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Emma tuvo una mala noche, y sus padres se alternaron en turnos de una hora para cuidarla. Cuando Helen la dejó en manos de David, a las cinco y media, y se volvió a la cama aprovechó para anunciarle que su carrera como auxiliar jurídica había acabado, gracias a Dios. Había disfrutado con los almuerzos, pero de poco más. En cualquier caso, tenía una recién nacida de la que ocuparse. David se las arregló para tranquilizar a Emma con un biberón y mientras se lo daba se conectó a internet. El jueves, las acciones de Varrick habían cerrado a cuarenta dólares. Su constante alza durante la semana era una demostración más de que el juicio del caso Klopeck iba de mal en peor para la parte demandante y no hacían falta más pruebas. Luego, obedeciendo a su morbosa curiosidad, entró en el blog de Hung Juror. Este había escrito:

Las cosas siguen yendo de mal en peor para el difunto —y en estos momentos muy desacreditado— Percy Klopeck, en el que sin duda es el juicio más desequilibrado de la historia de Estados Unidos. A medida que la defensa de Varrick Labs aplasta al indefenso e incompetente abogado de Klopeck, uno no puede sino casi sentir lástima por ese pobre diablo. Casi, pero no del todo. La pregunta que pide a gritos una respuesta es cómo es posible que un caso tan poco fundamentado haya conseguido llegar a los tribunales y a manos de un jurado. ¡Que alguien me diga si esto no es un derroche de tiempo, dinero y talento! Talento al menos por parte de la defensa, porque talento es precisamente lo que falta en el otro lado de la sala, donde el despistado David Zinc ha optado por la original estrategia de intentar hacerse invisible. Todavía no ha repreguntado a un solo testigo, todavía no ha formulado la menor protesta y todavía no ha tomado la menor iniciativa para defender su caso. Se limita a quedarse sentado durante horas mientras finge tomar notas e intercambia mensajes con su nueva auxiliar jurídica, una tía buena con minifalda que se ha traído para que enseñe las piernas y distraiga la atención de los presentes del hecho de que la parte demandante tiene un caso sin fundamento y un pésimo abogado. El jurado no lo sabe, pero esa auxiliar jurídica es en realidad Helen Zinc, la esposa del idiota que se sienta delante de ella. Ese putón no solo no es auxiliar jurídica, sino que carece de conocimientos legales y experiencia ante los tribunales, de modo que encaja perfectamente entre los payasos de Finley & Figg. Su presencia es, sin duda, una astuta estratagema para atraer la mirada de los jurados varones y compensar así la imponente presencia de Nadine Karros, que con toda seguridad es la abogada más competente que este Hung Juror ha visto en acción ante un tribunal.

Confiemos en que este desgraciado asunto concluya hoy mismo y que el juez Seawright aplique las sanciones que corresponden por haber presentado tan frívolo caso.

David dio un respingo tan violento que estrujó sin querer a la pequeña Emma, la cual se olvidó por un momento de su biberón. David cerró el portátil y se maldijo por haber consultado aquel blog. Nunca más, juró, aunque no por primera vez.

Con un veredicto favorable prácticamente en la mano, Nadine Karros decidió ir un poco más allá. Su primer testigo del viernes por la mañana fue el doctor Mark Ulander, vicepresidente de Varrick y director del departamento de investigación. Los preliminares quedaron rápidamente establecidos con el guión que habían elaborado previamente. Ulander tenía tres títulos universitarios y había dedicado los últimos veinte años a supervisar el desarrollo de los miles de medicamentos que la empresa había producido. Del que más orgulloso se sentía era del Krayoxx. La empresa se había gastado cuatro mil millones de dólares antes de ponerlo en el mercado. Un equipo de treinta científicos había trabajado durante ocho años para perfeccionar el producto, asegurarse de que efectivamente reducía el colesterol, no correr riesgos con sus efectos secundarios y obtener finalmente el visto bueno del Departamento de Sanidad. Ulander detalló los rígidos procedimientos establecidos, no solamente para el Krayoxx, sino para todos los excelentes productos de la compañía. Varrick ponía en juego su reputación con cada producto que desarrollaba, y su excelencia estaba presente en todos y cada uno de los aspectos de su investigación. Bajo la hábil dirección de Nadine, el doctor Ulander trazó un impresionante cuadro de los diligentes esfuerzos de la empresa para producir el medicamento perfecto: el Krayoxx.

