Había un crujido que me irritaba. Traté de descifrarlo, sin éxito, entre un par de sueños antes de que mi subconsciente se abandonara. Estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados. Ignoraba dónde me encontraba. Recordé un sueño aterrador en el que me seguían, y a continuación, a medida que tomé conciencia del dolor en el hombro y en la cabeza, abrí los ojos. Estaba acostado en un catre, al lado de un pequeño despacho; el crujido provenía del escritorio donde un hombre pulcro, de uniforme blanco, escribía. Oí un zumbido y movimientos.
Me incorporé. El hombre que estaba detrás del escritorio elevó la mirada, se levantó y vino hacia mí. Acercó una silla y se sentó.
—Por favor, no se alarme —dijo con entrecortado acento británico—. Soy el capitán Winter. Basta con que me proporcione alguna información de rutina y luego se le asignará un alojamiento confortable. —Pronunció estas palabras con tono inexpresivo, como si estuviera acostumbrado a ello; luego me miró directamente por primera vez—. Debo disculparme por la dureza con que ha sido tratado; le aseguro que no era mi intención. —Su tono cambió—. No obstante, le pido disculpas por el operador: no estaba bien informado.
El capitán Winter abrió una libreta y se recostó contra el respaldo de la silla, con el lápiz en alto:
—¿Dónde nació, señor Bayard?
Pensé que habían registrado mis bolsillos, ya que sabían cómo me llamaba.
—¿Quién demonios es usted? —inquirí.
El capitán enarcó las cejas. Su uniforme estaba inmaculado y en su pecho relucían brillantes condecoraciones enjoyadas.
—Naturalmente, ahora está confundido señor Bayard, pero todo le será cuidadosamente explicado en su debido momento. Soy un oficial del Imperio, debidamente autorizado para interrogar a los sujetos detenidos —sonrió con dulzura—. Ahora le ruego que me diga dónde nació.
No respondí. No tenía ganas de responder a ninguna pregunta: primero tenía muchas que plantear. No logré identificar el acento de mi interlocutor. Era inglés, de acuerdo, pero no podía decidir a qué región de Inglaterra pertenecía. Observé sus medallas. La mayoría de ellas me parecieron extrañas, pero reconocí la cinta escarlata de la Cruz de la Victoria, con tres palmas y adornada con gemas. Había algo sumamente falso en el capitán Winter.
—Vamos, amigo —dijo Winter, con tono animado—. Coopere voluntariamente. Eso ahorrará muchos disgustos.
Fijé la vista en él, molesto:
—He sido perseguido, capturado, rociado, arrojado a una celda e interrogado sobre mi vida de una manera suficientemente desagradable, de modo que no se moleste en tratar de mantener esta conversación en un nivel educado. No responderé a ninguna pregunta. —Metí la mano en el bolsillo en busca de mi pasaporte: no estaba allí—. Teniendo en cuenta que me han robado el pasaporte, ya sabe que soy un diplomático norteamericano y que gozo de inmunidad diplomática ante cualquier forma de arresto, detención, interrogatorio o lo que sea. De modo que me marcharé en cuanto me devuelvan mis pertenencias, incluyendo los zapatos.
El rostro de Winter se endureció. Comprendí que no le había impresionado demasiado. Hizo una señal y aparecieron dos tipos a los que no había visto. Eran más corpulentos que él.
—Señor Bayard, debe responder a mis preguntas, y, si es necesario, bajo coacción. Le ruego que empiece por informarme sobre su lugar de nacimiento.
—Puede leerlo en mi pasaporte —repliqué.
Miré a los dos hombres de refuerzo: eran tan fáciles de ignórar como un par de excavadoras en la sala de estar. Decidí cambiar de táctica. Representaría mi papel a la espera de que se alejaran, y entonces trataría de escapar.
Ante otra indicación, uno de los hombres alcanzó a Winter mi pasaporte, que estaba sobre su escritorio. El capitán lo hojeó, tomó una serie de notas y me lo devolvió.
—Muchas gracias, señor Bayard —su tono era cordial—. Ahora pasemos a los detalles. ¿Dónde estudió?
