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Helen Zinc llegó a la Trust Tower pocos minutos antes del mediodía. Mientras conducía camino del centro había intentado llamar por teléfono a su marido y enviarle un mensaje de texto por enésima vez, pero sin éxito. A las nueve y treinta y tres minutos, David le había enviado un mensaje diciéndole que no se preocupara; y a las diez y cuarenta y dos le mandó el último en el que había escrito: «No qerda. Toy bien. No t procupes».

Aparcó en un garaje, cruzó la calle corriendo y entró en el vestíbulo del edificio. Minutos después salió del ascensor en la planta noventa y tres. Una recepcionista la acompañó hasta una pequeña sala de reuniones y la dejó esperando sola. A pesar de que era la hora de comer, en Rogan Rothberg se miraba con malos ojos a cualquiera que se atreviera a salir para ir a almorzar. La buena comida y el aire fresco eran considerados elementos tabú. De cuando en cuando, alguno de los socios principales llevaba a un cliente a un ostentoso maratón, un carísimo almuerzo que este acababa pagando mediante el consabido truco del bufete de hinchar las facturas. Sin embargo, según la norma establecida —aunque no escrita—, los asociados y los colaboradores más jóvenes se contentaban con sacar un sándwich de la máquina. En un día normal, David desayunaba y comía en la oficina, y no era infrecuente que también cenara. En una ocasión incluso llegó a presumir ante Helen de que había facturado una hora a tres clientes distintos mientras devoraba un sándwich de atún con patatas chips, acompañado por un refresco bajo en calorías. Ella confió en que estuviera bromeando.

Aunque no estaba segura de la cifra exacta, David había engordado al menos doce kilos desde su boda. En aquella época corría maratones, y el sobrepeso todavía no era un problema. No obstante, una dieta de comida basura y una falta casi total de ejercicio eran motivos de preocupación para ambos. En Rogan Rothberg la hora comprendida entre las doce y la una del mediodía no se diferenciaba en nada de cualquier otra hora del día o la noche.

Era la segunda visita que Helen hacía a las oficinas en cinco años. Las esposas no estaban vetadas, pero tampoco eran bienvenidas. No había razón para que estuviera allí y, teniendo en cuenta la avalancha de historias de terror que David llevaba a casa, tampoco sentía especiales deseos de ver el lugar ni pasar el rato con esa gente. Tanto ella como David hacían el esfuerzo de asistir dos veces al año a las deprimentes reuniones de empresa que organizaba el bufete, pensadas para alentar la camaradería entre los castigados abogados y sus desatendidas esposas. Aquellos encuentros acababan invariablemente convertidos en borracheras donde sus protagonistas se comportaban de un modo tan sonrojante que resultaba imposible de olvidar. Bastaba con reunir un puñado de abogados exhaustos y llenarlos de alcohol para que las cosas se pusieran feas.

El año anterior, durante una fiesta a bordo de un yate anclado en pleno lago Michigan, Roy Barton había intentado meterle mano. De no haber estado tan borracho es posible que lo hubiera conseguido, y eso habría ocasionado un grave conflicto. Durante una semana, ella y David discutieron acerca de lo que debían hacer. Él deseaba encararse con Barton y quejarse ante el comité deontológico del bufete, pero Helen se lo desaconsejó, pues eso no haría más que perjudicar su carrera. No había habido testigos y seguramente Barton ni siquiera recordaba lo que había hecho. Con el paso del tiempo dejaron de hablar del incidente. Había oído tantas historias de Roy Barton en los cinco años que David llevaba en el bufete, que este se negaba a mencionar el nombre de su jefe en casa.

Y de repente allí estaba. Roy entró en la sala de reuniones mascullando entre dientes y le espetó:

—¿Se puede saber que está pasando aquí, Helen?

—Tiene gracia, porque iba a preguntarle lo mismo —replicó ella.

El estilo del señor Barton, como le gustaba que lo llamaran, consistía en atropellar verbalmente a sus interlocutores para intimidarlos. Helen no estaba dispuesta a tolerárselo.

—¿Dónde está? —exigió saber Barton.

—Dígamelo usted, Roy —repuso ella.

Lana, la secretaria de David, apareció en compañía de Al y Lurch, como si respondieran a una citación simultánea. Roy los presentó rápidamente y cerró la puerta. Helen había hablado en más de una ocasión con Lana, pero no la conocía personalmente.

Barton miró a Al y a Lurch.

—A ver, ustedes dos, expliquen exactamente lo sucedido.

Entre ambos hicieron un relato del último viaje en ascensor de David Zinc, y sin adornarlo lo más mínimo pintaron el retrato de una persona que no había podido más y se había derrumbado. Sudaba, jadeaba, estaba pálido, se había lanzado de cabeza al interior del ascensor y aterrizado en el suelo antes de que las puertas se cerraran. También lo habían oído reír una vez dentro.

