David dedicó el fin de semana a ocuparse de la casa, hizo recados para Helen, paseó a Emma por el vecindario en su cochecito, lavó y abrillantó los dos coches, y se mantuvo al tanto de las noticias y comentarios acerca del juicio y la gran victoria de Varrick.
A diferencia del Tribune, el Chicago Sun-Times del sábado publicó un pequeño artículo. No obstante, los medios de internet bullían con la noticia y sus consecuencias. La maquinaria propagandística de Varrick había empezado a funcionar a plena potencia y todo el mundo describía el veredicto como una gran reivindicación del Krayoxx. En todas partes aparecían citas de Reuben Massey, el consejero delegado de Varrick, en las que alababa el medicamento, condenaba al colectivo de acciones conjuntas y prometía perseguir a los «cazadores de ambulancias» hasta la muerte, felicitaba al jurado de Chicago por su comportamiento y clamaba por una legislación que protegiera a las empresas inocentes de tan frívolas denuncias. Jerry Alisandros no quiso hacer declaraciones. De hecho, ninguno de los abogados que había demandado a Varrick hizo comentario alguno. «Por primera vez en la historia reciente, el colectivo de acciones conjuntas ha cerrado la boca», escribió un reportero.
La llamada llegó a las dos de la tarde del domingo. El doctor Biff Sandroni había recibido las muestras de Nasty Teeth el viernes por la mañana a través de FedEx y, mientras David apretaba las tuercas a Ulander, él se había dado prisa por analizarlas.
—Son las mismas, David. Todas están recubiertas por la misma pintura de plomo altamente tóxica. Tu demanda es pan comido. Será coser y cantar. La mejor que he visto.
—¿Cuándo tendrás listo el informe?
—Mañana te lo enviaré por correo electrónico.
—Gracias, Biff.
—Buena suerte.
Una hora más tarde, Helen y David metieron a Emma en su asiento del coche y partieron hacia Waukegan. El propósito del viaje era ver cómo estaba Wally y de paso aprovechar para que la pequeña se durmiera.
Tras cuatro días sobrio, Wally parecía descansado e impaciente por abandonar Harbor House. Wally le hizo un resumen del juicio, pero como no deseaba repetirse y no estaba de humor omitió las partes que Rochelle y Oscar habían encontrado tan graciosas el viernes. Wally se disculpó tantas veces que David tuvo que pedirle que lo dejara estar.
—Se ha acabado, Wally. Debemos seguir adelante.
Hablaron de la manera de deshacerse de sus clientes del Krayoxx y de los problemas que eso podía crearles, pero en realidad poco importaba lo mucho que pudiera complicarse su situación. La decisión era definitiva. No más Krayoxx ni Varrick.
—No tengo por qué quedarme más tiempo aquí —dijo Wally.
Estaban solos al final del pasillo. Helen había preferido quedarse en el coche con Emma, que dormía.
—¿Qué dice tu terapeuta?
—Me estoy cansando de ese tío. Escucha, David, recaí por culpa de la presión. Eso es todo. En estos momentos me considero recuperado. Ya he empezado a contar los días. Volveré a apuntarme a Alcohólicos Anónimos, y rezaré y me esforzaré para no recaer de nuevo. No me gusta ser un borracho, ¿me entiendes? Tenemos trabajo por delante y debo estar sobrio.
Con su parte del contador marcando quinientos dólares diarios, David era el primero que deseaba ver a Wally fuera de allí lo antes posible, pero no estaba seguro de que diez días de desintoxicación pudieran ser suficientes.
—Hablaré con él, ¿cómo se llamaba?
—Hale, Patrick Hale. Esta vez se ha puesto en plan duro de verdad conmigo.
—Quizá sea lo que necesitas, Wally.
—Vamos, David, sácame de aquí. Nos hemos cavado nuestro propio agujero, y esta vez solo estamos tú y yo. No creo que Oscar vaya a sernos de mucha ayuda.
Quedó en el aire que Oscar había sido desde el principio el gran escéptico del Krayoxx y de las acciones conjuntas en general y que el agujero en el que estaban lo había cavado exclusivamente un tal Wallis T. Figg. Hablaron un rato de Oscar, de su divorcio, de su salud y de su nueva amiguita, que según Wally no era tan nueva. David no pidió más detalles. Cuando se despidió, Wally volvió a suplicarle:
—Sácame de aquí, David. Tenemos mucho trabajo por delante.
David se despidió con un abrazo y salió de la sala de visitas. El trabajo al que Wally se refería constantemente no era más que la imponente tarea de desembarazarse de más de cuatrocientos clientes descontentos, barrer los restos del naufragio del caso Klopeck, enfrentarse a un montón de facturas pendientes y seguir trabajando en un edificio que en esos momentos soportaba una hipoteca de doscientos mil dólares. El bufete llevaba más de un mes descuidando a sus clientes habituales, de modo que muchos de ellos se habían buscado otro abogado, y las llamadas de clientes en potencia habían descendido notablemente.
