6

Rochelle estaba leyendo en secreto una novela romántica cuando oyó pasos en el porche. Guardó rápidamente el libro en el cajón y apoyó los dedos en el teclado para tener aspecto de estar muy ocupada cuando la puerta se abriera. Un hombre y una mujer entraron tímidamente, mirando a su alrededor como si estuvieran asustados. Ocurría a menudo. Rochelle había visto entrar y salir a muchos, y los que llegaban lo hacían casi siempre con aire lúgubre y suspicaz. ¿Y por qué no? No estarían allí si no tuvieran problemas, y para muchos de ellos era la primera vez que entraban en un despacho de abogados.

—Buenas tardes —dijo en tono profesional.

—Buscamos abogado —respondió el hombre.

—Un abogado de divorcios —lo corrigió la mujer.

Rochelle se dio cuenta en el acto de que ella llevaba años corrigiéndolo y que seguramente él estaba harto. De todas maneras, ambos rondaban los sesenta años, demasiado mayores para el divorcio. Se las arregló para sonreír y les señaló dos sillas cercanas.

—Por favor, tomen asiento. Necesito que complementen alguna información.

—¿Podemos consultar con un abogado sin cita previa? —preguntó el hombre.

—Eso creo —contestó Rochelle.

La pareja se sentó y luego se las apañaron para mover las sillas y estar lo más separados posible. Rochelle se dijo que aquello podía ponerse feo. Cogió un bolígrafo y sacó un cuestionario.

—Díganme sus nombres y apellidos, por favor.

—Calvin A. Flander —respondió él, adelantándose a su mujer.

—Barbara Marie Scarbro Flander —dijo ella—. Scarbro es mi apellido de soltera y es posible que vuelva a usarlo. Todavía no lo he decidido, pero todo lo demás está resuelto. Incluso hemos firmado un acuerdo de reparto de bienes. Encontramos un borrador en internet. Está todo aquí —concluyó, mostrando un gran sobre cerrado.

—Solo te ha preguntado el nombre —apostilló él.

—La he oído.

—¿Puede recuperar su apellido de soltera? —preguntó el señor Flander, dirigiéndose a Rochelle—. Me refiero a que hace cuarenta y dos años que no lo utiliza, y yo no dejo de decirle que nadie sabrá quién es si vuelve a usar Scarbro.

—Scarbro es mucho mejor que Flander —replicó Barbara—. Flander suena a no sé qué lugar de Europa, ¿no le parece?

Los dos la miraban fijamente.

—¿Algún hijo menor de dieciocho años? —respondió tranquilamente Rochelle.

Los dos negaron con la cabeza.

—Solo dos hijos mayores y seis nietos —precisó la señora Flander.

—No te ha preguntado sobre los nietos —dijo el señor Flander.

—Pues se lo he dicho, ¿y qué?

Rochelle se las arregló para que siguieran con las fechas de nacimiento, la dirección, los números de la seguridad social y los historiales de empleo sin mayores conflictos.

—¿Y dicen que llevan casados cuarenta y dos años?

Los dos asintieron con aire desafiante.

Se sintió tentada de preguntar por qué querían divorciarse, qué había salido mal y si la cosa tenía arreglo, pero sabía que eso no la llevaría a ninguna parte. Ya se ocuparían los jefes.

—Ha mencionado un documento de reparto de bienes. Supongo que lo que tienen pensado es un divorcio de mutuo acuerdo basado en diferencias irreconciliables, ¿no?

—Así es —dijo el señor Flander—. Y cuanto antes, mejor.

—Está todo aquí —repitió la señora Flander, con el sobre en la mano.

—¿Casas, coches, cuentas bancadas, planes de pensiones, tarjetas de crédito, deudas, incluso muebles y electrodomésticos? —preguntó Rochelle.

—Todo —dijo él.

—Está todo aquí —insistió la señora Flander.

—¿Y los dos están satisfechos con el acuerdo?

—Oh, sí —respondió el señor Flander—. Hemos hecho todo el trabajo. Lo único que necesitamos es que un abogado presente los papeles y nos acompañe al juzgado. No tendrá que ocuparse de nada más.

—En efecto, es la mejor manera de proceder —repuso Rochelle como si fuera la voz de la experiencia—. Me encargaré de que uno de nuestros abogados los atienda y se ocupe de los detalles. Nuestro bufete cobra setecientos cincuenta dólares por la tramitación de cualquier divorcio por mutuo acuerdo y pedimos un depósito inicial de la mitad. El resto se paga el día que van al juzgado.

