Ésta es una cuestión pertinente ya que hoy en día el anarquismo como filosofía política está en apogeo. Los movimientos anarquistas o inspirados en el anarquismo crecen por todas partes; los principios anarquistas tradicionales —autonomía, asociación voluntaria, autoorganización, ayuda mutua, democracia directa— se pueden encontrar tanto en las bases organizativas del movimiento de la globalización como en una gran variedad de movimientos radicales en cualquier parte del mundo. Los revolucionarios de México, Argentina, India y otros lugares han ido abandonando cada vez más los discursos que abogaban por la toma del poder y han empezado a formular ideas diferentes acerca de qué podría significar una revolución. Es cierto que la mayoría utiliza todavía con timidez la palabra «anarquista», pero como ha señalado recientemente Barbara Epstein, el anarquismo ya ha ocupado sobradamente el lugar que el marxismo tenía en los movimientos sociales de los años sesenta. Incluso aquéllos que no se consideran a sí mismos anarquistas se ven abocados a definirse en relación a éste e inspirarse en sus ideas.
Sin embargo, esto apenas se refleja en las universidades. La mayoría de académicos suele tener una idea muy vaga sobre qué es el anarquismo, o lo rechazan sirviéndose de los estereotipos más burdos. («¡Organización anarquista! ¿Acaso no constituye eso un contrasentido?»). En los EE.UU. hay miles de académicos marxistas de una escuela u otra, pero apenas una docena de profesores dispuestos a autodenominarse anarquistas.
¿Se trata de una cuestión de tiempo? Es posible. Quizá en unos años las universidades estén a rebosar de anarquistas, pero no albergo grandes esperanzas. Parece que el marxismo tiene una afinidad con la universidad que el anarquismo nunca tendrá. Después de todo, se trata del único gran movimiento social inventado por un académico, aunque luego se convirtiera en un movimiento que perseguía la unión de la clase obrera. La mayoría de los ensayos sobre la historia del anarquismo afirman que sus orígenes fueron similares a los del marxismo: el anarquismo se presenta como una creación de ciertos pensadores decimonónicos —Proudhon, Bakunin, Kropotkin, etc.—, fuente de inspiración de organizaciones obreras, que se vería envuelto en luchas políticas, dividido en corrientes… El anarquismo, en los relatos más comunes, se suele presentar como el pariente pobre del marxismo, teóricamente un poco cojo, el cual se ve compensado, sin embargo, en el plano ideológico por su pasión y sinceridad. Pero de hecho, la analogía es forzada, en el mejor de los casos. Los «padres fundadores» decimonónicos nunca creyeron haber inventado nada particularmente nuevo. Los principios básicos del anarquismo —autoorganización, asociación voluntaria, ayuda mutua— se refieren a formas de comportamiento humano que se consideraba habían formado parte de la humanidad desde sus inicios. Lo mismo se puede decir de su rechazo del Estado y de todas las formas de violencia estructural, desigualdad o dominio (anarquismo quiere decir, literalmente, «sin gobernantes»), y también del reconocimiento de que todas estas formas se relacionan y refuerzan hasta cierto punto entre sí. Estas ideas nunca se presentaron como el germen de una nueva doctrina. Y de hecho, no lo eran: se puede encontrar constancia de gente que defendió semejantes argumentos a lo largo de la historia, a pesar de que todo apunta a que, en casi todo momento y lugar, estas opiniones raramente se expresaban por escrito. Nos referimos, por lo tanto, menos a un cuerpo teórico que a una actitud o incluso podríamos decir una fe: el rechazo de cierto tipo de relaciones sociales, la confianza en que otras serán mucho mejores para construir una sociedad habitable, la creencia de que tal sociedad podría realmente existir.
