Como ya he señalado, en realidad no existe una antropología anarquista, solo hay fragmentos. En la primera parte de este ensayo he intentado reunir unos cuantos y buscar temas comunes; en esta parte quiero ir más lejos e imaginar el cuerpo de teoría social que podría llegar a existir en algún momento del futuro.
Pero antes de hacerlo debo contestar la típica objeción a un proyecto de esta naturaleza: que el estudio de las sociedades anarquistas que existen en la actualidad carece de interés para el mundo contemporáneo. Después de todo, ¿acaso no estamos hablando de un puñado de primitivos?
Para los anarquistas que están familiarizados con la antropología, los argumentos resultan harto conocidos. El diálogo típico vendría a ser algo así:
Escéptico: Bueno, me tomaría más en serio la idea de anarquismo si me dieses alguna razón por la que pudiera funcionar. ¿Puedes nombrarme un único ejemplo viable de sociedad que no haya tenido gobierno?
Anarquista: Por supuesto. Ha habido miles, pero te puedo nombrar las primeras que me vengan a la cabeza: los bororo, los baining, los onondaga, los wintu, los ema, los tallensi, los vezo…
Escéptico: ¡Pero si son todos un puñado de primitivos! Me refiero a anarquismo en una sociedad moderna, tecnológica.
Anarquista: De acuerdo. Ha habido todo tipo de experimentos exitosos: en la autogestión obrera, por ejemplo la cooperativa de Mondragón; proyectos económicos basados en la idea del don, como Linux; todo tipo de organizaciones políticas basadas en el consenso y la democracia directa…
Escéptico: Claro, claro, pero son ejemplos poco representativos y aislados. Me refiero a sociedades enteras.
Anarquista: Bueno, no es que la gente no lo haya intentado. Fíjate en la Comuna de París, en la revolución en la España republicana…
Escéptico: Sí, ¡y mira lo que les pasó! ¡Los mataron a todos!
Los dados están trucados, es imposible ganar. Porque cuando el escéptico habla de «sociedad», en realidad se refiere a «Estado» o incluso a un «Estado-nación». Como nadie va a dar un ejemplo de un Estado anarquista, lo cual sería una contradicción terminológica, en realidad lo que se nos pide es un ejemplo de un Estado-nación moderno al que de algún modo se le haya extirpado el Gobierno. Por poner un ejemplo al azar, como si el Gobierno de Canadá hubiera sido derrocado o abolido y no reemplazado por ningún otro, y en su lugar los ciudadanos canadienses se empezaran a organizar en colectividades libertarias. Obviamente, jamás se permitiría algo así. En el pasado, siempre que ocurrió algo similar —la Comuna de París y la guerra civil española son ejemplos excelentes— todos los políticos de los Estados vecinos se apresuraron a dejar sus diferencias aparte hasta lograr detener y acabar con todos los responsables de dicha situación.
Existe una solución, que es aceptar que las formas anarquistas de organización no se parecerían en nada a un Estado, que implicarían una incontable variedad de comunidades, asociaciones, redes y proyectos, a cualquier escala concebible, superponiéndose y cruzándose de todas las formas imaginables y, probablemente, de muchas que no podamos siquiera imaginar. Algunas serán muy locales, otras globales. Quizá lo único que tengan en común es el hecho de no tener nada que ver ni con el uso de armas ni con mandar a los demás callar y obedecer. Y, dado que los anarquistas no persiguen la toma del poder en un territorio nacional, el proceso de sustitución de un sistema por otro no adoptará la forma de un cataclismo revolucionario repentino, como la toma de la Bastilla o el asalto al Palacio de Invierno, sino que será necesariamente gradual, la creación de formas alternativas de organización a escala mundial, de nuevas formas de comunicación, de nuevos modos de organizar la vida menos alienados que harán que los modos de vida actuales nos parezcan, finalmente, estúpidos e innecesarios. Esto significará, al mismo tiempo, que existen numerosos ejemplos de anarquismo viable: casi todas las formas de organización disponen de alguno, en la medida que no han sido impuestas por una autoridad superior, desde las bandas klezmer hasta el servicio internacional de correos.
Desgraciadamente, este argumento no satisface a la mayoría de escépticos. Quieren «sociedades». De modo que uno se ve obligado a rebuscar en los registros históricos y etnográficos entidades semejantes a Estados-nación (un pueblo que hable una lengua común, que viva dentro de unos límites territoriales, que reconozca un conjunto común de principios legales…), pero que carezca de aparato estatal (lo que, siguiendo a Weber, se puede definir más o menos como: un grupo de personas que reivindican, al menos cuando están juntas y en cumplimiento de sus funciones oficiales, el uso legítimo y exclusivo de la violencia). También se pueden encontrar, si uno lo desea, comunidades relativamente pequeñas de estas características alejadas en el tiempo y el espacio. Pero entonces el argumento es que, precisamente por este motivo, tampoco sirven.
