El centro de distribución era uno más de la hilera de modernas naves que parecían extenderse interminablemente hacia el oeste, entre Des Plaines y las afueras de Chicago. David lo localizó sin problemas gracias al GPS y a las diez de la mañana del lunes escoltó a Soe y Lwin Khaing a través de la entrada principal de un edificio de oficinas de ladrillo adosado a un gran almacén. Una vez dentro fueron inmediatamente acompañados hasta una sala de reuniones donde les esperaban zumos, café y pastas. Los tres lo rechazaron con amabilidad. David tenía un nudo en el estómago y los nervios de punta. Los Khaing parecían realmente abrumados.
Tres individuos bien vestidos entraron en la sala: Dylan Kott, el asesor jurídico; Carl LaPorte, el presidente; y Wyatt Vitelli, el director financiero. Tras finalizar con las presentaciones, Carl LaPorte pidió a los presentes que tomaran asiento e hizo lo posible para relajar la tensión. Más ofrecimientos de zumos, café y pastas. Más «no gracias». Cuando se hizo evidente que los Khaing estaban demasiado intimidados para entablar conversación, LaPorte se puso serio y les dijo:
—Bien, lo primero es lo primero. Sé que tienen un hijo muy enfermo y que no parece que vaya a mejorar. Yo tengo un nieto de cuatro años y es mi único nieto, así que no quiero ni imaginar lo que estarán pasando. En nombre de mi empresa, Sonesta Games, asumo toda la responsabilidad de lo que le ha ocurrido a su hijo. Nosotros no fabricamos ese juguete, los Nasty Teeth, pero somos los propietarios de la pequeña empresa que los importó de China. Dado que la empresa es nuestra, nuestra es la responsabilidad. ¿Desean preguntar algo?
Lwin y Soe negaron despacio con la cabeza.
David contemplaba la situación con asombro. En un juicio, aquellos comentarios de LaPorte habrían sido inimaginables. Una disculpa por parte de la empresa habría constituido un reconocimiento implícito de culpa y habría tenido un gran peso ante el jurado. El hecho de que estuviera aceptando la responsabilidad y lo hiciera sin vacilar era muy importante porque significaba dos cosas: una, la empresa se mostraba sincera; y dos, el caso no llegaría a juicio. La presencia del presidente, del director financiero y del jefe de la asesoría jurídica significaba sin ningún tipo de dudas que tenían listo el cheque.
LaPorte prosiguió:
—Nada de lo que yo pueda decir les devolverá a su hijo. Lo único que puedo añadir es que lo siento y que les prometo que nuestra empresa hará todo lo que pueda para ayudarlos.
—Gracias —respondió Soe mientras su mujer se enjugaba las lágrimas.
Tras una larga pausa durante la cual LaPorte observó sus rostros con gran conmiseración, dijo:
—Señor Zinc, le propongo que los padres de Thuya esperen en otra sala mientras usted y yo hablamos del asunto.
—Me parece correcto —repuso David.
Una secretaria apareció como por ensalmo y acompañó a los Khaing.
—Propongo que nos quitemos las chaquetas y nos relajemos. Puede que esto nos lleve un buen rato —propuso LaPorte cuando la puerta se hubo cerrado—. ¿Tiene algún inconveniente en que nos tuteemos, señor Zinc?
—En absoluto.
—Bien, somos una empresa californiana y tendemos a proceder de un modo un tanto informal.
Una vez se hubieron quitado las chaquetas y aflojado las corbatas, Carl prosiguió:
—¿Cómo te gustaría que procediéramos, David?
—No sé, la reunión la habéis convocado vosotros.
—Así es, de modo que quizá nos vengan bien unos pocos antecedentes. Primero, como sin duda sabrás, somos la tercera empresa juguetera de Estados Unidos y nuestras ventas superan los tres mil millones de dólares.
—Por detrás de Mattel y Hasbro —añadió David—. He leído vuestros informes anuales y un montón de documentos más. Conozco vuestros productos, vuestra situación financiera, el personal clave, vuestras divisiones y la estrategia de la matriz a largo plazo. Sé quién os asegura, aunque los límites de vuestras coberturas son confidenciales, desde luego. Estoy encantado de estar aquí y de charlar tanto como queráis. No tengo nada más planeado para hoy, y mis clientes se han tomado el día libre, pero propongo que vayamos al grano.