David, que no tenía nada que perder, decidió jugársela y unirse al baile. Empezó su turno de preguntas con un:

—Doctor Ulander, hablemos un momento de todas esas pruebas clínicas que acaba de mencionar.

El hecho de que David hubiera subido al podio pareció pillar desprevenido al jurado. Aunque solo eran las diez y cuarto, estaban listos para deliberar y marcharse a casa.

—¿Dónde se efectuaron las pruebas clínicas? —preguntó David.

—¿Del Krayoxx?

—No, de la aspirina infantil, si le parece. Pues claro que del Krayoxx.

—Desde luego. Lo siento. Tal como he dicho, dichas pruebas fueron extensivas.

—Ya lo hemos entendido, doctor Ulander. La pregunta es sencilla: ¿dónde se efectuaron dichas pruebas?

—Sí, bueno, las pruebas iniciales se hicieron con un grupo de sujetos con altos índices de colesterol en Nicaragua y Mongolia.

—Siga. ¿Dónde más?

—En Kenia y Camboya.

—¿Me está diciendo que Varrick se gastó cuatro mil millones de dólares para obtener dividendos en Mongolia y Kenia?

—No sabría qué contestar a eso, señor Zinc. No intervengo en cuestiones de marketing.

—De acuerdo. ¿Cuántas pruebas se realizaron aquí, en Estados Unidos?

—Ninguna.

—¿Cuántos medicamentos tiene Varrick en fase de prueba a fecha de hoy?

Nadine Karros se levantó y dijo:

—Protesto, señoría. La pregunta es irrelevante. Aquí no se debaten otros medicamentos.

El juez Seawright se rascó el mentón en ademán pensativo.

—Denegada. Veamos adónde nos conduce esto.

David no estaba seguro de adónde conducía, pero acababa de ganar su primera e insignificante victoria ante Nadine. Envalentonado, prosiguió.

—Puede, por favor, responder a la pregunta, doctor Ulander. ¿Cuántos medicamentos tiene actualmente Varrick en fase de prueba?

—Unos veinte, más o menos. Si me da un momento, se los puedo detallar.

—Veinte suena bien. Vamos a ahorrar un poco de tiempo. ¿Cuánto dinero se gastará Varrick este año en pruebas médicas para el desarrollo de todos sus medicamentos?

—Unos dos mil millones.

—El año pasado, en 2010, ¿qué porcentaje de las ventas de Varrick correspondió a mercados extranjeros?

Ulander se encogió de hombros con expresión de perplejidad.

—No lo sé, tendría que mirar los números del balance.

—Usted es actualmente el vicepresidente de la empresa y lo ha sido durante los últimos dieciséis años, ¿no?

—Así es.

David cogió una delgada carpeta y pasó unas hojas.

—Este es el último balance de Varrick, y aquí pone claramente que el ochenta y dos por ciento de las ventas de la empresa se produjeron en el mercado estadounidense. ¿Lo ha visto?

—Desde luego que sí.

—Protesto, señoría —dijo Nadine Karros, poniéndose en pie—. Aquí no estamos para debatir el balance de mi cliente.

—Denegada. Los balances de su cliente se hacen públicos y, por lo tanto, son objeto de interés general.

Otra insignificante victoria. David sintió por segunda vez la excitación de intervenir en un juicio.

—¿La cifra del ochenta y dos por ciento le parece correcta, doctor Ulander?

—Si usted lo dice…

—No lo digo yo, señor, es la que figura en el balance publicado.

—Muy bien, pues que sea el ochenta y dos por ciento.

—Gracias. ¿Cuántas pruebas de los veinte medicamentos que están desarrollando actualmente se llevarán a cabo en Estados Unidos?

El testigo apretó los dientes, tensó la mandíbula y contestó:

—Ninguna.

—¡Ninguna! —repitió David mientras se volvía y miraba al jurado. Algunos rostros denotaban interés. Hizo una breve pausa y prosiguió—: Así pues, Varrick obtiene el ochenta y dos por ciento de sus beneficios en este país y, sin embargo, prueba sus medicamentos en lugares como Nicaragua, Camboya y Mongolia. ¿Por qué razón, doctor Ulander?

—Es muy sencillo, señor Zinc. Las regulaciones y la normativa de este país estrangulan la investigación y el desarrollo de nuevos medicamentos, dispositivos y procedimientos.

