Al final, sin embargo, Marcel Mauss ha ejercido probablemente más influencia sobre los anarquistas que todos los demás combinados. Y esto se debe a su interés por las formas de moral alternativas, que permitieron empezar a pensar que si las sociedades sin Estado y sin mercado eran como eran se debía a que ellas deseaban activamente vivir así. Lo que para nosotros equivaldría a decir: porque eran anarquistas. Los fragmentos que existen hoy de una antropología anarquista derivan en su mayoría de Mauss.
Antes de Mauss se asumía de forma universal que las economías sin dinero o sin mercado operaban por medio del trueque; intentaban emular el comportamiento del mercado (adquirir bienes y servicios útiles al menor coste posible, hacerse ricos si era posible…), pero todavía no habían desarrollado fórmulas sofisticadas para lograrlo. Mauss demostró que en realidad se trataba de «economías basadas en el don». No se basaban en el cálculo, sino en el rechazo del cálculo; estaban fundamentadas en un sistema ético que rechazaba conscientemente la mayoría de lo que llamaríamos los principios básicos de la economía. No era cuestión de que todavía no hubieran aprendido a buscar el beneficio a partir de medios más eficientes, en realidad habrían considerado que basar una transacción económica, por lo menos las que se realizaban con aquéllos a quienes no se tenía por enemigos, en la búsqueda de beneficios era algo profundamente ofensivo.
Es significativo que uno (de los pocos) antropólogos abiertamente anarquistas de reciente memoria, otro francés, Pierre Clastres, se hiciera famoso por argumentar algo similar en un plano político. Clastres señalaba que los antropólogos políticos no han logrado todavía superar por completo las viejas perspectivas evolucionistas que consideraban el Estado como una forma mucho más sofisticada de organización que las formas anteriores. Se asumía tácitamente que los pueblos sin Estado, como las sociedades amazónicas que Clastres estudiaba, no habían alcanzado el nivel de, por ejemplo, los aztecas o los incas. Pero Clastres planteaba: ¿y si los pueblos amazónicos no fuesen en absoluto ajenos a lo que podrían ser las formas elementales de poder estatal —lo que significaría permitir a algunos hombres dar órdenes a los demás sin que éstos pudieran cuestionarlas por la amenaza del uso de la fuerza— y, por lo tanto, quisieran asegurarse de que algo así no ocurriera jamás? ¿Y si resultase que consideran las premisas fundamentales de nuestra ciencia política moralmente inaceptables?
Las similitudes entre ambos argumentos son realmente sorprendentes. En las economías del don hay a menudo espacios para los sujetos emprendedores, pero se organiza todo de tal manera que jamás se podrán utilizar como plataforma para crear desigualdades permanentes en términos de riqueza, ya que quienes más acumulen terminarán por competir entre sí para ver cuál es capaz de dar más. En las sociedades amazónicas (o norteamericanas) la institución del jefe jugaba el mismo rol en un plano político: su posición exigía tanto a cambio de tan poco, se hallaba tan desprotegida, que atraería a muy pocos sujetos con ambición de poder. Se podría decir que los amazónicos cortaban las cabezas de sus gobernantes cada pocos años en un sentido metafórico, que no literal.
Desde esta perspectiva, y en un sentido muy real esta vez, se trataba de sociedades anarquistas. Todas ellas se fundaban en un rechazo explícito de la lógica del Estado y del mercado.
Hay, sin embargo, algunas sociedades extremadamente imperfectas. La crítica más habitual a Clastres consiste en preguntar cómo era posible que los amazónicos organizasen sus sociedades contra la emergencia de algo que jamás habían experimentado. Una cuestión ingenua, pero que pone de manifiesto otra ingenuidad en la propia aproximación de Clastres. Clastres habla alegremente del igualitarismo radical de las propias sociedades amazónicas que eran famosas, por ejemplo, por su uso de la violación colectiva como medio para aterrorizar a las mujeres que transgredían los roles de género que tenían asignados. Es un punto ciego tan llamativo que uno se pregunta cómo pudo pasarlo por alto, especialmente si se considera que proporciona una respuesta adecuada a dicha cuestión. Quizá los hombres amazónicos conozcan ya ese poder arbitrario, incuestionable y que se mantiene gracias al uso de la fuerza, porque es justamente el que ejercen contra sus mujeres e hijas. Quizá por esa misma razón no quieren estructuras capaces de ejercitar ese mismo poder sobre ellos.
