Teniendo a tres miembros negros en el jurado, David tomó la decisión táctica de pasar un poco más de tiempo en África con el doctor Ulander. Durante el receso, Seawright le permitió adentrarse en los antecedentes de solo tres medicamentos más.
—Quiero que el jurado tenga el caso concluido esta misma tarde —dijo.
Nadine Karros siguió manifestando enérgicamente sus protestas, y el juez, denegándoselas.
El jurado entró y ocupó sus asientos. El doctor Ulander regresó al estrado de los testigos, y David le preguntó:
—Doctor Ulander, ¿recuerda usted un medicamento llamado Klervex?
—Sí.
—¿Lo produjo y lo comercializó su empresa, Varrick Labs?
—Sí.
—¿Cuándo recibió la aprobación de Sanidad?
—Veamos… A principios del año 2005, si no recuerdo mal.
—¿Sigue en el mercado?
—No.
—¿Cuándo fue retirado del mercado?
—Dos años después, en junio de 2007, creo.
—¿Fue Varrick quien tomó la decisión de retirarlo o lo hizo por orden de Sanidad?
—Fue Sanidad.
—Cuando lo retiraron, su empresa se enfrentaba a miles de demandas por culpa del Klervex, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Podría explicar en términos para legos qué clase de medicamento era?
—Se usaba para combatir la hipertensión, para pacientes que sufrían una alta presión sanguínea.
—¿Y tenía efectos perniciosos?
—Según los abogados del colectivo de acciones conjuntas, sí.
—Bien, ¿y qué me dice de Sanidad? No ordenaría retirar el medicamento porque no era del gusto de los abogados, ¿verdad? —David tenía otra carpeta en la mano y la agitaba en el aire mientras hablaba.
—Supongo que no.
—No le he pedido suposiciones, doctor. Usted conoce este informe de Sanidad. El Klervex provocó fortísimas migrañas en miles de pacientes, migrañas que en algunos casos llegaban a nublar la vista.
—Según Sanidad, sí.
—¿Pone en duda los criterios de Sanidad?
—Sí.
—¿Supervisó usted las pruebas clínicas del Klervex?
—Mi personal y yo revisamos las pruebas de todos los productos de nuestra empresa. Pensaba que había quedado claro.
—Mis más sinceras disculpas. ¿Cuántos tipos de pruebas clínicas diferentes se realizaron con el Klervex?
—Al menos seis.
—¿Y dónde las llevaron a cabo?
Aquella tortura no acabaría hasta que finalizara el turno de repreguntas, de modo que Ulander se lanzó.
—Cuatro en África, una en Rumania y otra en Paraguay.
—¿Cuántos sujetos fueron tratados con Klervex en África?
—En cada prueba participaron unos mil sujetos.
—¿Recuerda de qué países eran?
—No con exactitud. Creo que fueron Camerún, Kenia y puede que Nigeria. No recuerdo el cuarto.
—¿Las pruebas se realizaron de forma simultánea?
—En general sí y durante un período de doce meses, entre los años 2002 y 2003.
—¿No es cierto, doctor, que usted, y me refiero a usted personalmente, sabía desde el principio que el medicamento tenía problemas?
—¿Qué quiere decir con lo de «desde el principio»?
David se acercó a la pila de papeles de su mesa, cogió uno y se dirigió al tribunal.
—Señoría, me gustaría que se admitiera como prueba este memorando interno enviado al doctor Ulander por una técnico de Varrick llamada Darlene Ainsworth. Fechado el 4 de mayo de 2002.
—Déjeme verlo —pidió el juez.
Nadine se puso en pie.
—Señoría, protesto basándome en la falta de relevancia y del debido fundamento.
Seawright examinó las dos páginas del documento y miró al doctor Ulander.
—¿Recibió usted este memorando?
—Sí.
David intervino para echar una mano.
—Señoría, este memorando fue filtrado por una fuente confidencial a los demandantes en el caso contra el Klervex que se ventiló hace un par de años. Su autenticidad quedó probada entonces, y el doctor Ulander lo sabe.
—Es suficiente, señor Zinc. Se admite.
El señor Zinc volvió a la carga.
—Este memorando lleva fecha del 4 de mayo de 2002. ¿Es correcto, doctor Ulander?
—Sí.
—Así pues, este memorando llegó a su mesa unos dos meses después de que Varrick iniciara las pruebas clínicas en África. Mire, por favor, el último párrafo de la segunda página, ¿sería usted tan amable de leérselo al jurado, doctor Ulander?
