P: ¿Cuántos votantes hacen faltan para cambiar una bombilla?
R: Ninguno. Porque los votantes no pueden cambiar nada.
No existe, evidentemente, ningún programa anarquista único —ni jamás podría existir—, pero sería de una gran ayuda poder ofrecer al lector alguna idea sobre las líneas de pensamiento y de organización actuales.
Como ya he mencionado, cada vez es mayor la influencia anarquista dentro del «movimiento antiglobalización». A largo plazo, la posición anarquista sobre la globalización es obvia: la desaparición de los Estados-nación significará la eliminación de las fronteras nacionales. Ésa es la verdadera globalización. Cualquier otra cosa es una farsa. Pero provisionalmente, se proponen toda una serie de acciones para mejorar la situación, sin caer en aproximaciones estatalistas o proteccionistas. Un ejemplo.
En una ocasión, durante las protestas anteriores a la celebración de un Foro Económico Mundial, un grupo de magnates, empresarios y políticos reunidos para establecer contactos y compartir cócteles en el hotel Waldorf Astoria fingieron estar discutiendo la forma de aliviar la pobreza mundial. Me invitaron a participar en un debate en la radio con uno de sus representantes. Como suele ocurrir, al final fue otro activista en mi lugar pero llegué a elaborar un programa de tres puntos para abordar el problema creo que de una forma muy apropiada:
Lo demás ya se arreglaría por sí solo. En el momento preciso en que se dejase de prohibir a cualquier ciudadano de Tanzania o Laos mudarse a Minneapolis o a Rotterdam, los gobiernos de los países más ricos y poderosos tendrían como prioridad buscar rápidamente el modo de que los habitantes de Tanzania y Laos prefiriesen quedarse en sus países respectivos. ¿Creéis en serio que no encontrarían la manera?
La cuestión es que, a pesar de la sempiterna retórica sobre «problemas complejos, espinosos e insolubles» (como justificación a décadas de investigación costosísima realizada por los ricos y sus bien pagados lacayos), el programa anarquista podría haber resuelto la mayoría de ellos en unos cinco o seis años. Pero me diréis, ¡estas reivindicaciones no son en absoluto realistas! Sí, es cierto, pero ¿por qué no son realistas? Sobre todo porque esos tipos ricos que se reúnen en el Waldorf no las apoyarían jamás. Es por este motivo que afirmamos que el problema son ellos.
La lucha contra el trabajo siempre ha sido central en la organización anarquista. Por ella se entiende no la lucha por una mejora de las condiciones de trabajo o por mejores salarios, sino por abolir totalmente el trabajo en tanto que relación de dominio. De ahí el eslogan de la IWW «contra el sistema del salario». Se trata por supuesto de un objetivo a largo plazo. A corto plazo, aquello que no se puede eliminar se puede al menos reducir. A finales del XIX los wobblies y otros anarquistas jugaron un papel central en lograr una semana laboral de cinco días y una jornada diaria de ocho horas.
Actualmente, en Europa occidental los gobiernos social-demócratas están por primera vez en casi un siglo recortando de nuevo la semana laboral. Están introduciendo solo pequeños cambios (pasando de la semana de cuarenta horas a la de treinta y cinco), pero en los EE.UU. eso es algo que ni siquiera se plantea[1]. Más bien al contrario, se habla de si sería necesario o no eliminar las horas extra, y eso a pesar de que los norteamericanos trabajan más horas que cualquier otra población del mundo, incluyendo Japón. Así que los wobblies han reaparecido con el que debía ser el siguiente paso en su programa, incluso en los años veinte: la semana de dieciséis horas («cuatro horas al día, cuatro días a la semana»). Esta reivindicación nos vuelve a resultar poco realista, por no decir una locura. ¿Acaso alguien ha realizado un estudio sobre su viabilidad? De hecho, se ha demostrado en repetidas ocasiones que una parte considerable de las horas que se trabajan en Norteamérica son para compensar los problemas derivados del hecho que los norteamericanos trabajen tanto. (Pensad en trabajos como el de repartidor nocturno de pizzas o el de quien se dedica a lavar perros, o el de las mujeres que trabajan en centros de asistencia por la noche para cuidar a los niños de las mujeres que trabajan por la noche cuidando los hijos de otras mujeres que son empresarias… Por no mencionar las horas interminables que dedican los especialistas a intentar reparar los daños emocionales y físicos que provoca el sobretrabajo, los accidentes, los suicidios, los divorcios, los intentos de asesinato, la producción de medicamentos para tranquilizar a los niños, etc.).
