Antropología (donde el autor —en cierta medida a su pesar— muerde la mano que le da de comer)

La última cuestión —y debo reconocer que la he estado evitando hasta el final— es ¿por qué los antropólogos no lo han hecho hasta ahora? Ya he explicado por qué creo que los académicos, en general, no sienten una gran afinidad con el anarquismo. Me he referido brevemente al sesgo radical de la antropología de principios del siglo XX, que a menudo manifestó una gran afinidad con el anarquismo, pero eso parece haberse evaporado con el paso del tiempo. Es todo un poco extraño. Los antropólogos son el único grupo de científicos sociales que conocen las sociedades sin Estado que existen en la actualidad; muchos han vivido en zonas del mundo donde los Estados han dejado de funcionar o al menos han desaparecido temporalmente y donde la gente se organiza de forma autónoma. Al menos, son totalmente conscientes de que los lugares comunes típicos sobre qué ocurriría si no hubiera Estado («¡pero si la gente se mataría entre sí!») son objetivamente falsos.

Entonces, ¿por qué?

Bueno, existen muchas razones. Algunas son bastante comprensibles. Si el anarquismo es, esencialmente, una ética de la práctica, una reflexión sobre la práctica antropológica nos puede revelar cuestiones muy desagradables, particularmente si nos centramos en la experiencia del trabajo de campo antropológico, que es lo que suelen hacer todos los antropólogos en cuanto se vuelven reflexivos. La disciplina que conocemos hoy es el resultado de estrategias de guerra horribles, de la colonización y del genocidio, como ocurre con la mayoría de las disciplinas académicas modernas, incluyendo la geografía y la botánica, por no mencionar las matemáticas, la lingüística o la robótica, que todavía lo son. Pero como el trabajo de los antropólogos implica establecer un contacto personal con las víctimas, éstos le han dado muchas más vueltas al asunto que sus colegas de otras disciplinas. El resultado ha sido muy paradójico: el mayor efecto de las reflexiones antropológicas sobre la propia culpabilidad de los antropólogos ha sido proporcionar a los no antropólogos, que no se han molestado en aprender nada acerca del 90% de la experiencia humana, dos o tres frases de rechazo muy útiles (de esas que sirven para proyectar el propio sentido de la otreidad en los colonizados) para poder sentirse así moralmente superiores a quienes sí se han tomado esa molestia.

Pero también para los propios antropólogos los resultados han sido muy paradójicos. A pesar de que conocen una gran variedad de experiencias humanas y muchos experimentos sociales y políticos que son desconocidas para la mayoría, esta parte de la etnografía comparativa se considera algo vergonzoso. Como ya he dicho antes, no se la trata como un patrimonio común de la humanidad sino como nuestro pequeño secreto inconfesable. Lo que, por otra parte, resulta muy oportuno dado que el poder académico es en gran medida la capacidad de establecer derechos de propiedad sobre una cierta forma de conocimiento y asegurarse, por otra, que los demás no tengan demasiado acceso a éste. Porque, como también he comentado, nuestro secreto inconfesable sigue siendo nuestro. No es algo que necesitemos compartir con los demás.

Pero hay algo más. En muchos sentidos, la antropología parece una disciplina asustada de su propio potencial. Es, por ejemplo, la única disciplina que ocupa una posición desde la cual se pueden hacer generalizaciones sobre la humanidad, ya que es en realidad la única que tiene en cuenta a toda la humanidad y que está familiarizada con los casos anómalos. («¿Afirmáis que en todas las sociedades se conoce el matrimonio? Bueno, eso depende de cómo defináis “matrimonio”. Entre los Nayar…»). Pero se niega terminantemente a hacerlo. Yo no creo que esto se pueda atribuir solamente a una reacción comprensible frente a la propensión de la derecha a hacer grandes discursos sobre la naturaleza humana para justificar instituciones sociales muy concretas y particularmente nefastas (la violación, la guerra, el capitalismo de libre mercado), aunque sin duda se debe en parte a ello. Pero sobre todo se debe a que es un tema inconmensurable. ¿Quién puede tener los medios para analizar, por ejemplo, los conceptos de deseo o de imaginación, o del yo o de la soberanía, teniendo en cuenta además del canon occidental, lo que han dicho sobre ellos los pensadores hindúes, chinos e islámicos, sin olvidar además las concepciones populares en centenares de sociedades nativas americanas o de Oceanía? Sería una tarea ímproba. En consecuencia, los antropólogos ya no realizan amplias generalizaciones teóricas sino que se vuelcan en el trabajo de los filósofos europeos, para quienes no representa ningún problema hablar del deseo, de la imaginación, el yo o la soberanía, como si dichos conceptos hubieran sido inventados por Platón o Aristóteles, desarrollados por Kant o el marqués de Sade, y como si jamás hubieran sido motivo de discusión fuera de las tradiciones literarias de Europa occidental o Norteamérica. Si antes los conceptos clave de los antropólogos eran palabras como maná, tótem o tabú, éstos se sustituyen ahora por palabras derivadas en su totalidad del latín o el griego, normalmente a través del francés y, a veces, del alemán.