Así que volvemos al problema inicial. Se asume que hay una ruptura absoluta entre el mundo en el que vivimos y el mundo que habitan aquellos que identificamos como «primitivos», «tribales» o incluso «campesinos». Los antropólogos no son los responsables: llevamos décadas intentando convencer a la gente de que no existe nada que sea «primitivo», que las «sociedades simples» no son en absoluto simples, que jamás han vivido en un aislamiento temporal, que no tiene sentido hablar de la existencia de sistemas sociales más o menos desarrollados, pero hasta el momento no hemos hecho grandes progresos. Resulta prácticamente imposible convencer al norteamericano medio de que un puñado de amazónicos podría tener algo que enseñarles, más allá de la necesidad de abandonar la civilización moderna e ir a vivir a la Amazonia, y el motivo es que creen hallarse en un mundo absolutamente diferente. Y nuevamente, aunque resulte raro, esto sucede debido a nuestra forma de pensar las revoluciones.
Dejadme retomar el argumento que esbocé en el último capítulo e intentar explicar por qué creo que esto es cierto:
Un manifiesto relativamente breve sobre el concepto de revolución:
El término «revolución» está tan degradado por su uso continuado en el lenguaje común que se emplea para prácticamente cualquier cosa. Cada semana se producen nuevas revoluciones: revoluciones financieras, cibernéticas, médicas o en Internet, cada vez que alguien inventa algún nuevo dispositivo de software.
Esta retórica es posible porque la definición tradicional de revolución siempre ha implicado un cambio en la naturaleza de un paradigma: una ruptura clara en la naturaleza de la realidad social tras la cual todo cambia y ya no sirven las viejas categorías. Es también gracias a esta definición que es posible afirmar que el mundo moderno es el resultado de dos «revoluciones»: la Revolución francesa y la Revolución industrial, a pesar de que no tienen nada en común, excepto el hecho de haber supuesto una ruptura con lo anterior. Un resultado inesperado de esto es, como señala Ellen Meskins Wood, que tengamos la costumbre de hablar sobre la «Modernidad» como si resultara de la combinación de la economía británica del laissez faire y el Gobierno republicano francés, a pesar de que jamás se dieron de forma conjunta. La Revolución industrial se produjo bajo una extraña constitución, anticuada y aún muy medieval, mientras que la Francia del XIX fue cualquier cosa menos un laissez faire.
(El atractivo que la Revolución rusa ejerció durante un tiempo en el «mundo en desarrollo» parece derivar del hecho de que es un ejemplo en que ambos tipos de revolución parecen converger: una toma del poder nacional que condujo a una rápida industrialización. Como resultado de ello, casi todos los gobiernos del siglo XX en el Sur global que querían ponerse económicamente al día respecto a los poderes industriales también debían presentarse como regímenes revolucionarios).
Si existe un error lógico en todo esto es creer que el cambio social e incluso el tecnológico funcionan del mismo modo que lo que Thomas Kuhn denominó «la estructura de las revoluciones científicas». Kuhn se refiere a acontecimientos como el cambio del universo newtoniano al einsteiniano: de repente hay un avance muy importante tras el cual el universo es diferente.
Aplicado a algo que no sean las revoluciones científicas, implica que en realidad el mundo siempre ha sido equivalente a nuestro conocimiento del mismo, y en el momento en que modificamos los principios sobre los que se basa nuestro conocimiento, la realidad también cambia. Los psicólogos del desarrollo afirman que es supuestamente en nuestra más tierna infancia cuando superamos ese tipo de error intelectual básico, aunque al parecer esto solo le ocurre a muy poca gente.
De hecho, el mundo no tiene por qué ajustarse a nuestras expectativas, y en la medida en que la «realidad» se refiera a algo, se referirá justamente a aquello que jamás podrán abarcar nuestras construcciones imaginarias. Las totalidades, en particular, son siempre criaturas de la imaginación. Las naciones, las sociedades, las ideologías, los sistemas cerrados… nada de ello existe realmente. La realidad es muchísimo más compleja, incluso cuando la fe en su existencia es una fuerza social innegable. No es extraño que el hábito de definir el mundo, o la sociedad, como un sistema totalizador (en el que cada elemento es significativo únicamente en relación con los demás) tienda a conducir casi de forma inevitable a considerar las revoluciones rupturas catastróficas. Porque, después de todo, ¿cómo podría un sistema completamente nuevo reemplazar a un sistema totalizador sino por medio de un cataclismo? La historia humana se convierte así en una serie de revoluciones: la revolución neolítica, la revolución industrial, la revolución de la información, etc., y el sueño político acaba tomando el control sobre el proceso hasta el punto de que podemos causar una ruptura de esta naturaleza, un avance momentáneo que no se producirá por sí solo sino como resultado de una voluntad colectiva. «La revolución», para ser más exactos.
Por lo tanto, no es sorprendente que, cuando los pensadores radicales sintieron que tenían que abandonar su sueño, su primera reacción fuera redoblar sus esfuerzos por identificar las revoluciones en curso, hasta el punto de que, según Paul Virilio, la ruptura es nuestro estado permanente; o que para alguien como Jean Baudrillard, ahora cada par de años el mundo cambie por completo, es decir, cada vez que se le ocurre una nueva idea.
Éste no es un llamamiento a un rechazo rotundo de semejantes totalidades imaginarias —aun asumiendo que esto fuese posible, que probablemente no lo es—, ya que quizá sean una herramienta necesaria del pensamiento humano. Es un llamamiento a tener siempre muy presente justo eso: que se trata de herramientas del pensamiento. Por ejemplo, resulta muy bueno poder preguntar «tras la revolución, ¿cómo organizaremos el transporte de masa?», «¿quién financiará la investigación científica?» o, incluso, «tras la revolución, ¿creéis que todavía existirán las revistas de moda?». El concepto es un instrumento mental útil, aunque reconozcamos que, en realidad, a no ser que queramos masacrar a miles de personas (e incluso de ser así), la revolución jamás será una ruptura tan clara como podría hacerlo creer esa sola palabra.