Vale la pena señalar esto porque Clastres es, en muchos aspectos, un romántico ingenuo. Pero desde otra perspectiva, no existe ningún misterio. Después de todo, la cuestión es que los amazónicos no quieren delegar en otros el poder de amenazarlos con infringirles daño físico si no obedecen sus órdenes. Mejor haríamos en preguntarnos qué dice eso de nosotros, que sentimos la necesidad de una explicación.
A esto me refiero, pues, cuando hablo de una ética alternativa. Las sociedades anarquistas no son menos conscientes de la disposición humana a la avaricia o la vanagloria que los norteamericanos modernos de la disposición a la envidia, la glotonería o la pereza, solo que las consideran poco interesantes como base de su civilización. De hecho, consideran estos fenómenos tan peligrosos moralmente que terminan organizando gran parte de su vida social con el objeto de prevenirlos.
Si este fuera un ensayo puramente teórico, explicaría que éste es un modo interesante de sintetizar las teorías del valor y las teorías de la resistencia, pero para el objetivo que me propongo es suficiente decir que creo que Mauss y Clastres han logrado, en cierto modo a pesar suyo, sentar las bases para una teoría del contrapoder revolucionario.
Me temo que se trata de una explicación compleja. Iré paso a paso.
En un discurso típicamente revolucionario, un «contrapoder» es una colección de instituciones sociales opuestas al Estado y al capital: desde comunidades autónomas a sindicatos radicales o milicias populares. A veces también se conoce como «antipoder». Cuando estas instituciones se erigen cara a cara contra el Estado, se suele hablar de una situación de «poder dual». Según esta definición, en realidad la mayor parte de la historia de la humanidad se caracterizaría por situaciones de poder dual, ya que muy pocos Estados han tenido los medios para eliminar dichas instituciones, por mucho que lo deseasen. Pero las teorías de Mauss y Clastres proponen algo mucho más radical: que el contrapoder, al menos en su sentido más elemental, existe incluso en las sociedades donde no hay ni Estado ni mercado y que, en dichos casos, no se halla encarnado en instituciones populares que se posicionan contra el poder de los nobles, los reyes o los plutócratas, sino en instituciones cuyo fin es garantizar que jamás puedan existir esos tipos de personas. El «contra» se erige pues frente a un aspecto latente, potencial o, si se prefiere, una posibilidad dialéctica inherente a la propia sociedad.
Esto ayuda a explicar un hecho por otra parte peculiar: la forma en que las sociedades igualitarias, en particular, suelen padecer profundas tensiones o, al menos, formas de violencia simbólica extremas.
Por supuesto, todas las sociedades están, hasta cierto punto, en guerra consigo mismas. Siempre existen enfrentamientos entre intereses, facciones o clases, y también es cierto que los sistemas sociales se basan siempre en una búsqueda de diferentes formas de valor que empuja a la gente en diferentes direcciones. En las sociedades igualitarias, que suelen poner un gran énfasis en la creación y el mantenimiento del consenso comunal, esto provoca a menudo un tipo de respuesta elaborada equitativamente en forma de un mundo nocturno habitado por espectros, monstruos, brujas y otras criaturas terroríficas. Y, en consecuencia, son las sociedades más pacíficas las que, en sus construcciones imaginarias del cosmos, se hallan más acosadas por espectros en guerra perpetua. Los mundos invisibles que las rodean son, literalmente, campos de batalla. Es como si la labor incansable de lograr el consenso ocultara una violencia intrínseca constante, o quizá sería más apropiado decir que en la práctica es el proceso mediante el cual se calibra y se contiene esa violencia intrínseca. Y ésta es precisamente la principal fuente de creatividad social, con todas sus contradicciones morales. Por lo tanto, la realidad política última no la constituyen estos principios en conflicto ni estos impulsos contradictorios, sino el proceso regulador que media en ellos.
Quizá aquí nos sean de ayuda algunos ejemplos:
Caso 1: Los piaroa, una sociedad muy igualitaria que se extiende a lo largo de los afluentes del Orinoco y que la etnógrafa Joanna Overing describe como anarquista. Los piaroa dan un gran valor a la libertad individual y a la autonomía, y son muy conscientes de la importancia de garantizar que nadie esté jamás bajo las órdenes de otra persona, o de la necesidad de asegurar que nadie controle los recursos económicos hasta el punto de que pueda emplear dicho control para constreñir la libertad de los demás. Pero también insisten en que la propia cultura piaroa fue la creación de un dios malvado, un bufón caníbal bicéfalo. Los piaroa han desarrollado una filosofía moral que considera la condición humana atrapada entre el «mundo de los sentidos» —de deseos salvajes, presociales—, y el «mundo del pensamiento». Crecer significa aprender a controlar y canalizar dichos deseos a través de una atenta consideración hacia los demás y cultivar el sentido del humor. Pero este proceso se ve entorpecido por el hecho de que todas las formas de conocimiento tecnológico, por otro lado muy necesario para la vida cotidiana, tienen su origen en elementos de locura destructiva. Del mismo modo, si bien los piaroa son famosos por su pacifismo —no se conoce el asesinato y creen que cualquier ser humano que matase a otro caería fulminado al instante y moriría del modo más horrible—, habitan un mundo en constante guerra invisible, en que los magos repelen los ataques de dioses predadores locos, y todas las muertes responden a asesinatos espirituales y deben ser vengadas mediante la masacre mágica de comunidades enteras (lejanas y desconocidas).