—Cuando ha salido de casa esta mañana estaba bien —aseguró Helen, como si quisiera subrayar que la crisis de su marido era responsabilidad del bufete y no de ella.

—Usted —espetó Barton a Lana—, usted ha hablado con él, ¿no?

Lana tenía sus notas. Había hablado un par de veces con David, pero después este había dejado de contestar el teléfono.

—En nuestra segunda conversación —explicó—, tuve claramente la impresión de que estaba bebido. Sonaba como si tuviera la lengua pastosa y arrastraba las palabras.

Barton fulminó con la mirada a Helen, como si ella tuviera la culpa.

—¿Adónde puede haber ido?

—Pues a donde siempre, Roy —replicó Helen—, al sitio al que va cada vez que tiene una crisis nerviosa a las siete y media de la mañana y desea emborracharse.

Se hizo un tenso silencio. Estaba claro que Helen Zinc no tenía el menor reparo en plantarle cara a Barton, pero también que los demás no estaban en disposición de hacerlo.

—¿Bebe demasiado últimamente? —preguntó Barton, bajando el tono.

—Mi marido no tiene tiempo para beber, Roy. Llega a casa a las diez o las once, se toma un vaso de vino y se queda dormido en el sofá.

—¿Está viendo a un loquero?

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Por trabajar cien horas a la semana? Yo creía que esa era la norma aquí. La verdad es que me parece que son ustedes los que necesitan un loquero.

Otro silencio. Barton estaba recibiendo su propia medicina y eso no era nada frecuente. Al y Lurch se miraban las uñas y procuraban no reír. Lana parecía una liebre petrificada por los faros de un automóvil, como si Barton fuera a despedirla en cualquier momento.

—O sea, que no puede decirnos nada que nos dé una pista —dijo Barton al fin.

—No, y está claro que usted tampoco puede ayudarme, ¿no, Roy?

Barton tenía suficiente. Entrecerró los ojos, apretó los dientes y se puso colorado.

—¡Bueno, pues ya aparecerá! —vociferó dirigiéndose a Helen—. Aparecerá tarde o temprano. Cogerá un taxi y volverá a casa. Se arrastrará de vuelta hasta usted y después hasta nosotros. Voy a darle una última oportunidad, ¿me entiende? Lo quiero mañana en mi despacho a las ocho de la mañana, sobrio y arrepentido. ¿Está claro?

Los ojos de Helen se humedecieron de repente. Se llevó las manos a las mejillas y dijo con voz entrecortada:

—Yo solo quiero encontrarlo, saber que está bien. ¿No puede ayudarme?

—Pues empiece a buscarlo —contestó Roy—. En el centro de Chicago debe de haber más de mil bares. Tarde o temprano dará con él.

Dicho lo cual, Roy Barton hizo una espectacular salida y se marchó dando un portazo. Tan pronto como hubo desaparecido, Al se acercó a Helen y le puso la mano en el hombro.

—Mire, Roy es un capullo —le dijo suavemente—, pero tiene razón en una cosa: David se está emborrachando en alguna parte. Cuando se dé cuenta cogerá un taxi y volverá a casa.

Lurch también se acercó.

—No es la primera vez que pasa algo así, Helen. En realidad es bastante frecuente. Mañana David se encontrará bien.

—Y el bufete tiene en nómina a un terapeuta, un verdadero profesional que se ocupa de las bajas —añadió Al.

—¿Una baja? —preguntó Helen—. ¿Eso es mi marido ahora?

Lurch se encogió de hombros.

—Sí, pero se recuperará —contestó.

Al miró a Helen y suspiró.

—En estos momentos, David está en un bar. No sabe usted cómo me gustaría estar con él.

Los clientes de la hora del almuerzo habían empezado a llenar Abner’s. Los reservados y las mesas estaban casi todos ocupados, y el bar se encontraba abarrotado de oficinistas que devoraban sus hamburguesas entre trago y trago de cerveza. David se había cambiado al taburete de su derecha, de modo que en ese momento se sentaba junto a la señorita Spence. Esta iba por su tercer y último Pearl Harbor; y David, por el segundo. Cuando ella le ofreció tomar el primero, él lo rechazó y alegó que no le gustaban los cócteles raros, pero ella insistió, así que Abner le preparó uno y se lo dejó delante. A pesar de que parecía tan inofensivo como el jarabe para la tos, era una combinación letal hecha con vodka, licor de melón y zumo de piña.