Si además se comparan las escuelas históricas del marxismo y el anarquismo, se observa que se trata de proyectos fundamentalmente diferentes. Las escuelas marxistas poseen autores. Así como el marxismo surgió de la mente de Marx, del mismo modo tenemos leninistas, maoístas, trotskistas, gramscianos, malthusserianos… (Nótese que la lista está encabezada por jefes de Estado y desciende gradualmente hasta llegar a los profesores franceses). Pierre Bourdieu señaló en una ocasión que si el mundo académico fuese como un juego en que los expertos luchan por el poder, uno sabría que ha vencido cuando esos mismos expertos empiecen a preguntarse cómo crear un adjetivo a partir de su nombre. Es precisamente para preservar la posibilidad de ganar este juego que los intelectuales insisten en continuar usando en sus discusiones teorías de la historia del tipo «Gran Hombre», de las que sin duda se mofarían en cualquier otro contexto. Las ideas de Foucault, como las de Trotsky, nunca son tratadas como un producto directo de un cierto medio intelectual, resultado de conversaciones interminables y de discusiones en las que participan cientos de personas, sino como el producto del genio de un solo individuo o, muy ocasionalmente, de una mujer. Tampoco se trata de que la política marxista se haya organizado como una disciplina académica o de que se haya convertido en un modelo para medir, cada vez más, el grado de radicalidad de los intelectuales. En realidad, ambos procesos se han desarrollado en paralelo. Desde la perspectiva de la academia, esto ha producido resultados satisfactorios —el sentimiento de que debe existir algún principio moral, de que las preocupaciones académicas deben ser relevantes para la vida de la gente—, pero también desastrosos: han convertido gran parte del debate intelectual en una parodia de la política sectaria, en la que todos se esfuerzan por caricaturizar los argumentos del otro no solo para mostrar lo erróneos que son, sino sobre todo lo malévolos y peligrosos que pueden llegar a ser. Y todo ello cuando las discusiones que se plantean se sirven de un lenguaje tan hermético que solo quienes se hayan podido permitir siete años de estudios superiores podrán tener acceso a ellas.
Consideremos ahora las diferentes escuelas del anarquismo. Hay anarcosindicalistas, anarcocomunistas, insurreccionalistas, cooperativistas, individualistas, plataformistas… Ninguna le debe su nombre a un Gran Pensador; por el contrario, todas reciben su nombre de algún tipo de práctica o, más a menudo, de un principio organizacional. (Significativamente, las corrientes marxistas que no reciben su nombre de pensadores, como la autonomía o el comunismo consejista, son las más próximas al anarquismo). A los anarquistas les gusta destacar por su práctica y por cómo se organizan para llevarla a cabo y, de hecho, han consagrado la mayor parte de su tiempo a pensar y discutir precisamente eso. Los anarquistas jamás se han interesado demasiado por las cuestiones estratégicas y filosóficas que han preocupado históricamente a los marxistas. Así los anarquistas consideran que cuestiones como «¿son los campesinos una clase potencialmente revolucionaria?» es algo que deben decidir los propios campesinos. ¿Cuál es la naturaleza de la forma mercancía? En lugar de ello, discuten sobre cuál es la forma verdaderamente democrática de organizar una asamblea y en qué momento la organización deja de ser enriquecedora y coarta la libertad individual. O sobre qué ética debe prevalecer en la oposición al poder: ¿qué es acción directa?, ¿es necesario (o correcto) condenar públicamente a alguien que asesina a un jefe de Estado?, ¿o puede ser considerado el asesinato un acto moral, especialmente cuando evita algo terrible, como una guerra?, ¿cuándo es correcto apedrear una ventana?
En resumen:
Obviamente, todo lo que he dicho hasta ahora no deja de ser un poco caricaturesco (ha habido grupos anarquistas muy sectarios y muchos marxistas libertarios, partidarios de la práctica, incluyéndome posiblemente a mí). De todas formas, tal y como he señalado, esto implica una gran complementariedad potencial entre ambos. Y de hecho, la ha habido: Mijaíl Bakunin, aparte de discutir con Marx sobre cuestiones de índole práctico en incontables ocasiones, también tradujo personalmente El Capital al ruso. Pero, además, facilita la comprensión de por qué hay tan pocos anarquistas en la academia. No se trata simplemente de que el anarquismo no emplee una teoría elevada, sino que sus preocupaciones se circunscriben sobre todo a las formas de práctica; insiste, antes que nada, en que los medios deben ser acordes con los fines; no se puede generar libertad a través de medios autoritarios. De hecho, y en la medida de lo posible, uno debe anticipar la sociedad que desea crear en sus relaciones con sus amigos y compañeros. Esto no encaja demasiado bien con trabajar en la universidad, quizá la única institución occidental, además de la iglesia católica y de la monarquía británica, que ha permanecido inalterable desde la Edad Media, promoviendo debates intelectuales en hoteles de lujo y pretendiendo incluso que todo ello fomenta la revolución. Al menos, cabe esperar que un profesor abiertamente anarquista cuestione cómo funcionan las universidades —no me refiero aquí a solicitar un departamento de estudios anarquistas— y eso, por supuesto, le iba a traer muchas más complicaciones que cualquier cosa que jamás pudiera escribir.