Caso 2: Los tiv, otra sociedad notoriamente igualitaria, construyen sus casas a lo largo del río Benue, en el centro de Nigeria. En comparación con los piaroa, su vida doméstica es bastante jerárquica: los varones adultos suelen tener varias mujeres e intercambian entre ellos los derechos sobre la fertilidad de las mujeres jóvenes. Los varones jóvenes se pasan gran parte de la vida vagando por el poblado paterno como solteros dependientes. Los tiv no lograron mantenerse fuera del alcance de las incursiones en busca de esclavos en siglos pasados, sus tierras tenían mercados locales y se producían ocasionalmente pequeñas guerras entre clanes, aunque la mayoría de las disputas se solucionaban en grandes «asambleas» comunales. No existían instituciones políticas mayores que el poblado; de hecho, cualquier cosa que se asemejara un poco a una institución política se consideraba sospechosa per se o, para ser más precisos, rodeada de un áurea de horror oculto. Esto era así, como dijo en pocas palabras el etnógrafo Paul Bohannan, debido a como veían la propia naturaleza del poder: «los hombres consiguen poder consumiendo la sustancia de los otros». Los mercados estaban protegidos, las normas que los regían se hallaban reforzadas por amuletos que encarnaban las enfermedades y cuya fuerza provenía de partes del cuerpo humano y de la sangre. Los emprendedores que lograban crearse una cierta fama, riqueza o clientela, eran por definición brujos. Sus corazones estaban cubiertos por una sustancia llamada tsav, que solo podía crecer si comían carne humana. Aunque muchos intentaran evitarlo, se dice que existía una sociedad secreta de brujos que deslizaba trozos de carne humana en la comida de sus víctimas, por lo que éstas incurrían en una «deuda de carne» que les producía antojos antinaturales que podían llegar a empujarlas a comerse a toda su familia. Esta sociedad secreta de brujos se consideraba el gobierno invisible del país. Por tanto, el poder se institucionalizaba como un poder maligno y cada nueva generación surgía un movimiento de caza de brujos para desenmascarar a los culpables y poder destruir, de forma efectiva, cualquier estructura emergente de autoridad.
Caso 3: Las tierras altas de Madagascar, donde viví entre 1989 y 1991, eran un lugar muy diferente. La zona había sido el centro del Estado malgache, el reinado de Merina, desde principios del siglo XIX, y resistió muchos años el duro gobierno colonial. Durante el tiempo que estuve allí, existían una economía de mercado y, en teoría, un gobierno central, dirigido por lo que se consideraba la «burguesía merina». Pero lo cierto es que este gobierno se había retirado de la mayor parte de comunidades rurales y campesinas, y éstas se gobernaban a sí mismas. En muchos sentidos se las podía considerar anarquistas: la mayoría de las decisiones locales se tomaba por consenso en instituciones informales, el liderazgo se colocaba, en el mejor de los casos, bajo sospecha; se creía que era un error que un adulto diera órdenes a otro, especialmente si lo hacía de forma continuada, por lo que incluso instituciones como el trabajo asalariado se consideraban moralmente sospechosas. O para ser más precisos, se consideraban no malgaches, pues así se comportaban los franceses, los reyes malvados y los dueños de esclavos. La sociedad era, por encima de todo, muy pacífica, aunque también se hallaba rodeada de una guerra invisible. Todo el mundo tenía acceso a espíritus o hechizos peligrosos o podía permitirles la entrada; la noche estaba dominada por brujas que bailaban desnudas sobre tumbas y montaban a los hombres como si fueran caballos. Todas las enfermedades se debían a la envidia, el odio y los ataques mágicos. Y aún más, la brujería mantenía una extraña y ambivalente relación con la identidad nacional. Si por una parte se hacían referencias retóricas al pueblo malgache como igual y unido «como cabellos en una cabeza», eran escasas las referencias a la igualdad económica si alguna vez se invocaba. De todos modos, se asumía que la brujería destruiría a cualquiera que se hiciera demasiado rico o poderoso; y se tenía esta brujería como algo maligno pero al mismo tiempo como una seña de identidad malgache (los hechizos eran solo hechizos, pero los hechizos malignos eran «hechizos malgaches»). Los rituales de solidaridad moral, donde se invocaba el ideal de igualdad, se producían precisamente en el transcurso de aquellos rituales dirigidos a eliminar, expulsar o destruir esas brujas que, perversamente, eran la encarnación retorcida y la aplicación práctica del ethos igualitario de la propia sociedad.