Entonces, ¿en qué consistirá? Ya he hecho algunas sugerencias. Una revolución a escala mundial llevará mucho tiempo, pero podemos estar de acuerdo en que ya está empezando a ocurrir. La forma más sencilla de cambiar nuestra perspectiva es dejando de pensar en la revolución como si de una cosa se tratara —«la» revolución, la gran ruptura radical— y empezar a preguntarnos: «¿qué es una acción revolucionaria?». Podemos proponer que una acción revolucionaria es cualquier acción colectiva que rechace, y por tanto confronte, cualquier forma de poder o dominación y al hacerlo reconstituya las relaciones sociales bajo esa nueva perspectiva, incluso dentro de la colectividad.
El objetivo de una acción revolucionaria no tiene por qué ser necesariamente derrocar gobiernos. Por ejemplo, los intentos de crear comunidades autónomas frente al poder (empleando la definición de Castoriadis: aquéllas que se constituyen a sí mismas, crean sus propias normas o principios de acción colectivamente y los reexaminan continuamente) serían por definición actos revolucionarios. Y la historia nos demuestra que la acumulación continua de actos de esta naturaleza puede cambiar (casi) todo.
No soy el primero en ofrecer una argumentación de este tipo, esta visión es el corolario inevitable cuando se deja de pensar en términos de estructura del Estado y en la toma del poder estatal. Lo que deseo enfatizar aquí es su impacto en nuestro modo de pensar la historia.
Lo que propongo, esencialmente, es que nos impliquemos en una especie de experimento mental. ¿Y si, como afirma Bruno Latour en una de sus obras, «jamás hubiéramos sido modernos»? ¿Y si jamás hubiera habido una ruptura fundamental y, por lo tanto, no estuviésemos viviendo en un universo moral, social y político esencialmente diferente al de los piaroa, los tiv o los malgaches rurales?
Hay un millón de formas diferentes de definir la «Modernidad». Según algunos, el concepto hace referencia sobre todo a la ciencia y la tecnología, mientras que para otros es una cuestión de individualismo o bien de capitalismo, racionalidad burocrática o alienación, o un ideal de libertad de un tipo u otro. Pero se defina como se defina, casi todo el mundo está de acuerdo en que en algún momento entre los siglos XVI, XVII o XVIII, tuvo lugar una Gran Transformación en Europa occidental y en sus colonias y que, a resultas de ello, nos convertimos en «modernos». Y que una vez convertidos, nos transformamos en un tipo de criatura totalmente diferente a todo lo anterior.
¿Y si nos deshiciéramos de todo este aparato? ¿Y si derribáramos el muro? ¿Y si aceptásemos que los pueblos que Colón o Vasco de Gama «descubrieron» en sus expediciones éramos nosotros? O, ciertamente, al menos más «nosotros» que lo que Colón o Vasco de Gama jamás fueron.
No estoy diciendo que no haya cambiado esencialmente nada en quinientos años, ni tampoco que las diferencias culturales no sean importantes. En cierto sentido, todos, cada comunidad, cada individuo, vive en su propio universo único. Por «derribar muros» me refiero sobre todo a acabar con la presunción arrogante e irreflexiva de que no tenemos nada en común con el 98% de la gente que ha existido, de modo que no tenemos ni que tenerla en cuenta. Ya que, después de todo, si asumimos que ha habido una ruptura radical, la única cuestión teórica que uno se puede plantear es alguna variante de «¿qué nos hace tan especiales?». Una vez nos deshagamos de dichas presunciones, quizá nos percatemos de que no somos tan especiales como nos gusta creer y podamos entonces empezar a pensar en qué ha cambiado realmente y qué no.
Un ejemplo:
Durante mucho tiempo ha habido un debate sobre cuál era la ventaja particular de «Occidente», como les ha gustado autodenominarse a Europa occidental y sus colonias, sobre el resto del mundo, que le había permitido conquistar gran parte de éste en los cuatrocientos años que separan 1500 de 1900. ¿Fue un sistema económico más eficiente? ¿Una tradición militar superior? ¿Tenía algo que ver con el cristianismo o el protestantismo, o con un espíritu de cuestionamiento racionalista? ¿Era una simple cuestión de tecnología? ¿O más bien tenía que ver con una estructura familiar más individualista? ¿Una combinación de todos estos factores, quizá? En gran medida, la sociología histórica occidental se ha dedicado a resolver este problema. Que solo muy recientemente los expertos hayan sugerido que quizá Europa occidental no tuviera ninguna ventaja especial, es un signo de lo profundamente arraigadas que están estas creencias. La tecnología europea, las estructuras económicas y sociales, la organización estatal y todo lo demás no estaban de ningún modo más «avanzadas» en 1450 en Europa que en Egipto, Bengala, Fujian o cualquier otra parte urbanizada del Viejo Mundo en aquella época. Europa quizá fuera a la cabeza en determinadas áreas (por ejemplo, técnicas de guerra naval, algunas formas de banca), pero se quedaba significativamente atrás en otras (astronomía, jurisprudencia, técnicas de guerra terrestre). Quizá no hubiera ninguna ventaja secreta. Probablemente se tratase de una coincidencia. Europa occidental se encontraba en la parte mejor situada del Viejo Mundo para navegar hacia el Nuevo; los primeros que lo hicieron tuvieron la enorme fortuna de encontrar tierras muy ricas pobladas por gente que vivía en la Edad de Piedra que, indefensa, empezaría a morirse, muy convenientemente, poco después de los primeros contactos. La bonanza resultante y la ventaja demográfica que supuso disponer de tierras donde colocar el exceso de población constituyeron elementos clave para los posteriores éxitos de los poderes europeos. A partir de ahí les será posible cerrar la industria textil india (mucho más eficiente) y crear un espacio para una revolución industrial y, en general, saquear y dominar Asia hasta tal punto que en términos tecnológicos, particularmente de tecnología industrial y militar, ésta quedaría muy regazada.