Por lo tanto, aunque la antropología parezca perfectamente posicionada para proporcionar un foro intelectual con cabida para debates mundiales de todo tipo, ya sean sobre política o sobre cualquier otro tema, se resiste a ello.

Además, está la cuestión de la política. Muchos antropólogos escriben como si su trabajo tuviera una relevancia política clara, en un tono que da a entender que consideran lo que hacen algo bastante radical y, desde luego, de izquierdas. ¿Pero en qué consiste realmente esta política? Cada día que pasa resulta más difícil saberlo. ¿Suelen los antropólogos ser anticapitalistas? La verdad es que no resulta fácil encontrar a alguno que hable bien del capitalismo. Muchos describen la época en la que vivimos como la del «capitalismo tardío», como si solo con declarar que el capitalismo está cercano a su fin pudieran acelerar el mismo. Sin embargo, resulta difícil dar con algún antropólogo que haya propuesto recientemente alguna alternativa al capitalismo. ¿Son por lo tanto liberales? La mayoría no puede pronunciar la palabra sin una mueca de desprecio. ¿Y entonces qué son? Por mi experiencia, creo que el único compromiso político real que se da en el ámbito de la antropología es una especie de populismo amplio. Al menos no nos posicionamos, en un momento dado, junto a las élites o junto a quien las apoya. Estamos con la gente humilde. Pero dado que en la práctica la mayoría de los antropólogos trabajamos en las universidades (que son cada día más globales), o bien en consultorías de marketing o en la ONU, ocupando puestos dentro del aparato de gobierno global, quizá todo se reduzca a una declaración fiel y ritualizada de nuestra deslealtad hacia la élite global de la cual formamos parte como académicos (a pesar de nuestra marginalidad).

¿Qué forma adopta este populismo en la práctica? Ante todo implica demostrar que la gente humilde que es objeto de estudio se resiste con éxito a algún tipo de poder o influencia globalizadora que se le impone desde arriba. Es sobre esto que hablan casi todos los antropólogos cuando se topan con el tema de la globalización, lo que sucede muy a menudo en la actualidad. El antropólogo debe demostrar constantemente que sea cual sea el mecanismo a través del cual se intenta engañar, homogeneizar o manipular a un grupo (la publicidad, los culebrones, las formas de disciplina laboral o los sistemas legales impuestos por el Estado), nunca se consigue. De hecho, la gente se apropia de y reinventa creativamente todo aquello que le llega desde arriba y lo hace por medios que ni sus autores podrían siquiera imaginar. Esto es hasta cierto punto verdad, por supuesto. No quiero negar que sea importante combatir la creencia, todavía muy extendida, de que desde el mismo momento en que se expone a la gente en Bhutan o Irian Jaya a la MTV, su civilización desaparece. Lo que me resulta inquietante es hasta qué punto esta lógica amplifica la propia lógica del capitalismo global. Después de todo, tampoco las agencias publicitarias creen estar imponiendo nada a nadie. Especialmente en ésta era de segmentación del mercado, afirman estar proporcionando a su público materiales de los que éste debe apropiarse y hacer suyos como mejor considere, es decir, de un modo impredecible e idiosincrásico. La retórica del «consumo creativo», en particular, podría considerarse la ideología del nuevo mercado global: un mundo en que cualquier comportamiento humano puede ser clasificado como producción, intercambio o consumo. Esta ideología sostiene que lo que orienta el intercambio es la inclinación fundamentalmente humana de búsqueda del beneficio y que es igual en todo el mundo, mientras que el consumo es una forma de establecer la propia identidad (sobre la producción se prefiere no hablar siempre que sea posible). En el terreno comercial todos somos iguales, lo que nos diferencia es lo que hacemos con las cosas una vez en casa. Esta lógica mercantil ha sido tan internalizada que si una mujer en Trinidad se viste de forma extravagante y luego sale a bailar, los antropólogos considerarán automáticamente que su acción puede definirse como una forma de «consumo» (en oposición a, pongamos, lucir el tipo o pasar un buen rato), como si lo realmente importante de esa noche es que se compre un par de refrescos. O quizá es que el antropólogo coloca en el mismo nivel el vestirse y el beber, o quizá simplemente considere que todo lo que no es trabajo es «consumo», porque lo realmente importante aquí es que hay productos manufacturados implicados en el asunto. La perspectiva del antropólogo y del ejecutivo de marketing global se han vuelto casi indiscernibles.

