Principios de una ciencia que no existe

Permitidme señalar algunas de las áreas teóricas que una antropología anarquista podría querer explorar:

1) Una teoría sobre el Estado

Los Estados tienen un carácter dual peculiar. Son al mismo tiempo formas institucionalizadas de ataque y de extorsión y proyectos utópicos. La primera forma es, sin duda, el modo en que cualquier comunidad con un mínimo grado de autonomía experimenta la presencia del Estado; la segunda, sin embargo, es como suelen aparecer por escrito.

En cierto sentido, los Estados son la «totalidad imaginaria» por excelencia, y gran parte de la confusión asociada a las teorías del Estado reside históricamente en la incapacidad o la falta de voluntad para reconocerlo. En gran medida, los Estados eran ideas, maneras de imaginar el orden social como algo que se podía controlar, modelos de control. Es por este motivo que las primeras obras conocidas sobre teoría social —ya fueran persas, chinas o griegas— se centraban en el arte de gobernar. Esto tuvo dos efectos desastrosos. Uno fue que se asociara el concepto de utopía con algo malo. (La palabra «utopía» remite en primer lugar a la imagen de una ciudad ideal, normalmente con una geometría perfecta —esta imagen parece recordarnos originalmente el modelo del campo militar de la realeza: un espacio geométrico que es la emanación directa de una voluntad individual, única; una fantasía de control total—.) Todo ello tuvo consecuencias políticas nefastas. El segundo efecto fue que tendemos a creer que los Estados y el orden social, e incluso las sociedades, están en armonía. En otras palabras, tendemos a tomarnos en serio las afirmaciones más grandilocuentes e incluso paranoicas de los dirigentes, asumiendo que por muy cosmológicos que sean sus proyectos seguro que, al menos, tienen algún vínculo con lo terrenal. Mientras que lo cierto es que, en la mayoría de esos casos, dichas afirmaciones solo eran aplicables en un perímetro de unos once metros alrededor del monarca, y la mayoría de individuos veían más bien a las élites gobernantes, en la vida cotidiana, como a una especie depredadora.

Una teoría adecuada de los Estados debería empezar distinguiendo en cada caso entre el ideal trascendente del gobierno (que puede ser casi cualquiera cosa: una necesidad de reforzar la disciplina militar, la habilidad para proporcionar una representación teatral perfecta de la vida de los gobernantes que sea estimulante para los demás, la necesidad de sacrificar a los dioses un sinfín de corazones humanos para así evitar el apocalipsis…), y la mecánica del gobierno, sin reconocer que existen necesariamente muchos paralelismos entre ambos. (Los hay, pero deben ser establecidos empíricamente). Por ejemplo: gran parte de la mitología «occidental» remite a la descripción de Herodoto del choque histórico entre el imperio persa, basado en un ideal de obediencia y de poder absoluto, y las ciudades griegas de Atenas y Esparta, basadas en los ideales de la autonomía de la ciudad, la libertad y la igualdad. No se trata de que estas ideas, especialmente expresadas por poetas como Esquilo o historiadores como Herodoto, no sean importantes, ya que no se podría entender la historia de Occidente sin ellas. Pero su fuerza y su importancia impidieron a los historiadores ver algo que resultaba muy evidente: que fueran cuales fueran sus ideales, el imperio aqueménida era en comparación mucho más suave en el control diario de sus súbditos que los atenienses en el control que ejercían sobre sus esclavos o los espartanos sobre la inmensa mayoría de la población de Laconia, que eran hilotas. Independientemente de cuáles fueran los ideales, la realidad para la mayor parte de la gente era otra.

