Más o menos una vez al mes, Rochelle llegaba al despacho confiando en poder disfrutar de su habitual rato de tranquilidad y se encontraba el bufete abierto, el café preparado, el perro comido y bebido y al señor Figg yendo de un lado para otro, muy animado con algún nuevo plan para captar clientes lesionados. Aquello la irritaba sobremanera. No solo le estropeaba los breves momentos de paz de su ya de por sí ruidoso día, sino que también significaba más trabajo.
Apenas había cruzado la puerta cuando Wally le dio la bienvenida con un efusivo «buenos días, señora Gibson», como si lo sorprendiera verla llegar a trabajar un jueves a las siete y media de la mañana.
—Buenos días, señor Figg —respondió con mucho menos entusiasmo.
Estuvo a punto de preguntar «¿qué lo trae por aquí tan temprano?», pero se contuvo. No tardaría mucho en enterarse de sus proyectos.
Se instaló en su mesa con el café, el yogur y el periódico e intentó hacer caso omiso de su presencia.
—Anoche conocí a la mujer de David —dijo Wally desde la mesa situada al otro extremo de la habitación—. Muy guapa y muy agradable. Me dijo que él apenas bebe, que solo lo hace muy de vez en cuando. Me da la impresión de que la presión lo sobrepasa de vez en cuando. Lo sé porque es mi misma historia. Siempre la presión.
Cuando Wally bebía no necesitaba un pretexto. Se empapaba tras un mal día y tomaba vino con la comida si la jornada era tranquila. Bebía cuando estaba estresado y bebía cuando salía a jugar al golf. Rochelle ya lo había visto y oído antes y también llevaba la cuenta: sesenta y un días en dique seco. Esa era la historia de Wally, un recuento siempre pendiente: los días en el dique seco, los días que faltaban para que le devolvieran el carnet de conducir y, lamentablemente, los días que le quedaban para completar la rehabilitación.
—¿A qué hora vino a recogerlo? —preguntó Rochelle sin alzar la vista del periódico.
—Pasadas las ocho. David salió caminando por su propio pie e incluso se ofreció para conducir. Ella le dijo que no, claro.
—¿Estaba enfadada?
—No me lo pareció. Más bien diría que aliviada. La pregunta es si él recordará algo de lo sucedido. Y en caso afirmativo, si sabrá dar con nosotros de nuevo. ¿Abandonará ese gran bufete con todos sus millones? Francamente, tengo mis dudas.
Rochelle también las tenía, pero en ese momento su principal interés era minimizar la conversación. Finley & Figg no era el lugar adecuado para un titulado de Harvard recién salido de un gran bufete, y, francamente, no quería que otro abogado apareciera para complicarle la vida. Ya estaba bastante ocupada con sus dos actuales jefes.
—Aun así, podría sernos de utilidad —siguió diciendo Wally, y Rochelle comprendió que iba a explicarle el último plan que se le había ocurrido—. ¿Ha oído hablar de un medicamento contra el colesterol que se llama Krayoxx?
—Eso ya me lo preguntó ayer.
—Pues resulta que provoca derrames cerebrales y ataques al corazón y que empieza a conocerse la verdad. La primera oleada de acciones conjuntas está en marcha. Podría haber miles de casos antes de que se acabe. Los abogados especialistas en acciones conjuntas se están poniendo las pilas. Ayer hablé con un bufete muy importante de Fort Lauderdale que ya ha presentado la suya y está buscando más casos.
Rochelle pasó página como si oyera llover.
—Bueno, la cuestión es que voy a dedicar los próximos días a buscar más casos de afectados por el Krayoxx y que no me vendría mal un poco de ayuda. ¿Me está escuchando, señora Gibson?
—Desde luego.
—¿Cuántos nombres tenemos en nuestra base de datos de clientes, tanto en activo como retirados?
Ella tomó una cucharada de yogur y lo miró con exasperación.
—Tenemos unas doscientas fichas activas —contestó.
Sin embargo, en Finley & Figg una ficha activa no quería decir necesariamente que recibiera atención. Lo más frecuente era que se tratara de una ficha antigua que nadie se había molestado en retirar. Lo normal era que Wally tuviera abiertas unas treinta fichas a lo largo de una semana —divorcios, últimas voluntades, testamentos, lesiones, conductores ebrios y pequeñas disputas contractuales— y otras cincuenta que evitaba cuidadosamente. Oscar, que estaba más dispuesto a aceptar nuevos clientes y al mismo tiempo era más ordenado y diligente que su socio, tenía abiertas un centenar de fichas. Si les añadían el puñado de las que se habían perdido, traspapelado o quedado olvidadas, el número rondaba las doscientas.