Traté de darle la impresión de que estaba ansioso por complacerle. Lamenté mi aspereza previa, lo que volvía menos plausible mi actual actitud de cooperación. Sin embargo, Winter debía estar acostumbrado a su trabajo y a sujetos abyectos. Minutos después levantó un brazo en dirección a los dos forzudos, que abandonaron la estancia en silencio.
Winter había pasado al tema de las relaciones internacionales y la geopolítica, y parecía fascinado ante mis vulgares respuestas. Una o dos veces intenté preguntar por qué era necesario interrogarme rigurosamente en cuestiones de carácter general, pero con firmeza me llevó a responder a sus preguntas.
Cubrió en profundidad la geografía y la historia recientes, poniendo gran atención en el período 1879-1910. Después se dedicó a una lista biográfica: todo cuanto supiera, nombre tras nombre. Nunca había oído hablar de la mayoría de ellos y unos pocos eran figuras públicas de importancia menor. Me interrogó en detalle sobre dos italianos, Cocino y Maxoni. No podía creer que jamás los hubiera oído nombrar. Pareció fascinado por muchas de mis respuestas.
—¿Niven un actor? —repitió, incrédulo—. ¿Nunca ha oído hablar de Crane Talbot?
Cuando describí el rol desempeñado por Churchill en los acontecimientos recientes, lanzó una estruendosa carcajada.
Después de cuarenta minutos de desigual discusión, sonó débilmente un zumbador y entró otro hombre uniformado, que dejó una caja de tamaño considerable en una esquina del escritorio y se retiró. Winter ignoró la interrupción.
Se sucedieron otros veinte minutos de interrogatorio. ¿Quién era el actual monarca de Anglo-Alemania? ¿Cómo estaba compuesta la familia real? ¿Qué edad tenían los hijos? Agoté mis conocimientos sobre el tema. ¿Cuál era la posición del virreinato de la India? ¿Cómo funcionaban los convenios de dominio de Australia, América del Norte, Cabotsland…? Quedé atónito ante las preguntas: su autor debía de estar loco. Resultaba casi imposible hacer coincidir con la realidad sus falsas referencias a subdivisiones políticas e instituciones inexistentes. Respondí lo más ambiguamente posible. Al menos Winter no pareció demasiado perturbado por mi revisión de su distorsionada versión de los acontecimientos.
Por fin Winter se levantó, se acercó a su escritorio y me señaló una silla a su lado. Mientras corría la silla, eché una mirada a la caja que estaba sobre el escritorio. Dentro vi revistas, ropa doblada, monedas… la culata de una automática que sobresalía debajo de un ejemplar del Almanaque Mundial. Winter estaba de espaldas, revisando un pequeño armario detrás de su escritorio. Mi mano voló, cogió la pistola y la dejó caer en mi bolsillo mientras tomaba asiento. Winter giró, con una botella de vidrio azul en la mano.
—Ahora echemos un trago e intentaré aclarar, al menos en parte, su justificada confusión, señor Bayard. —Sonrió afablemente—. ¿Qué le interesa saber?
Ignoré la botella.
—¿Dónde estoy? —pregunté.
—En la ciudad de Estocolmo, Suecia.
—Tengo la sensación de que estamos en movimiento. ¿Qué es esto? ¿Una camioneta móvil con despacho incluido?
—Esto es un vehículo, aunque no una camioneta móvil.
—¿Por qué me capturaron?
—Lamento no poder decirle más, excepto que lo hemos traído cumpliendo órdenes específicas de un oficial de muy alto rango del Servicio Imperial. —Me observó especulativamente, y agregó—: Esto es algo insólito.
—Por lo que entiendo, raptar a personas inofensivas no es, en sí mismo, insólito.
Winter frunció el ceño:
—Usted es el sujeto de una operación de la Inteligencia Imperial. Tenga la plena seguridad de que no le estamos persiguiendo.
—¿Qué es Inteligencia Imperial?
—Señor Bayard —intervino Winter seriamente, inclinándose hacia delante—, es preciso que se enfrente a una serie de realidades. La primera de ellas consiste en que los gobiernos a los que usted acostumbra a considerar como potencias soberanas supremas deben considerarse, de hecho, tributarios del Imperio, del Gobierno Supremo, a cuyo servicio actúo en calidad de oficial.