Por consiguiente, ¿qué trabajos son realmente necesarios?
Bien, para empezar, casi todo el mundo estaría de acuerdo en que hay un montón de trabajos cuya desaparición sería un gran avance para la humanidad. Pensemos en los teleoperadores, los fabricantes de vehículos deportivos o los abogados de empresas. También podríamos eliminar por completo las industrias dedicadas a la publicidad y las relaciones públicas, despedir a los políticos y a todo el personal que trabaja para ellos, y cerrar cualquier empresa que tenga que ver, aunque sea de forma remota, con las HMO (corporaciones médicas privadas), que no han tenido nunca la más mínima función social. La supresión de la publicidad también comportaría una reducción en la producción, el transporte y la venta de productos innecesarios, pues la gente ya se espabilaría para encontrar aquellos productos que realmente necesita. La eliminación de las desigualdades existentes significará que ya no serán necesarios los servicios de una gran parte de las millones de personas que en la actualidad trabajan como porteros, guardas de seguridad, funcionarios de prisiones, unidades de operaciones especiales, por no mencionar a los militares. Después, habrá que investigar. Todos los que trabajan en relación con la banca, las finanzas, las empresas aseguradoras y la inversión son esencialmente parásitos, pero seguro que hay trabajos útiles en estos sectores que no pueden reemplazarse fácilmente por programas informáticos. Con todo, si descubrimos qué trabajo es realmente necesario para que vivamos de un modo confortable y ecológicamente sostenible y redistribuimos las horas, quizá descubramos que la plataforma propuesta por los wobblies es perfectamente realista. Sobre todo si tenemos en cuenta que a nadie se le impedirá trabajar más de cuatro horas, si así lo desea. Hay mucha gente a la que realmente le gusta su trabajo, por lo menos más que pasarse todo el día por ahí sin saber qué hacer (por eso en las cárceles cuando quieren castigar a los reclusos les quitan el derecho al trabajo), y si se eliminan los aspectos humillantes y sadomasoquistas que posee inevitablemente toda organización jerárquica, le gustaría a mucha más gente. Se podría incluso dar el caso de que nadie tuviera que trabajar más de lo que quisiera.
Nota al margen:
Es cierto que todo esto implica una reorganización total del trabajo, una especie de escenario «después de la revolución» que, insisto, es una herramienta necesaria incluso para empezar a pensar en las alternativas humanas, aun cuando probablemente la revolución jamás adopte una forma tan radical. Pero, como es de imaginar, se planteará la típica cuestión de «¿quién hará los trabajos sucios?» que siempre se suele lanzar contra anarquistas y otros utópicos. Hace mucho tiempo Piotr Kropotkin señaló la falacia que esconde dicho argumento. No existe ninguna razón para que deban mantenerse los trabajos sucios. Si las tareas desagradables se reparten equitativamente, eso significa que los mejores científicos e ingenieros del mundo también tendrán que realizarlas, con lo que es de esperar la inmediata creación de cocinas que se autolimpian y de robots mineros.
Todo esto es una especie de reflexión aparte, porque lo que realmente quiero hacer en este último apartado es centrarme en:
Esto puede permitir al lector hacerse una idea de qué es una organización anarquista o de influencia anarquista —algunas de las características del nuevo mundo que se está construyendo en el seno del viejo— y mostrarle cómo puede contribuir a ello la perspectiva histórico-etnográfica que he intentado desarrollar aquí, nuestra ciencia no existente.
El primer ciclo del nuevo levantamiento global, lo que la prensa insiste en seguir llamando absurdamente «movimiento antiglobalización», empezó en los municipios autónomos de Chiapas y culminó en las asambleas barriales de Buenos Aires y otras ciudades argentinas. La historia es demasiado larga para explicarla aquí: empezando por el rechazo de los zapatistas a la idea de la toma del poder y su intento de crear un modelo de organización democrática en el que pudiera inspirarse el resto de México; la creación de una red internacional (Acción Global de los Pueblos o AGP) que hizo un llamamiento a jornadas de acción contra la OMC (en Seattle), el FMI (en Washington, Praga…), etc. y, por último, el hundimiento de la economía argentina y la impresionante rebelión popular que de nuevo rechazó la idea de que la solución pasase por la sustitución de un grupo de políticos por otro. El eslogan del movimiento argentino fue, desde el primer momento, «que se vayan todos», en clara referencia a los políticos de todas las tendencias. En lugar de un nuevo gobierno, crearon una amplia red de instituciones alternativas, empezando por asambleas populares a nivel de los barrios urbanos (la única limitación a la participación es que no se puede formar parte de un partido político), cientos de fábricas ocupadas y autogestionadas por los obreros, un sistema complejo de «trueque», una nueva moneda alternativa que les permitiera seguir operando, en resumen, una variedad infinita de prácticas relacionadas con la democracia directa.