Uno de los descubrimientos más sorprendentes de la antropología evolucionista ha sido que es perfectamente posible la existencia de reyes y nobles, con todo el boato asociado a la monarquía, sin que haya un Estado en el sentido estricto del término. Se podría pensar que esto debería interesar a todos esos filósofos políticos que han gastado tanta tinta escribiendo sobre las teorías de la «soberanía», pues sugiere que muchos soberanos jamás fueron jefes de Estado y que en realidad su concepto favorito está construido sobre un ideal casi imposible, según el cual el poder real logra traducir sus pretensiones cosmológicas en un control burocrático legítimo sobre una población territorial determinada. (En cuanto esto empezó a ocurrir en la Europa occidental de los siglos XVI y XVII, el poder personal del soberano fue rápidamente reemplazado por una figura ficticia llamada «pueblo» y la burocracia asumió todo el poder). Pero, por lo que sé, los filósofos políticos no han dicho ni una palabra al respecto.

Sospecho que se debe en gran medida a una mala elección de los conceptos. Los antropólogos evolucionistas utilizan el término de «jefaturas» para referirse a las monarquías que no poseen burocracias con atribuciones coercitivas, concepto que nos remite más a Jerónimo o a Toro Sentado que no a Salomón, Luis el Piadoso o el Emperador Amarillo. Y por supuesto, la propia teoría evolucionista permite que dichas estructuras se consideren el paso previo a la emergencia del Estado, no una forma alternativa o incluso algo en lo que pueda llegar a convertirse un Estado. Clarificar todo esto sería un proyecto histórico muy importante.

2) Una teoría sobre instituciones políticas que no son Estados

Aquí tenemos pues un proyecto: reanalizar el Estado como relación entre una utopía imaginaria y una realidad compleja que involucra estrategias de fuga y evasión, élites depredadoras y una mecánica de regulación y control.

Y esto pone de relieve la acuciante necesidad de un nuevo proyecto que intente responder a la siguiente cuestión: si muchas de las instituciones políticas que estamos acostumbrados a considerar Estados, al menos en un sentido weberiano, no lo son, entonces ¿qué son? ¿Y qué implicaciones tiene esto en cuanto al abanico de alternativas políticas?

En cierto sentido, es asombroso que todavía no exista una producción teórica sobre el tema. Supongo que es una muestra más de lo difícil que nos resulta situarnos fuera de la estructura mental estatalista. Existe un caso ejemplar sobre esta cuestión: una de las reivindicaciones más coherentes de los activistas «antiglobalización» es la eliminación de las restricciones en el paso de las fronteras. Si avanzamos hacia la globalización, hagámoslo en serio. Eliminemos las fronteras nacionales. Dejemos que la gente entre y salga cuando le plazca y que viva donde quiera. La reivindicación suele expresarse en términos de ciudadanía global. Pero esta noción plantea rápidamente dos objeciones: ¿significa lo mismo hacer un llamamiento a una «ciudadanía global» que a alguna forma de Estado global?, ¿es eso lo que en realidad queremos? Así que la cuestión es cómo plantear una ciudadanía fuera del Estado. Esto se convierte a menudo en un dilema profundo, quizá insuperable, pero si consideramos la cuestión desde un punto de vista histórico, no tiene por qué serlo. Las nociones occidentales modernas de ciudadanía y de libertades políticas suelen ser hijas de dos tradiciones. Una se origina en la antigua Atenas y la otra surge en la Inglaterra medieval (y se remonta a la afirmación de los privilegios de la aristocracia frente a la corona en la Carta Magna, Petición de Derechos, etc., y la extensión gradual de estos mismos derechos al resto de la población). De hecho, no existe consenso entre los historiadores respecto a si la Atenas clásica o la Inglaterra medieval eran Estados; y no lo hay, precisamente, porque en ambas estaban muy bien establecidos, en primer lugar, los derechos de los ciudadanos y, en segundo, los privilegios de la aristocracia. Resulta difícil imaginarse Atenas como un Estado, con un monopolio de la fuerza por parte del aparato estatal, si tenemos en cuenta que el aparato gubernamental mínimo existente estaba formado íntegramente por esclavos, que eran propiedad colectiva de la ciudadanía. La fuerza policial de Atenas consistía en arqueros escitas importados de lo que hoy es Rusia o Ucrania y cuyo estatuto legal podemos inducir del hecho que, según la ley ateniense, el testimonio de un esclavo no tenía validez alguna para un tribunal a no ser que se hubiera obtenido a través de la tortura.

