La hora feliz duraba de cinco a siete, y Abner decidió que era mejor que su nuevo amigo se marchara antes de que empezara. Llamó un taxi, empapó una toalla con agua fría, salió de detrás de la barra y se la aplicó en el rostro.
—David, amigo, despierte. Son casi las cinco de la tarde.
David llevaba una hora grogui, y Abner, como todos los barman de verdad, no quería que los clientes que entraban después del trabajo se encontraran con un borracho comatoso durmiendo la mona con la cabeza en la barra, entre ronquidos.
—Vamos, gran hombre —insistió con la toalla—. Es hora de irse a casa. Tiene un taxi esperándolo en la puerta.
David recobró el sentido de repente y miró a Abner con la boca y los ojos muy abiertos.
—¿Qué…? ¿Qué pasa? —farfulló.
—Son casi las cinco. Es hora de que se vaya a casa, David. Hay un taxi en la puerta.
—¡Las cinco! —gritó David, perplejo por la noticia.
En el bar había media docena de parroquianos que lo observaban con simpatía. Al día siguiente cualquiera de ellos podía estar en la misma situación. David se puso en pie y con la ayuda de Abner consiguió enfundarse el abrigo y encontrar su maletín.
—¿Cuánto rato llevo aquí? —preguntó, mirando en derredor con los ojos desorbitados, como si acabara de descubrir el bar.
—Mucho —contestó Abner. Le metió una tarjeta del local en uno de los bolsillos del abrigo y añadió—: Llámeme mañana y arreglaremos la cuenta.
Acto seguido cogió a David del brazo, lo llevó arrastrando los pies hasta la puerta y salió a la calle con él. El taxi esperaba en la acera. Abrió la puerta de atrás y metió a David en el asiento del pasajero.
—Es todo suyo —le dijo al taxista mientras cerraba la portezuela.
David lo observó desaparecer dentro del bar, luego miró al conductor y le preguntó:
—¿Cómo se llama?
El hombre respondió algo ininteligible y David replicó:
—¿Es que no sabe hablar en cristiano?
—¿Adónde, señor? —preguntó el taxista.
—Esa sí que es una buena pregunta. ¿Conoce algún bar decente por los alrededores?
El conductor negó con la cabeza.
—Pues no estoy preparado para ir a casa. Ella estará allí y… ¡la que se puede armar! —El interior del taxi empezó a darle vueltas, y oyó un fuerte bocinazo por atrás cuando el conductor se incorporó al tráfico—. No tan deprisa —dijo con los ojos cerrados. No superaban los veinte por hora—. Vaya hacia el norte.
—Necesito que me dé una dirección, señor —pidió el taxista mientras enfilaba por South Dearborn. Faltaba poco para la hora punta, y la circulación era lenta.
—Creo que voy a vomitar —avisó David, tragando saliva y sin abrirlos ojos.
—En mi taxi no, por favor.
Siguieron avanzando a paso de tortuga a lo largo de un par de manzanas, y David consiguió controlarse.
—Necesito que me diga adonde quiere ir, señor —repitió el taxista.
David abrió el ojo izquierdo y miró por la ventanilla. Al lado del taxi había un autobús de línea detenido en el atasco. Estaba lleno de gente con aire cansado y echaba humo por el tubo de escape. A lo largo del costado tenía un anuncio de un metro por cincuenta centímetros donde se leía: «Finley & Figg, abogados. ¿Conduciendo borracho? Llame a los expertos al 773-718JUSTICE». La dirección figuraba en caracteres más pequeños. David abrió el otro ojo y durante un instante vio el rostro sonriente de Wally Figg. Se concentró en la palabra «borracho» y se preguntó si podrían ayudarlo de alguna manera. ¿Había visto ese anuncio u oído hablar de esos colegas anteriormente? No estaba seguro. Nada estaba claro, nada tenía sentido. De repente, el taxi empezó a darle vueltas otra vez, pero más rápido.
—Al cuatrocientos dieciocho de Preston Avenue —le dijo al taxista justo antes de perder el conocimiento.
Rochelle nunca tenía prisa por marcharse porque no deseaba volver a casa. Por muy tensas que pudieran ponerse las cosas en la oficina, eran siempre mucho más tranquilas que en su abarrotado y caótico piso.
El divorcio de los Flander había empezado con mal pie, pero gracias a la hábil manipulación de Oscar volvía a estar encarrilado. La señora Flander había contratado al bufete y dejado un pago a cuenta de setecientos cincuenta dólares. Al final, el caso se ventilaría como un divorcio por mutuo acuerdo, pero no antes de que Oscar le hubiera esquilmado uno de los grandes. No obstante, seguía echando chispas por el billete de bingo y esperando a que apareciera su socio.
Wally apareció a las cinco y media de la tarde, tras una jornada agotadora dedicada a la búsqueda de víctimas del Krayoxx. No había encontrado ninguna otra a parte de Chester Marino, pero no dejaba que el desánimo hiciera mella en él. Había dado con algo gordo. Los clientes estaban ahí fuera, y los encontraría.