David había pensado en la posibilidad de marcharse y abrir su propio despacho o buscar otros bufetes de un tamaño parecido. Si lo hacía, se llevaría consigo el caso de Thuya Khaing y ni Oscar ni Wally se enterarían nunca. En el supuesto de que la demanda prosperara siempre podría enviar un cheque a Finley & Figg para cubrir su parte de la hipoteca. Sin embargo, esos pensamientos lo inquietaban. Ya había huido de un bufete sin mirar atrás. Si volvía a hacerlo, tarde o temprano lo lamentaría. En realidad, sabía que no podía abandonar Finley & Figg estando sus socios como estaban y teniendo una legión de clientes disgustados y de acreedores llamando a la puerta.
El lunes por la mañana los teléfonos no dejaron de sonar. Rochelle contestó unas cuantas llamadas y después anunció:
—Son todos nuestros clientes del Krayoxx que preguntan por sus casos.
—Desconecta el teléfono —le dijo David, y el ruido cesó.
El viejo Oscar había regresado y se había encerrado en su despacho mientras trasladaba papeles de un sitio a otro.
A las nueve, David terminó la carta que pensaba enviar a los más de cuatrocientos clientes que seguían creyendo que tenían una demanda en marcha. Decía así:
Apreciado Sr./Sra.____:
La semana pasada nuestro bufete tramitó el juicio de la primera demanda contra Varrick Labs por el asunto de su medicamento conocido como Krayoxx. El juicio no salió como pensábamos y perdimos. El jurado dictó a favor de Varrick. Con las pruebas presentadas está claro que no es aconsejable proseguir con las demandas contra dicha empresa. Por este motivo nos estamos retirando como su representante legal. Considérese libre para consultar con cualquier otro abogado.
Por si le interesa, deseo resaltar que Varrick presentó pruebas convincentes de que el Krayoxx no daña las válvulas cardíacas ni ninguna otra parte del cuerpo. Sinceramente,
DAVID ZINC,
abogado
Cuando la impresora de Rochelle empezó a escupir las cartas, David subió a su despacho para preparar otra denuncia ante el tribunal federal, que era el último lugar que aquel lunes por la mañana deseaba visitar de nuevo. Tenía un borrador de la demanda que iba a presentar contra Sonesta Games y otro de la carta que pensaba enviar al jefe del departamento jurídico de la empresa, de modo que mientras esperaba a que llegara el informe de Sandroni se dedicó a pulir los dos.
Las acciones de Varrick habían abierto el lunes a cuarenta y dos dólares y medio, su valor más alto de los últimos dos años. David repasó las páginas financieras de internet y algunos blogs, y vio que en su mayoría seguían especulando con futuros litigios contra el Krayoxx. Dado que no pensaba desempeñar ningún papel en aquel asunto no tardó en perder todo interés.
Buscó en la impenetrable página web del condado de Cook —tribunales, delitos, mandamientos y declaraciones juradas— y no encontró ni rastro de una denuncia por lesiones presentada por un tal Aaron Deentz. El sábado, Hung Juror había escrito en su columna acerca de la conclusión del juicio del caso Klopeck, pero no había mencionado haber recibido un par de puñetazos en los aseos de hombres del piso veintitrés del edificio federal Dirksen.
Oscar tenía un amigo que a su vez tenía un amigo que trabajaba en mandamientos y declaraciones juradas y que se suponía que debía estar al tanto por si aparecía una denuncia a nombre de Deentz.
—¿De verdad lo tumbaste? —le había preguntado Oscar con verdadera admiración.
—Sí, y fue una estupidez por mi parte.
—No te preocupes. Solo es un caso de lesiones, tengo amigos por ahí.
Cuando llegó el informe de Sandroni, David lo leyó detenidamente y casi dio un salto de alegría con la conclusión: «Los niveles de plomo de la pintura utilizada en los Nasty Teeth son altamente tóxicos. No solo un niño, sino cualquier persona que utilice el producto de la manera en que fue diseñado, es decir, para ser llevado en la boca encima de los dientes de verdad, correrá el riesgo de ingerir grandes cantidades de pintura con un alto contenido en plomo».
Por si fuera poco, Sandroni añadía: «A lo largo de los treinta años que llevo analizando productos en busca de elementos tóxicos, nunca he visto un producto diseñado y fabricado de forma tan torpe y negligente».
David hizo una copia de las seis páginas del informe y lo metió en una carpeta junto a las fotos en color de los Nasty Teeth originales utilizados por Thuya y las del juego que había comprado la semana anterior en la gasolinera. Adjuntó una copia de la demanda y del resumen clínico redactado por los médicos de Thuya. En la atenta pero directa carta que dirigió al señor Dylan Kott, jefe del departamento jurídico de Sonesta Games, David se ofreció a tratar el asunto antes de presentar la demanda ante los tribunales. Sin embargo, su oferta solamente tenía una validez de dos semanas. La familia de Thuya no solo había sufrido mucho, sino que seguía sufriendo y tenía derecho a una compensación inmediata.