Por tanto, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de instituciones?, ¿a «jefaturas»? Resulta concebible que alguien pueda describir al rey Juan I de Inglaterra (Juan Sin Tierra) como a un «jefe», en el sentido técnico, evolutivo, pero aplicar ese término a Pericles es cuando menos absurdo. Tampoco tiene sentido seguir definiendo la Atenas antigua como una «ciudad-Estado» si no era en absoluto un Estado. Es como si no dispusiéramos de las herramientas intelectuales apropiadas para hablar de según qué. Lo mismo se podría decir de la tipología de Estados o instituciones similares a Estados de épocas más recientes: un historiador llamado Spruyt ha sugerido que en los siglos XVI y XVII el Estado-nación territorial coexistía con muchas otras formas políticas (ciudades-Estado italianas, que en realidad eran Estados; la liga hanseática de centros mercantiles confederados, cuyo concepto de soberanía era totalmente diferente) que no lograron imponerse, al menos enseguida, aunque no por ello fueran menos viables. Yo mismo he sugerido que la razón por la cual el Estado-nación territorial terminó por imponerse es porque, en ese estadio temprano de la globalización, las élites occidentales trataban de emular a China, el único Estado existente en aquel momento que realmente se acomodaba a su ideal de una población homogénea, que en palabras de Confucio era la fuente de la soberanía, creadora de una literatura popular, sujeta a un código de leyes uniforme, administrado por burócratas escogidos por sus méritos y entrenados en dicha literatura popular, etc. Dada la actual crisis del Estado-nación y el rápido aumento de instituciones internacionales que no son exactamente Estados, pero que en muchos sentidos son igual de detestables, yuxtapuesto a los intentos de crear instituciones internacionales con atribuciones similares a los Estados pero menos odiosos, la falta de un cuerpo teórico nos aboca a una verdadera crisis.

3) Todavía una teoría más sobre el capitalismo

Lamento tener que decir esto, pero la interminable campaña para naturalizar el capitalismo reduciéndolo a una simple cuestión de cálculo comercial, lo que sería equivalente a afirmar que se remonta a la antigua Sumeria, clama al cielo. Al menos necesitamos una teoría adecuada de la historia del trabajo asalariado, y de otras relaciones similares, ya que, después de todo, es al trabajo asalariado, y no a la compra y venta de mercancías, a lo que dedica la jornada la mayoría de humanos y lo que los hace sentirse tan miserables. (Aunque los miembros de la IWW no se definiesen como anticapitalistas, muchos lo eran, llegando a manifestarse «contra el sistema del salario»). Los primeros contratos salariales que se conocen fueron en realidad los de los esclavos. ¿Qué os parece un modelo de capitalismo surgido de la esclavitud? Donde algunos antropólogos como Jonathan Friedman afirman que la esclavitud no era más que una versión antigua del capitalismo, nosotros podríamos argumentar fácilmente, de hecho con mucha más facilidad, que el capitalismo moderno es en realidad una versión renovada de la esclavitud. Ya no es necesario un grupo de personas que se dedique a vender o alquilar a otros seres humanos, nos vendemos nosotros mismos. Pero en definitiva no existe una gran diferencia.

4) Poder/ignorancia o poder/estupidez

A los académicos les encanta la teoría de Foucault que identifica conocimiento y poder y que insiste en que la fuerza bruta ya no es un factor primordial en el control social. Les gusta porque les favorece: es la fórmula perfecta para aquellos que quieren verse a sí mismos como políticos radicales aunque se limitan a escribir ensayos que apenas leerán una docena de personas en un ámbito institucional. Por supuesto, si cualquiera de estos académicos entrara en una biblioteca universitaria para consultar un volumen de Foucault sin acordarse de llevar una identificación válida, decidido a hacerlo contra viento y marea, descubriría rápidamente que la fuerza bruta no está tan lejos como desearía creer: un hombre con una gran porra, y entrenado en su uso contra la gente, entraría pronto en escena para echarlo.