Todo esto ha ocurrido bajo la mirada atenta de los medios de comunicación oficiales que, sin embargo, no han sabido entender las grandes movilizaciones. La organización de estas acciones es una viva ilustración de lo que podría ser un mundo democrático, desde los muñecos festivos a la cuidadosa organización de grupos de afinidad y encuentros, sin necesidad de recurrir a una estructura jerárquica sino siempre a partir de una democracia directa basada en el consenso. Es el tipo de organización con el que la mayoría ha soñado alguna vez y considerado imposible, pero que funciona, y de una forma tan efectiva que ha desbordado por completo a la policía de muchas ciudades. Por supuesto, esto tiene que ver con el uso de unas tácticas que jamás se habían empleado con anterioridad (centenares de activistas vestidos de hadas madrinas golpeando a la policía con plumeros o equipados con trajes hinchables y cojines de goma que rodaban por las barricadas como muñecos Michelin, incapaces de herir a nadie pero al mismo tiempo inmunes a los golpes de la policía…), tácticas que subvirtieron por completo las categorías tradicionales de violencia y no violencia.
Cuando los manifestantes cantaban «así es la democracia» en Seattle, lo decían muy en serio. En la mejor tradición de la acción directa, no solo se enfrentaron a una cierta forma de poder, desenmascarando sus mecanismos e intentando ponerle literalmente freno, lo hicieron demostrando los motivos por los cuales el tipo de relaciones sociales en las que se basaba dicho poder eran innecesarias. Es por este motivo que las afirmaciones condescendientes de que el movimiento estaba dominado por un grupo de jóvenes descerebrados sin una ideología coherente carecen totalmente de sentido. La diversidad era el resultado de la forma de organización descentralizada, y esta organización era la ideología del movimiento.
La palabra clave del nuevo movimiento es «proceso», en referencia al proceso de toma de decisiones. En Norteamérica, ésta se realiza casi siempre a través de algún proceso que busca el consenso. Como ya he comentado, esto es ideológicamente mucho menos agobiante de lo que podría parecer porque se considera que en todo buen proceso de consenso nadie debe intentar convencer a los otros de convertirse a sus puntos de vista, sino que se busca que el grupo llegue a un acuerdo común sobre cuáles son las mejores medidas a adoptar. En lugar de votar las propuestas, éstas se discuten una y otra vez, se desestiman o reformulan, hasta que se llega a una propuesta que todos puedan asumir. Cuando se llega al final del proceso, al momento de «encontrar el consenso», existen dos posibles formas de objeción: uno puede «quedarse al margen», es decir, «no estoy de acuerdo y no participaré pero no evitaré que nadie lo haga», o bien «bloquearlo», lo que tiene el efecto de un veto. Solo se puede bloquear una propuesta si se considera que se vulneran los principios fundamentales o las razones por las cuales se está en un grupo. Se podría argumentar que cualquiera que tenga la valentía para enfrentarse a la voluntad colectiva (aunque por supuesto hay también formas de evitar los bloqueos sin sentido) desarrolla la misma función que las cortes en la Constitución de los EE.UU., que vetan las iniciativas legislativas que violan los principios constitucionales.