—Usted es un impostor —repliqué.
Winter se erizó.
—Estoy a cargo de una Comisión con grado de capitán de Inteligencia.
—¿Qué nombre da a este vehículo en el que nos encontramos?
—Se trata de un explorador TNL de reconocimiento, con base en Estocolmo Cero Cero.
—Eso no me dice nada. ¿Qué es? ¿Una embarcación, un automóvil, un aeroplano…?
—Nada de eso, señor Bayard.
—Bien, seré más concreto. ¿Avanza sobre agua, sobre aire…?
Winter vaciló:
—Sinceramente, lo ignoro.
Comprendí que había llegado el momento de intentar un nuevo ángulo de ataque:
—¿Adónde nos dirigimos?
—En este momento operamos a lo largo de las coordenadas cero-cero-cero, cero, cero-seis, cero-noventa y dos.
—¿Cuál es nuestro destino? ¿Qué lugar?
—Estocolmo Cero Cero, después de lo cual probablemente será trasladado a Londres Cero Cero para continuar el procedimiento.
—¿Qué significa eso de Cero? ¿Se refiere a Londres, Inglaterra?
—El Londres a que usted se refiere es Londres M-I Tres.
—¿Cuál es la diferencia?
—Londres Cero Cero es la capital del Imperio y abarca la porción mayor del mundo civilizado: Europa del Norte, el Hemisferio Occidental y Australia.
Cambié de tema:
—¿Por qué razón me raptaron?
—Por lo que sé, para un interrogatorio de rutina.
—¿Tienen intención de liberarme?
—Sí.
—¿En mi país?
—No.
—¿Dónde?
—No estoy en condiciones de decírselo, pero será en uno de los diversos puntos de concentración.
—Una última pregunta —dije mientras sacaba la automática del bolsillo y le apuntaba a la tercera medalla contando desde la izquierda—. ¿Sabe qué es esto? Mantenga las manos a la vista; será mejor que se levante y se quede ahí de pie.
Winter se levantó y se dirigió al lugar indicado. Nunca había apuntado con una pistola a nadie, pero no sentí la menor vacilación.
—Cuéntemelo todo —exigí.
—He respondido a todas sus preguntas —dijo Winter, nervioso.
—Y no me dijo nada. —Winter me clavó la mirada. Quité el seguro con un chasquido—. Tiene cinco segundos para empezar. Uno… dos…
—Muy bien —accedió Winter—. Todo esto no es necesario. Lo intentaré —titubeó—. Usted fue seleccionado por la superioridad. Tuvimos grandes problemas para conseguirle a usted en particular. Como ya dije, esto es bastante irregular. No obstante —Winter pareció entusiasmarse con el tema—, todos los muestreos de esta región han estado sumamente restringidos en el pasado. Como sabrá, su continuum ocupa una isla, una entre muy pocas líneas aisladas de una vasta región manchada. La totalidad de la configuración es anormal, y un área sumamente peligrosa para maniobrar. Perdimos muchos hombres valiosos antes de aprender a manejar los problemas involucrados.
—Supongo que sabe que todo cuanto dice carece de sentido para mí —intervine—. ¿A qué se refiere cuando dice muestreo?