Saltaba a la vista que el testigo no tenía ningunas ganas de leer nada. Aun así, se ajustó las gafas y empezó:
—«Los pacientes han tomado Klervex durante seis semanas, dos veces al día en dosis de cuarenta miligramos. El setenta y dos por ciento muestran un descenso de la presión sanguínea, tanto sistólica como diastólica. Los efectos secundarios son preocupantes. Los pacientes se quejan de mareos, náuseas y vómitos. Muchos de ellos, alrededor de un veinte por ciento, sufren dolores de cabeza tan fuertes y debilitantes que ha sido necesario interrumpir el tratamiento. Tras comparar notas con otros técnicos médicos de aquí, en Nairobi, propongo con la mayor insistencia que se suspendan todos los ensayos del Klervex».
—Dígame, doctor Ulander, ¿en algún momento se interrumpieron los ensayos?
—No, no se interrumpieron.
—¿Recibió más informes parecidos?
Ulander suspiró y miró a la mesa de la defensa, impotente.
—Tengo copias de los otros informes, doctor Ulander, por si le refrescan la memoria —insistió David.
—Sí, hubo más informes —reconoció Ulander.
—Y esa técnico, Darlene Ainsworth, ¿sigue trabajando en Varrick?
—No lo creo.
—¿Eso es un sí o un no, doctor Ulander?
—No, no trabaja en Varrick.
—¿No es cierto, doctor Ulander, que fue despedida un mes después de haberle enviado ese informe acerca de los horrores del Klervex?
—Yo no la despedí.
—Pero fue despedida, ¿no?
—Bueno, no sé en qué condiciones dejó la empresa. Es posible que se marchara por voluntad propia.
David se acercó de nuevo a su mesa y cogió un grueso documento. Se volvió hacia Seawright y dijo:
—Señoría, esta es la declaración del doctor Ulander en el juicio contra el Klervex que se celebró hace dos años. ¿Puedo utilizarla para refrescar la memoria del testigo?
Seawright se volvió hacia Ulander.
—Haga el favor de responder a la pregunta —le ordenó secamente—. ¿Esa empleada fue despedida un mes después de que le enviara ese informe?
La reprimenda de su señoría refrescó la memoria del doctor Ulander en un abrir y cerrar de ojos.
—Sí, lo fue —se apresuró a contestar.
—Gracias —dijo el juez.
David se volvió hacia el jurado.
—Por lo tanto, a pesar de esas advertencias, Varrick siguió adelante y en el año 2005 obtuvo el visto bueno de las autoridades de Sanidad, ¿no es así, doctor Ulander?
—El medicamento fue aprobado en el año 2005, sí.
—Y una vez obtenida la aprobación, Varrick lo comercializó en todo el país con una intensa campaña publicitaria, ¿verdad?
—Yo no tengo nada que ver con el departamento de marketing.
—Pero usted forma parte de la junta directiva.
—Sí.
—Poco después empezaron los problemas y al menos ocho mil pacientes que habían tomado Klervex presentaron una demanda conjunta alegando fuertes migrañas y otras dolencias por culpa del medicamento.
—Desconozco esas cifras.
—Es igual, doctor, no vamos a perder el tiempo en esos detalles. Intentaré resumir esto rápidamente. ¿Su empresa ha ido alguna vez a juicio en este país para defender su medicamento conocido como Klervex?
—Una vez.
—¿Y no es cierto, doctor Ulander, que hasta la semana pasada Varrick había llegado a acuerdos de indemnización para más de veinticinco mil demandas contra ese medicamento?
Nadine se puso nuevamente en pie.
—Protesto, señoría, las indemnizaciones pactadas en otros casos carecen de relevancia en el que nos ocupa. El señor Zinc se está extralimitando.
—Eso lo decidiré yo, señorita Karros, pero su protesta es admitida. El señor Zinc no se referirá a otros acuerdos indemnizatorios.
—Desde luego, señoría. Dígame, doctor Ulander, ¿recuerda usted un medicamento llamado Ruval?
Ulander suspiró nuevamente y empezó a mirarse los pies. David fue hasta su mesa, rebuscó entre sus papeles y sacó otro fajo de documentos salidos de entre la ropa sucia de Varrick y, resumiendo, demostró: 1) que se suponía que el Ruval aliviaba las migrañas, pero que al mismo tiempo aumentaba considerablemente la presión sanguínea; 2) que había sido probado en África y la India con personas que sufrían migrañas; 3) que Varrick conocía sus efectos perniciosos, pero que intentó ocultar dicha información; 4) que los abogados de las partes demandantes en las subsiguientes denuncias hallaron documentación interna e inculpatoria de la empresa; 5) que Sanidad acabó retirando el medicamento del mercado; y 6) que Varrick seguía defendiéndose de varias acciones conjuntas y que ni uno solo de aquellos casos había llegado a juicio.
A la una, David decidió dejarlo. Había interrogado implacablemente a Ulander durante casi tres horas sin que Nadine Karros replicara y había logrado anotarse suficientes puntos. El jurado, que al principio había parecido divertirse con el revolcón de Varrick, en esos momentos estaba listo para irse a comer, votar y marcharse a casa.