Tampoco hay grandes diferencias a nivel político. Hace poco, Lauren Leve advirtió a los antropólogos que si no iban con cuidado corrían el riesgo de convertirse en una pieza más de una «maquina identitaria» global, un aparato de instituciones y creencias de alcance planetario que durante aproximadamente la última década ha estado convenciendo a la población mundial (o al menos a gran parte de su élite) de que, puesto que ya han terminado los debates sobre la naturaleza de las alternativas políticas o económicas, la única forma posible de plantear una reivindicación política es mediante la afirmación de algún tipo de identidad grupal, estableciendo de antemano en qué consiste dicha identidad (por ejemplo, las identidades grupales no son mecanismos por medio de los cuales los grupos se comparan entre sí, sino que remiten al modo en el que el grupo se vincula con su propia historia y, en este sentido, no existe ninguna diferencia esencial entre los individuos y los grupos). Las cosas han llegado a tal extremo que en países como Nepal se obliga incluso a los budistas theravada a entrar en el juego de la política identitaria, un espectáculo particularmente estrambótico si se piensa que sus reivindicaciones identitarias se basan esencialmente en la adhesión a una filosofía universalista que insiste en que la identidad es una ilusión.

Hace muchos años, un antropólogo francés llamado Gerard Althabe escribió un libro sobre Madagascar titulado Oppression et Liberation dans l’Imaginaire. Es un título sugerente. Creo que se podría aplicar a lo que le ocurre a la mayor parte de la literatura antropológica. En su mayoría, lo que aquí llamamos «identidades», en lo que a Paul Gilroy le gusta denominar el «mundo sobredesarrollado», son algo impuesto a la gente. En los EE.UU. muchas son el producto de la opresión y las desigualdades presentes: alguien catalogado como negro no debe olvidarlo ni por un solo momento; su propia definición le es indiferente al banquero que le denegará el crédito o al policía que lo va a detener por encontrarlo en el barrio equivocado, o al doctor que le aconsejará la amputación de un miembro enfermo. Cualquier intento de redefinirse o reinventarse individual o colectivamente se debe realizar por entero dentro de este conjunto de límites tan extremadamente violentos. (La única forma de cambio real sería transformar las actitudes de quienes tienen el privilegio de ser definidos como «blancos», destruyendo probablemente el propio concepto de blanquitud). Pero de hecho nadie sabe cómo elegirían definirse a sí mismos la mayoría de norteamericanos si desapareciese el racismo institucional, si la gente tuviera una verdadera libertad para definirse como quisiera. Tampoco merece mucho la pena especular sobre el tema. La cuestión es cómo crear una situación que nos permita averiguarlo.

Esto es a lo que me refiero por «liberación en el imaginario». Pensar cómo sería vivir en un mundo en el que la gente tuviera realmente el poder de decidir por sí misma, individual y colectivamente, a qué tipo de comunidades pertenecer y qué tipo de identidades adoptar, es una tarea verdaderamente difícil. Y hacer posible ese mundo, algo todavía más difícil. Significaría cambiarlo casi todo y tener que enfrentarse a la oposición persistente, y en última instancia violenta, de quienes se están beneficiando del estado actual de cosas. Lo que sí es fácil es dedicarse a escribir como si estas identidades creadas libremente ya existiesen, lo que nos evita tener que plantearnos los problemas complejos e intratables del grado de implicación de nuestro propio trabajo en esta auténtica máquina identitaria. O seguir hablando de «capitalismo tardío» como si fuera a conllevar automáticamente el colapso industrial y una posterior revolución social.