Durante los últimos años, muchos autores (Blaut, Goody, Pommeranz, Gunder Frank) han desarrollado argumentos similares. Se trata de un argumento de origen moral, un ataque a la arrogancia occidental. Y como tal es extremadamente importante. El único problema que presenta, en términos morales, es que tiende a confundir medios y predisposición. En otras palabras, se basa en la asunción que los historiadores occidentales no se equivocaban al afirmar que independientemente de qué hizo posible que los europeos desposeyeran, secuestraran, esclavizaran y exterminaran a millones de seres humanos, era una muestra de superioridad y, por lo tanto, fuese lo que fuese, hubiera sido insultante de cara a los no-occidentales sugerir que ellos en su caso no hubieran procedido así. A mí me parece mucho más insultante sugerir que cualquiera hubiera actuado igual que los europeos del siglo XVI y XVII, por ejemplo, despoblando grandes regiones de los Andes o de México central, condenando a sus habitantes a morir extenuados en las minas o secuestrando a una parte importante de la población africana para llevarla a morir en las plantaciones de azúcar, a no ser que se contara con evidencias para demostrar sus inclinaciones genocidas. De hecho, parece que existen muchos ejemplos de pueblos cuya posición les hubiera permitido causar estragos similares a escala mundial —es el caso de la dinastía Ming en el siglo XV—, pero que no lo hicieron, no por una cuestión de escrúpulos, sino porque, para empezar, jamás se les hubiera ocurrido actuar de este modo.
En el fondo, y aunque parezca extraño, todo es cuestión de cómo se defina el capitalismo. Casi todos los autores citados anteriormente tienden a considerar el capitalismo como otro logro más reivindicado por los occidentales, y por consiguiente, lo definen (igual que los capitalistas) como una cuestión de comercio y de instrumentos financieros. Pero esa voluntad de situar el beneficio por encima de cualquier otra preocupación humana, que condujo a los europeos a despoblar regiones enteras del mundo con el objeto de acumular la máxima cantidad de plata o de azúcar en el mercado, era ciertamente otra cosa. Creo que se merece un nombre propio. Por esta razón considero que es preferible continuar definiendo el capitalismo como reclaman sus opositores, como un sistema fundado en la conexión entre el régimen salarial y el principio eterno de búsqueda del propio beneficio. Esto nos permite argumentar que fue en su origen una extraña perversión de la lógica comercial normal que se desarrolló en un rincón del mundo, previamente bastante bárbaro, y que impulsó a sus habitantes a comportarse de una forma que en otras circunstancias se hubiera considerado atroz. Insisto en que esto no significa que debamos estar de acuerdo con la premisa de que, una vez surgido el capitalismo, se convirtió instantáneamente en un sistema totalizador y que todo lo que ocurrió a partir de ese momento solo se puede entender en relación con él. Pero señala uno de los ejes a partir de los cuales se puede empezar a plantear qué es lo que ha cambiado en la actualidad.
Imaginémonos pues que, Occidente, lo definamos como lo definamos, nunca ha sido nada especial y que, además, no ha habido ninguna ruptura radical en la historia humana. Nadie puede negar que ha habido enormes cambios cuantitativos: la cantidad de energía consumida, la velocidad a la que los humanos podemos viajar, el número de libros editados y leídos, todo ello ha crecido exponencialmente. Pero pongamos por caso que todos estos cambios cuantitativos, en sí mismos, no impliquen necesariamente un cambio de cualidad: no vivimos en una sociedad radicalmente diferente a cualquier otra anterior, la existencia de fábricas o de microchips no significa que la naturaleza esencial de las posibilidades políticas y sociales haya cambiado. O, para ser más precisos, quizá Occidente haya introducido nuevas posibilidades, pero no ha eliminado ninguna de las viejas.
Lo primero que se descubre cuando se intenta pensar así es lo extremadamente difícil que es. Se debe sortear la infinita multitud de artilugios y trucos intelectuales que han creado un muro de separación alrededor de las sociedades «modernas». Permitidme un ejemplo. Es habitual la distinción entre las denominadas «sociedades basadas en el parentesco» y las modernas, que se consideran basadas en instituciones impersonales como el mercado o el Estado. Las sociedades que tradicionalmente han estudiado los antropólogos tienen sistemas de parentesco. Se organizan en grupos de descendencia —linajes o clanes, o mitades o ramas— que trazan la descendencia a partir de ancestros comunes, viven sobre todo en territorios ancestrales y se consideran «tipos» similares de gente, una idea que normalmente se expresa en lenguajes físicos de carne, hueso, sangre o piel. A menudo los sistemas de parentesco se convierten en la base de la desigualdad social en la medida que algunos grupos se consideran mejor que otros, como por ejemplo en los sistemas de castas. El parentesco siempre define el papel del sexo y el matrimonio y la herencia de la propiedad a través de las generaciones.
