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Transcurrió una semana sin que hubiera noticias de Sonesta Games. David no quitó ojo al calendario ni al reloj y tuvo que hacer un esfuerzo para resistirse a la tentación de soñar con un acuerdo indemnizatorio al tiempo que contemplaba con temor la posibilidad de tener que enfrentarse a una gran empresa ante un tribunal federal. Acababa de recorrer ese camino y había aprendido que estaba sembrado de peligros. A ratos se sentía igual que el pobre Wally, perdido en sueños de dinero fácil.

Poco a poco el bufete regresó a una rutina que más o menos se parecía a la de la vieja época. Rochelle seguía llegando puntualmente todas las mañanas a las siete y media y disfrutaba de su momento de paz con CA. David era el siguiente y después Wally, que había recuperado su coche intacto porque se lo había llevado la grúa durante la borrachera. Oscar aparecía alrededor de las diez de la mano de su nueva pareja que, con sus encantos, había logrado impresionar incluso a Rochelle. En algún momento de todas las mañanas, Wally se dirigía a sus socios y anunciaba «decimosegundo día sobrio», y así sucesivamente. Sus palabras recibían la aprobación y el estímulo de todos, de modo que no tardó en recuperar su autoestima. Incluso acudía casi todas las noches a las distintas reuniones de Alcohólicos Anónimos de la ciudad.

Los teléfonos seguían sonando con las llamadas de los decepcionados clientes del Krayoxx, llamadas que Rochelle desviaba invariablemente a David y a Wally. Por lo general, la gente se mostraba más desengañada que beligerante. Todos ellos habían esperado una lluvia de dinero y no entendían qué había ocurrido. Tanto David como Wally se deshacían en disculpas y echaban la culpa a un nebuloso «jurado federal» que había acordado un veredicto favorable a Varrick. Igualmente insistían en que había quedado demostrado ante el tribunal que el medicamento no tenía efectos secundarios perniciosos. En otras palabras, que no iban a cobrar un centavo, pero que sus corazones estaban mucho mejor de lo que creían.

Por todo el país se repetían conversaciones parecidas a medida que cientos de abogados de altos vuelos retiraban sus demandas contra el medicamento. Un abogado de Phoenix presentó una moción para retirar cuatro demandas de clientes que supuestamente habían fallecido por culpa del Krayoxx y se encontró con la Disposición n.° 11 del catálogo de pesadillas de Nadine Karros. Varrick Labs solicitó que se impusieran sanciones por presentar demandas infundadas y demostró que llevaba gastados ocho millones de dólares defendiéndose de ellas. Con el colectivo de acciones conjuntas en plena retirada, enseguida se hizo evidente que Varrick Labs iba por él. Las guerras por la Disposición n.° 11 durarían meses.

Diez días después del veredicto, el Departamento de Sanidad levantó la prohibición que pesaba sobre el Krayoxx, y Varrick volvió a inundar el mercado con él. Reuben Massey empezó a hacer acopio de reservas de efectivo. Su principal prioridad era perseguir al colectivo de acciones conjuntas por haber maltratado de ese modo a su querido medicamento.

Once días después del veredicto, seguía sin haber noticias de Aaron Deentz. El Hung Juror se había tomado unas vacaciones de su blog sin dar explicaciones. David tenía dos planes en caso de una denuncia por agresión. Primero, si Deentz presentaba cargos, corría el riesgo de desvelar su identidad; y al igual que muchos blogueros disfrutaba del anonimato y de la consiguiente libertad de decir prácticamente lo que quisiera. El hecho de que David supiera quién era y lo hubiera llamado por su nombre antes de golpearlo sin duda debía tenerlo intranquilo. Si Deentz lo denunciaba, se vería obligado a presentarse ante un tribunal y reconocer que era el Hung Juror. Suponiendo que fuera cierto que andaba buscando trabajo, su actividad como bloguero podía constituir un obstáculo porque en los últimos dos años había dicho de todo contra jueces, abogados y bufetes. Por otra parte, se había llevado dos buenos puñetazos. David no había oído crujir huesos, pero sin duda el daño había sido importante, aunque transitorio. Teniendo en cuenta que Deentz era abogado, cabía esperar que deseara obtener su revancha ante un tribunal.

David no le había dicho nada a Helen acerca de la agresión. Sabía que ella no la aprobaría y se preocuparía de que pudieran denunciarlo y detenerlo. Su intención era confesárselo solo si Deentz lo denunciaba. En otras palabras, quizá se lo diría más adelante. Entonces se le ocurrió otra idea. Solo había un Deentz en el listín telefónico, así que lo llamó un día, a última hora de la tarde.

—Con Aaron Deentz, por favor —dijo.

—Al habla.

—Soy David Zinc, señor Deentz, y llamo para disculparme por mis acciones después del veredicto del jurado en el caso Klopeck. Estaba molesto, enfadado y reaccioné de modo inapropiado.

Una breve pausa.

—Me rompió la mandíbula.

Inicialmente David sintió una punzada de orgullo de macho al saber de lo que era capaz de hacer uno de sus puñetazos, pero ese sentimiento se desvaneció cuando pensó en una demanda por lesiones.