Cuando salió a comer cogió la carpeta y la envió a Sonesta Games utilizando el servicio de veinticuatro horas de FedEx. Nadie más en el bufete estaba al corriente del asunto. En la carta había indicado su casa y su teléfono móvil como direcciones de contacto.
Oscar se marchaba cuando David regresó, y resultó que su chófer era una mujer menuda perteneciente a una etnia de difícil clasificación. Al principio, David pensó que era tailandesa, pero luego le pareció más bien hispana. Fuera lo que fuese, le resultó agradable charlar con ella en el porche. Como mínimo era veinte años más joven que Oscar. Durante su breve conversación David tuvo la clara impresión de que ambos se conocían desde hacía tiempo. Oscar, que tenía un aspecto bastante frágil tras una mañana de trabajo muy tranquila en el bufete, se metió lentamente en el pequeño Honda, y los dos se alejaron.
—¿Quién es? —le preguntó David a Rochelle mientras cerraba la puerta.
—Acabo de conocerla. Tiene un nombre muy raro que no he llegado a entender. Me dijo que hace tres años que conoce a Oscar.
—Que Wally es un ligón empedernido ya lo sabía, pero tratándose de Oscar me sorprende.
Rochelle sonrió.
—Cuando se trata de amor y sexo, nada me sorprende, señor Zinc. —Cogió una nota y se la alargó—. Y ya que hablamos del tema, quizá debería llamar a este individuo.
—¿Quién es?
—Goodloe Stamm, el abogado que lleva el divorcio de Paula Finley.
—No sé nada de derecho matrimonial, señora Gibson.
Rochelle echó un conspicuo vistazo en derredor y dijo:
—Estamos solos, así que será mejor que aprenda deprisa.
Stamm empezó hablando en un tono melifluo:
—Lamento el veredicto, pero la verdad es que no me sorprendió.
—Ni a mí —respondió con sequedad David—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Ante todo, ¿cómo se encuentra el señor Finley?
—Oscar está bien. Hoy hace dos semanas que tuvo el infarto. Esta mañana ha venido un rato a la oficina y está mejorando rápidamente. Supongo que me llama por la demanda contra el Krayoxx, por si hay alguna esperanza de cobrar algo. Por desgracia para nuestros clientes, para nosotros y para la señora Finley, la respuesta es que no vamos a sacar un centavo de esos casos. No pensamos apelar el veredicto del caso Klopeck y estamos notificando a nuestros clientes que nos retiramos. Nos hemos endeudado para financiar el juicio, que nos ha costado ciento ochenta mil dólares, en metálico. Nuestro socio más veterano se está recuperando de un infarto y la correspondiente operación. El socio más joven está ausente hasta nuevo aviso. En estos momentos estoy al frente del bufete con mi secretaria, que dicho sea de paso sabe de derecho mucho más que yo. Por si tiene curiosidad acerca de los bienes del señor Finley, permítame que le asegure que nunca ha estado tan en bancarrota como ahora. Por lo que sé de su oferta a su cliente, el señor Finley está dispuesto a cederle la casa con todo su contenido, el coche y la mitad del efectivo del banco, que asciende a menos de cinco mil dólares, a cambio de un simple divorcio de mutuo acuerdo. Oscar solo quiere poner fin a su matrimonio, señor Stamm. Yo le sugiero que acepte su oferta antes de que cambie de opinión.
Stamm asimiló todo aquello y al fin respondió:
—Bien, le agradezco su franqueza.
—Pues hay más. Usted ha presentado una demanda contra Oscar Finley en nombre de su cliente convicto, Justin Bardall, por el desafortunado incidente del tiroteo. En estos momentos, su cliente está a punto de entrar en prisión por intento de incendio. Tal como le he dicho, el señor Finley está en bancarrota. Su compañía de seguros se niega a respaldarlo porque considera que sus acciones fueron intencionales y no simple negligencia. Así pues, será inútil que lleve a juicio al señor Finley porque, sin cobertura del seguro y sin bienes personales, no podrá sacarle un centavo. Lo siento, señor Stamm, pero su demanda no vale nada.
—¿Y qué me dice del edificio donde está el bufete?
—Pues que soporta una considerable hipoteca. Mire, señor Stamm, no conseguirá el veredicto que pretende porque su cliente es reincidente y fue detenido cuando intentaba cometer un delito; y aun suponiendo que tuviera suerte y lo consiguiera, al día siguiente el señor Finley presentaría una declaración de insolvencia. No sé si se da cuenta, señor Stamm, pero no tiene manera de meterle mano.
—Empiezo a hacerme una idea.
—Créame que le digo la verdad cuando le aseguro que no tenemos nada y que no ocultamos nada. Le ruego que hable con la señora Finley y con el señor Bardall y se lo explique. Me gustaría poder dar carpetazo a estos dos asuntos lo antes posible.
—De acuerdo, de acuerdo, veré qué puedo hacer.