—¿Le molesta que fume? —preguntó Winter: cogí un largo cigarrillo de una caja del escritorio, lo encendí y se lo alcancé—. Por muestreo nos referimos a la colección de individuos o artefactos provenientes de líneas representativas M-I. —Exhaló el humo—. En Inteligencia, ahora nos ocupamos de operaciones de trazado. Es una tarea fascinante, amigo: escoger las líneas de rumbo, coordinar los descubrimientos con el trabajo teórico, desarrollar los ingenios de calibración adecuados, los instrumentos, y así sucesivamente. Estamos comenzando a descubrir las potencialidades de operar en la Red. A fin de reunir el máximo de información en el menor tiempo, hemos encontrado que es útil prender a individuos para interrogarlos. De esta forma obtenemos rápidamente un cuadro general de la configuración de la Red en varias direcciones. En su caso particular me orientaron, bajo instrucciones selladas, a penetrar en la Mancha, proceder hasta la Mancha Insular Tres y tomar en custodia al señor Brion Bayard, un diplomático que representa, precisamente, una república americana. —Winter hablaba ahora con entusiasmo. Cuando se relajaba parecía más joven—. Fue un verdadero triunfo, amigo, que me seleccionaran para dirigir toda operación en la Mancha, operación que ha resultado fascinante. En el pasado, naturalmente, siempre había operado a tal distancia del Imperio que existía muy poca o ninguna analogía. ¡Pero M-I Tres! Es prácticamente el Imperio, con la variante suficiente para inspirar la imaginación. Aunque dos líneas son muy cercanas, hay un desierto de Mancha alrededor y entre ellas que indica lo terriblemente cerca del borde que hemos estado en el pasado.
—Suficiente, Winter, ya he oído bastante. Probablemente usted no es más que un chiflado inofensivo. Ahora me iré.
—Eso es completamente imposible —me advirtió Winter—. Estamos en medio de la Mancha.
—¿Qué es la Mancha? —inquirí.
Hice la pregunta para ganar tiempo mientras miraba a mi alrededor, tratando de decidir cuál era la mejor puerta para escapar. Había tres. Escogí aquella por la que todavía no había entrado nadie. Avancé hacia ella.
—La Mancha es una región de total desolación, radiación y caos —estaba diciendo Winter—. Hay extensiones totales de líneas A, donde el planeta propiamente dicho ya no existe, en las que cámaras automáticas sólo han registrado un amplio anillo de escombros en órbita; también están los mundos de ceniza y, de tanto en tanto, los tétricos grupos de junglas cancerosas rebosantes de mutaciones emponzoñadas de radiación. Es espantoso, amigo. Puede usted apuntarme la pistola toda la noche, pero no conseguirá nada. Dentro de pocas horas llegaremos a Cero Cero. Le conviene descansar hasta entonces.
Probé el pomo de la puerta. Estaba trabada.
—¿Dónde está la llave? —pregunté.
—No hay llave. La puerta se abrirá automáticamente en la base.
Me acerqué a una de las otras dos, aquella que había atravesado el hombre con la caja. La abrí de golpe y me asomé. El zumbido aumentó de volumen y a través de un pasillo corto y estrecho vi algo que parecía ser el compartimento de un piloto. Aparecía visible la espalda de un hombre.
—Vamos, Winter —ordené—. Vaya delante.
—No sea tan imbécil, amigo.
Winter parecía irritado y se volvió en dirección al escritorio. Levanté la pistola: el disparo resonó en las paredes de la estancia. Winter dio un salto desde el escritorio, sosteniéndose la mano desgarrada. Giró hacia mí y vi que por primera vez parecía realmente asustado.
—¡Usted está loco! —gritó—. Ya le he dicho que estamos en medio de la Mancha.
Yo vigilaba con un ojo al hombre del extremo del pasillo, que miraba por encima de su hombro mientras hacía algo con la otra mano, frenéticamente.
—Está ensuciando de sangre esa hermosa alfombra —observé—. Al próximo disparo le mataré. Detenga esta máquina.
Winter estaba pálido; tragó saliva convulsivamente:
—Le juro, señor Bayard, que eso es absolutamente imposible. Prefiero que me mate. Usted no tiene la menor idea de lo que me está sugiriendo.
Comprendí que estaba en las manos de un lunático peligroso, y le creí cuando afirmó que prefería morir antes que detener aquel autobús… o lo que fuera. A pesar de mi amenaza no me sentía capaz de matarle a sangre fría. Giré, di tres pasos por el pasillo y apoyé la automática en la espalda que asomaba.
—Desconecte —ordené.
El hombre, que era uno de los dos que estaban de pie a mi lado cuando desperté en el despacho, continuaba dando vueltas frenéticamente a un botón del panel que tenía enfrente. Me miró pero siguió haciendo girar el botón. Apunté y disparé al panel de instrumentos. El hombre saltó violentamente hacia delante, protegiendo el panel con su cuerpo.
