La cuestión no es, ni mucho menos, que los antropólogos abrazasen el anarquismo o, incluso, que adoptaran conscientemente las ideas anarquistas, sino más bien que se movían en los mismos círculos, que sus ideas se influenciaban recíprocamente, que había algo en el pensamiento antropológico en particular —su gran conocimiento de la gran variedad de posibilidades humanas— que le proporcionaba su afinidad con el anarquismo.
Empecemos con Sir James Frazer, a pesar de que nadie hay más alejado del anarquismo. Frazer, catedrático de Antropología en Cambridge a finales del XIX, era el típico Victoriano pesado que escribía informes sobre las costumbres salvajes basándose sobre todo en los resultados de los cuestionarios que se enviaban a los misioneros y a los oficiales de las colonias. Aparentemente, su actitud teórica era muy condescendiente —afirmaba que casi todos los mitos, la magia y los rituales se basaban en estúpidos errores lógicos—, pero su obra maestra, La rama dorada, contenía tal cantidad de descripciones exuberantes, fantasiosas y extrañamente hermosas de los espíritus de los árboles, los obispos eunucos, los dioses moribundos de la vegetación y el sacrificio de los reyes divinos, que fue la inspiración de toda una generación de poetas y literatos. Entre ellos figuraba Robert Graves, un poeta británico que se hizo famoso escribiendo versos mordaces en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. Al final del conflicto, Graves terminó en un hospital en Francia, por causa de una neurosis provocada por la guerra, y allí fue tratado por el doctor W. H. R. Rivers, antropólogo británico conocido por su expedición al estrecho de Torres, que además era psiquiatra. Graves quedó tan impresionado con Rivers que llegaría a proponer, más adelante, que todos los gobiernos del mundo debían ser dirigidos por antropólogos profesionales. Es cierto que no se trataba de un sentimiento demasiado anarquista, pero Graves solía inclinarse por opciones políticas más bien raras. Al final, terminó abandonando por completo la «civilización» —la sociedad industrial— y se instaló en un pueblo de la isla de Mallorca, donde pasaría aproximadamente los cincuenta últimos años de su vida sobreviviendo gracias a las novelas que escribía y a la edición, asimismo, de numerosos libros de poesías de amor y una serie de ensayos que se encuentran entre los más subversivos que se hayan escrito jamás.
La tesis de Graves era, entre otras, que la grandeza es una patología; que los «grandes hombres» eran esencialmente destructores y los «grandes» poetas no eran mejores (sus archienemigos eran Virgilio, Milton y Pound), que la poesía de verdad siempre ha sido y continúa siendo una celebración mítica de una antigua Diosa Suprema, de la que Frazer solo entrevió confusos destellos, y cuyos seguidores matriarcales fueron conquistados y destruidos por las hordas arias que Hitler adoraba y que llegaron desde las estepas ucranianas a principios de la Edad del Bronce (aunque sobrevivirían un poco más de tiempo en la Creta minoica). En un libro llamado La diosa blanca: una gramática histórica del mito poético, Graves intentó establecer los rudimentos de un calendario de los ritos en diferentes partes de Europa, centrándose en el asesinato ritual periódico de los consortes reales de la diosa, lo que entre otras cosas garantizaba que no hubiera ningún gran hombre descontrolado, y terminando el libro con una llamada a un eventual colapso de la sociedad industrial. He utilizado aquí el verbo «intentar» con prudencia. Lo que resulta delicioso, si bien confuso, en los libros de Graves, es que resulta tan evidente que disfruta escribiéndolos, lanzando una tesis estrambótica tras otra, que se hace imposible discernir qué es lo que podemos tomarnos en serio; e incluso si esta cuestión es importante. En un ensayo, escrito en los años cincuenta, Graves inventa la distinción entre «razonabilidad» y «racionalidad» que más tarde haría famosa Stephen Toulmin en los ochenta, pero lo hace en un ensayo escrito para defender a la mujer de Sócrates, Jantipa, de su reputación de gruñona espantosa. (Su argumento: imaginaos como debía ser la vida conyugal con Sócrates).