Nótese que en cada caso existe un contraste sorprendente entre un universo cosmológico tumultuoso y el proceso social, que busca la mediación, la llegada a un consenso. Ninguna de estas sociedades es completamente igualitaria, pues existen ciertas formas clave de dominio, al menos la de los hombres sobre las mujeres y los adultos sobre los más jóvenes. La naturaleza e intensidad de estas formas varía enormemente: en las comunidades piaroa esas jerarquías eran tan débiles que Overing duda incluso de si se puede hablar de «dominio masculino» en absoluto (aunque todos los líderes comunales son siempre varones). Los tiv son otra historia. Sin embargo, siempre existen desigualdades estructurales y, por tanto, creo que es justo afirmar que estas anarquías no solo son imperfectas, sino que llevan en sí las semillas de su propia destrucción. No es casual que cuando emergen formas de dominio mayores, más sistemáticamente violentas, empleen precisamente el lenguaje de la edad y el género para justificarse a sí mismas.
Sin embargo, creo que sería un error considerar el terror y la violencia invisible simplemente como una forma de resolver las «contradicciones internas» creadas por esas formas de desigualdad. Se podría argumentar que la violencia real, tangible, sí lo es. Por lo menos, es curioso que, en las sociedades donde las únicas desigualdades notables se basan en el género, los únicos asesinatos que se producen son entre hombres que se matan por las mujeres. De igual modo, y en términos generales, parece darse el caso de que cuanto más pronunciadas son las diferencias entre los roles masculino y femenino en una sociedad, más violencia física tiende a haber. Esto no significa que si desapareciesen todas las desigualdades, todo —incluida la imaginación— se volvería plácido y sin preocupaciones. Sospecho que, hasta cierto punto, todas esas turbulencias emergen de la propia naturaleza del ser humano. No existe ninguna sociedad que no considere la vida humana como, fundamentalmente, un problema, y por mucho que difieran en el tratamiento del mismo, consideran que la existencia del trabajo, el sexo y la reproducción está llena de dilemas, los deseos humanos son siempre volubles y además está el hecho de que todos vamos a morir. Así que hay mucho de lo que preocuparse. Ninguno de estos dilemas desaparecerá si eliminamos las desigualdades estructurales (aunque estoy seguro de que ello mejoraría radicalmente las cosas). De hecho, la fantasía de que la condición humana, el deseo o la mortalidad sean cuestiones que se pueden resolver de algún modo, es especialmente peligrosa, una imagen de la utopía que siempre parece estar al acecho tras las pretensiones del poder y el Estado. Pero como he sugerido, de las propias tensiones inherentes al proyecto de proteger una sociedad igualitaria emerge una violencia espectral, pues de no ser así podríamos llegar a creer que la imaginación de los tiv es mucho más turbulenta que la de los piaroa.
También Clastres creía que el Estado era la imagen resultante de una imposible resolución de la condición humana. Mantenía que, históricamente, la institución del Estado no podía haber surgido de las instituciones políticas de sociedades anarquistas, que estaban diseñadas para que esto jamás ocurriera, sino de las instituciones religiosas, señalando que los profetas tupinamba dirigían a toda la población en una gran migración en busca de una «tierra sin maldad». Por supuesto, y en contextos posteriores, lo que Peter Lamborn Wilson denomina «la máquina clastriana», ese conjunto de mecanismos que se oponen a la emergencia del dominio, lo que yo llamo el aparato de contrapoder, puede verse atrapado por esas fantasías apocalípticas.
Seguro que en estos momentos el lector debe de estar pensando: «De acuerdo, pero ¿qué tiene todo esto que ver con el tipo de comunidades insurreccionalistas a las que se refieren normalmente los teóricos revolucionarios cuando emplean el concepto de “contrapoder”?».
