¿adónde demonios habría ido?

—¡Eh, amigo! —dijo Winter—. No deambule por aquí. Debo conducirle directamente a Inteligencia Real, donde sin duda se enterará de algo más acerca de las razones de su…, este… —Winter se aclaró la voz—, de su visita.

—Creí haberle oído decir Inteligencia Imperial —señalé—. Y por el alto nivel de esta operación diría que la recepción es acusadamente modesta. Pensé que habría una banda, o al menos un par de polizontes con esposas.

—Inteligencia Real Sueca —aclaró Winter, brevemente Suecia rinde tributo al emperador, naturalmente. Los hombres de Inteligencia Real estarán a mano. En cuanto a su recepción, no nos pareció conveniente hacer demasiada alharaca.

Winter me acompañó a un coche negro oficial en forma de caja que esperaba en el bordillo. El vehículo se mezcló de inmediato con el tráfico poco denso, que se apartaba de nuestro camino a medida que avanzábamos por el centro de la ancha avenida.

—Creía que su explorador sólo avanzaba en cruz y permanecía en el mismo punto del mapa —observé—. Ésta no parece la zona accidentada de la ciudad vieja.

—Tiene usted una mente suspicaz y vista para los detalles —afirmó Winter—. Maniobramos el explorador a través de las calles, hasta la posición de las rampas, antes de impulsarlo. Ahora estamos en el lado norte de la ciudad.

Nuestro gigantesco vehículo atravesó con estrépito un puente y se internó en una larga senda de gravilla que conducía a un portal de hierro forjado, frente a un enorme edificio de granito gris. Las personas que vi me parecieron corrientes, salvo algunas excentricidades en el atuendo y la serie excepcionalmente numerosa de uniformes llamativos. El guardián de la puerta de hierro llevaba una túnica de color cereza, pantalones blancos y un casco de acero negro rematado en una espiga dorada y una pluma purpúrea. Presentó armas —una ametralladora corta y de aspecto maligno, niquelada—, y cuando el portal se abrió de par en par pasamos por su lado y nos detuvimos delante de unas gruesas puertas de roble lustrado enmarcadas en hierro. Junto a la entrada vi una placa metálica en la que se leía: «Kungliga Svenska Spionage».

No abrí la boca mientras avanzábamos por un vestíbulo de piso de mármol inmaculadamente blanco, entrábamos a un espacioso ascensor y subíamos a la planta superior. Atravesamos otro vestíbulo de piso de granito rojo y nos detuvimos delante de una gran puerta en el extremo. No había nadie más, aparte de nosotros.

—Relájese, señor Bayard. Responda a todas las preguntas satisfactoriamente y utilice las mismas formas de tratamiento que yo.

—Trataré de no desmayarme —respondí.

Winter parecía tan nervioso como yo cuando abrió la puerta, después de llamar con delicadeza.

Se trataba de un despacho amplio y elegantemente amueblado. Al otro lado de una gran extensión de alfombra gris vi a tres hombres sentados alrededor de un ancho escritorio, detrás del cual estaba sentado otro individuo. Winter cerró la puerta, atravesó la habitación —yo le pisaba los talones— y adoptó una rígida posición de firmes a tres metros del escritorio. Los codos le llegaron a la altura de los hombros y así permaneció.

—Señor, el capitán Winter ha cumplido su misión —dijo con voz tensa.

—Muy bien, Winter —respondió el hombre que estaba detrás del escritorio, y le devolvió el saludo sin demasiada formalidad.

Winter bajó los brazos con un golpe seco y giró rígidamente en dirección a los demás.

Kaiserliche Hochheit —espetó mientras se inclinaba rígidamente delante de una de las figuras sentadas—. Inspector principal —saludó al segundo—. Señor —único título que mereció el tercero, un hombre panzudo de expresión alegre y rostro ligeramente familiar.

«Hochwelgeboren», está bien —murmuró el tipo delgado de aspecto aristocrático a quien Winter se había dirigido en primer lugar: aparentemente no se trataba de su alteza real, sino únicamente de un hombre de buena cuna.

Winter se ruborizó.

—Ruego a su excelencia que me perdone —dijo Winter, con voz estrangulada.