El señor y la señora Flander reaccionaron de forma distinta: ella abrió la boca desmesuradamente, como si Rochelle le hubiera pedido diez mil dólares en efectivo; él entrecerró los ojos y la miró con desconfianza, como si hubiera esperado oír precisamente eso, el timo de un puñado de abogados. Pero ninguno de los dos dijo nada hasta que Rochelle preguntó:

—¿Pasa algo?

—¿Se puede saber qué es esto? —gruñó el señor Flander—. ¿El viejo timo de la estampita? ¡Este bufete anuncia que tramita divorcios de común acuerdo por trescientos noventa y nueve dólares y cuando entramos usted nos dobla ese precio!

La primera reacción de Rochelle fue preguntarse qué demonios había hecho Wally esta vez. Ponía tantos anuncios en tantos sitios distintos que resultaba imposible estar al corriente de todos.

El señor Flander se puso en pie bruscamente, sacó algo del bolsillo y lo tiró de cualquier manera en la mesa de Rochelle.

—Eche un vistazo a eso —dijo.

Era un cartón de bingo de la VFW, la asociación de veteranos de guerra, situado en el número 178 de McKinley Park. En la parte inferior se leía en una brillante franja amarilla: «Finley & Figg Abogados. Divorcios de mutuo acuerdo por solo 399 dólares. Llame al 773-718JUSTICE».

A Rochelle la habían sorprendido tantas veces que a esas alturas tendría que haber sido inmune, pero ¿un billete de bingo? Había visto como clientes potenciales rebuscaban en el fondo de sus bolsillos, bolsos y riñoneras para sacar boletines eclesiásticos, programas de fútbol, folletos del Rotary Club, cupones y otras muestras de la propaganda con la que el abogado Figg llenaba el Gran Chicago en su infatigable intento de animar el negocio. ¡Había vuelto a hacerlo! Sí, debía reconocer que estaba sorprendida.

Los honorarios del bufete constituían un asunto escurridizo, y los costos de representación legal cambiaban sobre la marcha, dependiendo de los clientes y su situación. Ambos socios podían dar un presupuesto de mil dólares por un divorcio de mutuo acuerdo a una pareja que apareciera elegantemente vestida y al volante de un coche último modelo, mientras que una hora más tarde otra pareja compuesta por un simple operario y su esposa podía negociar un precio por la mitad de esa cantidad con el otro socio. Parte de la rutina de Rochelle consistía en limar asperezas relacionadas con las diferencias en los honorarios.

¿Un billete de bingo? ¿«Divorcios de mutuo acuerdo por solo trescientos noventa y nueve dólares»? A Oscar le iba a dar un ataque.

—De acuerdo —dijo sin alterarse, como si anunciarse en billetes de bingo fuera una larga tradición del bufete—. Necesitaría ver su acuerdo de reparto de bienes.

La señora Flander se lo entregó. Rochelle le echó una rápida ojeada y se lo devolvió.

—Muchas gracias. Voy a comprobar si el señor Finley está disponible. Hagan el favor de esperar. —Se levantó y cogió el cartón.

La puerta del despacho de Oscar estaba cerrada, como siempre. El bufete seguía una estricta política de puertas cerradas que mantenía a los socios alejados el uno del otro, y también del tráfico de la calle y de la gentuza que aparecía por el bufete. Desde su posición cerca de la entrada, Rochelle podía ver todas las puertas: la de Oscar, la de Wally, la de la cocina, la del aseo de la planta baja, la del cuarto de la fotocopiadora y la del trastero que se utilizaba como almacén. También sabía que sus jefes solían escuchar atentamente a través de la puerta cuando interrogaba a un posible cliente. El despacho de Wally disponía de un acceso lateral que este utilizaba a menudo para escapar de los clientes problemáticos; pero el de Oscar, no. Así pues, Rochelle sabía que se hallaba dentro y, puesto que Wally estaba haciendo la ronda de las funerarias, no tenía otra opción.

Entró, cerró la puerta tras ella y dejó el billete de bingo ante él.

—No se lo va a creer —dijo.

—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó Oscar mientras examinaba el papel—. ¡Cómo! ¿Trescientos noventa y nueve dólares?

—Pues sí.

—Creía que habíamos acordado que quinientos era la tarifa mínima para los de mutuo acuerdo.

—No es verdad. Primero acordamos setecientos cincuenta, después seiscientos, luego mil y más tarde quinientos. Estoy segura de que la semana que viene acordaremos otra cantidad.

—No tramitaré un divorcio por cuatrocientos pavos. Hace treinta y dos años que ejerzo y no pienso prostituirme por una cantidad tan miserable. ¿Me ha entendido, señora Gibson?

—Ya he oído eso antes.

—Que se encargue Figg. Al fin y al cabo es su tarjeta. Yo estoy demasiado ocupado.