—Oscar está al teléfono —le dijo Rochelle—. Está que echa chispas.
—¿Qué pasa? —preguntó Wally.
—Un billete de bingo con un anuncio de trescientos noventa y nueve dólares. Eso pasa.
—Muy astuto, ¿no le parece? Mi tío suele jugar al bingo en el VFW.
Rochelle le hizo un rápido resumen de lo ocurrido con los Flander.
—¿Lo ve? ¡Ha funcionado! —dijo Wally, muy orgulloso—. Hay que hacerlos venir, señora Gibson. Es lo que digo siempre. Los trescientos noventa y nueve dólares son el cebo. Luego no hay más que tirar del sedal. Oscar lo ha hecho a la perfección.
—¿Y qué me dice de la falsedad en el anuncio?
—La mayoría de nuestros anuncios no dicen la verdad. ¿Ha oído hablar alguna vez del Krayoxx? Se trata de un medicamento contra el colesterol.
—No lo sé. Puede que sí.
—Pues está matando gente, ¿vale?, y va a hacernos ricos.
—Creo haber oído esto anteriormente. Oscar acaba de colgar.
Wally fue al despacho de su socio. Llamó a la puerta y entró sin esperar.
—Me han dicho que mis billetes del bingo te han gustado.
Oscar estaba de pie junto a su mesa, con la corbata aflojada, cansado y necesitado de una copa. Dos horas antes habría estado listo para la pelea, pero en esos momentos solo deseaba marcharse.
—Por favor, Wally, ¿lo dices en serio?
—Somos el primer bufete de Chicago que los utiliza.
—Hemos sido los primeros en muchas cosas y seguimos sin blanca.
—Esos días se han terminado, amigo mío —repuso Wally, metiendo la mano en su maletín—. ¿Has oído hablar de un fármaco contra el colesterol llamado Krayoxx?
—Sí, sí, mi mujer lo toma.
—Bueno, pues resulta que mata a la gente.
Oscar sonrió un momento, pero se contuvo enseguida.
—¿Cómo lo sabes?
Wally depositó la documentación de Lyle Marino en la mesa de su socio.
—Te entrego los deberes hechos. Aquí tienes todo lo que necesitas saber acerca del Krayoxx. Un bufete de Fort Lauderdale, especializado en acciones conjuntas, demandó la semana pasada a Varrick Labs por el Krayoxx. Aseguran que el medicamento aumenta drásticamente el riesgo de infarto y tienen expertos para demostrarlo. Varrick ha puesto en el mercado más basura que todas las demás grandes farmacéuticas juntas y también ha pagado más indemnizaciones que nadie. Miles de millones. Según parece, el Krayoxx es su última barbaridad. Los abogados especialistas en acciones conjuntas apenas han empezado a despertarse. Esto está ocurriendo ahora mismo, Oscar, y si podemos conseguir una docena de casos de Krayoxx nos haremos ricos.
—Todo esto ya te lo he oído antes, Wally.
Cuando el taxi se detuvo, David estaba despierto aunque semiinconsciente. Con gran esfuerzo logró alargar dos billetes de veinte hasta el asiento delantero y, con más esfuerzo aún, consiguió apearse del vehículo. Lo vio alejarse y acto seguido vomitó en la acera.
Enseguida se encontró mejor.
Rochelle estaba ordenando su mesa y escuchando cómo sus jefes discutían cuando oyó unos pesados pasos en el porche. Algo golpeó la puerta principal, y esta se abrió. El joven tenía la mirada perdida, el rostro arrebolado y se tambaleaba, pero iba bien vestido.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó con considerable cautela.
David la miró, pero no la vio. Recorrió la estancia con los ojos, se tambaleó nuevamente y bizqueó, como si intentara enfocar la mirada.
—¿Señor…?
—Me encanta este sitio —le dijo—. Realmente me encanta.
—Es usted muy amable. ¿En qué puedo…?
—Estoy buscando trabajo y aquí es donde quiero trabajar.
CA olió problemas y salió de detrás de la mesa de Rochelle.
—¡Qué mono! —exclamó David con una risita—. ¡Un perro! ¿Cómo se llama?
—CA.
—¿CA? Va a tener que ayudarme. ¿Qué significa?
—Caza-ambulancias.
—Me gusta, de verdad que me gusta. ¿Muerde?
—Será mejor que no lo toque.
Oscar y Wally habían salido discretamente del despacho. Rochelle les lanzó una mirada de apuro.
—Aquí es donde quiero trabajar —insistió David—. Necesito un empleo.
—¿Es usted abogado? —quiso saber Wally.
—¿Usted es Finley o Figg?
—Yo soy Figg y él es Finley. ¿Es usted abogado?