Esto no quiere decir que los anarquistas deban estar contra la teoría. Después de todo, el anarquismo es en sí mismo una idea, aunque sea muy antigua. También es un proyecto, que se plantea empezar a crear las instituciones de una nueva sociedad «en el seno de la vieja», poner al descubierto, subvertir y socavar las estructuras de dominio, pero siempre procediendo de una manera democrática, demostrando de ese modo que dichas estructuras son innecesarias. Evidentemente, un proyecto de estas características necesita las herramientas que proporcionan el análisis intelectual y el conocimiento. Quizá no necesite de una Gran Teoría, en un sentido familiar y, por supuesto, no requiere en absoluto de una Gran Teoría Anarquista. Eso sería completamente contrario a su espíritu. Creo que sería mucho mejor algo acorde al espíritu de los procesos anarquistas de toma de decisión y válido tanto para pequeños grupos de afinidad como para encuentros de miles de personas. La mayoría de los grupos anarquistas opera por un proceso de consenso que se ha desarrollado, en muchos sentidos, como lo contrario del estilo de voto a mano alzada, divisor y sectario, tan popular entre otros grupos radicales. Aplicado a la teoría, esto significa aceptar la necesidad de una gran diversidad de perspectivas teóricas amplias, unidas por algunas premisas y compromisos comunes. En el proceso de consenso, todo el mundo se pone de acuerdo desde el inicio en una serie de principios amplios de unidad asumidos como necesarios para la cohesión del grupo; pero, más allá de esto, se acepta como una obviedad que nadie va a convertir a nadie completamente a sus puntos de vista y que es mejor que no lo intente; y que, por tanto, la discusión se debe centrar en el tema concreto de la acción y en trazar un plan aceptado por todos y que nadie pueda sentir como una violación de sus principios. Es posible ver un paralelismo aquí: una serie de perspectivas diversas unidas por su deseo común de entender la condición humana y de avanzar en la dirección de una mayor libertad. Se basa más en la necesidad de buscar proyectos particulares que se refuercen mutuamente que en demostrar que los demás parten de suposiciones erróneas. Que las teorías sean distantes en determinados aspectos no quiere decir que no puedan existir ni reforzarse mutuamente, del mismo modo que el hecho de que los individuos tengan puntos de vista únicos e irreconciliables no implica que no puedan ser amigos o amantes o trabajar en proyectos comunes.
Más que una Gran Teoría, podríamos decir que lo que le falta al anarquismo es una Base Teórica: un mecanismo para confrontar los problemas reales e inmediatos que emergen de todo proyecto de transformación. En realidad, la ciencia social oficial no es de gran ayuda porque en ella este tipo de problemas se clasifican como «cuestiones políticas» y ningún anarquista que se precie querría tener nada que ver con ello.
contra la política (un pequeño manifiesto):
La noción de «política» presupone un Estado o aparato de gobierno que impone su voluntad a los demás. La «política» es la negación de lo político; la política está al servicio de alguna forma de élite, que afirma conocer mejor que los demás como deben manejarse los asuntos públicos. La participación en los debates políticos lo único que puede conseguir es reducir el daño causado, dado que la política es contraria a la idea de que la gente administre sus propios asuntos.
Así que, en este caso, la pregunta es la siguiente: ¿qué tipo de teoría social puede ser realmente de interés para quienes intentamos crear un mundo en el cual la gente sea libre para administrar sus propios asuntos?
Este ensayo está dedicado a analizar esta cuestión.