¿Creía realmente Graves que las mujeres son siempre superiores a los hombres? ¿Esperaba que nos creyéramos que había solucionado un problema mítico cayendo en un «trance analéptico» en el que escuchó una conversación sobre los peces entre un historiador griego y un oficial romano en Chipre en el año 54 de nuestra era? Vale la pena plantear estas preguntas porque fue en la oscuridad de estas obras donde esencialmente Graves inventó dos tradiciones intelectuales diferentes que más tarde se convertirían en las principales líneas teóricas del anarquismo moderno, si bien se admite, por lo general, que se trata de las dos más excéntricas. Por una parte, el culto a la Gran Diosa que, una vez revivido, se ha convertido en una de las inspiraciones directas del anarquismo pagano para los derviches hippies, siempre bienvenidos en las acciones de masa porque parecen tener un don para influir en el tiempo. Por otra parte, el rechazo de Graves de la civilización industrial y su deseo de un colapso económico general ha sido llevado aún más lejos por los primitivistas, cuyo representante más famoso (y extremo) es John Zerzan, que ha llegado a argumentar que incluso la agricultura ha sido un grandioso error histórico. Curiosamente, tanto los paganos como los primitivistas comparten por igual la cualidad inefable que hace del trabajo de Graves algo tan especial: es verdaderamente imposible saber a qué nivel debemos leerles. Es al mismo tiempo una parodia ridicula y algo muy serio.
También ha habido antropólogos, entre los cuales destacan algunos de los fundadores de la disciplina, que se han interesado por la política anarquista o anarquizante.
El caso más notable es el de un estudiante de finales del XIX llamado Al Brown, conocido por sus compañeros de la universidad como «Anarchy Brown». Brown era un admirador del famoso príncipe anarquista (que, por supuesto, renunció a su título) Peter Kropotkin, explorador del Ártico y naturalista que condujo al darwinismo social a una crisis de la que todavía no se ha recuperado por completo, documentando de qué modo las especies con mayor éxito son aquellas que cooperan con más eficacia. (La sociobiología surgió básicamente para intentar dar respuesta a Kropotkin). Más tarde, Brown empezaría a vestir una capa y a utilizar un monóculo y adoptaría un nombre muy chic y aristocrático (A. R. Radcliffe-Brown) y, finalmente, en los años veinte y treinta, se convertiría en el principal teórico de la antropología social británica. Al Brown más maduro no le gustaba demasiado hablar de sus aventuras políticas juveniles, pero probablemente no sea ninguna coincidencia que su principal interés teórico siguiera siendo el mantenimiento del orden social fuera del Estado.
Pero quizá el caso más intrigante sea el de Marcel Mauss, contemporáneo de Radcliffe-Brown e inventor de la antropología francesa. Mauss era hijo de padres judíos ortodoxos y sobrino de Emile Durkheim, el fundador de la sociología francesa, lo que tenía un lado bueno y otro malo. Además, Mauss era socialista revolucionario. Durante gran parte de su vida dirigió una cooperativa de consumo en París y escribía sin descanso artículos para periódicos socialistas, desarrollando proyectos de investigación sobre las cooperativas en otros países e intentando crear vínculos entre ellas con el fin de construir una economía anticapitalista alternativa. Su obra más famosa fue escrita en respuesta a la crisis del socialismo que observó en la reintroducción del mercado por parte de Lenin en la Unión Soviética de los años veinte: si resultaba imposible erradicar la economía monetaria incluso en Rusia, que era la sociedad menos monetarizada de Europa, entonces los revolucionarios quizá debieran empezar a interesarse por los informes etnográficos, para ver qué tipo de criatura era el mercado y qué aspecto podían tener algunas alternativas viables al capitalismo. De ahí que en su Ensayo sobre el don —escrito en 1925, y en el que señalaba (entre otras cosas) que el origen de todos los contratos está en el comunismo, en un compromiso incondicional para con las necesidades de los demás— afirmase que, a pesar de lo que muchos libros de texto de economía sostienen, ha existido una economía basada en el trueque: que las sociedades que todavía hoy no emplean el dinero han sido economías de trueque en las que las distinciones que hacemos hoy entre interés y altruismo, persona y propiedad, libertad y obligación, simplemente no han existido.