—¡Deténgase, imbécil! —gritó—. ¡Permítanos explicarle!
—Ya lo intenté y no funcionó —respondí—. Apártese de mi camino. De un modo u otro lograré frenar este vagón.
Adopté una posición que me permitía ver a ambos. Winter estaba semiencogido en el vano de la puerta, con el rostro blanco.
—¿Estamos bien, Doyle? —preguntó con voz tensa.
Doyle se apartó del panel, me volvió la espalda y echó un vistazo a los instrumentos. Tironeó de una palanca, lanzó una maldición y se volvió para mirar a Winter:
—El comunicador no funciona, pero continuamos en operación.
Entonces vacilé. Los dos estaban auténticamente aterrorizados ante la idea de interrumpir la marcha; me habían prestado tan poca atención a mí y a mi ruidosa pistola como la que le habrían prestado a un niño con un arma de juguete. Comparado con la interrupción de la marcha un balazo era, aparentemente, una irritación de poca monta.
También era obvio que no se trataba de una camioneta móvil. El compartimiento del piloto tenía más instrumentos que un avión de línea, y ninguna ventanilla. Extrañas ideas comenzaron a poblar mi cerebro. ¿Nave espacial? ¿Máquina del tiempo? ¿Dónde demonios estaba metido?
—Bien, Winter —dije—. Hagamos una tregua. Le concedo cinco minutos para que me dé una explicación satisfactoria, demostrativa de que no ha escapado del pabellón de violentos de un manicomio, y para que me diga cómo hará para llevarme inmediatamente de vuelta al lugar donde me encontró. Si no puede o no quiere cooperar, llenaré ese panel de agujeros…, incluyendo a cualquiera que se le ocurra ponerse delante.
—De acuerdo —aceptó Winter—. Le juro que haré todo lo que pueda. Ahora alejémonos del compartimiento de control.
—Permaneceré aquí —insistí—. No dispararé el arma si no me da motivos; por ejemplo, respuestas disparatadas.
Winter sudaba.
—Ésta es una máquina exploradora que opera en la Red. Por Red me refiero al complejo de líneas alternativas que constituyen la matriz de toda realidad simultánea. Nuestro mecanismo de transmisión o impulso es el generador de campo Maxoni-Cocini, que crea una fuerza que opera en lo que podríamos llamar una perpendicular de la entropía normal. En realidad, sé muy poco acerca de la física del mecanismo. No soy un técnico.
Miré el reloj. Winter reanudó su explicación.
—El Imperio es el gobierno de la línea A Cero Cero en la que se hizo este descubrimiento. El mecanismo es sumamente complejo y existen millares de formas en las que puede provocar un desastre a sus operadores si se comete un error. A juzgar por el hecho de que toda línea A del interior de miles de parámetros de Cero Cero es una escena de la más terrible mortandad, suponemos que sólo nuestra línea logró controlar la fuerza. Llevamos a cabo nuestras operaciones en toda la columna de espacio A que se extiende fuera de la Mancha, forma con que designamos a esta zona de destrucción. Normalmente evitamos en su totalidad la Mancha propiamente dicha. —Winter se ató un pañuelo alrededor de la mano herida mientras hablaba—. Su línea, conocida como Mancha Insular Tres, o M-I Tres, es una de las dos excepciones a la destrucción general que conocemos. Estas dos líneas se encuentran a cierta distancia de Cero Cero, la suya un tanto más cerca que M-I Dos. M-I Tres sólo fue descubierta hace un mes, y recientemente confirmada como línea ilesa. Toda la actividad exploratoria de la Mancha se realizó mediante exploradores-parásitos, sin tripulación. Ignoro por qué me dieron instrucciones de prenderle a usted. Pero créame cuando le digo que si logra paralizar este explorador, nos precipitará en la identidad con una línea A que puede ser sólo un anillo de polvo radiactivo, alrededor del Sol, o una gran masa de hongos mutados. No podemos detenernos por ninguna razón hasta que lleguemos a una zona segura.
Volvía mirar la hora.
—Cuatro minutos —dije—. Demuéstreme lo que ha dicho.
Winter se humedeció los labios con la lengua.