Podríamos referirnos también a los métodos tan elaborados y sorprendentemente sofisticados que se han desarrollado con el fin de asegurar que esto funcione: las formas de consenso modificado necesarias en grupos muy numerosos; las maneras en que el propio consenso refuerza el principio de descentralización al procurar que no se presenten propuestas en grupos demasiado grandes a no ser que sea imprescindible; los mecanismos que posibilitan la igualdad de género y la resolución de conflictos… La cuestión es que se trata de una forma de democracia directa muy diferente a la que solemos asociar con el término o, en todo caso, a la que empleaban los anarquistas europeos o norteamericanos en generaciones anteriores o, incluso, a la utilizada todavía hoy en las asambleas urbanas argentinas, por ejemplo. En Norteamérica, el proceso de consenso surgió sobre todo en el movimiento feminista como parte de una amplia reacción contra algunos de los elementos más aborrecibles y ególatras del liderazgo machista de la nueva izquierda de los años sesenta. El procedimiento fue adoptado en gran medida de los cuáqueros y de los grupos que se inspiraban en ellos, y los cuáqueros, a su vez, afirmaban inspirarse en los nativos americanos. De todos modos, resulta difícil determinar en términos históricos si esto último es cierto. Sin embargo, los nativos americanos tomaban las decisiones normalmente de una forma consensuada. En realidad, la mayor parte de las asambleas populares existentes hoy en día así lo hacen, desde las comunidades de habla tzeltal, tzotzil o tojolabal en Chiapas, hasta las fokon’olona de Madagascar. Después de haber vivido dos años en Madagascar, me sorprendió lo familiares que me resultaron los encuentros de la Red de Acción Directa en Nueva York la primera vez que asistí a ellos, siendo su principal diferencia que el proceso de la RAD estaba mucho más formalizado y era más explícito. Pero hacía falta explicarlo, porque nadie entendía cómo podían tomarse las decisiones de aquel modo, mientras que en Madagascar era algo que se aprendía al mismo tiempo que a hablar.
De hecho, y los antropólogos son muy conscientes de esto, toda comunidad humana conocida que tiene que tomar decisiones utiliza alguna variedad de lo que denomino «proceso de consenso», excepto las que se inspiran de algún modo en la tradición de la antigua Grecia. La democracia mayoritaria, en lo formal las Reglas de Orden de Robert[2], raramente surge por propio acuerdo. Parece curioso que casi nadie, incluyendo los antropólogos, se pregunte por qué ocurre esto.
Una hipótesis
La democracia mayoritaria fue, en sus orígenes, una institución fundamentalmente militar.
Por supuesto, que éste sea el único tipo de democracia merecedor de dicho nombre es un prejuicio particular de la historiografía occidental. Se suele decir que la democracia nació en la antigua Atenas, como la ciencia o la filosofía, consideradas también invenciones griegas. Pero no queda claro que se quiere decir con esto. ¿Acaso significa que antes de los atenienses a nadie se le había ocurrido congregar a los miembros de la comunidad para tomar decisiones conjuntas en las que todas las intervenciones tenían el mismo valor? Eso sería ridículo. Ha habido centenares de sociedades igualitarias en la historia, muchas enormemente más igualitarias que Atenas, muchas anteriores al 500 antes de nuestra era y, obviamente, debían disponer de algún tipo de procedimiento para adoptar decisiones en temas que afectaban a toda la comunidad. Y, sin embargo, siempre se ha afirmado que estos procedimientos no eran propiamente «democráticos».
Incluso los académicos promotores de la democracia directa, algunos con credenciales impecables, han tenido que realizar verdaderos malabarismos para intentar justificar dicha actitud. Las comunidades igualitarias no occidentales se basan en el parentesco, afirma Murray Bookchin. (¿Y Grecia no? Es evidente que el ágora ateniense no se basaba en el parentesco, pero tampoco la fokon’olona malgache o la seka balinesa. ¿Y?). «Algunos se referirán a la democracia iroquesa o berebere», argumentaba Cornelius Castoriadis, «pero se trata de un mal uso del término. Son sociedades primitivas que consideran que el orden social deriva de los dioses o espíritus, no que es creado por el propio pueblo, como en Atenas». (¿De verdad? De hecho, la «Liga de los Iroqueses» era una organización nacida de un acuerdo común, de un tratado histórico sujeto a constante renegociación). Los argumentos utilizados son totalmente absurdos. Pero en realidad no tienen por qué serlo, ya que no estamos tratando con explicaciones sino con prejuicios.
La verdadera razón por la que la mayoría de expertos no quiere considerar un consejo popular de los tallensi o los sulawezi como «democrático» —aparte de por simple racismo y por el rechazo a reconocer que la mayoría de los pueblos que han sido exterminados por los occidentales, con una impunidad relativa, estaban al mismo nivel que Pericles— es porque no votan. Admito que es un hecho interesante, ¿por qué no? Si aceptamos la idea de que una votación a mano alzada o el separar en dos grupos a quienes apoyan una propuesta de quienes no lo hacen, no son procedimientos tan increíblemente sofisticados como para que no se utilizasen hasta que una especie de genio los «inventara» en la Antigüedad, ¿por qué se emplean tan poco? De nuevo, tenemos un ejemplo de un rechazo explícito. Repetidamente, en todo el mundo, desde Australia a Siberia, las comunidades igualitarias han preferido algún tipo de proceso de consenso. ¿Por qué?