Mauss creía que el socialismo jamás podría ser construido por decreto estatal sino que era un proceso gradual, que se desarrollaba desde la base, que era posible crear una nueva sociedad basada en la ayuda mutua y en la autoorganización «en el seno de la vieja». Sentía que las prácticas populares ya existentes ofrecían la base tanto para la crítica moral del capitalismo como para formarse una idea de cómo podría ser la sociedad futura. Se trata sin duda de posiciones anarquistas clásicas, aunque Mauss no se considerase anarquista. De hecho, jamás dedicó una palabra amable a los anarquistas, y esto es así porque al parecer identificaba el anarquismo con la figura de Georges Sorel, un anarcosindicalista y antisemita francés que a nivel personal era, por lo visto, muy desagradable, y cuya obra más famosa en la actualidad es su ensayo Reflexiones sobre la violencia. Sorel afirmaba que como las masas no se podían considerar fundamentalmente ni buenas ni racionales, era una tontería dirigirse a ellas utilizando argumentos razonados. La política es el arte de inspirar a los demás mediante grandes mitos. Sugería que para los revolucionarios ese mito podía ser el de una huelga general apocalíptica, un momento de transformación total. Para mantener este mito vivo era necesaria una élite capaz de participar en actos de violencia simbólica, una élite semejante al partido de vanguardia marxista (a menudo menos simbólico en su uso de la violencia), que Mauss describía como una especie de conspiración continua, una versión moderna de las sociedades políticas secretas de la Antigüedad.
En otras palabras, Mauss pensaba que Sorel, y por lo tanto el anarquismo, introducía un elemento de irracionalidad, de violencia y de vanguardismo. Les debió parecer un poco extraño a los revolucionarios franceses de aquella época ver a un sindicalista enfatizar el poder del mito y a un antropólogo llevándole la contraria, pero en el contexto de los años veinte y treinta, con el ascenso del fascismo en todas partes, es comprensible que un radical europeo, que además era judío, considerara eso algo escalofriante. Lo suficientemente escalofriante como para arrojar un jarro de agua fría sobre la imagen, muy atractiva por otro lado, de la huelga general, que no deja de ser la forma menos violenta de imaginar una revolución apocalíptica. En los años cuarenta, Mauss llegaría a la conclusión de que sus sospechas habían sido fundadas.
Mauss escribió que Sorel había añadido a la doctrina de una vanguardia revolucionaria una noción extraída originalmente de su propio tío Durkheim: la idea de corporativismo, es decir, la existencia de unas estructuras verticales unidas por técnicas de solidaridad social. Ésta tuvo una clara influencia en Lenin, como el propio Lenin reconocía, y luego sería adoptada por la derecha. Al final de su vida, el propio Sorel sintió una simpatía cada vez mayor por el fascismo, siguiendo la misma trayectoria que Mussolini (otro que en su juventud tonteó con el anarcosindicalismo) y que, según decía Mauss, llevó las ideas de Durkheim, Sorel y Lenin hasta sus últimas consecuencias. También hacia el final de su vida, Mauss llegó a convencerse de que incluso los grandes desfiles rituales de Hitler y sus procesiones de antorchas acompañadas de los cantos de «Sieg heill» se inspiraban en realidad en las descripciones que él y su tío habían hecho sobre los rituales totémicos de los aborígenes australianos. Mauss lamentaba que «cuando describíamos de qué modo un ritual puede crear solidaridad social y sumergir a un individuo en la masa, ¡nunca se nos ocurrió que alguien pudiera aplicar dichas técnicas en la Edad Moderna!». (De hecho, Mauss se equivocaba. Investigaciones recientes han demostrado que los mítines de Núremberg se inspiraban en realidad en los de Harvard. Pero ésa es otra historia). El estallido de la guerra acabó con Mauss, que nunca se había recuperado por completo de la pérdida de algunos de sus mejores amigos durante la Primera Guerra Mundial. Cuando los nazis ocuparon París se negó a huir y cada día esperaba sentado en su oficina, con una pistola en el escritorio, la llegada de la Gestapo. Ésta jamás se presentó, pero el terror y el peso de su sentimiento de complicidad histórica terminaron por minar su salud.