—De acuerdo, pero Figg no está y ahora mismo usted no tiene nada que hacer.

—¿Dónde está Figg?

—Visitando a los muertos. Ha salido a hacer la ronda de las funerarias.

—¿Qué está planeando ahora?

—Todavía no lo sé.

—Esta mañana la cosa iba de pistolas Taser.

Oscar dejó el billete en la mesa y lo miró fijamente. Luego meneó la cabeza con incredulidad y murmuró:

—¿A qué clase de mente atormentada se le puede ocurrir anunciarse en un billete de bingo de la VFW?

—A la de Figg.

—Voy a tener que estrangularlo.

—Y yo lo sujetaré mientras lo hace.

—Deje esta basura en la mesa de Figg y dé hora a ese matrimonio para que vuelva más tarde. Resulta insultante que alguien pueda entrar y consultar sin más con un abogado, incluso con uno como Figg. Yo también tengo mi pequeña dignidad, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, tiene su dignidad, pero esa gente tiene unos cuantos bienes y casi ninguna deuda. Han cumplido los sesenta y sus hijos han volado del nido. Le aconsejo que despache al marido, se quede con la mujer y ponga en marcha el contador.

A las tres de la tarde Abner’s volvía a estar tranquilo. Eddie había desaparecido con la avalancha de clientes de la hora del almuerzo, y David Zinc estaba solo en la barra. Cuatro individuos de mediana edad se emborrachaban en un reservado mientras hacían grandes planes para ir de excursión a pescar macabíes en México.

Abner lavaba vasos en el pequeño fregadero que había junto a los tiradores de cerveza y hablaba de la señorita Spence.

—Su último marido fue Angus Spence. ¿Le suena?

David meneó la cabeza. En esos momentos no le sonaba nada de nada. Las luces estaban encendidas, pero no había nadie en casa.

—Angus era un multimillonario desconocido. Era propietario de varios yacimientos de potasa en Canadá y Australia. Murió hace diez años y ella se llevó todo el lote. Aparecería en la lista de Forbes si no fuera porque no saben cómo localizar todos los bienes. El viejo era muy listo. Ella vive en un ático frente al lago y viene por aquí todos los días a las once, se toma tres Pearl Harbor antes de comer y se marcha a las doce y cuarto, cuando esto empieza a llenarse. Supongo que después se va a casa a dormirla.

—Yo la encuentro mona.

—Tiene noventa y cuatro años.

—No pagó la cuenta.

—Y yo no se la presenté. Todos los meses me envía mil pavos y a cambio solo quiere ese taburete, tres copas y un poco de intimidad. En todo este tiempo nunca la había visto hablar con nadie. Debería considerarse afortunado.

—Desea mi cuerpo.

—Bueno, pues ya sabe dónde encontrarla.

David tomó un pequeño sorbo de su Guinness Stout. Rogan Rothberg no era más que un lejano recuerdo. De Helen no estaba tan seguro, pero le daba igual. Había decidido emborracharse como una cuba y disfrutar del momento. El día siguiente sería brutal, pero ya se ocuparía de eso a su debido tiempo. Nada, absolutamente nada debía interferir en su delicioso descenso al olvido.

Abner le puso delante una taza de café y le dijo:

—Recién hecho.

David hizo caso omiso del brebaje.

—Así que usted trabaja por un anticipo a cuenta, igual que los bufetes de abogados. ¿Qué me ofrece por mil pavos al mes?

—Al ritmo que va le hará falta bastante más. ¿Ha llamado a su mujer, David?

—Mire, Abner, usted es barman, no consejero matrimonial. Este es mi gran día, un día que cambiará mi vida para siempre. Estoy en pleno derrumbe, en plena crisis nerviosa o lo que sea. Mi vida nunca volverá a ser igual, de modo que déjeme disfrutar de este momento.

—Le pediré un taxi cuando quiera.

—No pienso ir a ninguna parte.

Para una primera entrevista con un cliente, Oscar siempre se ponía la chaqueta negra y se arreglaba la corbata. Era importante dar una buena impresión, y un abogado trajeado de negro denotaba poder, conocimientos y autoridad. Oscar también creía firmemente que esa imagen transmitía el mensaje de que no trabajaba por una miseria, aunque a menudo así fuera.

Examinó el documento de reparto de bienes con el cejo fruncido, como si lo hubieran redactado un par de idiotas. Los Flander estaban al otro lado de su escritorio y de vez en cuando contemplaban la Pared del Ego, un popurrí de fotos enmarcadas en las que aparecía el señor Finley sonriendo y estrechando la mano de famosos que nadie conocía, y una colección de títulos y diplomas que eran prueba del justo reconocimiento que había recibido a lo largo de los años. Las demás paredes estaban llenas de estanterías abarrotadas de gruesos textos legales, más prueba si cabe de que el señor Finley sabía lo que se hacía.