Carl sonrió y miró a sus compañeros.
—Claro, todos estamos muy ocupados. Veo que has hecho los deberes, David, así que dinos qué has pensado.
David les entregó la prueba número uno y empezó:
—Esto es un resumen de los veredictos de los casos de niños que han sufrido daños cerebrales en los últimos diez años. El primero es el de un jurado de Nueva Jersey que el año pasado dictaminó doce millones en el caso de un niño de seis años que ingirió plomo al mordisquear un soldadito de plástico; el caso está pendiente de apelación. Mirad el número cuatro: un veredicto de nueve millones en Minnesota que fue confirmado el año pasado tras la apelación. Mi padre está en el Tribunal Supremo de Minnesota y es francamente conservador cuando se trata de confirmar veredictos que suponen una suma cuantiosa. En este caso votó afirmativamente, al igual que el resto del tribunal, que lo hizo por unanimidad. Fue otro caso de un niño que se intoxicó con plomo por culpa de un juguete. El número siete se refiere a una niña de nueve años que estuvo a punto de ahogarse cuando el pie se le quedó trabado en el desagüe de una piscina del club de campo de Springfield, Illinois. Al jurado le bastó con deliberar durante menos de una hora para conceder nueve millones a la familia. Echad una ojeada a la página dos, el caso número trece: un chico de diez años que fue golpeado por un trozo de hierro que salió disparado de una segadora que trabajaba sin la debida malla de protección; el caso se vio en un tribunal federal de Chicago, y el jurado concedió una indemnización de cinco millones de dólares por lesiones más otros veinte en concepto de daños punitivos; con posterioridad, esta segunda cantidad se redujo a cinco millones en la apelación. De todas maneras, no creo que sea necesario que repasemos todos los casos. Estoy seguro de que esto os resulta familiar.
—Me parece que es obvio que preferiríamos no ir a juicio.
—Lo entiendo, pero quiero que comprendáis que un caso como este es sumamente atractivo para un jurado. Cuando sus miembros lleven tres días viendo a Thuya Khaing atado a su silla especial es más que probable que se descuelguen con un veredicto aún más abultado que cualquiera de estos. Es una posibilidad cuyo valor debe figurar en nuestras negociaciones.
—Entendido. ¿Qué pides? —preguntó Carl.
—Bien, el acuerdo de indemnización debe incluir distintos tipos de compensación. Empecemos con la carga económica que representan para la familia los cuidados que necesita Thuya. En estos momentos se están gastando seiscientos dólares mensuales en alimentación, medicinas y pañales. No es mucho dinero, pero sí más de lo que la familia puede permitirse. El chico necesita una enfermera a tiempo parcial y un programa de rehabilitación constante que, como mínimo, intente reactivarle los músculos y el cerebro.
—¿Qué expectativa de vida tiene por delante? —quiso saber Wyatt Vitelli.
—Nadie lo sabe. Es una incógnita. No lo he puesto en mi informe porque un médico dice confidencialmente que un año o dos, y otro dice que podría llegar a adulto. He hablado con todos sus médicos y ninguno se cree lo bastante listo para predecir cuánto tiempo va a vivir. Yo llevo viéndolo regularmente desde hace seis meses y debo decir que le he notado alguna mejoría en ciertas funciones, pero muy leve. Creo que deberíamos negociar como si su expectativa de vida fuera de veinte años.
Los tres ejecutivos asintieron, y David siguió hablando:
—Está claro que sus padres no ganan demasiado. Viven en una casa muy humilde con sus otras dos hijas mayores. La familia necesita una vivienda espaciosa que disponga de un dormitorio especial para Thuya. No tiene que ser especialmente lujosa. Son gente sencilla, aunque también tienen sus sueños.