El término «basado en el parentesco» se utiliza a menudo del mismo modo que se solía emplear la palabra «primitivo»; se trata de sociedades exóticas que no se parecen en nada a las nuestras. (Por eso es necesaria la antropología, para estudiarlas. La economía y la sociología, que son disciplinas completamente diferentes, ya se encargarán de estudiar las sociedades modernas). Pero casualmente la misma gente que emplea este argumento da por sentado que la mayoría de los principales problemas de nuestra sociedad «moderna» (o «posmoderna»: para lo que nos interesa es exactamente lo mismo) están relacionados con la raza, la clase o el género. En otras palabras, precisamente con la naturaleza de nuestro sistema de parentesco.
Después de todo, ¿qué quiere decir que la mayoría de los norteamericanos creen que el mundo se divide en «razas»? Significa que creen que se divide en grupos que comparten un mismo ascendente y origen geográfico, y que por eso se consideran gente de diferente «tipo», idea que se expresa normalmente a través de la sangre y la piel; y que el sistema resultante regula el sexo, el matrimonio y la herencia de la propiedad y, por lo tanto, crea y mantiene las desigualdades sociales. Estamos hablando de algo muy parecido al sistema de clanes, solo que a una escala global. Se puede objetar que hay muchos matrimonios interraciales y aún más sexo interracial, pero entonces eso sería lo máximo a lo que podríamos aspirar. Los estudios estadísticos siempre muestran que, incluso en las sociedades «tradicionales» como los nambikwara o los arapesh, al menos un 5-10% de los jóvenes se casan con quien no deberían. Estadísticamente, ambos fenómenos tienen una importancia similar. Respecto a la clase social, es un poco más complejo, dado que las fronteras son menos claras. Pero la principal diferencia entre la clase gobernante y el conjunto de personas que han ascendido socialmente es, precisamente, el parentesco: la habilidad de casar a los hijos de forma adecuada y transferir las prerrogativas de las que uno goza a su propia descendencia. También la gente se casa a pesar de las diferencias de clase, pero no es muy común. Y mientras la mayoría de los norteamericanos considera que éste es un país de gran movilidad social, cuando se les pide ejemplos lo máximo que ofrecen es un puñado de historias de pobres que se han hecho ricos. Es imposible encontrar ningún ejemplo de un norteamericano que naciera rico y terminara viviendo de la beneficencia del Estado. De modo que nos encontramos con el hecho, familiar para cualquiera que haya estudiado historia, que las élites gobernantes (excepto las polígamas) jamás son capaces de reproducirse demográficamente por lo que siempre necesitan reclutar sangre nueva (y si son polígamas, por supuesto, eso se convierte en una forma de movilidad social).
Las relaciones de género son, sin lugar a dudas, la base sobre la se que sustenta el parentesco.
Yo diría que mucho. Demasiada gente ha invertido demasiado en su mantenimiento. Y esto incluye, por cierto, a los anarquistas. Al menos en Estados Unidos, los anarquistas que se toman más en serio la antropología son los primitivistas, una facción pequeña pero ruidosa que afirma que el único modo de volver a encarrilar a la humanidad es abandonando por completo la Modernidad. Inspirados en el ensayo de Marshall Sahlins La sociedad de la abundancia primitiva, afirman que hubo un tiempo en el que no existieron ni la alienación ni la desigualdad, en que todos los pueblos eran cazadores-recolectores anarquistas y que, por lo tanto, la auténtica liberación pasa por el abandono de la «civilización» y el retorno al Paleolítico Superior o, por lo menos, al inicio de la Edad del Hierro. De hecho, lo desconocemos prácticamente todo sobre el Paleolítico, aparte de lo que podemos inferir del estudio de algunos cráneos (por ejemplo, que tenían mejor dentadura o que morían con más frecuencia como consecuencia de heridas traumáticas en la cabeza). Pero lo que observamos a partir de las etnografías más recientes es que existe una variedad infinita de formas sociales. Había sociedades cazadoras-recolectoras con nobles y esclavos y sociedades agrarias extremadamente igualitarias. Incluso en las áreas favorecidas del Amazonas de Clastres, junto a grupos descritos merecidamente como anarquistas, como los piaroa, coexistían otros que eran todo lo contrario (por ejemplo, los belicosos sherente). Y las «sociedades» están en constante transformación, avanzando y retrocediendo entre lo que consideramos diferentes estadios evolutivos.
No creo que represente una gran pérdida reconocer que los humanos jamás hemos vivido en el jardín del Edén. Derribar los muros existentes implica que nuestra historia pueda ser utilizada como un recurso mucho más interesante, ya que opera en dos sentidos. No solo seguimos teniendo parentesco (y cosmología) en nuestras sociedades industriales; en otras sociedades se producen movimientos sociales y revoluciones. Esto significa, entre otras cosas, que ya no es necesario que los teóricos radicales sigan estudiando sine die los mismos escasos doscientos años de historia revolucionaria.