—Hora de comer —dictó Seawright—. La sesión se reanudará a las dos de la tarde.
David encontró una mesa libre en un rincón de la cafetería del segundo piso del edificio y estaba tomando un sándwich y revisando sus notas cuando notó que alguien se le acercaba por detrás. Era Taylor Barkley, un asociado de Rogan Rothberg al que David conocía y había saludado en alguna ocasión en la sala.
—¿Tienes un segundo? —preguntó, acercando una silla.
—Claro.
—Buen interrogatorio. Nadine no suele cometer errores, pero esta vez ha metido la pata.
—Gracias —dijo David, sin dejar de masticar.
Barkley miró a un lado y a otro rápidamente, como si fuera a confesarle un secreto de estado.
—¿Conoces a un bloguero que se llama Hung Juror?
David asintió, y Barkley prosiguió:
—Nuestros chicos del departamento técnico son muy buenos y le han seguido el rastro. Resulta que está aquí, en la sala del tribunal, tres filas por detrás de ti. Jersey azul marino, camisa blanca, de unos treinta años y con pinta de empollón. Se llama Aaron Deentz y solía trabajar para un bufete no demasiado importante del centro, pero con la crisis lo despidieron. Ahora escribe en su blog y se las da de importante, pero sigue sin encontrar trabajo.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Mira, tiene todo el derecho del mundo a bloguear, la sala es un lugar público. La mayor parte de lo que escribe es inofensivo, pero se ha metido con tu mujer. Yo lo tumbaría de un puñetazo. Pensé que te gustaría saberlo. Ya nos veremos.
Dicho lo cual, Barkley se levantó y se marchó.
A las dos, Nadine Karros se puso en pie y anunció:
—Señoría, la defensa ha concluido.
Aquello ya se había discutido en privado y no constituyó ninguna sorpresa. El juez Seawright no perdió el tiempo y dijo:
—Señor Zinc, puede presentar sus conclusiones finales.
David no tenía el menor deseo de dirigirse al jurado y suplicarle compasión para Iris Klopeck, su cliente. Sin embargo, habría resultado sumamente extraño que el abogado que había llevado el caso casi desde el principio no presentara sus conclusiones finales. Se levantó, subió al podio y empezó agradeciendo sus servicios al jurado. A continuación reconoció que aquel era su primer juicio y que en principio su trabajo solo había consistido en documentarse. Añadió que los acontecimientos lo habían empujado a hacerse cargo del caso y que lamentaba no haberlo hecho mejor. Mostró un documento y explicó que se trataba de la orden previa, una especie de resumen de lo que iba a ser el juicio que ambas partes pactaban mucho antes de que el jurado fuera seleccionado. En la página treinta y cinco había algo que les interesaba: una lista de los expertos reunidos por la defensa. ¡Veintisiete en total y todos con la palabra «doctor» delante de sus nombres! Gracias a Dios, la defensa no había llamado a los veintisiete, aunque sin duda los había contratado y pagado. ¿Y por qué podía necesitar la defensa tantos y tan bien pagados expertos? ¿Acaso su cliente tenía algo que ocultar? ¿Y para qué le hacían falta tantos abogados?, preguntó David, señalando al equipo de Rogan Rothberg. Su cliente, Iris Klopeck, no podía costearse tanto talento. Aquello no era justo, las fuerzas no estaban igualadas. Solo el jurado podía hacer justicia.
Habló menos de diez minutos y bajó del podio tan tranquilo. Mientras caminaba hacia su mesa observó a los espectadores y cruzó la mirada con la de Aaron Deentz, el Hung Juror, hasta que este apartó la vista.
Nadine Karros argumentó durante treinta minutos y consiguió atraer la atención del jurado hacia el Krayoxx y alejarla de los desagradables ensayos que el señor Zinc había expuesto. Defendió vigorosamente a Varrick y les recordó los variados y famosos medicamentos que la empresa había ofrecido al mundo, incluyendo el Krayoxx, un medicamento que había salido intacto de aquel juicio gracias a que la parte demandante había fracasado estrepitosamente a la hora de demostrar que era pernicioso. Sí, ella y Varrick quizá tuvieran veintisiete expertos en cartera, pero eso no tenía nada que ver. Mucho más importantes eran las pruebas aportadas por el demandante, que había presentado la denuncia y a quien correspondía fundamentarla correctamente; cosa que no había hecho.
David contempló su actuación con gran admiración. Nadine era hábil y competente, y su experiencia ante los tribunales se apreciaba claramente en su forma de moverse y de hablar, en cómo escogía las palabras sin el menor esfuerzo, en cómo miraba a los miembros del jurado y confiaba en ellos. A juzgar por la expresión de sus rostros, no había duda de que le correspondían.