David les alargó copias de la prueba número dos, que los otros se apresuraron a coger de la mesa. Respiró hondo y prosiguió:
—Esta es nuestra propuesta de indemnización. Lo primero que aparece son los daños concretos. El punto número uno se refiere a los gastos que he mencionado, además de una enfermera a tiempo parcial que suma unos treinta mil dólares al año y de los veinticinco mil anuales en concepto de pérdida de salario de la madre, que desea dejar de trabajar para poder ocuparse de su hijo. También he añadido el coste de un coche nuevo para que puedan llevarlo a rehabilitación todos los días. He redondeado la cantidad en cien mil dólares anuales que, si multiplicamos por veinte años, suman un total de dos millones de dólares. En estos momentos y con el tipo de interés actual podríais suscribir una renta vitalicia por un millón cuatrocientos mil. El capítulo de rehabilitación es una zona gris porque no estoy seguro de cuánto tiempo puede durar. A día de hoy supone unos cincuenta mil dólares anuales. Si seguimos basándonos en un período de veinte años, la renta vitalicia os costará setecientos mil. A continuación está el asunto de la vivienda, que debería estar en un barrio decente que contara con buenos colegios, pongamos que medio millón. El siguiente apartado se refiere al hospital infantil Lakeshore. Sus cuidados salvaron la vida de Thuya y fueron gratuitos, al menos para la familia; sin embargo, creo que habría que reembolsárselos. La dirección del hospital se resistió a darme una estimación, pero aquí está, unos seiscientos mil.
David había llegado a tres millones doscientos mil dólares y ninguno de los tres ejecutivos había sacado el bolígrafo. Tampoco habían torcido el gesto ni meneado la cabeza. No habían hecho nada para darle a entender que se había vuelto loco.
—Si entramos en el capítulo de cosas menos concretas, he añadido daños por pérdida de expectativas de Thuya y en concepto de perjuicios afectivos para la familia. Sé que se trata de conceptos poco definidos, pero las leyes del estado de Illinois los contemplan. Propongo un millón ochocientos mil dólares por ambos.
David entrelazó las manos y aguardó una respuesta. Nadie parecía especialmente sorprendido.
—Eso representa una bonita suma de cinco millones de dólares —comentó Carl LaPorte.
—¿Y qué hay de los honorarios de los abogados? —quiso saber Dylan Kott.
—Vaya, se me había olvidado —contestó David provocando una sonrisa general—. Mis honorarios son aparte de la indemnización para la familia. Yo me llevo el treinta por ciento del total que tienen delante, es decir un millón y medio.
—No está mal como paga —dijo Dylan.
David estuvo a punto de mencionar los millones que sus interlocutores se habían embolsado el año anterior en acciones preferentes, pero se mordió la lengua.
—Me gustaría pensar que va a ser todo para mí, pero no es el caso —repuso.
—Eso suma seis millones y medio —dijo Carl, dejando el documento en la mesa y estirando los brazos.
—Así es —convino David—. Mirad, parecéis gente seria y dispuesta a hacer lo correcto; además, no queréis una mala publicidad ni arriesgaros a enfrentaros con un jurado poco comprensivo.
—Nuestra imagen es muy importante —dijo Carl—. No nos dedicamos a polucionar el medio ambiente ni a fabricar pistolas baratas, ni a dejar de atender reclamaciones, ni a defraudar al gobierno con contratos basura. Nosotros fabricamos juguetes para niños, ni más ni menos. Si nos cuelgan la etiqueta de que perjudicamos a los niños, estamos acabados.
—¿Puedo preguntarte dónde encontraste esos productos? —inquirió Dylan.
David les contó cómo el padre de Thuya había comprado el primer juego de Nasty Teeth, y la búsqueda que él había hecho con posterioridad en la zona del Gran Chicago. Carl le explicó los esfuerzos que su empresa había hecho para localizarlos y reconoció que Sonesta Games había llegado a dos acuerdos indemnizatorios por el mismo concepto en los últimos dieciocho meses. En esos momentos estaban razonable pero no completamente seguros de que los Nasty Teeth habían sido retirados del mercado y destruidos. Se hallaban en plena disputa con varias fábricas chinas y habían transferido su producción a otros países. La compra de Gunderson Toys les había supuesto un costoso error. Siguieron hablando de otros casos, como si ambas partes necesitaran tomarse un respiro para pensar en el acuerdo que tenían encima de la mesa.
Al cabo de una hora, los tres ejecutivos preguntaron a David si este podía dejarlos a solas para que deliberaran en privado.
David salió a tomar un café con sus clientes, y al cabo de un cuarto de hora la misma secretaria apareció para conducirlo a la sala de reuniones. Cuando ella cerró la puerta, David estaba decidido a salir con un trato en los términos expuestos o a marcharse.
Cuando estuvieron todos sentados, Carl LaPorte dijo:
—Mira, David, estamos dispuestos a extender un cheque por valor de cinco millones de dólares, pero nos estás pidiendo mucho más.