—Doyle, trae las fotos de reconocimiento de este sector; las que tomamos en el viaje de ida.
Doyle extendió las manos hasta un estante de abajo del panel y sacó un gran sobre rojo. Me lo dio. Yo se lo pasé a Winter.
—Ábralo —ordené—. Veamos qué hay.
Winter buscó un instante y luego sacó un montón de fotografías brillantes. Me extendió la primera:
—Todas estas fotografías fueron tomadas exactamente en las mismas coordenadas espaciales y temporales que las ocupadas por el explorador. La única diferencia reside caz las coordenadas de la Membrana.
La imagen mostraba una serie de fragmentos de roca mellados que colgaban contra un fondo gris brumoso, con unos pocos puntos brillantes. No supe qué representaban.
Winter me entregó otra fotografía; era similar a la anterior. Lo mismo la tercera, con el agregado de que un fragmento de roca tenía un lado liso, cruzado por diminutas líneas. Winter explicó:
—La escala no es lo que parece ser; ese trozo extraño es una porción de la corteza terrestre, situada aproximadamente a cuarenta kilómetros de la cámara. Las líneas son carreteras.
Contemplé la fotografía fascinado. Más allá del fragmento extrañamente garabateado, otras piezas dentadas se alejaban hasta el límite de la visión, y más aún. Mi imaginación se estremeció ante la idea de que quizá Winter me estaba diciendo la pura verdad.
Winter me mostró otra instantánea. Ésta mostraba una negra extensión grumosa, sólo visible por el turbio destello de luz reflejado por las irregularidades de la superficie en la dirección de la Luna, que se veía como un disco brillante en el cielo oscuro.
La siguiente estaba semioscurecida por una masa que había interceptado las lentes, demasiado cercana para poder enfocarse. Más allá, una enorme mole gruesa extendida, informe, inmensa, aparecía casi enterrada en vides enmarañadas. Observé horrorizado la minúscula cabeza, semejante a la de una vaca, que se recostaba indolente contra el lomo de la colosal criatura. A cierta distancia se proyectaba un apéndice hinchado en forma de pierna, del que colgaban las pezuñas.
—Sí —reconoció Winter—, es una vaca. Una vaca mutada sin límites de crecimiento. Se trata de un vasto cultivo de tejido que se nutre directamente de las vides. Crecen a través de la masa de carne. La cabeza rudimentaria y los miembros ocasionales son completamente inútiles.
Le devolví las fotografías. Estaba mareado.
—Ya he visto bastante. Me ha derrotado. Salgamos de esto.
Me guardé la pistola en el bolsillo. Recordé el orificio de bala en el panel y me estremecí.
Cuando volvimos al despacho, me senté ante el escritorio. Winter volvió a tomar la palabra:
—Es muy desalentador amigo, haber tenido que mostrárselo todo de una sola vez.
Winter prosiguió hablando mientras yo intentaba reunir su información fragmentaria en un marco coherente. Una amplia telaraña de líneas, cada una de ellas un universo completo, cada una de ellas minuciosamente distinta a todas las demás. En algún lugar una línea, o un mundo, en el que se había desarrollado un ingenio que permitía que un hombre atravesara las líneas. ¿Por qué no?, me dije. Con todas esas líneas con las cuales trabajar, todo estaba destinado a ocurrir en una de ellas. ¿O no?
—¿Qué puede decirme de las otras líneas A en las que debió hacerse este mismo descubrimiento, donde sólo había alguna diferencia sin importancia? —le pregunté al pensar en ello—. ¿Por qué no entrechocan, por qué no se lanzan las unas contra las otras?