La explicación que propongo es la siguiente: es mucho más fácil, en una comunidad en la que todo el mundo se conoce, saber qué quieren sus miembros que intentar convencer a los que están en desacuerdo. La toma de decisiones por consenso es característica de sociedades en las que sería muy difícil obligar a una minoría a aceptar la decisión mayoritaria, ya sea porque no hay un Estado con el monopolio efectivo de la fuerza o bien porque el Estado no se entromete en las decisiones que se toman en un ámbito local. Si no existe ningún mecanismo capaz de imponer a una minoría la decisión de la mayoría, entonces recurrir a una votación es absurdo porque sería hacer pública la derrota de dicha minoría. Votar sería el mejor medio para garantizar humillaciones, resentimientos y odios y, en definitiva, la destrucción de las comunidades. De hecho, el difícil y laborioso proceso de encontrar el consenso es un proceso largo que garantiza que nadie sienta que sus puntos de vista son ignorados.
La democracia de la mayoría solo puede ser el resultado de la convergencia de dos factores:
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, ha sido muy raro que ambos factores coincidieran. Donde existen sociedades igualitarias, se suele considerar un error imponer una coerción sistemática. Donde ya existía un aparato coercitivo, jamás se les hubiera ocurrido a quienes lo detentaban que éste pudiera servir para reforzar ningún tipo de voluntad popular.
Es muy importante el hecho de que la antigua Grecia fuese una de las sociedades más competitivas conocidas en la historia. Era una sociedad que tendía a convertirlo todo en una competición pública, desde el atletismo a la filosofía, la tragedia o cualquier otra cosa. Así que no es de extrañar que también convirtiesen el proceso político de toma de decisiones en una competición pública. Pero aún es más importante el hecho de que las decisiones las tomara un pueblo en armas.
Aristóteles, en su Política, señala que la constitución de la ciudad-Estado griega dependía normalmente del arma principal empleada por su ejército: si era la caballería, sería una aristocracia, ya que los caballos eran caros. Si se trataba de infantería hoplita, sería una oligarquía, ya que no todos se podían permitir la armadura y el entrenamiento. Si su poder se basaba en la marina o en la infantería ligera, era de esperar una democracia, ya que todo el mundo puede remar o emplear una honda. En otras palabras, si un hombre está armado, se deberá tener en cuenta su opinión. En el Anábasis de Jenofonte se puede encontrar su realidad más despiadada, cuando cuenta la historia de un ejército de mercenarios griegos que de repente se encuentran perdidos y sin jefe en medio de Persia. Eligen a nuevos oficiales y después hacen una votación colectiva para decidir qué harán a continuación. En un caso como éste, incluso si el voto fuera de 60/40, sería sencillo ver el equilibrio de fuerzas y qué ocurriría en caso de desacuerdo. Cada voto era, en realidad, una conquista.
También las legiones romanas se regían por una democracia similar; es por este motivo que nunca se les permitió entrar en Roma. Y cuando Maquiavelo reavivó la noción de república democrática al principio de la era «moderna», retomó inmediatamente la noción del pueblo en armas.
Esto a su vez nos puede ayudar a explicar el propio concepto de «democracia», muy estigmatizado por sus oponentes elitistas: literalmente significa la «fuerza» e incluso la «violencia» del pueblo. Kratos, no archos. Los elitistas que acuñaron el término siempre consideraron que la democracia era algo cercano a la simple rebelión o al gobierno de la multitud, por lo que eran partidarios de la permanente conquista del pueblo. E irónicamente, cuando lograban abolir la democracia con este argumento, lo que ocurría con cierta frecuencia, la única vía de expresión de la voluntad popular eran los motines, una práctica que llegó casi a institucionalizarse en la Roma imperial o en la Inglaterra del siglo XVIII.