David no hizo uso de su derecho de réplica, así que el juez pasó directamente a la lectura de las instrucciones al jurado, sin duda la parte más aburrida del juicio. A las tres y media el jurado fue llevado a una sala aparte para que deliberara. David deseaba marcharse lo antes posible, de modo que metió todos sus papeles en una caja y se la llevó en el ascensor hasta su coche, que había dejado en el aparcamiento. Cuando volvía a subir al piso veintitrés, su móvil vibró. El mensaje de texto decía: «El jurado está listo». Sonrió y dijo para sí:
—No ha tardado mucho.
Todo el mundo guardó silencio en la sala, y el alguacil hizo entrar al jurado. El portavoz entregó el veredicto al bedel, que a su vez se lo entregó al juez Seawright, que a su vez lo leyó y declaró:
—El veredicto parece estar en orden.
El papel volvió a manos del portavoz que se levantó y leyó en voz alta:
—Nosotros, el jurado, fallamos a favor de la parte demandada, Varrick Labs.
No se produjo ninguna reacción significativa en la sala. El juez Seawright cumplió con los rituales posveredicto y mandó a casa al jurado. David no tenía ganas de entretenerse y sufrir los comentarios de rigor de «buen trabajo», «era un caso muy difícil» y «más suerte la próxima vez». Tan pronto como Seawright dio un golpe de mazo y levantó la sesión, cogió su pesada cartera y abandonó la sala a toda prisa. Salió antes que el público y caminaba a paso vivo por el pasillo cuando vio que un rostro conocido entraba en los aseos. Lo siguió y una vez dentro miró en derredor y se aseguró de que solo estaban él y Aaron Deentz. Se lavó las manos para hacer tiempo y esperó. Deentz se apartó del urinario, dio media vuelta y se encontró con David. Desenmascarado, se detuvo en seco.
—Tú eres el Hung Juror, ¿verdad? —preguntó David.
—¿Y qué si lo soy? —contestó Deentz con una sonrisa burlona.
David le asestó un derechazo. El golpe acertó de pleno en la fofa mandíbula izquierda del Hung Juror, que estaba demasiado perplejo para reaccionar y gruñó cuando el hueso hizo un ruido seco. David lo remató con un gancho de izquierda directo a la nariz.
—Esto es por lo de «putón», ¡capullo! —dijo David mientras Deentz caía al suelo.
Salió del aseo y vio una multitud al final del pasillo. Encontró la escalera y bajó a toda prisa hasta el vestíbulo principal. Cruzó la calle corriendo hasta el aparcamiento y cuando estuvo a salvo dentro de su cuatro por cuatro respiró hondo y exclamó:
—¡Serás idiota!
Tras un tortuoso camino de regreso a la oficina, David llegó a última hora de la tarde. Para su sorpresa se encontró con que Oscar estaba sentado a la mesa y compartía un refresco con Rochelle. Se lo veía pálido y delgado, pero sonreía y dijo encontrarse bien. El médico le había dado permiso para que pasara no más de dos horas en el despacho, y aseguró estar impaciente por volver al trabajo.
David le dio una versión muy resumida del juicio y consiguió despertar algunas risas cuando les hizo su imitación del doctor Borzov, con acento ruso incluido. Ya que todo el mundo parecía reírse de Finley & Figg, ¿por qué no iban a hacerlo ellos también? Las risas aumentaron cuando les relató sus frenéticos esfuerzos por encontrar al doctor Threadgill. Apenas podían creer que Helen se hubiera enrolado como auxiliar jurídica. Rochelle tuvo que secarse las lágrimas de risa al oír las caras que habían puesto los miembros del jurado al ver el vídeo de la deposición de Iris.
—Y a pesar de mi brillante actuación, el jurado llegó a un veredicto en menos de diecisiete minutos.
Cuando todo el mundo hubo dejado de reír, hablaron de Wally, el compañero caído. También hablaron de las facturas, del crédito del banco y de su sombrío futuro. Oscar acabó proponiendo que lo olvidaran todo hasta el lunes siguiente.
—Ya se nos ocurrirá alguna cosa —dijo.
David y Rochelle se quedaron muy sorprendidos por lo amable y atento que se había vuelto. Era posible que el infarto y la posterior operación le hubieran dado conciencia de su propia mortalidad. El viejo Oscar habría maldecido a Figg por la inminente ruina del bufete, pero el nuevo parecía extrañamente optimista acerca de su situación.
Al cabo de una hora de la más agradable conversación que había conocido en el bufete, David dijo que tenía que marcharse. Su auxiliar jurídica lo esperaba con la cena y deseaba saber cómo había ido el juicio.