Para empezar, diría que una teoría de esta índole debe tener algunas premisas iniciales. No demasiadas. Probablemente con dos basta. Primero, deberá partir de la hipótesis que «otro mundo es posible», como dice una canción popular brasileña; que instituciones como el Estado, el capitalismo, el racismo o el patriarcado, no son inevitables; que sería posible un mundo en que semejantes cosas no existieran y en el que, como resultado de ello, todos estaríamos mucho mejor. Comprometerse con este principio es casi un acto de fe, ya que ¿cómo podemos estar seguros de que es posible? Podría darse el caso de que un mundo así fuese imposible. Pero también se podría argumentar que es precisamente esta imposibilidad de tener un conocimiento absoluto la que convierte el optimismo en un imperativo moral. Como tampoco se puede saber si es imposible un mundo radicalmente nuevo, ¿no estamos acaso traicionando a todos al insistir en continuar justificando y reproduciendo el embrollo actual? De todas formas, aunque nos equivoquemos, seguro que así nos acercamos mucho más.
Contra el antiutopismo (otro pequeño manifiesto):
Aquí, por supuesto, debemos lidiar con la inevitable objeción: el utopismo nos ha conducido a verdaderos horrores, como el hecho de que estalinistas, maoístas y otros idealistas trataran de dar formas imposibles a la sociedad, asesinando a millones de personas en el proceso.
Este argumento esconde un malentendido: que el problema residía en imaginar mundos mejores. Los estalinistas y la gente de su ralea no asesinaron en nombre de grandes sueños —en realidad los estalinistas eran conocidos por su falta de imaginación—, sino porque confundieron sus sueños con certidumbres científicas. Esto los indujo a creerse en el derecho de imponer sus visiones a través de una maquinaria de violencia. Sea como sea, los anarquistas no se proponen nada parecido. Los anarquistas no creen en un desarrollo inevitable de la historia ni en que se pueda avanzar más rápidamente hacia la libertad creando nuevas formas de coerción. De hecho, todas las formas de violencia sistémica son (entre otras cosas) asaltos al papel de la imaginación como principio político, y la única vía para empezar a pensar en la eliminación de la violencia sistémica es reconocer esto.
Sin duda, se podrían escribir libros muy gruesos sobre las atrocidades que han cometido los cínicos y otros pesimistas a lo largo de la historia…
Así pues, ésta es la primera proposición. La segunda sería que cualquier teoría social anarquista debería rechazar de forma consciente cualquier indicio de vanguardismo. El rol de los intelectuales no es, definitivamente, el de formar una élite que pueda desarrollar los análisis estratégicos adecuados y dirigir luego a las masas para que los sigan. Pero entonces, ¿cuál es su papel? Éste es uno de los motivos por los que he titulado este ensayo «Fragmentos de una antropología anarquista», porque considero que éste es un campo en el que la antropología está especialmente bien posicionada para ayudarnos. Y no solo porque la mayoría de comunidades basadas en el autogobierno y en economías fuera del mercado capitalista que existen en la actualidad hayan sido investigadas por antropólogos, y no por sociólogos o historiadores, sino también porque la etnografía proporciona por lo menos algo equiparable a un modelo, aunque muy rudimentario, de como podría funcionar una práctica intelectual revolucionaria no vanguardista. Cuando se realiza una etnografía, se observa lo que la gente hace, tratando de extraer la lógica simbólica, moral o pragmática que subyace en sus acciones, se intenta encontrar el sentido de los hábitos y de las acciones de un grupo, un sentido del que el propio grupo muchas veces no es completamente consciente. Un rol evidente del intelectual radical es precisamente ése: observar a aquéllos que están creando alternativas viables, intentar anticipar cuáles pueden ser las enormes implicaciones de lo que (ya) se está haciendo, y devolver esas ideas no como prescripciones, sino como contribuciones, posibilidades, como regalos. Eso es lo que he tratado de hacer en los párrafos anteriores cuando sugerí que la teoría social se podría reinventar a sí misma a la manera de un proceso democrático directo. Y como apunta el ejemplo, dicho proyecto debería tener en realidad dos aspectos o momentos, si se prefiere: uno etnográfico y otro utópico, en un diálogo constante.
Nada de esto tiene mucho que ver con lo que la antropología, incluso la antropología radical, ha hecho durante al menos los últimos cien años. Aun así, a lo largo de los años ha existido una extraña afinidad entre la antropología y el anarquismo que es en sí misma significativa.