Entre los siglos XVI y XIX, la costa oeste de Madagascar estuvo dividida en una serie de reinados vinculados a la dinastía Maroantsetra. Sus súbditos eran conocidos colectivamente como los sakalava. En el noroeste de la isla existe hoy en día un «grupo étnico» localizado en una zona del país montañosa y de bastante difícil acceso y conocido como los tsimihety. La palabra significa literalmente «los que nunca se cortan el pelo» y alude a la costumbre sakalava de que todos los varones se rapaban el pelo al cero en señal de duelo cuando moría un rey. Los tsimihety eran los rebeldes que se negaban a reconocer la autoridad de la monarquía sakalava, y cuyas prácticas y organización sociales se han caracterizado hasta la actualidad por su firme igualitarismo. Son, en otras palabras, los anarquistas del noroeste de Madagascar. Hasta el día de hoy han conservado la reputación de ser maestros en el arte de la evasión: bajo los franceses, los administradores se quejaban de que enviaban delegaciones para reclutar trabajadores con el fin de construir una carretera cerca de un pueblo tsimihety, negociando las condiciones con adultos aparentemente dispuestos a colaborar, y que volvían con el equipo al cabo de una semana solo para descubrir que el pueblo había sido completamente abandonado. Todos los habitantes se habían ido a vivir con familiares de otras partes del país.
Lo que me interesa básicamente aquí es el principio de lo que se conoce hoy como «etnogénesis». En la actualidad, se considera a los tsimihety un foko —un pueblo o grupo étnico—, pero su identidad es el resultado de un proyecto político. El deseo de vivir libres de la dominación sakalava se tradujo en el deseo de vivir en una sociedad libre de marcadores de jerarquía, un deseo que impregnó todas las instituciones sociales desde las asambleas populares a los ritos mortuorios. Este deseo se institucionalizó como forma de vida de una comunidad que, a un mismo tiempo, empezó a ser considerada como una «especie» particular de pueblo, un grupo étnico, un pueblo al que, además, debido a su tendencia a la endogamia, se le consideró unido por ancestros comunes. Es más fácil ver este proceso en un lugar como Madagascar, donde casi todo el mundo habla el mismo idioma. Pero dudo que sea tan poco frecuente. Los estudios sobre la etnogénesis son relativamente recientes, pero cada vez resulta más evidente que gran parte de la historia humana se ha caracterizado por un cambio social continuo. En lugar de grupos intemporales viviendo durante miles de años en territorios ancestrales, se han estado creando grupos nuevos y disolviendo los viejos todo el tiempo. Muchos de los grupos que hemos descrito como tribus, naciones o grupos étnicos, eran en su origen proyectos colectivos de algún tipo. En el caso de los tsimihety se trata de un proyecto revolucionario, al menos en el sentido que le he dado a este concepto aquí: un rechazo consciente de ciertas formas de poder político global que lleva a un grupo a replantearse y reorganizar el modo en que se relacionan entre sí en un nivel cotidiano. La mayoría no lo son. Algunos son igualitarios, otros fomentan una cierta visión de la autoridad o la jerarquía. Aun así, se trata de grupos que encajan bastante bien con lo que hemos definido como movimiento social, solo que, al no existir panfletos, mítines ni manifiestos, los medios a través de los cuales se podían crear y reivindicar nuevas formas de (lo que hemos denominado) vida social, económica o política —de lograr otras formas de valor— eran diferentes: se expresaban, literal o figurativamente, en los modos de esculpir el cuerpo, en la música y los rituales, en la comida y la ropa, en las formas de relacionarse con los muertos. Pero en parte como resultado de ello, con el tiempo, lo que en un momento dado fueron proyectos se convirtieron en identidades que incluso mostraban su continuidad con la naturaleza. Se osificaron y se convirtieron en verdades manifiestas o en propiedades colectivas.
Sin duda, se podría inventar una disciplina totalmente nueva para entender por qué ocurre esto: un proceso en algunos sentidos análogo a la «rutinización del carisma» de Weber, lleno de estrategias, cambios de rumbo, despilfarro de energía… Espacios sociales que son, en esencia, escenarios para el reconocimiento de ciertas formas de valor, se pueden convertir en fronteras que defender; representaciones y medios de valor se convierten en poderes divinos en sí mismos; los momentos de creación en conmemoración; los restos osificados de los movimientos de liberación pueden terminar, en manos de los Estados, transformados en lo que denominamos «nacionalismos» que se movilizan para recabar el apoyo a la maquinaria estatal o bien para devenir la base de nuevos movimientos sociales de oposición.
Creo que lo importante aquí es que esta petrificación no solo afecta a los proyectos sociales; también le puede suceder a los propios Estados. Se trata de un fenómeno que los teóricos del conflicto social pocas veces han sabido apreciar.