—Ésa ha sido una de las grandes preguntas de nuestros científicos, amigo, y todavía no han llegado a ninguna respuesta definitiva. Sin embargo, se han establecido algunas cuestiones. En primer lugar, se trata de un aparato fantásticamente delicado, como ya le he explicado. El menor desliz en la experimentación inicial y habríamos terminado como cualquiera de las otras líneas que ha visto en las fotografías. Aparentemente, todas las posibilidades se oponían a que escapáramos a las consecuencias del descubrimiento. Pero escapamos y ahora sabemos cómo controlarlo. En cuanto a las líneas muy cercanas, actualmente la teoría parece indicar que no existe una separación física real entre líneas; las que se encuentran microscópicamente cercanas a otras, de hecho se fusionan o se mezclan. Es difícil explicarlo. En realidad, deambulamos de una a otra al azar, tan amplio es el número de líneas infinitamente cercanas en el que constantemente nos movemos. Por lo general, eso no supone ninguna diferencia; no lo notamos, no más de lo que notamos que saltamos de un punto temporal al siguiente a medida que progresa la entropía normal. —Ante mi expresión de desconcierto agregó—: Las líneas corren en ambos sentidos, en un número infinito de direcciones. Si pudiéramos retroceder a lo largo de la línea E normal, viajaríamos al pasado. Esto no funcionaría por razones prácticas, que implican a dos cuerpos ocupando el mismo espacio y ese tipo de cosas. El principio de Maxoni nos permite movernos de una forma que creemos se encuentra en ángulos rectos con respecto a la tendencia normal. Así podemos operar a través de trescientos sesenta grados, pero siempre en el mismo nivel E del que partimos. En consecuencia, llegaremos a Estocolmo Cero Cero en el mismo momento que partimos de M-I Tres. —Winter sonrió—. Este detalle provocó infinitos malentendidos y contraacusaciones en las primeras pruebas.
—De modo que todo el tiempo nos estamos moviendo de un universo a otro sin saberlo —expresé escépticamente.
—No necesariamente todos ni todo el tiempo —aclaró Winter—. Pero la tensión emocional parece tener un efecto de desplazamiento. Por supuesto, siendo las posiciones relativas de dos granos de arena, o incluso de dos átomos dentro de un grano de arena, la única diferencia entre dos líneas adyacentes, no es probable que se note. Pero por momentos se producen disloques mayores en la mayor parte de los individuos. Tal vez usted mismo haya notado una mínima discrepancia en un momento u otro; aparentemente, algún objeto se movió o desapareció, se produjo algún cambio repentino en el carácter de alguien a quien usted conoce, tuvo falsos recuerdos de acontecimientos pasados. El universo no es tan rígido como a uno le gustaría creer.
—Sus palabras son terriblemente verosímiles, Winter. Finjamos que acepto su historia. Ahora hábleme de este vehículo.
—Sólo es una pequeña estación móvil MC, montada en un chasis de autopropulsión. Puede trasladarse a nivel de superficie en terrenos o áreas pavimentadas y también en aguas serenas. Nos permite cumplir la mayor parte de nuestras maniobras espaciales en nuestro propio terreno, por así decirlo, y evitar los azares de intentar llevar a cabo operaciones de superficie en zonas extrañas.
—¿Dónde está el resto de los hombres de su equipo? —inquirí—. Como mínimo hay tres más.
—Se encuentran todos en los puestos asignados —replicó Winter—. Hay otra pequeña estancia que contiene el mecanismo de impulso, delante del de control.
—¿Para qué es todo esto?
Señalé la caja que había sobre el escritorio, en la que había encontrado el arma. Winter le echó un vistazo y dijo melancólicamente:
—De modo que allí encontró el arma. Sabía que le habían registrado. ¡Maldito y descuidado Doyle! ¡Maldito cazador de souvenirs! Le dije que sometiera todo a mi aprobación antes del regreso, de manera que supongo que es culpa mía —se acarició tiernamente la mano dolorida.
—No se sienta demasiado culpable. Ocurre que soy un tipo inteligente —afirmé—. Pero no muy valiente. En realidad, me produce pánico pensar en lo que me espera cuando lleguemos a nuestro destino.
—Será bien tratado, señor Bayard —me aseguró Winter.
Dejé pasar su observación. Quizá cuando llegáramos podría disparar, fugarme. Tampoco esos pensamientos me parecieron muy estimulantes. ¿Qué haría después, perdido en el Imperio de Winter? Lo que necesitaba era un billete de regreso a casa. Me encontré pensando en mi tierra como en M-I Tres y comprendí que estaba empezando a aceptar la historia de Winter. Tomé un trago de la botella azul.
