Cuando Helen Zinc detuvo el coche ante el 418 de Preston Avenue, lo primero en lo que se fijó no fue en el desgastado exterior de «Finley & Figg, abogados», sino en el centelleante cartel de neón del chalet vecino que anunciaba masajes. Apagó las luces y el motor, y permaneció sentada un momento mientras ponía en orden sus ideas. Su marido se encontraba sano y salvo y, según un tal Wally Figg, un tipo bastante agradable que la había llamado hacía una hora, solamente se había tomado «unas copas». El señor Figg estaba «sentado con su marido», significara eso lo que significase. El reloj digital en el salpicadero indicaba las ocho y veinte de la noche, es decir, llevaba casi doce horas preocupándose como una loca por el paradero y estado de David. En esos momentos, sabiendo que estaba vivo, lo único que se le ocurría era cómo asesinarlo.
Miró a su alrededor y contempló el vecindario sin conseguir que le agradara nada de lo que veía. Luego se apeó del BMW y se encaminó lentamente hacia la puerta. Había preguntado al señor Figg cómo era posible que David hubiera hecho el recorrido desde el centro de Chicago hasta llegar a ese barrio obrero de Preston Avenue. Figg había contestado que desconocía los detalles y que sería mejor que hablaran sobre ello después.
Abrió la puerta principal. Sonó una campanilla barata y un perro le gruñó, pero no se tomó la molestia de atacarla.
Rochelle Gibson y Oscar se habían marchado. Wally estaba sentado a la mesa, recortando esquelas de periódicos atrasados y cenando una bolsa de patatas chips y un refresco sin azúcar. Se levanto rápidamente, se limpió las manos en los fondillos del pantalón y le brindó su mejor sonrisa.
—Usted debe de ser Helen —dijo.
—Lo soy —contestó ella, casi dando un respingo al ver que él le tendía la mano.
—Yo soy Wally Figg —se presentó mientras la miraba de arriba abajo.
Lo que vio le resultó muy agradable: cabello corto castaño claro, ojos de color avellana tras unas elegantes gafas de marca, metro sesenta y cinco, delgada y bien vestida. Le dio su aprobación mentalmente y se volvió, haciendo un gesto con el brazo hacia la desordenada mesa. Más allá, apoyado contra la pared, había un viejo sofá de cuero, y en él se encontraba David Zinc, nuevamente comatoso y ausente de este mundo. Tenía la pernera derecha del pantalón desgarrada, pero aparte de eso parecía estar bien.
Helen se acercó y lo miró.
—¿Seguro que está vivo? —preguntó.
—Desde luego, y bien vivo. Se enzarzó en una refriega en el choque múltiple y se rompió el pantalón.
—¿Una refriega, dice?
—Pues sí. Un tipo llamado Gholston, una escoria que trabaja al otro lado de la calle, intentó robarnos nuestros clientes tras la colisión, y David aquí presente lo ahuyentó con una barra de hierro. Creo que fue entonces cuando se hizo un desgarrón en el pantalón.
Helen, que ya había soportado bastante aquel día, meneó la cabeza.
—¿Le apetece tomar algo? ¿Café, agua, un whisky? —le ofreció Wally.
—No bebo alcohol, gracias.
Él la miró, miró a David y volvió a mirar a Helen. Deben de formar un matrimonio muy raro, se dijo.
—Ni yo —contestó con evidente orgullo—. Hay café recién hecho. Lo preparé para David, y se tomó dos tazas antes de echarse su pequeña siesta.
—Tomaré café, gracias.
Se sentaron a la mesa con una taza cada uno y hablaron en voz baja.
—Por lo que he podido deducir —explicó Wally—, esta mañana su marido tuvo una crisis nerviosa en el ascensor, cuando iba a trabajar. No pudo más, se derrumbó, salió del edificio y acabó metiéndose en un bar, donde pasó la mayor parte del día bebiendo.
—Eso es lo que yo también creo —repuso Helen—. Pero ¿cómo llegó hasta aquí?
—Eso todavía no lo he averiguado, pero le diré una cosa: David insiste en que no piensa volver a Rogan Rothberg. Nos ha dicho que quiere quedarse y trabajar aquí.