Como era de esperar, cuando la Administración colonial francesa se estableció en Madagascar empezó a dividir a la población en una serie de «tribus»: merina, betsileo, bara, sakalava, vezo, tsimihety, etc. Como existen pocas diferencias en la lengua, es mucho más sencillo en este caso que en otros discernir qué principios se emplearon para estas divisiones. Algunos son políticos. Se define a los sakalava como súbditos de la dinastía Maroantsetra (que estableció al menos tres reinos a lo largo de la costa oeste). Los tsimihety son quienes le negaron su lealtad. Los denominados «merina» eran gentes de las tierras altas originariamente unidos por su lealtad a un rey llamado Andrianampoinimerina; los súbditos de otros reinos de las tierras altas, más al sur, que los merina conquistaron poco después, son conocidos colectivamente como los betsileo. Algunos nombres están relacionados con el lugar donde vive la gente o de qué vive: los tanala son «el pueblo del bosque» en la costa este; en la costa oeste los mikea son cazadores y recolectores y los vezo pescadores. Pero incluso en estos casos hay normalmente elementos políticos: los vezo coexistían con las monarquías sakalava pero, igual que los tsimihety, se mantenían independientes porque, como cuenta la leyenda, cada vez que oían que los representantes reales estaban de camino se subían a sus canoas y permanecían alejados de la costa hasta que éstos se marchaban. Los poblados pesqueros que se rindieron se convirtieron en sakalava, no en vezo.
Los merina, sakalava y betsileo son con diferencia los más numerosos. Así que la mayoría de los malgaches se definen no por sus lealtades políticas, sino por las lealtades profesadas por sus ancestros allá por 1775 o 1800. Lo que resulta interesante es saber qué pasó con estas identidades cuando dejaron de existir los reyes. Los merina y los betsileo representan dos opciones opuestas.
Muchos de estos antiguos reinos eran poco más que sistemas institucionalizados de extorsión. El pueblo participaba en la política mediante un trabajo ritual: por ejemplo, cada clan tenía asignado un rol específico en la construcción de los palacios reales o las tumbas. Bajo el reinado Merina este sistema incurrió en tantos abusos que cuando llegaron los franceses era objeto del mayor descrédito y las leyes, como ya he mencionado con anterioridad, se identificaban con la esclavitud y el trabajo forzado. En consecuencia, hoy los «merina» solo existen sobre el papel. Es difícil encontrar a alguien que se defina a sí mismo de ese modo, excepto quizá en los trabajos que escriben los niños en la escuela. Los sakalava son otra historia. Continúan existiendo como una identidad viva en la costa oeste que sigue identificando a los seguidores de la dinastía Maroantsetra. Pero durante los aproximadamente últimos ciento cincuenta años, las lealtades primeras de la mayoría de los sakalava se dirigen a los miembros ya muertos de esa dinastía. Mientras por una parte se ignora a los reyes vivos, por otra las tumbas de los antiguos reyes se reconstruyen y redecoran una y otra vez gracias a grandes proyectos comunales, y ser sakalava consiste precisamente en eso. Y los reyes muertos siguen transmitiendo sus deseos a los vivos a través de médiums espirituales que normalmente son ancianas de origen plebeyo.
Tampoco en otras partes de Madagascar nadie parece tomarse en serio a las autoridades a menos que estén muertas. Quizá el caso sakalava no sea tan extraordinario, pero pone de manifiesto una forma muy común de evitar los efectos directos del poder: si uno no puede ponerse fuera de su alcance, como los vezo o los tsimihety, puede al menos intentar fosilizarlo. En el caso de los sakalava la osificación del Estado es bastante literal: aquellos reyes que todavía son venerados adoptan la forma física de reliquias reales convirtiéndose, literalmente, en dientes y huesos. Pero este hábito es bastante más común de lo que nos podríamos imaginar.
Kajsia Eckholm, por ejemplo, ha sugerido recientemente que el tipo de monarquía divina sobre la que escribió Sir James Frazer en La rama dorada, en que los reyes estaban rodeados de rituales y tabúes (no podían tocar la tierra, no podían ver el sol…), no se refería, como hasta ahora habíamos creído, a una forma arcaica de monarquía, sino en la mayoría de los casos a una forma muy tardía.
Pone como ejemplo la monarquía del Congo, pues cuando los portugueses hicieron su primera aparición en la zona a finales del siglo XV, pudieron comprobar que no estaba menos ritualizada que las monarquías española o portuguesa de la misma época. Existía una cierta dosis de ceremonial en la corte pero que apenas afectaba a la forma de gobierno. No sería hasta más tarde, cuando estalló la guerra civil y el reino se dividió en fragmentos cada vez más pequeños, que los gobernantes se convirtieron en seres sagrados. Se crearon rituales muy elaborados, se multiplicaron las restricciones hasta que al final hubo incluso «reyes» confinados en pequeños edificios o literalmente castrados en el momento de acceder al trono. En consecuencia, gobernaron muy poco, de hecho la mayor parte de Bakongo se convirtió en un extenso sistema de autogobierno, aunque muy conflictivo, atrapado en la maraña del tráfico de esclavos.
¿Qué importancia tiene todo esto para la actualidad? A mí me parece que mucha. Durante las dos últimas décadas, los pensadores autónomos italianos han desarrollado una teoría de lo que han denominado el «éxodo» revolucionario. Esta teoría está en parte inspirada en el propio contexto italiano, en el amplio rechazo de los jóvenes al trabajo en las fábricas, la proliferación de okupaciones y de centros sociales okupados en muchas ciudades italianas, etc. Esta Italia parece haber funcionado como una especie de laboratorio para movimientos sociales futuros, anticipando tendencias que ahora se empiezan a observar a una escala global.