—Es verdad, pero ni mis clientes ni yo vamos a aceptar cinco millones porque el caso vale como mínimo el doble. Nuestra cifra son seis millones y medio. O lo tomáis, o lo dejáis. Estoy dispuesto a presentar la demanda mañana mismo.
—Una demanda puede tardar años en resolverse. ¿Tus clientes pueden permitirse esperar tanto? —preguntó Dylan.
—Algunos jueces federales utilizan el procedimiento abreviado de la Norma Local Ochenta y tres-Diecinueve, y creedme si os digo que funciona. Podría tener este caso ante un jurado en menos de un año. Mi último asunto fue mucho más complicado que este y se vio a los diez meses de haberse presentado la demanda. Sí, mis clientes podrán sobrevivir hasta que el jurado dicte sentencia.
—No ganaste tu última demanda, ¿verdad? —preguntó Carl, arqueando las cejas como si lo supiera todo del caso Klopeck.
—Es cierto, no la gané, pero aprendí mucho. Carecía de las pruebas adecuadas, pero ahora dispongo de todas las que necesito y más. Cuando el jurado haya oído lo que tengo que exponerle, seis millones y medio os parecerán una bicoca.
—Nuestra oferta son cinco.
David tragó saliva y miró fijamente a LaPorte.
—No me has entendido, Carl, son seis millones y medio ahora o mucho más dentro de un año.
—¿Vas a rechazar cinco millones para esos pobres inmigrantes birmanos?
—Es lo que acabo de hacer. No tengo intención de negociar. Vuestra empresa está bien asegurada. Esos seis millones y medio no pesarán en la cuenta de resultados.
—Puede ser, pero las primas de los seguros no son precisamente baratas.
—No quiero discutir, Carl. ¿Tenemos un trato o no?
LaPorte suspiró y cruzó una mirada con sus colaboradores. Entonces se encogió de hombros, sonrió y tendió la mano a David.
—De acuerdo, trato hecho, pero con la condición de que todo esto sea absolutamente confidencial.
—Desde luego.
—Haré que los chicos del departamento jurídico redacten un acuerdo —dijo Dylan.
—No será necesario —repuso David. Metió la mano en la cartera, sacó cuatro copias de un documento y las repartió—. Este acuerdo indemnizatorio cubre todos los aspectos. Es bastante sencillo e incluye una amplia cláusula de confidencialidad. Trabajo en un pequeño bufete y ahora mismo tenemos unos cuantos problemas, de modo que soy el primer interesado en que todo esto no salga de aquí.
—¿Tenías preparado un documento de acuerdo por seis millones y medio? —preguntó Carl.
—Desde luego, ni un céntimo menos. Eso es lo que vale este caso.
—El acuerdo debe aprobarlo un tribunal —comentó Dylan.
—En efecto. Ya he establecido una custodia para el niño. El padre es su representante legal. El tribunal debe aprobar el acuerdo y se encargará de supervisar el dinero a lo largo del tiempo. Por mi parte se me pide que prepare un informe contable anual y me reúna con el juez una vez al año. En cualquier caso podéis pedir que sellen el expediente para garantizar la confidencialidad.
Revisaron el texto del acuerdo, y Carl LaPorte lo firmó en representación de la empresa. David estampó su firma y a continuación entraron Soe y Lwin. David les explicó los términos del acuerdo, y ellos firmaron un poco más abajo. Carl volvió a pedirles disculpas y les deseó lo mejor. El matrimonio estaba anonadado, abrumado por la emoción y era incapaz de hablar.
Al salir del edificio, Dylan le preguntó a David si tenía un momento para hablar de un asunto. Los Khaing se fueron a esperarlo al coche. El asesor jurídico de la empresa deslizó un sobre en blanco en la mano de David y le dijo.
—Yo nunca te he dado esto, ¿de acuerdo?
David se lo guardó rápidamente.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Es una lista de productos, juguetes en su mayoría, con una historia de intoxicación con plomo detrás. Muchos de ellos han sido fabricados en China, pero también hay otros que provienen de México, Vietnam y Paquistán. Se trata de juguetes hechos en el extranjero pero importados por empresas estadounidenses.
—Entiendo, y alguna de esas empresas son la competencia, ¿no?
—Lo has pillado.
—Gracias.
—Buena suerte.