—Vuelvo a repetirle mis disculpas y le aseguro que no era mi intención romperle nada.

La respuesta de Deentz fue de lo más reveladora.

—¿Cómo supo mi identidad? —preguntó.

Así pues, temía verse descubierto. David lanzó una cortina de humo.

—Tengo un primo que es un pirado de los ordenadores. Solo tardó veinticuatro horas. No debería colgar su columna siempre a la misma hora todos los días. Lamento lo de la mandíbula. Estoy dispuesto a cubrir sus gastos médicos.

Se trataba de un ofrecimiento que hacía obligado por las circunstancias, pero lo último que le apetecía era un nuevo desembolso.

—¿Me está proponiendo un trato, Zinc?

—Desde luego. Yo le cubro los gastos médicos, y usted no presenta demanda alguna.

—¿Le preocupa que lo denuncie por lesiones?

—No especialmente. Si me lleva ante los tribunales me aseguraré de que el juez se entere de las cosas que ha publicado y no creo que le guste. Los jueces aborrecen los blogs como el suyo. El juez Seawright lo seguía diariamente y estaba furioso porque pensaba que podía afectar al desarrollo del caso si algún miembro del jurado se topaba con él. Había dado instrucciones a sus ayudantes para que hicieran lo imposible por desvelar la identidad del Hung Juror.

David estaba improvisando sobre la marcha, pero sus palabras sonaban plausibles.

—¿Se lo ha dicho a alguien? —preguntó Deentz, y por el tono David no supo si era tímido, estaba asustado o simplemente le molestaba la mandíbula.

—A nadie.

—Cuando me quedé sin trabajo también perdí mi seguro médico. Hasta el momento su puñetazo me ha costado cuatro mil seiscientos pavos. Me han puesto alambres durante un mes. Después no sé qué más habrá.

—Ya ha oído mi oferta, señor Deentz. ¿Hay trato?

Se hizo un momentáneo silencio.

—Sí, supongo que sí.

—Hay otra cosa.

—¿Cuál?

—Llamó «putón» a mi mujer.

—Es verdad. No tendría que haberlo hecho. Es muy guapa.

—Sí, y muy inteligente.

—Le pido disculpas.

—Y yo.

La primera victoria de Wally tras el veredicto fue llegar a un acuerdo en el caso del divorcio de Oscar. Dada la escasez de los activos y la circunstancia de que ambas partes deseaban verse libres el uno del otro fervientemente, el acuerdo resultó sencillo, suponiendo que haya algún documento legal digno de tal calificativo. Cuando Oscar y Wally estamparon sus firmas debajo de las de Paula Finley y Goodloe Stamm, Oscar se quedó mirándolas largo rato y no se molestó lo más mínimo en reprimir su sonrisa. Wally presentó el documento para su validación ante los tribunales y le dieron cita para mediados de enero.

Oscar insistió en descorchar una botella de champán —sin alcohol, naturalmente—, y esa misma tarde los miembros del bufete se reunieron en torno a la mesa para una reunión extraoficial. Dado que todos sabían qué indicaba el marcador —quince días en el dique seco—, los brindis fueron tanto en honor de Wally como del nuevo soltero del grupo, Oscar Finley. Era jueves 10 de noviembre, y a pesar de que ante el pequeño bufete se abría un futuro con muchas deudas y muy pocos clientes, todos parecían decididos a disfrutar del momento. A pesar de estar heridos y humillados seguían en pie y dando señales de vida.

David apuraba su copa cuando su móvil vibró. Se disculpó y subió a su despacho.

Dylan Kott se presentó como vicepresidente y asesor jurídico de Sonesta Games, cargos ambos que llevaba años desempeñando. Llamaba desde la central que la empresa tenía en San Jacinto, California. Dio las gracias a David por su carta y por lo razonable de su tono, y le aseguró que las muestras habían sido estudiadas a fondo y que eran motivo de «honda preocupación» entre los máximos responsables de la empresa. También él estaba preocupado.

—Nos gustaría reunimos con usted, señor Zinc —dijo—, cara a cara.

—¿Y el propósito de esa reunión sería…? —quiso saber David.

—Hablar de un posible acuerdo que evitara el juicio.

—Y también la publicidad negativa, ¿no?

—Desde luego. Somos una empresa juguetera, señor Zinc. Nuestra imagen es muy importante.

—¿Cuándo y dónde?

—Tenemos un centro de distribución y unas oficinas en Des Plaines, cerca de donde está usted. Podríamos vernos allí el lunes por la mañana.

—Sí, pero solo si van en serio con el acuerdo. Si su intención es presentarse con una oferta a la baja, olvídenlo. Prefiero arriesgarme ante un tribunal.

—Por favor, señor Zinc, es muy pronto para lanzar amenazas. Le aseguro que somos conscientes de la gravedad de la situación. Por desgracia, ya hemos pasado por esto otras veces. Se lo explicaré todo el lunes.

—De acuerdo.

—¿Han designado los tribunales un representante legal del chico?

—Sí, a su padre.

—¿Sería posible que tanto el padre como la madre lo acompañaran el lunes?

—Seguramente. ¿Para qué?

—Nuestro presidente, Carl LaPorte, desea conocerlos y pedirles disculpas en nombre de la empresa.