—¿Y las que hemos retirado?
Otro sorbo de café y otro gruñido.
—La última vez que lo comprobé, el ordenador mostraba tres mil fichas retiradas desde mil novecientos noventa y uno. No sé qué guardamos en el piso de arriba.
«El piso de arriba» era el lugar de descanso eterno de todo: viejos textos legales, ordenadores obsoletos, suministros de oficina sin usar y docenas de cajas con fichas que Oscar había descartado antes de que Wally se incorporara como socio.
—¿Tres mil, eh? —dijo este con una sonrisa de satisfacción, como si tan abultado número fuera la demostración de una larga y brillante carrera—. Bien, señora Gibson, este es el plan: he preparado un borrador de carta que deseo que imprima con nuestro membrete y envíe a todos nuestros clientes, actuales y pasados, en activo o jubilados; a todos los nombres que figuran en nuestra base de datos.
Rochelle pensó en todos los clientes de Finley & Figg que se habían marchado descontentos con el bufete, los honorarios sin pagar, las cartas desagradables, las amenazas de demanda por negligencia profesional. Incluso tenía una carpeta abierta bajo el epígrafe «Amenazas». A lo largo de los años, más de media docena de clientes insatisfechos se habían enfadado lo suficiente para poner sus pensamientos por escrito. Un par de ellos advertían de emboscadas y palizas, y uno incluso mencionaba un rifle de francotirador.
¿Por qué no dejar en paz a toda esa gente? Ya habían sufrido suficiente teniendo que pasar por las manos de Finley & Figg.
Wally se puso en pie de un salto y se acercó con la carta. Rochelle no tuvo más remedio que leerla.
Apreciado ____:
¡Cuidado con el Krayoxx! Está demostrado que este medicamento contra el colesterol, fabricado por Varrick Labs, provoca ataques al corazón y derrames cerebrales. A pesar de que lleva seis años en el mercado, las pruebas científicas están empezando a poner de manifiesto los letales efectos secundarios que puede tener. Si se medica con Krayoxx, deje de hacerlo inmediatamente.
El bufete Finley & Figg está al frente de las demandas contra el Krayoxx. Pronto nos uniremos a una acción conjunta a escala nacional para llevar a Varrick Labs ante la justicia mediante una compleja maniobra legal.
¡Necesitamos su colaboración! Si usted o algún conocido tiene un historial médico donde aparezca el Krayoxx es posible que tenga un caso entre manos. Y lo que es más importante: si conoce a alguien que ha tomado Krayoxx y que ha sufrido un ataque al corazón, llámenos inmediatamente. Un abogado de Finley & Figg irá a verlo en menos de una hora.
No lo dude. Llame ahora. Calculamos una indemnización considerable.
Sinceramente suyo,
WALLIS T. FIGG,
abogado
—¿Oscar ha visto esto? —preguntó Rochelle.
—Todavía no. No está mal, ¿verdad?
—¿Esta historia va en serio?
—¡Sí, señora Gibson! Es nuestro gran momento.
—¿Otro filón?
—Mucho más que un filón.
—¿Y quiere que mande tres mil cartas?
—Sí. Usted las imprime, yo las firmo, las metemos en sobres y salen con el correo de hoy.
—Va a costar más de mil pavos en franqueo.
—Señora Gibson, un caso como el del Krayoxx moverá unos doscientos mil dólares solo en concepto de honorarios legales, y estoy tirando bajo. Podría ascender a cuatrocientos mil por caso. Si podemos hacernos con diez casos, los números salen solos.
Rochelle hizo el cálculo y su renuencia empezó a ceder. Su mente divagó un momento. Gracias a la revista del Colegio de Abogados y al correo que aterrizaba en su escritorio había leído cientos de historias acerca de grandes veredictos, cuantiosas indemnizaciones y abogados que ganaban millones en concepto de honorarios.
Sin duda, un asunto así le supondría una jugosa bonificación.
—De acuerdo —dijo, dejando el periódico a un lado.