Con todo ello no quiero decir que las democracias directas, tal y como se practicaban por ejemplo en los concejos municipales de las ciudades medievales o en Nueva Inglaterra, no fueran procedimientos disciplinados y ensalzados, pues es de imaginar que existía una cierta base de búsqueda del consenso. Sin embargo, era ese trasfondo militar el que permitió a los autores del Federalist Papers, y a otros hombres letrados de su época, dar por sentado que aquello a lo que ellos llamaban «democracia», y que en realidad se refería a la democracia directa, era por su propia naturaleza la forma de gobierno más inestable y tumultuosa, por no mencionar el peligro que representaba para los derechos de las minorías (y la minoría específica que tenían en mente, en este caso, eran los ricos). Solo cuando el concepto de democracia se transformó hasta el punto de incorporar el principio de representación —un término que tiene en sí mismo una historia curiosa, ya que, como señala Castoriadis, se refería originariamente a los representantes del pueblo ante el rey, que eran en la práctica embajadores internos, y no a quienes ejercían el poder—, pudo ser rehabilitado de cara a los teóricos políticos de buena cuna y tomó el significado que tiene hoy en día.
En cierto sentido, pues, los anarquistas están bastante de acuerdo con todos aquellos políticos de derechas que insisten en que «Norteamérica no es una democracia, sino una república». La diferencia es que para los anarquistas eso representa un problema, ya que piensan que debería ser una democracia. Sin embargo, cada día están más dispuestos a aceptar que la crítica elitista tradicional de la democracia directa mayoritaria no carece por completo de base.
Antes he señalado que todos los sistemas sociales están hasta cierto punto en guerra consigo mismos. Los que no desean establecer un aparato coercitivo para imponer las decisiones tienen que desarrollar necesariamente un aparato que les permita crear y mantener el consenso social (al menos en el sentido de que quienes están en desacuerdo puedan sentir, como mínimo, que han decidido libremente asumir las decisiones erróneas). En consecuencia, las guerras internas se proyectan hacia el exterior en forma de batallas nocturnas y de una violencia espectral sin límites. La democracia directa mayoritaria siempre amenaza con hacer explícitas estas líneas de fuerza. Por esa razón tiende a ser inestable o, más precisamente, si se perpetúa en el tiempo es porque sus formas institucionales (la ciudad medieval, el consejo municipal en Nueva Inglaterra, los sondeos de opinión o los referendos…) siempre se protegen dentro de una estructura de gobierno mayor en que las élites dirigentes utilizan esa misma inestabilidad para justificar su monopolio de los medios de violencia. Por último, la amenaza de esta inestabilidad se convierte en una excusa para una forma de «democracia» tan minimalista que se reduce a poco más que a la insistencia de que las élites dirigentes deben consultar de vez en cuando «al público» —en competiciones cuidadosamente escenificadas, repletas de justas y torneos sin sentido— con el fin de restablecer su derecho a seguir tomando las decisiones en su lugar.
Es una trampa. El constante ir y venir entre ambas solo asegura que jamás podamos llegar a imaginarnos la posibilidad de gestionar nuestras propias vidas sin la ayuda de «representantes». Es por este motivo que el nuevo movimiento global ha empezado por reinventar el mismo concepto de democracia. Esto significa, en última instancia, asumir que «nosotros», como «occidentales» (si es que eso significa algo), como «mundo moderno» o como lo que sea, no somos el único pueblo que ha puesto en práctica la democracia; que, de hecho, más que difundir la democracia por todo el mundo, lo que han hecho los gobiernos «occidentales» es dedicar mucho tiempo a entrometerse en la vida de otros pueblos que han practicado la democracia durante miles de años para disuadirles de abandonar sus prácticas.
Uno de los aspectos más alentadores de estos nuevos movimientos de inspiración anarquista es que nos proponen una nueva forma de internacionalismo. El viejo internacionalismo comunista poseía algunos ideales hermosos, pero en lo que atañe a la organización, todos debían seguir la misma dirección. Se convirtió en un medio para que los regímenes no europeos y sus colonias conocieran las formas de organización occidentales: estructuras partidistas, plenarios, purgas, jerarquías burocráticas, policía secreta… En esta ocasión, lo que podríamos denominar la segunda ola de internacionalismo o, simplemente, la globalización anarquista, ha ido en la dirección opuesta en cuanto a las formas de organización. No se trata solo del proceso de consenso; la idea de una acción de masas directa no violenta se desarrolló inicialmente en Sudáfrica e India; el modelo de red actual se inspira en el propuesto por los rebeldes de Chiapas; incluso la noción de grupo de afinidad procede de España y de América Latina. Los frutos de la etnografía, y sus técnicas, podrían ser de una gran utilidad si los antropólogos pudiesen superar su indecisión (sin duda inconfesable), heredera de su propia historia colonial, y se percataran de que la información que se guardan para sí no es un secreto inconfesable (y mucho menos su secreto intransferible) sino una propiedad común de la humanidad.