Helen no pudo evitar un estremecimiento al contemplar la amplia, despejada y desordenada estancia. Le costó imaginar un sitio que pareciera menos próspero que ese.
—¿Ese perro es de usted?
—Es CA, el sabueso del bufete. Vive aquí.
—¿Cuántos abogados hay en el bufete?
—Solo dos. Somos un bufete-boutique. Yo soy el socio más joven. Oscar Finley es el mayor.
—¿Y qué clase de trabajo haría David aquí?
—Estamos especializados en casos de lesiones y muerte.
—¿Cómo los tipos esos que se anuncian en televisión?
—Nosotros no salimos en televisión —dijo Wally con aire de suficiencia.
¡Si ella supiera! Trabajaba en sus propios guiones constantemente. Se peleaba con Oscar a propósito de cómo gastar el dinero. Contemplaba con envidia cómo todos los abogados especializados en lesiones llenaban las ondas con anuncios que, en su opinión, estaban muy mal hechos. Y lo más doloroso de todo: se imaginaba los honorarios perdidos a manos de abogados de menos talento cuya única virtud era que se habían atrevido a aparecer en televisión.
David emitió un sonido gorgoteante seguido de un resoplido por la nariz. A pesar de que hacía ruidos, nada parecía indicar que estuviera más cerca de recobrar el conocimiento.
—¿Cree que recordará algo de todo esto mañana por la mañana? —le preguntó Helen, mirando a su marido con cara de preocupación.
—No sabría decirle —repuso Wally.
Su romance con el alcohol se remontaba a tiempo atrás y no era una bonita historia. Había pasado muchas mañanas neblinosas luchando por recordar lo sucedido la noche anterior. Tomó un sorbo de café y añadió:
—Perdone, no es asunto mío, pero ¿hace esto a menudo? Me refiero a David. Nos ha dicho que quiere trabajar aquí y nos gustaría saber si realmente tiene un problema con la bebida.
—La verdad es que prácticamente no bebe. Puede que alguna vez se tome una copa en alguna fiesta, pero trabaja demasiado para poder beber en exceso. Además, yo no pruebo el alcohol, de modo que en casa no tenemos.
—Solo era curiosidad. Yo he tenido mis problemas.
—Lo siento.
—No pasa nada. En estos momentos llevo dos meses en el dique seco.
Aquellas palabras impresionaron a Helen menos de lo que la preocuparon. Wally seguía luchando contra el alcohol, y al parecer la victoria todavía estaba lejos. De repente se sintió cansada de aquella conversación y de aquel lugar.
—Creo que debería llevármelo a casa.
—Sí, supongo, pero también podría quedarse aquí con el perro.
—Eso es lo que se merece, ¿sabe usted? Mañana debería despertarse en ese sofá, todavía vestido, con una reseca de muerte, la boca pastosa y el estómago revuelto, sin saber dónde está. Eso sería un buen escarmiento, ¿no le parece?
—Lo sería, pero preferiría no tener que volver a limpiar lo que ha ensuciado.
—¿Ya ha…?
—Dos veces. Una en el porche y la otra en el aseo.
—Lo siento mucho.
—No pasa nada, pero creo que necesita ir a casa.
—Lo sé. Ayúdeme a levantarlo.
Una vez despierto, David charló amigablemente con su mujer como si nada hubiera ocurrido. Salió caminando del bufete sin ayuda, bajó los peldaños del porche y fue hasta el coche. Lanzó un largo «adiós» y unas sonoras «gracias» a Wally e incluso se ofreció para conducir. Helen declinó el ofrecimiento. Salieron de Preston Avenue y se dirigieron hacia el norte.
Durante cinco minutos nadie dijo nada. Luego Helen habló con la mayor naturalidad de la que era capaz:
—Oye, creo que tengo bastante claro lo que ha pasado, pero me gustaría conocer algunos detalles. ¿Dónde estaba el bar?
—El sitio se llama Abner’s y se encuentra a unas pocas manzanas del despacho.
David estaba hundido en el asiento, con el cuello del abrigo levantado.
—¿Habías estado allí anteriormente?
—No, pero es un sitio estupendo. Te llevaré algún día.
—Claro. ¿Por qué no mañana? ¿Y se puede saber a qué hora entraste en Abner’s?