La teoría del éxodo propone que la forma más efectiva de oponerse al capitalismo y al Estado liberal no es a través de la confrontación directa sino de lo que Paolo Virno ha llamado una «retirada emprendedora», una defección de masa protagonizada por quienes desean crear nuevas formas de comunidad. Solo hace falta repasar un poco la historia para darse cuenta de que los movimientos de resistencia popular más exitosos han adoptado precisamente esta forma. Su objetivo no ha sido la toma del poder (lo que normalmente conduce a la muerte o a convertirse a menudo en una variante si cabe más monstruosa de aquello que se pretendía combatir), sino una u otra estrategia para situarse fuera de su alcance, emigrando, desertando, creando nuevas comunidades. Un historiador también autónomo, Yann Moulier Boutang, ha llegado incluso a afirmar que la historia del capitalismo es la historia de los intentos de resolver el problema de la movilidad obrera —la incansable creación de instituciones como los contratos de aprendizaje, la esclavitud, los sistemas de cu-líes, los trabajadores contratados, los guest workers (trabajadores invitados) e innumerables formas de control de las fronteras—, puesto que si alguna vez se hiciera realidad la propia versión fantasiosa del sistema, según la cual los trabajadores serían libres para vender o no su fuerza de trabajo, todo el sistema se vendría abajo. Es precisamente por este motivo que una de las reivindicaciones más consistentes de los elementos radicales del movimiento de la globalización, desde los autónomos italianos hasta los anarquistas norteamericanos, ha sido siempre la libertad global de movimiento, «una verdadera globalización», la destrucción de las fronteras y un derribo general de los muros.
Este derribo de los muros conceptuales que he propuesto aquí nos permite no solo confirmar la importancia de la defección, sino que nos asegura una concepción infinitamente más enriquecedora de como pueden funcionar las formas alternativas de acción revolucionaria. Ésta es una historia aún por escribir, pero podemos divisar ya algunos destellos. Peter Lamborn Wilson ha producido algunos de los más brillantes, con una serie de ensayos que incluyen reflexiones sobre el fin de las culturas hopewell y del Misisipi en gran parte del este de Norteamérica. Estas sociedades estaban en apariencia dominadas por una élite de sacerdotes, basadas en un sistema social de castas y sacrificios humanos, que desaparecerían misteriosamente para dar paso a sociedades cazadoras-recolectoras y agrícolas mucho más igualitarias. Él sugiere, cosa que me parece muy interesante, que la famosa identificación de los nativos americanos con la naturaleza quizá no fuera en realidad una reacción a los valores europeos, sino una posibilidad dialéctica inherente a sus sociedades, de las que habían huido de forma consciente. La historia continúa con la deserción de los colonos de Jamestown, un grupo de sirvientes abandonados por sus amos en la que fuera la primera colonia de Virginia y que terminaron por convertirse, al parecer, en indios; prosigue luego con una serie de interminables «utopías» piratas en las que los renegados británicos se unían a los corsarios musulmanes o bien a comunidades nativas desde la Española a Madagascar, pasando por repúblicas «trirraciales» clandestinas fundadas por cimarrones en los márgenes de las colonias europeas, o por antinomianos, y otros enclaves libertarios poco conocidos, diseminados por todo el continente mucho antes de que los shakers y fourieristas crearan sus famosas «comunidades intencionales» en el siglo XIX.
La mayoría de estas pequeñas utopías eran incluso más marginales que los vezo o los tsimihety en Madagascar, pero todas terminaron desapareciendo con el tiempo. Esto nos lleva a preguntarnos cómo neutralizar el aparato estatal en ausencia de una política de confrontación directa. Sin duda, algunos Estados y élites corporativas terminarán por desplomarse bajo su propio peso —algunas ya lo han hecho—, pero es difícil imaginarse un escenario en que todos hayan desaparecido. Llegados a este punto, quizá los sakalava y bakongo nos proporcionen algunas ideas útiles. Lo que resulta indestructible se puede intentar al menos evitar, congelar, transformar e ir desproveyendo gradualmente de su sustancia; que en el caso de los Estados es, en última instancia, su capacidad para inspirar terror. ¿Qué significaría esto en las condiciones actuales? No resulta evidente. Quizá los aparatos estatales se acabarían convirtiendo en una simple fachada, a medida que se los fuera vaciando de sustancia tanto por arriba como por abajo, por ejemplo, a través del aumento de las instituciones internacionales y del desarrollo de formas de autogobierno locales y regionales. Quizá las formas de gobierno espectaculares terminen convirtiéndose en espectáculo puro y duro, un poco en la línea que sugería el yerno de Marx y autor de El derecho a la pereza, Paul Lafargue, cuando decía que después de la revolución los políticos aún serían capaces de realizar una función social importante en la industria del entretenimiento. Pero seguramente adoptará formas que aún no estamos en condiciones de anticipar, aunque sin duda muchas ya están en funcionamiento. Del mismo modo que los Estados neoliberales adquieren características feudales, concentrando todo su armamento alrededor de comunidades cercadas, también surgen espacios insurreccionales donde menos lo esperamos. Los cultivadores de arroz merina descritos en el último capítulo saben algo que muchos aspirantes a revolucionarios desconocen: que hay momentos en que alzar la bandera rojinegra y hacer declaraciones desafiantes es la mayor estupidez que uno puede cometer. A veces lo mejor es simular que nada ha cambiado, permitir que los representantes estatales mantengan su dignidad, incluso presentarse en sus despachos, rellenar sus formularios y, a partir de ese momento, ignorarlos por completo.