El hombre de cara redonda sonrió ampliamente. El que estaba detrás del escritorio me había estudiado atentamente durante el intercambio de saludos.

—Por favor, tome asiento, señor Bayard —dijo amablemente, y señaló una silla vacía que estaba frente al escritorio. Winter seguía rígido y en pie. El hombre del escritorio le miró—: Póngase cómodo, capitán Winter —dijo con tono seco, y volvió a mirarme—. Espero que el hecho de haberle traído aquí no haya influido indebidamente en contra nuestra, señor Bayard. —Tenía un rostro largo y delgado, de pesadas mandíbulas—. Soy el general Bernadotte. Estos caballeros son el Friherr von Richthofen, el inspector principal Bale y el señor Goering.

Incliné la cabeza ante cada uno de ellos. Bale era un horro bre delgado y de hombros anchos, con una pequeña cabeza calva. Su expresión era desaprobatoria. Bernadotte continuó:

—En primer lugar, deseo asegurarle que nuestra decisión de traerle no se tomó a la ligera. Sé que quiere hacernos muchas preguntas, a las que responderemos encantados. Por el momento debo decirle, sinceramente, que le hemos traído para pedirle ayuda.

No estaba preparado para eso. No sé qué esperaba, pero el hecho de que ese panel de jefazos de gran poder solicitara mi insignificante colaboración me dejó boquiabierto. No logré pronunciar una sola palabra.

—Es notable —comentó el civil barrigón.

Lo observé. Winter le había llamado señor Goering. Recordé las fotografías del gordo jefe de las fuerzas aéreas de Hitler.

—¿Su nombre de pila no será Hermann? —inquirí.

El gordo pareció sorprendido, y sus labios dibujaron una amplia sonrisa.

—Sí, mi nombre es Hermann —asintió; tenía un leve acento alemán—. ¿Cómo lo supo?

Era difícil de explicar. Esto era algo en lo que no había pensado: dobles o análogos de figuras de mi propio mundo. Entonces supe, más allá de toda duda, que Winter no me había mentido.

—Allá, de donde yo vengo, todos conocen su nombre —dije—. Reichmarshall Goering…

—¡Reichmarshall! —repitió Goering—. ¡Qué título fascinante! —y miró a los demás—. ¿No es una información sumamente interesante y magnífica? —sonrió agradecido—. Yo, el pobre gordo Hermann, un Reichmarshall al que todos conocen.

Estaba encantado.

—Naturalmente —intervino el general—, resulta desconcertante encontrar de pronto la realidad multifacética después de haber vivido toda la vida en el propio y estrecho mundo. A quienes crecimos en ella nos parece natural, lo mismo que atenerse a los principios de la multiplicidad y el continuum. La idea de una secuencia casual monolineal se considera como un concepto artificialmente limitado, como un exceso de simplificación de la realidad que proviene de la banalidad humana.

Los otros cuatro escuchaban tan atentamente como yo. Todo era silencio, salvo los ocasionales y débiles sonidos del tráfico que recorría la calle.

—Por lo que hemos podido determinar hasta ahora a partir de nuestros estudios de la línea M-I Tres, de la que usted proviene, nuestras dos líneas comparten una historia común hasta aproximadamente el año mil setecientos noventa. Permanecen paralelas en muchos sentidos durante otro siglo; a partir de entonces son muy divergentes. Aquí, en nuestro mundo, dos científicos italianos, Giulio Maxoni y Carlo Cocini hicieron un descubrimiento básico en el año mil ochocientos noventa y tres, descubrimiento que, después de varios años de estudio, culminó en un artefacto que les permitió trasladarse a voluntad a través de un amplio espectro de lo que hoy denominamos líneas A o líneas alternativas. Cocini perdió la vida en una prueba exploratoria temprana, y Maxoni decidió ofrecer el aparato al Gobierno italiano. Lo rechazaron groseramente. Después de algunos años de hostigamiento por parte de la prensa italiana, que lo ridiculizó despiadadamente, Maxoni marchó a Inglaterra y ofreció su invento al Gobierno británico. Hubo un prolongado y cauto período de negociaciones, pero finalmente llegaron a un acuerdo. Maxoni recibió un título, propiedades y un millón de libras en oro. Murió un año después. El Gobierno británico quedó como único control del descubrimiento humano básico más importante desde la rueda. La rueda dio al hombre la capacidad de moverse fácilmente por la superficie de su mundo; el principio de Maxoni le dio la posibilidad de moverse en todos los mundos.