De hecho, la amenaza que ejerce ese hombre con la porra está presente en todo momento en nuestro mundo, hasta el punto que muchos hemos incluso abandonado la idea de cruzar las incontables barreras y límites que crea y poder así olvidar su existencia. Si ves a una mujer hambrienta a algunos metros de distancia de un enorme montón de comida, algo que suele ocurrir a menudo en las grandes ciudades, existe una sola razón por la que no puedas coger un poco y ofrecérselo. Es muy probable que aparezca un hombre con una porra y te golpee. Por el contrario, a los anarquistas les encanta recordárnoslo. Por ejemplo, los habitantes de la comunidad ocupada de Christiania, en Dinamarca, tenían un ritual navideño que consistía en disfrazarse de papánoeles, coger juguetes de los grandes almacenes y distribuirlos entre los niños en la calle, en parte para ofrecer el edificante espectáculo de la policía aporreando a los papánoeles y quitándoles los juguetes de las manos a los niños que se han puesto a llorar.

Este énfasis teórico abre el camino hacia una teoría de la relación del poder, ya no con el conocimiento, sino con la ignorancia y la estupidez. Porque la violencia, y en particular la violencia estructural en que el poder se concentra solo en un lado, crea ignorancia. Quien tiene el poder de golpear a la gente en la cabeza siempre que quiere no tiene por qué preocuparse en saber en qué estará pensando esa gente y, por lo tanto, generalmente ni se lo plantea. Así que el modo más sencillo de simplificar los acuerdos sociales, de ignorar el juego increíblemente complejo de perspectivas, pasiones, percepciones, deseos y acuerdos recíprocos es crear una ley y amenazar con atacar a todo aquél que se atreva a quebrarla. Es por este motivo que la violencia siempre ha sido el recurso favorito de los estúpidos: es prácticamente la única forma de estupidez a la que es casi imposible enfrentarse mediante una respuesta inteligente. Y por supuesto, es la base del Estado.

A diferencia de lo que sostiene la creencia popular, las burocracias no crean la estupidez. Hay muchas maneras de gestionar ciertas situaciones que son inherentemente estúpidas porque en el fondo están basadas en la arbitrariedad de la fuerza.

Al final, esto nos llevaría a una teoría sobre la relación entre la violencia y la imaginación. ¿Por qué la gente que está oprimida (las víctimas de la violencia estructural) tratan siempre de imaginarse cómo deben sentirse los opresores (los beneficiarios de la violencia estructural) pero casi nunca ocurre al revés? El hecho de que los humanos sigan siendo criaturas comprensivas se ha convertido en uno de los baluartes de cualquier sistema de desigualdad —lo cierto es que a los pisoteados les preocupan sus opresores, al menos mucho más de lo que éstos se preocupan por ellos—; pero éste también podría ser un efecto de la violencia estructural.

5) Una ecología de las asociaciones de voluntariado

¿Qué tipo de asociaciones de voluntariado hay? ¿En qué entornos prosperan? Por cierto, ¿de dónde ha salido la extraña noción de «corporación»?

6) Una teoría sobre la felicidad política

Mejor que una teoría sobre por qué la mayoría de la gente jamás la ha experimentado hoy en día. Eso sería demasiado fácil.

7) Jerarquía

Una teoría sobre cómo las estructuras jerárquicas generan debido a su lógica intrínseca su propia contraimagen o negación. Porque no hay duda de que así es.