—¿Por qué no estallamos al atravesar una de esas líneas de espacio vacío, ni nos quemamos en las ardientes? —pregunté repentinamente—. Suponga que estuviéramos echando una mirada a una de esas moles de roca que fotografiaron.
—No estamos el tiempo suficiente, amigo —me explicó Winter—. Permanecemos en cualquier línea durante un lapso de tiempo no finito, por tanto, no tenemos tiempo de reaccionar físicamente a nuestro entorno.
—¿Cómo pueden tomar fotografías y utilizar comunicadores?
—La cámara permanece en el interior del campo. En realidad, la foto es una exposición compuesta de todas las líneas que cruzamos durante el instante de la exposición. Las líneas apenas difieren, naturalmente, y las imágenes son absolutamente claras. Por supuesto, la luz es una condición, no un acontecimiento. Nuestros comunicadores emplean un tipo de enrejado que expande la transmisión.
—Winter, todo esto es sumamente interesante, pero tengo la impresión de que usted tiene muy poca consideración hacia mí. Creo que podrían estar pensando en utilizarme en algún tipo de colorido experimento para después desecharme… Arrojarme a uno de esos basureros cósmicos que me mostró. Esa bebida de la botella azul no es lo bastante serenadora como para expulsar esa idea de mi cabeza.
—¡Cielos, amigo! —Winter se irguió en el asiento—. Nada de eso; se lo aseguro. ¡No somos unos malditos bárbaros! Puesto que usted es un objeto de interés oficial del Imperio, puede tener la seguridad de que recibirá un tratamiento humano y honorable.
—No me gustó lo que dijo hace un rato con respecto a los puntos de concentración. Eso me suena a cárcel.
—Nada de eso —exclamó Winter—. Existe un amplio número de líneas A muy agradables fuera de la Mancha, que están totalmente deshabitadas u ocupadas por pueblos atrasados o subdesarrollados. Casi es posible elegir el nivel tecnológico y cultural en el que uno desea vivir. Todos los individuos sujetos a interrogatorios son escrupulosamente atendidos. Se les provee de todo lo necesario para vivir cómodamente el resto de su vida normal.
—¿Abandonados en una isla desierta o instalados en una aldea indígena? No me suena divertido. Prefiero estar en mi país.
Winter sonrió benévolamente:
—¿Qué diría usted si le instalaran con una fortuna en oro, en una sociedad sumamente parecida a la de, digamos, la Inglaterra del siglo diecisiete, con la ventaja de tener electricidad, montones de libros modernos, provisiones para toda la vida, cualquier cosa que usted deseara? Debo recordarle que contamos con todos los recursos del universo.
—Me gustaría más si pudiera elegir —aventuré—. Suponga que seguimos avanzando después de salir de la Mancha. Entonces el comité de recepción no estaría esperando. Usted podría conducir este cochecillo de vuelta a M-I Tres. Yo podría obligarle.
—Escuche, Bayard —dijo Winter, con impaciencia—. Usted tiene un arma. Muy bien. Máteme. Mátenos a todos. ¿Qué beneficio obtendría con ello? La operación de esta máquina requiere una elevada pericia técnica. Los controles están dispuestos para el retorno automático al punto de partida. Va contra la política del Imperio devolver a un sujeto a la línea en que fue capturado. Lo único que puede hacer es cooperar con nosotros. Le aseguro, como oficial imperial, que será tratado honorablemente.
Miré la pistola.
—En las películas, el tipo que tiene el arma siempre se abre camino. Pero a usted no parece importarle que le dispare o no.
Winter volvió a sonreír:
—Aparte de que ha dado unos cuantos tragos de mi botella de brandy y probablemente no sería capaz de acertarle a esa pared con el arma que tiene en la mano, le aseguro…
—Usted siempre está asegurándome algo. —Dejé la pistola sobre el escritorio, apoyé los pies en la tabla lustrada y me recliné en el asiento—. Despiérteme cuando lleguemos. Me gustaría acicalarme.
Winter lanzó una carcajada:
—Ahora sí que se muestra razonable, amigo. Sería muy incómodo para mí tener que advertir al personal de la base que está jugando con una automática.