Poco después, Oscar y Wally tuvieron su segunda discusión por el asunto del Krayoxx. Cuando Oscar llegó a las nueve de la mañana no pudo evitar fijarse en la frenética actividad que reinaba en la recepción. Rochelle estaba ante el ordenador, la impresora funcionaba a toda marcha y Wally estampaba su firma como un loco. Incluso CA estaba despierto y observando.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Oscar.
—El ruido del capitalismo trabajando —repuso Wally con júbilo.
—¿Y eso qué demonios quiere decir?
—Que estamos protegiendo los derechos de los perjudicados, cuidando de nuestros clientes, purgando el mercado de productos nocivos y llevando a los peces gordos de la industria ante la justicia.
—Persiguiendo ambulancias —añadió Rochelle.
Oscar contempló el panorama con disgusto y siguió hacia su despacho, donde se encerró de un portazo. Antes de que hubiera tenido tiempo de quitarse el abrigo y dejar el paraguas, Wally ya estaba ante él, mordisqueando un bollo y agitando una de las cartas.
—Tienes que leer esto, Oscar, es brillante.
Oscar cogió la carta, la leyó y su ceño se fue haciendo más profundo con cada párrafo. Cuando acabó dijo:
—Por favor, Wally, otra vez no. ¿Cuántas de estas piensas mandar?
—Tres mil. A todos los clientes que figuran en nuestra base de datos.
—¿Qué? Piensa en lo que costará el franqueo. Piensa en el tiempo que vas a perder. Te pasarás todo el mes que viene corriendo de aquí para allá con que si el Krayoxx esto o el Krayoxx lo otro y perderás un montón de horas buscando casos que no valen nada. Wally, ya hemos pasado por todo esto, ¿no te das cuenta? ¡Dedícate a algo productivo!
—¿Como qué?
—Como pasearte por las salas de urgencia de los hospitales, a la espera de que se presente un caso de verdad. No hace falta que te explique cómo se encuentra un buen caso.
—Estoy cansado de esa basura, Oscar. Quiero ganar un poco de dinero. Hagamos algo grande por una vez.
—Mi mujer lleva tomando ese medicamento desde hace dos años y está encantada con él.
—¿No le has dicho que lo deje, que está matando a gente?
—Claro que no.
Cuando empezaron a dar voces, Rochelle se levantó y cerró discretamente la puerta del despacho de Oscar. Se disponía a regresar a su mesa cuando la puerta principal se abrió de repente. Era David Zinc, sobrio y despejado, con una gran sonrisa, un traje elegante, un abrigo de cachemir y dos maletines llenos a reventar.
—¡Vaya, vaya, pero si es mister Harvard en persona! —exclamó Rochelle.
—He vuelto.
—Me sorprende que haya podido encontrarnos.
—No ha sido fácil. ¿Dónde está mi despacho?
—Esto… No sé. Un momento, no estoy segura de que tengamos uno. Creo que lo mejor será que hable con los jefes sobre esto. —Señaló con la cabeza la puerta de Oscar, tras la cual se oían voces.
—¿Están ahí dentro? —preguntó David.
—Sí. Siempre suelen empezar el día con una bronca.
—Ya veo.
—Mire, Harvad, ¿está seguro de que esto es lo que quiere? Lo de aquí es otro mundo. Se la va a jugar si decide dejar la vida elegante de un gran bufete para venir a trabajar a tercera división. Es posible que salga mal parado, pero lo que está claro es que no se hará rico.
—Ya conozco los grandes bufetes, señora Gibson, y estoy dispuesto a tirarme de un puente antes que volver. Solo deme un sitio donde dejar mis cosas y me las arreglaré.
La puerta se abrió, y Oscar y Wally salieron y se quedaron de piedra al ver a David de pie ante la mesa de Rochelle. Wally sonrió y dijo:
—Vaya, buenos días, David. Pareces en plena forma esta mañana.
—Gracias. Quisiera disculparme por mi aparición de ayer —asintió mientras hablaba—. Me pillaron en las postrimerías de un episodio muy poco frecuente. Aun así, fue un día muy importante de mi vida. He dejado Rogan Rothberg y aquí estoy, listo para trabajar.
—¿Qué clase de trabajo tiene pensado? —le preguntó Oscar.
David se encogió de hombros, como si no tuviera la menor idea.