A modo ilustrativo:

En caso de que no quede claro lo que digo aquí, permitidme que regrese por un momento a los rebeldes zapatistas cuyo levantamiento el día de año nuevo de 1994 puede considerarse el inicio de lo que más tarde sería conocido como movimiento de la globalización. La mayoría de los zapatistas pertenecían a las comunidades de habla maya tzeltales, tzotziles y tojolabales establecidas en la Selva Lacandona, que eran las comunidades más pobres y explotadas de México. Los zapatistas no se autodefinen como anarquistas ni como autónomos, sino que poseen una tradición singular. De hecho, están tratando de revolucionar la propia estrategia revolucionaria al abandonar la idea de un partido de vanguardia —cuyo objetivo sea el control del Estado— y luchar por crear espacios libres que puedan servir como modelo de un autogobierno autónomo, abogando por una reorganización general de la sociedad mexicana en forma de una red compleja de grupos autogestionados que pueda empezar a discutir la reinvención de la sociedad política. Al parecer, hubo ciertas divergencias dentro del propio movimiento zapatista sobre el tipo de reformas democráticas que querían promulgar. La base de habla maya apoyó con fuerza una forma de consenso que se inspiraba en sus tradiciones comunitarias, pero reformulado para ser más radicalmente igualitario; algunos de los líderes militares de la rebelión, de habla hispana, se mostraron escépticos en cuanto a su aplicabilidad a escala nacional. Sin embargo, al final tuvieron que reconocer la sabiduría de aquéllos a quienes «mandaban obedeciendo», como decía uno de los lemas zapatistas. Pero lo más impresionante es lo que ocurrió cuando las noticias de esta rebelión se difundieron por todo el mundo. Es aquí donde realmente se ve cómo trabaja la «maquina identitaria» de Leve. En lugar de una banda de rebeldes con una visión de una transformación democrática radical, fueron redefinidos inmediatamente como una banda de indios mayas que reivindicaban la autonomía indígena. Así es como los retrataron los medios de comunicación internacionales; eso es lo que todos considerarían importante, desde las organizaciones humanitarias a los burócratas mexicanos o los observadores de la ONU. A medida que pasaba el tiempo, los zapatistas, cuya estrategia dependió desde un primer momento de la creación de alianzas en la comunidad internacional, se vieron cada vez más impelidos a jugar la carta indígena, excepto cuando se relacionaban con sus aliados más cercanos.

Esta estrategia no ha sido del todo inefectiva. Diez años después, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional sigue ahí, sin haber tenido apenas que disparar un tiro, y eso a pesar de todos los intentos por minimizar su papel a nivel «nacional». Lo que quiero destacar es lo paternalista, o dicho sin ambages, lo absolutamente racista que ha sido la reacción internacional a la rebelión zapatista. Porque lo que los zapatistas proponían era precisamente empezar esa difícil tarea que, como he señalado, la retórica sobre la «identidad» ignora: intentar ver qué formas de organización, qué tipos de procesos y de debates son necesarios para crear un mundo en el que las personas y las comunidades sean realmente libres para decidir por sí mismas qué tipo de personas y comunidades desean ser. ¿Y qué les dijeron? De hecho, les dijeron que, puesto que eran mayas, no tenían absolutamente nada que decirle al mundo sobre los procesos mediante los cuales se construye la identidad o sobre la naturaleza de las alternativas políticas. En tanto que mayas, la única declaración política que les estaba permitido hacer de cara a los no mayas era respecto a su propia identidad maya. Podían afirmar su derecho a continuar siendo mayas, podían exigir reconocimiento en tanto que mayas, pero resultaba inconcebible que un maya quisiera decirle algo al mundo más allá de un simple comentario sobre su propia mayeidad.

¿Y quién estaba atento a lo que realmente tenían que decir?

Según parece, un grupo de anarquistas adolescentes en Europa y Norteamérica, que rápidamente empezarían a sitiar las cumbres de esa élite global con quien los antropólogos mantienen una alianza tan molesta e incómoda.

Pero los anarquistas tenían razón. Creo que los antropólogos deberían hacer causa común con ellos. Tenemos herramientas a nuestro alcance que podrían ser de una enorme importancia para la libertad humana. Empecemos a asumir nuestra parte de responsabilidad en el proceso.