—Eso creo. A las ocho de esta mañana era uno de los seiscientos letrados que trabajan en Rogan Rothberg, pero lo dejé, me derrumbé, tuve una crisis nerviosa y me metí en un bar. Ha sido un día muy largo. —David se apoyó en la pared para mantener el equilibrio.
—¿Qué le hace creer que buscamos un colaborador? —preguntó Oscar.
—¿Colaborador? Bueno, yo pensaba más bien incorporarme directamente como socio —dijo David sin inmutarse, antes de partirse de risa.
Nadie esbozó la menor sonrisa. Nadie sabía cómo reaccionar, pero Wally confesaría posteriormente que pensó en llamar a la policía.
Cuando dejó de reír, David se irguió y repitió:
—Me encanta este lugar.
—¿Se puede saber por qué abandona un bufete tan importante? —preguntó Wally.
—Bueno, por muchas razones. Digamos que odio el trabajo, odio a la gente con la que trabajo y odio a los clientes.
—Aquí encajará como un guante —terció Rochelle.
—Lo lamento, pero no contratamos a nadie —declaró Oscar.
—Vamos, por favor. Me gradué en Harvard. Trabajaré a tiempo parcial, ¿qué les parece? Cincuenta horas semanales, la mitad de lo que he trabajado hasta ahora. ¿Lo entienden? ¡A tiempo parcial! —Se echó a reír nuevamente y nadie más lo siguió.
—Lo siento amigo —dijo Wally con desdén.
No lejos de allí, un conductor dio un bocinazo, un largo y frenético aullido que solo podía acabar mal. Otro conductor pisó violentamente los frenos. Más bocinas. Más frenazos. Durante un largo segundo, el bufete de Finley & Figg contuvo colectivamente el aliento. El choque que siguió fue atronador y más impresionante que la mayoría. Era obvio que varios vehículos se habían aplastado unos contra otros en el cruce de Preston con Beech y la Treinta y ocho. Oscar cogió su sobretodo, Rochelle agarró su suéter y los dos salieron al porche tras Wally, dejando atrás al borracho para que cuidara de sí mismo.
A lo largo de Preston Avenue varios despachos de abogados se vaciaron a medida que sus letrados y ayudantes corrían a inspeccionar el desastre y ofrecer consuelo a los afectados.
La colisión había implicado al menos a cuatro vehículos, todos ellos aplastados y retorcidos. Uno estaba volcado, con los neumáticos girando todavía en el aire. Se oían gritos entre el pánico y las sirenas en la distancia. Wally se acercó corriendo a un Ford muy dañado. La puerta del pasajero delantero estaba arrancada, y una adolescente intentaba salir. Se hallaba aturdida y cubierta de sangre. La cogió por el brazo y la alejó de la escena del choque. Rochelle lo ayudó a sentarla en el banco de una parada de autobús cercana, y Wally regresó en busca de más clientes. Por su parte, Oscar había localizado a un testigo ocular, alguien capaz de señalar al responsable y, por lo tanto, de atraer clientes. Finley & Figg sabía cómo aprovechar una colisión.
La madre de la adolescente viajaba en el asiento de atrás, y Wally también la ayudó. La acompañó hasta el banco donde estaba su hija y la dejó en manos de Rochelle. Vince Gholston, la competencia del otro lado de la calle, apareció justo entonces, y Wally lo vio.
—¡Apártese, Gholston! —gritó—. ¡Ahora son nuestros clientes!
—¡Ni hablar, Figg! ¡Todavía no han firmado!
—¡No se acerque, idiota!
La multitud de curiosos que se había acercado a mirar crecía por momentos. El tráfico se había interrumpido, y muchos conductores habían salido de sus coches para echar un vistazo. Alguien gritó: «¡Huele a gasolina!», lo cual aumentó rápidamente el pánico general. Había un Toyota volcado a pocos metros de distancia, y sus ocupantes intentaban salir desesperadamente. Un individuo corpulento calzado con botas dio una patada a una de las ventanillas, pero no consiguió romperla. La gente gritaba y vociferaba. El aullido de las sirenas sonaba cada vez más cerca. Wally rodeó un Buick cuyo conductor parecía estar inconsciente, mientras Oscar repartía tarjetas del bufete a todo el mundo.
De repente, la voz de un joven tronó en medio del caos.
—¡Apártense de nuestros clientes! —bramó, y todo el mundo se volvió hacia él.
Era un espectáculo sorprendente. David Zinc se hallaba cerca del banco del autobús. Sostenía un gran hierro que había cogido del siniestro y lo agitaba ante el asustado rostro de Vince Gholston, que retrocedía.
—¡Estos son nuestros clientes! —gritaba, muy enfadado.
Parecía enloquecido y no había duda de que estaba dispuesto a utilizar el arma en caso de necesidad.
Oscar se acercó a Wally y le dijo:
—Ese chico tiene potencial después de todo.
Wally lo contemplaba con admiración.
—Contratémoslo.