El cuero del sillón crujió levemente cuando me moví. El general apoyó la espalda en su asiento y respiró hondo. Sonrió:

—Espero no saturarle con un exceso de detalles históricos, señor Bayard.

—En absoluto —respondí—. Estoy muy interesado.

El general prosiguió:

—En aquella época el Gobierno británico estaba negociando con el Gobierno germano imperial, en un esfuerzo por establecer acuerdos comerciales prácticos y evitar una guerra fratricida, que parecía inevitable si las esferas de influencia correspondientes no coincidían. La adquisición de los diseños de Maxoni cambió el carácter de la situación. Creyendo correctamente que entonces tenían una posición mucho más favorable desde la cual negociar, los ingleses sugirieron una amalgama de los dos imperios en el actual imperio Anglo-Alemán, con la casa de Hannover-Windsor en el trono imperial. Suecia firmó el concordato a breve plazo, y después de la resolución de una serie de diferencias de detalle nació el Imperio, el uno de enero de mil novecientos.

Tuve la sensación de que el general simplificaba demasiado. Me pregunté cuántos seres humanos habían muerto en el proceso de resolver los detalles: Me guardé mis pensamientos.

—Desde su creación —prosiguió el general—, el Imperio ha llevado a cabo un programa de exploración, trazado de gráficos y estudios del continuum A. Pronto se descubrió que en una amplia distancia alrededor de toda la línea del país existía una absoluta desolación. Fuera de esa región iluminada, sin embargo, se encontraban los infinitos recursos de incontables líneas. Las que se encontraban inmediatamente fuera de la Mancha parecían representar, de manera uniforme, un punto de divergencia de alrededor de cuatrocientos años en el pasado. Es decir, que nuestras historias comunes difieren alrededor del año mil quinientos cincuenta. A medida que se avanza, la fecha de divergencia retrocede. En los límites de nuestras exploraciones hasta la fecha, la historia común se remonta alrededor del año un millón antes de nuestra era.

Yo no sabía qué decir, de modo que no dije nada. Me pareció que esto le caía bien a Bernadotte.

—Más tarde en mil novecientos cuarenta y siete, un análisis de fotografías tomadas por exploradores con cámaras automáticas revelaron una anomalía; un mundo aparentemente normal y habitado en el interior de la Mancha. Concretar la línea exigió semanas de cuidadosa investigación. Por primera vez visitábamos un mundo análogo al nuestro, en el que estarían duplicadas muchas de nuestras instituciones. Abrigamos la esperanza de una fructífera unión entre ambos mundos, pero en este sentido fuimos amargamente decepcionados.

El general se volvió en dirección al calvo, a quien había presentado como inspector principal Bale.

—Inspector principal, le ruego que continúe el relato en este punto.

Bale se irguió en la silla, cruzó las manos y empezó a hablar:

—En septiembre de mil novecientos cuarenta y ocho fueron despachados dos importantes agentes de Inteligencia Imperial, con categoría temporal de ministros plenipotenciarios y plena autorización diplomática, para negociar un acuerdo con los líderes del Estado Nacional Popular. Esta unidad política abarca, de hecho, a la mayor parte del mundo habitable de la línea M-1 Dos. Una serie de cruentas guerras, con el empleo de alguna especie de explosivos radiactivos, había destruido la mejor parte de la civilización.

Observé que Bale hacía una pausa y se acomodaba en el asiento. Respiró profundamente y prosiguió:

—Europa era una ruina. Descubrimos la sede central del Estado Nacional Popular en África del Norte, con núcleo en el antiguo Gobierno colonial francés del lugar. El dirigente era un despiadado ex militar que se había erigido en dictador incontestado de lo que quedaba. Su ejército estaba compuesto por unidades de todos los combatientes anteriores, mantenidas con la promesa de saqueo libre y altos cargos en una nueva sociedad basada en la fuerza bruta. Nuestros agentes se dirigieron a un subjefe militar que se hacía llamar coronel general Yang y estaba a cargo de una turba de rufianes de uniformes multicolores. Solicitaron que les condujera ante el dictador. Yang los hizo encarcelar al instante y fueron golpeados hasta quedar insensibles, a pesar de que presentaron los pasaportes diplomáticos y sus documentos de identidad. Sin embargo luego los llevó a ver al dictador, para celebrar una entrevista. Durante la misma, el individuo extrajo una pistola y le disparó a uno de ellos en la cabeza, provocando su muerte instantánea. Cuando este hecho no logró hacer que el otro dijera voluntariamente algo más, salvo que era un enviado acreditado del Gobierno Imperial que solicitaba un exequatur y tratamiento correcto con anterioridad a la negociación de un acuerdo internacional, le entregaron a torturadores experimentados. Bajo tortura, el agente sólo dijo lo suficiente para convencer a sus inquisidores de que estaba loco; le soltaron para que muriera de hambre o a consecuencia de las heridas infligidas. Logramos encontrarle y rescatarlo a tiempo de que hiciera un relato de la experiencia antes de morir.

Yo no tenía nada que decir. La historia no sonaba muy bien, pero tampoco sentía demasiado entusiasmo por los métodos empleados por el Imperio. El general retomó el hilo de la historia:

—Decidimos no hacer ningún intento de proceso punitivo, limitándonos a dejar en el aislamiento a esa desdichada línea. Hace aproximadamente un año se produjo un acontecimiento que hizo insostenible esta política. —Bernadotte se volvió en dirección al hombre de rostro delgado—. Manfred, le ruego que cubra esta parte del informe.

—Las unidades de nuestro Servicio de Vigilancia de Red detectaron actividad en un punto, a cierta distancia, en el interior del área denominada Sector noventa y dos —explicó Richthofen—. Contra esta contingencia habíamos estado en guardia desde el primer momento. Una unidad MC fuertemente armada, de origen desconocido, había caído en identidad con una de nuestras más preciadas líneas industriales, una de las pertenecientes a un grupo con el que llevamos a cabo un intercambio multibillonario en libras. El intruso se materializó en un centro poblado y soltó virulentos gases venenosos, matando a centenares de hombres. Luego aparecieron tropas enmascaradas, un pelotón o dos, y procedieron a desnudar cadáveres, saquear tiendas… En fin, una orgía de desenfrenada destrucción. Nuestro explorador del Servicio de Vigilancia de Red llegó varias horas después de que los atacantes se hubiesen marchado. El explorador, a su vez, sufrió un violento ataque por los justificablemente indignados habitantes de la zona, antes de lograr identificarse convenientemente como vehículo del Imperio. —Richthofen frunció desdeñosamente el rostro—. Dirigí personalmente la operación de rescate y salvamento. Más de cuatrocientos civiles inocentes muertos, valiosas instalaciones fabriles destruidas por el fuego, líneas de producción interrumpidas, la población absolutamente desmoralizada: un amargo espectáculo para nosotros.

—Como puede ver, señor Bayard —intervino Bernadotte—, somos casi impotentes para proteger a nuestros amigos de semejantes incursiones. Aunque hemos desarrollado artefactos de detección de campo MC sumamente eficaces, la dificultad de llegar a la escena de un ataque a tiempo es prácticamente insuperable. El tránsito en sí no lleva tiempo, pero localizar la línea precisa entre muchas otras es una operación extremadamente delicada. Nuestros aparatos lo vuelven posible, pero sólo después de lograr manualmente una aproximación muy cercana.

—A partir de entonces —intervino Richthofen— sufrimos siete ataques similares en rápida sucesión. Luego cambió la pauta. Los atacantes comenzaron a aparecer en masa, con grandes unidades portadoras de carga. También se dedicaron a acorralar a todas las mujeres jóvenes en cada incursión y a llevarlas al cautiverio. Resultó obvio que se cernía una importante amenaza sobre el Imperio. Finalmente tuvimos la buena suerte de detectar un campo de atacantes en las proximidades de uno de nuestros exploradores armados. Éste cayó rápidamente en un curso convergente y localizó al pirata aproximadamente veinte minutos después de iniciado el ataque. El comandante del explorador operó de inmediato y correctamente los cañones explosivos e hizo trizas al enemigo. Su tripulación, aunque desmoralizada por la pérdida del vehículo, se resistió a la captura hasta casi el último hombre. Sólo logramos prender a dos prisioneros para interrogarles.