No tardaron en encontrar un terreno de juego común en Wrigley Field. El padre de la señorita Spence la había llevado de niña y, a partir de entonces, ella se convirtió en una fiel seguidora de sus queridos Cubs para toda la vida. Durante sesenta y dos años había tenido un abono de temporada —todo un récord, según ella— y había visto jugar a los grandes: Rogers Hornsby, Ernie Banks, Ron Santo, Billy Williams, Fergie Jenkins y Ryne Sandberg. También había sufrido lo suyo junto a los demás seguidores de los Cubs. Sus ojos bailaron de alegría cuando le contó la conocida historia de la maldición de Billy Goat, y se llenaron de lágrimas al recordar, con todo detalle, la gran caída de 1969. Tuvo que dar un buen sorbo a su bebida tras contarle lo del infame June Swoon de 1977. Incluso le confesó que su difunto marido había intentado comprar el equipo, pero que alguien se le adelantó.

Si tras dos Pearl Harbor ya estaba bastante tocada, el tercero la remató. No demostró ningún interés por la situación de David y prefirió ser ella quien llevara la voz cantante. Este, cuyo cerebro ya funcionaba al ralentí, se contentó con permanecer sentado y escuchar. Abner se acercó un par de veces para asegurarse de que ella estaba contenta.

Exactamente a las doce y cuarto, justo cuando la hora del almuerzo en Abner’s llegaba a su apogeo, el chófer asiático llegó para recogerla. Ella apuró su copa, se despidió de Abner, no hizo el menor ademán de pagar, dio gracias a David por su compañía y salió del bar del brazo de su chófer, apoyándose en su bastón. Caminaba despacio pero erguida y con orgullo. Volvería.

—¿Quién era esa mujer? —le preguntó David a Abner cuando este se acercó.

—Se lo explicaré después. ¿Quiere comer algo?

—Claro. Esas hamburguesas tienen muy buen aspecto. Una con patatas fritas y doble de queso.

—Eso está hecho.

El taxista se llamaba Bowie y era parlanchín. Cuando salieron de la tercera funeraria la curiosidad fue más fuerte que él.

—Oiga, amigo, perdone pero tengo que preguntárselo —dijo hablando por encima del hombro—. ¿Qué es esta historia de las funerarias?

Wally había cubierto el asiento trasero con esquelas, mapas de la ciudad y libretas de notas.

—Ahora vamos a Wood & Ferguson, en la calle Ciento tres, cerca de Beverly Park —contestó, haciendo caso omiso por el momento de la pregunta de Bowie.

Llevaban dos horas juntos, y el taxímetro se acercaba a los ciento ochenta dólares, una bonita cantidad en concepto de dietas de transporte, pero simple calderilla en el contexto de una demanda contra el Krayoxx. Según algunos de los artículos que Lyle Marino le había dado, los abogados calculaban que la indemnización por un caso de fallecimiento en el que el responsable fuera ese medicamento podía valer entre dos y cuatro millones de dólares. El bufete que llevara el caso se embolsaría el cuarenta por ciento de esa cantidad, y Finley & Figg tendría que compartir sus honorarios con Zell & Potter o cualquier otro bufete especializado en acciones conjuntas que encabezara la demanda. Incluso habiendo de repartir el botín, aquel medicamento podía ser un verdadero filón. Lo más urgente era encontrar casos. Mientras daba vueltas por Chicago, Wally estaba seguro de ser el único abogado del millón de ellos que había en la ciudad que en esos momentos era lo bastante astuto para estar peinando las calles en busca de víctimas del Krayoxx.

Según otro artículo, los peligros del medicamento eran un descubrimiento reciente. Otro citaba a un abogado que aseguraba que el público en general todavía no estaba al corriente del «fracaso del Krayoxx». Pero Wally sí lo estaba y le importaba muy poco cuánto pudiera costarle el taxi.

—Le preguntaba sobre lo de esas funerarias —insistió Bowie, que no se daba por vencido.

—Es la una —anunció Wally—. ¿Ha comido?

—Hace dos horas que estoy con usted. ¿Me ha visto comer?

—Pues yo tengo hambre. Hay un Taco Bell, allí, a la derecha. Entre y pediremos algo desde el coche.

—Usted paga, ¿vale?

—Vale.

—Me encanta Taco Bell.

Bowie pidió unos tacos para él y un burrito para su pasajero. Mientras esperaban en la cola, el taxista dijo:

—¿Sabe?, sigo preguntándome qué hace un tipo como usted yendo a todas esas funerarias. No es asunto mío, pero llevo dieciocho años dedicado a esto y nunca he cogido a nadie que se paseara por las funerarias de toda la ciudad. Nunca he tenido un cliente que tuviera tantos amigos, no sé si me entiende.

—En una cosa tiene razón —contestó Wally, levantando la vista de la documentación de Lyle Marino—. No es asunto suyo.

—Vaya, ahora sí que me ha pillado. Lo había confundido por una buena persona.

—Soy abogado.

—Pues vamos de mal en peor. No me haga caso, estoy bromeando. Mi tío también es abogado. Gilipollas.

Wally le entregó un billete de veinte. Bowie cogió la bolsa con la comida y la repartió. Cuando volvió a salir a la calle, se metió un taco en la boca y dejó de hablar.