8) Sufrimiento y placer: sobre la privatización del deseo

Existe un acuerdo tácito entre los anarquistas, los autónomos, los situacionistas y otros nuevos revolucionarios en que el viejo espécimen de militante adusto, serio, dispuesto al sacrificio y que ve siempre el mundo en términos de sufrimiento solo puede producir, en última instancia, más sufrimiento. Lo cierto es que así fue en el pasado, de ahí el énfasis en la diversión, en el carnaval, en la creación de «zonas temporalmente autónomas» donde vivir como si ya se fuera libre. El ideal del «festival de resistencia» con su música loca y sus muñecos gigantes es, de una forma bastante consciente, una vuelta al mundo tardomedieval de los dragones y los gigantes de mimbre, de los mayos y los bailes tradicionales; precisamente el mundo que los pioneros puritanos del «espíritu del capitalismo» odiaban tanto y lograron destruir. La historia del capitalismo va desde los ataques al consumo colectivo, festivo, hasta la promulgación de sucedáneos personales, privados e incluso furtivos (después de todo, cuando consiguieron poner a toda la gente a producir mercancías en lugar de a divertirse, tuvieron que idear una manera de venderlas). Es decir, es la historia de un proceso de privatización del deseo. La cuestión teórica es cómo reconciliar esto con una percepción teórica tan inquietante como la de alguien tipo Slavoj Zizek: si se desea inspirar el odio étnico, la forma más sencilla de hacerlo es concentrarse en los medios tan extraños y perversos que emplea el otro grupo para alcanzar el placer. Si lo que se desea es enfatizar el aspecto comunitario, lo más fácil es recordar que ellos también sienten dolor.

9) Una o varias teorías sobre la alienación

En definitiva, lo que queremos saber es, precisamente, ¿cuáles son las dimensiones posibles de una experiencia no alienada?, ¿cómo pueden considerarse o catalogarse sus modalidades? Cualquier antropología anarquista que se precie tiene que intentar responder a estas preguntas porque es justo eso lo que buscan en la antropología esa colección de punkis, hippies y activistas de todo tipo. Los antropólogos temen tanto ser acusados de crear una imagen idílica de las sociedades que estudian que llegan a rechazar incluso la posibilidad de que exista una respuesta, lo que termina por lanzarlos en brazos de los verdaderos románticos. Los primitivistas como John Zerzan, que está intentando reducir al mínimo aquello que nos separa de una experiencia pura, no mediatizada, acaban por reducirlo absolutamente todo. Las cada vez más populares obras de Zerzan terminan condenando la propia existencia del lenguaje, las matemáticas, el cronómetro, la música y todas las formas de arte y representación. Son consideradas sin excepción formas de alienación, abocándonos a una especie de ideal evolucionista imposible: el único ser humano realmente no alienado ni siquiera era demasiado humano, sino más bien una especie de homínido perfecto que se relacionaba con sus compañeros mediante una telepatía hoy en día inimaginable, en un entorno natural salvaje, hace miles de años. La verdadera revolución solo podría pasar por el retorno a esa época. El hecho de que «aficionados» de este tipo aún sean capaces de llevar a cabo una acción política efectiva (y están realizando un trabajo considerable, lo digo por propia experiencia) ya es de por sí una cuestión sociológica fascinante. Sin duda, aquí nos sería de gran utilidad un análisis alternativo de la alienación.

Podríamos empezar con una sociología de las microutopías, la otra cara de una tipología paralela de las formas de alienación, de las formas de acción alienadas y no alienadas… Desde el momento en que dejemos de insistir en ver todas las formas de acción solo por su función en la reproducción de formas de desigualdad total cada vez mayores, seremos también capaces de ver relaciones sociales anarquistas y formas no alienadas de acción a nuestro alrededor. Y esto es muy importante porque nos demuestra que el anarquismo siempre ha sido una de las bases principales de la interacción humana. Nos autoorganizamos y ayudamos mutuamente todo el tiempo. Siempre lo hemos hecho. También participamos en la creatividad artística, lo que a mi entender podría significar, en un examen más detallado, que la mayoría de las formas menos alienadas de experiencia comprenden normalmente un elemento que cualquier marxista definiría como fetichismo. Y todavía es más urgente desarrollar dicha teoría si reconocemos (como he dicho a menudo) que los momentos revolucionarios siempre implican una alianza tácita entre los menos alienados y los más oprimidos.