Me pregunté cómo serían los métodos de interrogación del Imperio en comparación con los del dictador de M-I Dos, pero no llegué a expresar la pregunta. Quizá pronto tendría la oportunidad de descubrirlo.

—Nos enteramos de mucho más de lo que esperábamos por boca de nuestros prisioneros. Pertenecían al tipo charlatán y fanfarrón. La efectividad de los ataques dependía de que cayeran inesperadamente y se marcharan de inmediato. El número de vehículos pirata no era superior a cuatro, cada uno de ellos tripulado por aproximadamente cincuenta hombres. Se jactaron de un arma poderosa que mantenían en reserva, y que sería utilizada para vengarles. Era evidente, a partir de las observaciones de los prisioneros, que no hacía mucho que contaban con el impulso MC y que no sabían nada de la configuración de la Red ni de las infinitas ramificaciones de la realidad simultánea. Parecían creer que sus secuaces descubrirían nuestra base y la destruirían fácilmente. Sólo tenían una vaga idea de la extensión y la naturaleza de la Mancha. Mencionaron que habían desaparecido algunas de sus naves, sin duda en esa región. También parece que, afortunadamente para nosotros, sólo cuentan con los más elementales aparatos de detección, y que sus controles son en extremo erráticos. Pero la información de verdadera importancia fue la identidad de los atacantes. —Aquí Richthofen hizo una pausa para lograr un efecto más dramático—: Provenían de nuestro desdichado mundo hermano, M-I Dos.

—De alguna manera —volvió a intervenir Bernadotte—, y a pesar de su estado de desorden social caótico y de sus destructivas guerras, habían logrado aprovechar el principio MC. Su aparato es aún más primitivo que aquel con el que nosotros nos iniciamos hace casi sesenta años, pero han podido escapar al desastre. El siguiente paso fue dado con sorprendente rapidez. Ya sea en virtud de un desarrollo científico asombrosamente rápido, o por mera persistencia y buena suerte. El mes pasado uno de sus exploradores logró localizar la línea Cero Cero del propio Imperio. El vehículo cayó en identidad con nuestro continuum en los aledaños de la ciudad de Berlín, una de las capitales reales. Evidentemente, la tripulación estaba preparada para la visita. Instalaron un extraño artefacto en lo alto de una endeble torre en un campo y volvieron a embarcar de inmediato. En cuestión de tres minutos, por lo que hemos logrado determinar, el artefacto detonó con una fuerza increíble. Más de una milla cuadrada quedó absolutamente desolada; se produjeron bajas por millares. La totalidad de la zona permanece emponzoñada con una especie de escombro productor de radiación que vuelve inhabitable la región.

—Creo haber entendido… —observé.

—Sí —dijo el general—. Ustedes también tienen algo parecido en su mundo M-I Tres, ¿verdad?

Supuse que la pregunta era retórica y no abrí la boca.

—Por primarios que sean sus métodos, ya han logrado afectar el Imperio. Creemos que sólo es una cuestión de tiempo, hasta que elaboren controles adecuados y artefactos de detección. Entonces nos enfrentaremos a la perspectiva de hordas de soldados harapientos pero eficaces, armados con las temibles bombas de radio con las que destruyeron su propia cultura, que descenderán sobre la madre patria del Imperio. Ésta es una de las eventualidades para la que nos hemos visto obligados a prepararnos. Parecen existir dos posibilidades, ambas igualmente indeseables. Podemos esperar un próximo ataque, disponiendo entretanto nuestras defensas, lo cual es de dudoso valor contra los fantásticos explosivos del enemigo; o podemos montar una ofensiva, lanzando una fuerza de invasión masiva contra el M-I Dos. Los problemas logísticos de cualquiera de ambos planes son inenarrablemente complejos.

Estaba descubriendo algunas cuestiones acerca del Imperio. En primer lugar, no contaban con la bomba atómica ni tenían la menor idea de su potencia. Su consideración de la guerra contra una fuerza militar organizada, armada con bombas atómicas, era prueba de ello. Además, al no haber padecido las duras lecciones impartidas por dos guerras mundiales, eran ingenuos, casi atrasados en algunos sentidos. Pensaban más como europeos del siglo diecinueve que como occidentales modernos.