—¿Qué valor tiene la casa? —preguntó sin levantar los ojos del documento.

—Unos doscientos cincuenta —contestó el señor Flander.

—Yo creo que más —lo corrigió la señora Flander.

—No es un buen momento para vender una casa —comentó sabiamente Oscar a pesar de que no había propietario que no supiera que el mercado iba a la baja.

El silencio se prolongó mientras el experto examinaba el trabajo que habían hecho sus clientes. Oscar dejó los papeles en la mesa y miró a los expectantes ojos de la señora Flander por encima de sus gafas de leer compradas en el supermercado.

—Usted se lleva la lavadora y la secadora, junto con el microondas, la cinta de correr y el televisor de plasma, ¿no?

—Pues sí.

—La verdad es que se lleva casi el ochenta por ciento de los muebles de la casa, ¿me equivoco?

—Creo que no. ¿Qué tiene de malo?

—Nada, salvo que él se lleva la mayor parte del dinero.

—Yo creo que es justo —protestó el señor Flander.

—Estoy seguro de ello.

—¿Y a usted le parece justo? —preguntó la señora Flander.

Oscar se encogió de hombros, como si no fuera asunto suyo.

—Yo diría que es bastante habitual. Sin embargo, el dinero es más importante que un montón de muebles usados. Lo más probable es que usted se traslade a un piso, a una vivienda mucho más pequeña y que no tenga sitio para meter todos sus trastos viejos, mientras que él tendrá el dinero metido en el banco.

La mujer fulminó con la mirada a su futuro ex marido mientras Oscar proseguía.

—Además, el coche que se lleva es tres años más antiguo que el de su esposo, así que según este documento lo que le corresponde es un coche viejo y unos muebles viejos.

—¡Fue idea de él! —protestó la mujer.

—No es cierto. Lo acordamos entre los dos.

—Tú querías tu plan de pensiones y el coche nuevo.

—Eso es porque siempre ha sido mi coche.

—¡Eso es porque siempre te has quedado con el mejor coche!

—No es verdad, Barbara. No empieces a exagerar como siempre, ¿vale?

—Y tú, Cal, ¡no empieces a mentir delante del abogado! —replicó ella, alzando la voz—. Convinimos que vendríamos aquí, seríamos sinceros y no nos pelearíamos delante del abogado. ¿Sí o no?

—Sí, pero ¿cómo puedes estar sentada ahí tan tranquila, diciendo que siempre me he quedado con el mejor coche? ¿Ya no te acuerdas del Toyota Camry?

—Por Dios, Cal, eso fue hace veinte años.

—Pero sigue contando.

—Sí, muy bien, me acuerdo del Toyota ¡y también me acuerdo del día en que lo estrellaste!

Rochelle oyó las voces y sonrió para sus adentros mientras pasaba otra página de su novela. De repente, CA, que dormitaba junto a ella, se puso en pie y empezó a gruñir. Rochelle lo miró, se levantó y se acercó a la ventana. Ajustó la persiana para tener una buena visión de la calle y entonces lo oyó, el lejano aullido de una sirena. A medida que el sonido se fue haciendo más fuerte, los gruñidos de CA aumentaron de intensidad.

Oscar también estaba junto a la ventana, mirando hacia el cruce y confiando en poder ver la ambulancia. Era una costumbre difícil de romper, aunque tampoco lo pretendía. Ni él, ni Wally, ni Rochelle, ni los miles de abogados que había en la ciudad podían evitar el chute de adrenalina que experimentaban cada vez que oían una sirena acercándose. Y la visión de una pasando a toda velocidad por la calle siempre lo hacía sonreír.

Los que no sonreían eran los Flander. Permanecían callados y lo observaban con atención mientras se odiaban mutuamente. Cuando el aullido de la sirena se desvaneció, Oscar regresó a su mesa.

—Miren —les dijo—, si van a pelearse no podré representarlos a los dos a la vez.

Ambos sintieron la tentación de levantarse y marcharse. Una vez en la calle podrían ir cada uno por su camino y buscarse un abogado de renombre, pero durante unos segundos no supieron qué hacer. Entonces, el señor Flander parpadeó como si saliera de un trance, se puso en pie de un salto y fue hacia la puerta.

—No se preocupe, Finley, me buscaré un abogado como es debido.

Abrió la puerta, salió dando un portazo y pasó a grandes zancadas ante Rochelle y CA, que volvían a sus sitios respectivos. Abrió bruscamente la puerta principal y salió alegremente de Finley & Figg para siempre, dando otro portazo.