—Entre las siete y media y las ocho. Salí huyendo del despacho, corrí unas cuantas manzanas y encontré el bar.
—¿Y empezaste a beber?
—Oh, sí.
—¿Recuerdas lo que tomaste?
—A ver… —Hizo una pausa mientras intentaba recordar—. Para desayunar me tomé cuatro de esos Bloody Mary especiales que prepara Abner. Son realmente buenos. Luego pedí una ración de aros de cebolla y varias jarras de cerveza. Cuando apareció la señorita Spence, me tomé dos Pearl Harbor con ella, pero eso es algo que no repetiré.
—¿Quién es la señorita Spence?
—Una clienta. Va todos los días a la misma hora y toma lo mismo sentada en el mismo taburete.
—¿Te cayó bien?
—Me encantó. Muy mona.
—Ya veo. ¿Casada?
—No, viuda. Tiene noventa y cuatro años y un montón de millones.
—¿Alguna otra mujer?
—No. Solo la señorita Spence. Se marchó alrededor de las doce. Después yo me tomé… A ver si me acuerdo… Sí, una hamburguesa con patatas y unas cuantas cervezas más. Luego di una cabezada.
—¿Te desmayaste?
—Llámalo como quieras.
Helen condujo un rato en silencio, con la mirada fija en la carretera.
—¿Y cómo saliste del bar y llegaste a ese bufete de Preston?
—En taxi. Le di cuarenta pavos al taxista.
—¿Y dónde subiste al taxi?
Una pausa.
—De eso no me acuerdo.
—Ahora sí vamos bien. Y la gran pregunta: ¿cómo fuiste a parar a Finley & Figg?
David meneó la cabeza mientras sopesaba la pregunta.
—No tengo la menor idea —confesó al fin.
Había tanto de qué hablar… La bebida (¿podía suponer un problema a pesar de lo que ella le había dicho a Wally?); Rogan Rothberg (¿iba David a regresar, debía ella comunicarle el ultimátum de Roy Barton?); Finley & Figg (¿hablaba en serio David al decir que quería trabajar allí?). Helen tenía muchas cosas en la cabeza, mucho que decir y una larga lista de quejas, pero al mismo tiempo no podía evitar que la situación le hiciera cierta gracia. Nunca había visto a su marido con una curda como aquella, y el hecho de que hubiera salido de un rascacielos del centro para acabar en un chalet del extrarradio no tardaría en convertirse en una anécdota familiar de dimensiones legendarias. Después de todo, David estaba sano y salvo, y eso era lo único que importaba. Además, no creía que hubiera perdido la chaveta. Su crisis nerviosa se podía tratar.
—Tengo una pregunta que hacerte —dijo David con los párpados cada vez más pesados.
—Pues yo tengo un montón —replicó Helen.
—Estoy seguro, pero ahora no quiero hablar. Resérvalas para mañana, cuando esté sobrio, ¿quieres? No es justo que me atices estando borracho.
—De acuerdo. ¿Qué pregunta es esa?
—Por alguna casualidad, ¿están tus padres en casa en estos momentos?
—Sí, desde hace rato. Los tenías muy preocupados.
—Muy amable por su parte. Escucha, no pienso entrar en casa con tus padres allí. No quiero que me vean en este estado, ¿entendido?
—Te quieren, David. Nos has dado un buen susto.
—¿Se puede saber por qué todo el mundo estaba tan asustado? Te envié dos mensajes de texto diciéndote que todo iba bien. Sabías que estaba vivo. ¿A santo de qué tanto pánico?
—Mira, no me hagas hablar.
—Está bien, he tenido un mal día. ¿Qué tiene de especial?
—¿Un mal día, dices?
—Bueno, si lo pienso, la verdad es que ha sido un día estupendo.
—¿Por qué no discutimos mañana, David? ¿No es eso lo que querías?
—Sí, pero no estoy dispuesto a bajar del coche hasta que ellos se hayan marchado. Por favor.
Se encontraban en Stevenson Expressway, y el tráfico era cada vez más denso. Nadie dijo nada mientras seguían avanzando a paso de tortuga. David hacía esfuerzos por mantenerse despierto. Al final, Helen cogió el móvil y llamó a sus padres.