—Hace alrededor de un mes, señor Bayard —interrumpió Bale mis pensamientos—, se presentó un nuevo factor que nos ofreció una tercera posibilidad. En el corazón de la Mancha, a muy poca distancia de M-I Dos, y aún más cerca de nosotros que ésta, descubrimos una segunda línea superviviente. Dicha línea es, naturalmente, su tierra natal, denominada Mancha Insular Tres. En el plazo de setenta y dos horas se apostaron ciento cincuenta agentes especiales en posiciones cuidadosamente exploradas de M-I Tres. Estábamos decididos a no cometer errores: era demasiado lo que se arriesgaba. Nuestros hombres, todos agentes de primera categoría, lograron establecer sin dificultad sus identidades de cobertura. A medida que transmitían la información, ésta se pasaba inmediatamente al Estado Mayor General y al Gabinete Imperial de Emergencia para su estudio. Ambos cuerpos permanecieron en sesión constante durante más de una semana, sin elaborar ningún esquema adecuado para manejar el nuevo factor.

Me acomodé en el asiento, apasionado por el relato. Ni un instante aparté la mirada de Bale, que prosiguió:

—A un comité del Gabinete de Emergencia se le asignó la importante tarea de determinar lo más precisamente posible la exacta relación de la historia común de M-I Tres, tanto con M-I Dos como con el Imperio. Se trata de una tarea sumamente dificultosa, ya que es posible que exista un sorprendente paralelismo en una etapa de una línea A, y aparezcan las más fantásticas variantes en otra. Hace una semana, el comité informó de algunos descubrimientos que consideraba confiables en un noventa y ocho por ciento. Su línea M-I Tres compartió la historia de M-I Dos hasta mil novecientos once, probablemente a principios de año. En ese momento, mi colega el señor Goering, de Inteligencia Alemana, que participaba en la reunión, hizo una brillante contribución. De inmediato se adoptó su sugerencia. Se alertó a todos los satélites para que abandonaran instantáneamente toda Investigación y se concentraran en encontrar el rastro de… —Bale me clavó la mirada—, del señor Brion Bayard.

Sabían que yo estaba a punto de estallar de pura curiosidad, de modo que ni me moví y le devolví la mirada a Bale. Éste frunció los labios. Indudablemente, yo no le gustaba.

—Lo elegimos a usted en los archivos de su universidad… —Bale frunció el ceño—. Algo así como Gilibois…

«Bale debe de ser de Oxford», pensé.

—Illinois —aclaré.

—De todas formas —continuó Bale—, fue relativamente sencillo seguir su trayectoria militar y más tarde en el Servicio Diplomático. Nuestro hombre le perdió el rastro en la Legación de Viat-Kai.

—Consulado General —corregí.

Mi corrección fastidió a Bale y yo me alegré: tampoco él me gustaba a mí.

—Ayer dejó usted su puesto y se dirigía a sus cuarteles generales, vía Estocolmo. Apostamos un hombre en el lugar… Le seguimos los talones hasta la llegada del vehículo. El resto ya lo conoce.

Se produjo un prolongado silencio. Cambié de posición y observé uno tras otro los rostros de mis interlocutores, todos inexpresivos.

—Muy bien —dije por último—. Supongo que ahora soy yo quien debe preguntar, de modo que lo haré; sólo para acelerar el expediente. ¿Por qué yo?

Casi vacilante, el general Bernadotte abrió un cajón del escritorio, del que extrajo un objeto chato envuelto en papel de embalar. Quitó el papel muy pausadamente:

—Aquí tengo un retrato oficial del dictador del mundo de Mancha Insular Dos —me informó—. Es uno de los dos artefactos que hemos logrado traer de esa desdichada región. Allí hay copias de esta fotografía en todas partes.

Me pasó el retrato. Era una burda litografía en colores que mostraba a un hombre de uniforme, con el pecho cubierto de medallas hasta donde lo mostraba la fotografía. Debajo del retrato se leía la siguiente leyenda: Su excelencia marcial, duque de Argel, jefe guerrero de las Fuerzas Combinadas, mariscal general del Estado, Brion Bayard Primero, Dictador.

El de la fotografía era yo.