—Durante los últimos cinco años he trabajado en las mazmorras de los bonos asegurados, con un énfasis especial en los diferenciales de los mercados secundario y terciario, principalmente para las compañías multinacionales que desean evitar pagar impuestos en otros lugares del mundo. Si no tienen la menor idea de lo que quiere decir eso, no se preocupen. Nadie la tiene. Lo que significa es que un pequeño grupo formado por mí mismo y otros como yo hemos trabajado quince horas diarias en un cuartucho sin ventanas para producir papeleo y más papeleo. Nunca he visto la sala de un tribunal por dentro ni tampoco unas juzgados, nunca he visto un juez con su toga ni echado una mano para ayudar a alguien que necesitara un verdadero abogado. Respondiendo a su pregunta, señor Finley, estoy aquí para hacer lo que sea. Piense en mí como en un novato recién salido de la facultad que no sabe distinguir su culo de un agujero en el suelo. De todas maneras, aprendo rápido.
A parir de ahí, lo normal habría sido hablar de la retribución económica, pero los socios eran reacios a mencionar cuestiones de dinero delante de Rochelle que, naturalmente, sostenía que cualquier persona que sus jefes contrataran, fuera abogado o no, tenía que cobrar menos que ella.
—Arriba hay sitio —dijo Wally.
—Lo aprovecharé.
—Es el cuarto de los trastos —le advirtió Oscar.
—Lo aprovecharé de todos modos —repuso David, cogiendo sus maletines.
—Hace unos años que no subo ahí —objetó Roselle, alzando los ojos al cielo, claramente descontenta por la repentina ampliación del bufete.
Una estrecha puerta junto a la cocina deba a una escalera. David siguió a Wally mientras Oscar cerraba la marcha. Wally estaba entusiasmado con la idea de que alguien pudiera ayudarlo a rastrear casos de Krayoxx; Oscar solo pensaba en cuánto iba a costar aquello n concepto de sueldo, teniendo en cuenta impuestos, bonificaciones por desempleo, Dios no lo quisiera, seguro médico. Finley & Figg ofrecía muy pocos complementos y bonificaciones: nada de plan de jubilación y aún menos coberturas sanitarias y dentales. Rochelle llevaba años quejándose porque estaba obligada a contratar su propia póliza médica, igual que hacían sus jefes. ¿Y si el joven David les exigía un seguro médico?
Mientras subía la escalera, Oscar sintió el peso que supondrían unos mayores gastos generales. Más gastos en la oficina querían decir menos dinero que llevar a casa. Su jubilación parecía desvanecerse en el horizonte.
El cuarto de los trastos era exactamente eso, un cuarto oscuro y polvoriento lleno de telarañas, cajas y muebles viejos.
—Me gusta —dijo David, cuando Wally encendió la luz.
Este tío está loco, pensó Oscar.
Sin embargo, había un pequeño escritorio y un par de sillas. Lo único que David veía era su potencial. Además, tenía dos ventanas. Un poco de sol sería una agradable novedad en su vida. Cuando fuera se hiciera oscuro, él estaría en casa con Helen, procreando.
Oscar retiró una telaraña y le dijo:
—Mire, David, podemos ofrecerle un sueldo reducido, pero va a tener que generar sus propios honorarios, y eso no será fácil, al menos al principio.
¿Al principio? Oscar llevaba treinta años partiéndose el espinazo para generar unos honorarios más que discretos.
—¿Qué me ofrece? —quiso saber David.
Oscar miró a Wally, y este miró a la pared. No solo no habían contratado a un socio en quince años, sino que esa idea ni siquiera se les había pasado por la cabeza. La presencia de David los había cogido por sorpresa.
Como socio más antiguo, Oscar se sintió obligado a tomar la iniciativa.
—Le ofrezco pagarle un fijo de mil dólares al mes y que se quede la mitad de lo que consiga en concepto de honorarios. Dentro de seis meses revisaremos la situación.
Wally se apresuró a intervenir.
—Al principio será duro. Hay mucha competencia en la calle.
—Podríamos pasarle algunas de nuestras fichas —sugirió Oscar.
—Le daremos un trozo del pastel del Krayoxx —añadió Wally, como si ya estuvieran ingresando jugosos honorarios.
—¿De qué? —preguntó David.
—Olvídelo —zanjó Oscar con cara de pocos amigos.
—Miren, amigos —dijo David, que se encontraba mucho más a gusto que sus interlocutores—, durante los últimos cinco años he cobrado un sueldo estupendo y, aunque he gastado bastante, sigo teniendo un buen pellizco en el banco. No se preocupen por mí. Acepto su oferta.
Dicho lo cual, alargó la mano y estrechó la de Oscar primero y después la de Wally.