Aquí quizá sea útil analizar las diferencias que hay entre los dos primeros casos y el tercero, porque las comunidades malgaches que conocí en 1990 vivían en una situación en muchos sentidos insurreccional. Entre el siglo XIX y el XX hubo una importante transformación en las actitudes populares. Casi todos los informes del siglo XIX insistían en que, a pesar del amplio resentimiento contra el corrupto y a menudo brutal Gobierno malgache, nadie cuestionaba la legitimidad de la monarquía en sí misma o, en particular, la lealtad personal absoluta a la reina. Tampoco nadie hubiera cuestionado explícitamente la esclavitud. Después de la conquista francesa de la isla en 1895, seguida inmediatamente por la abolición de la monarquía y de la esclavitud, todo esto cambió a una gran velocidad. En menos de una generación, se empezó a entrever ese tipo de actitud que sería casi universal cien años más tarde: la esclavitud era el mal y se consideraba a los reyes inherentemente inmorales porque trataban a los demás como esclavos. Al final, todas las relaciones de dominio (servicio militar, trabajo asalariado, trabajo forzado) aparecían en el imaginario colectivo como variedades de la esclavitud; las instituciones que previamente habían estado fuera de duda eran ahora, por definición, ilegítimas, y todo ello especialmente para quienes habían tenido un acceso menor a la educación superior y a las ideas ilustradas francesas. Ser «malgache» se convirtió en sinónimo de rechazo a esas prácticas extranjeras. Si uno combina esta actitud con una resistencia pasiva constante a las instituciones estatales y la elaboración de formas de autogobierno autónomas y relativamente igualitarias, ¿no estaríamos acaso ante una revolución? Tras la crisis financiera de los años ochenta, el Estado se hundió en la mayor parte del país o se convirtió en una forma vacía al carecer del respaldo de un sistema coercitivo. Los habitantes de las comunidades rurales siguieron funcionando como lo habían hecho hasta entonces, yendo periódicamente a las oficinas a rellenar papeles aunque en la práctica hubiesen dejado de pagar impuestos; el Gobierno apenas proveía de servicios y en el caso de un robo o incluso de asesinato, la policía ya no hacía ni acto de presencia. Si la revolución consistiera en un pueblo resistiendo a algún tipo de poder considerado opresivo, identificando en él algún aspecto clave como la fuente de esa opresión para a continuación deshacerse de los opresores de forma que dicho poder quedara eliminado para siempre de la vida cotidiana, entonces es difícil negar que se trate por tanto de una revolución. Quizá no haya habido exactamente un levantamiento, pero no por eso deja de ser una revolución.
Cuanto tiempo pueda durar es otro tema; era una forma de libertad muy sutil, frágil. Muchos espacios como esos han sucumbido, tanto en Madagascar como en otros lugares. Otros perduran, y a cada momento nacen nuevos. El mundo contemporáneo está lleno de esos espacios anárquicos, y cuanto más éxito tienen, menos oímos hablar de ellos. Ni siquiera cuando se acaba violentamente con ellos nos llegan a los forasteros noticias de su existencia.
La pregunta es ¿cómo pueden producirse cambios tan profundos en las actitudes populares de un modo tan rápido? La respuesta más plausible es que estos cambios jamás se produjeron. Seguramente hubo movimientos incluso durante el reinado del siglo XIX que los observadores extranjeros (incluidos aquellos residentes que llevaban mucho tiempo en la isla) simplemente no percibieron. Pero también resulta evidente que la imposición del Gobierno colonial permitió un rápido reajuste de las prioridades. Y si esto es posible, yo diría que es gracias a la existencia de formas de contrapoder profundamente arraigadas. De hecho, una gran parte del trabajo ideológico necesario para hacer una revolución se realizaba precisamente en el mundo nocturno y espectral de las brujas y los magos, en las redefiniciones de las implicaciones morales de diferentes formas de poder mágico. Pero con ello solo se subraya que estas zonas espectrales siempre son el fulcro de la imaginación moral, y también una especie de reserva creativa de un potencial cambio revolucionario. Es precisamente desde estos espacios invisibles, en su mayoría, al poder, de donde proviene en realidad el potencial para la insurrección y la extraordinaria creatividad social que aparece, no se sabe muy bien de dónde, en los momentos revolucionarios.
Para resumir lo dicho hasta ahora, entonces:
La mayoría de los gobiernos constitucionales se consideran hijos de la rebelión: la Revolución americana, la Revolución francesa, etc. Pero esto no siempre ha sido así. Sin embargo, nos lleva a plantearnos una cuestión muy importante y que cualquier antropología políticamente comprometida deberá confrontar seriamente: ¿qué separa en realidad lo que nos gusta llamar mundo «moderno» del resto de la historia de la humanidad, historia de la que normalmente se excluye a los piaroa, tiv o malgaches? Como es de imaginar, se trata de una cuestión muy controvertida, pero me temo que es imposible evitarla porque de lo contrario quizá muchos lectores no se convenzan de la necesidad de una antropología anarquista.