—Estupendo, así pues está echando la culpa al gobierno por tener que probar sus medicamentos con personas de países lejanos.

Nadine se puso rápidamente en pie.

—Protesto, señoría. Ese comentario es una deformación de lo que ha contestado el testigo.

—Denegada. El jurado ha podido oír lo que ha dicho el testigo. Prosiga, señor Zinc.

—Gracias, señoría. Doctor Ulander, le ruego que conteste la pregunta.

—Lo siento, ¿cuál era su pregunta?

—¿Declara que el motivo de que su empresa lleve a cabo las pruebas clínicas de sus medicamentos en otros países se debe al exceso de regulaciones que hay en nuestro país?

—Sí, ese el motivo.

—¿Y no es verdad que Varrick prueba sus medicamentos en países en vías de desarrollo porque de ese modo no tiene que enfrentarse a la amenaza de una demanda si las cosas se tuercen?

—No, en absoluto.

—¿Y no es verdad que Varrick prueba sus medicamentos en países en vías de desarrollo porque de ese modo le resulta mucho más fácil encontrar individuos dispuestos a ser conejillos de Indias a cambio de unos pocos dólares?

Se oyó un clamor a espaldas de David cuando todo el equipo de la defensa reaccionó. Nadine saltó:

—¡Protesto, señoría!

—Aclare el motivo de su protesta —declaró con tranquilidad el juez Seawright, apoyado sobre sus codos.

Por primera vez, Nadine Karros tuvo que hacer un esfuerzo para hallar las palabras adecuadas.

—Bueno, para empezar protesto porque las preguntas son irrelevantes. Lo que mi cliente haga con otros medicamentos es algo que no compete a este caso.

—Esa protesta ya la he denegado, señorita Karros.

—Y también protesto por la utilización por parte del demandante del término «conejillo de Indias».

La expresión podía ser claramente objeto de protesta, pero se trataba de un término de uso corriente que se ajustaba perfectamente a lo descrito. Seawright lo meditó un momento mientras las miradas se centraban en su persona. David observó a los miembros del jurado y vio que algunos sonreían.

—Protesta denegada. Prosiga, señor Zinc.

—¿En 1998 usted supervisaba toda la investigación de Varrick?

—Sí —contestó el doctor Ulander—. Como he dicho, ese ha sido mi trabajo durante los últimos veintidós años.

—Gracias. ¿Sería tan amable de confirmarme si Varrick Labs hizo pruebas médicas con un producto llamado Amoxitrol?

Ulander lanzó una mirada de terror a la mesa de la defensa, donde varios abogados de Varrick lucían idéntica expresión de pánico. Nadine Karros saltó una vez más para manifestar su disconformidad.

—¡Señoría, protesto! Ese medicamento no es lo que se debate aquí. Su historial carece completamente de relevancia.

—¿Señor Zinc?

—Señoría, ese medicamento tiene una pésima historia, y no culpo a Varrick por querer ocultarla.

—Señor Zinc, ¿sería usted tan amable de aclararme por qué deberíamos hablar de otros medicamentos?

—Verá, señoría, tengo la impresión de que el testigo ha convertido la reputación de la empresa en un hecho relevante. Ha testificado durante sesenta y cuatro minutos y ha dedicado la mayor parte de ese tiempo a convencer al jurado de que su empresa da gran importancia a las pruebas clínicas. Me gustaría ahondar un poco en la cuestión porque me parece sumamente importante y creo que al jurado le resultará muy interesante.

Nadine replicó en el acto:

—Señoría, este juicio se ocupa de un medicamento llamado Krayoxx y de nada más. Cualquier otra cosa no es más que marear la perdiz.

—Sin embargo, tal como el señor Zinc ha subrayado con acierto, usted ha puesto el acento en la reputación de la empresa, señorita Karros. Nadie le pidió que lo hiciera, pero usted abrió esa puerta. Protesta denegada. Prosiga, señor Zinc.

La puerta estaba efectivamente abierta, y el historial de Varrick se había convertido en un blanco legítimo.

David no sabía cómo lo había logrado, pero no por ello estaba menos emocionado. Sus dudas se habían esfumado. El miedo atenazante había desaparecido. Allí estaba, de pie y solo contra uno de los grandes. Y marcando goles. La hora del espectáculo.

—Le he preguntado por el Amoxitrol, doctor Ulander. Sin duda lo recordará.

—Lo recuerdo.

Hizo un gesto elegante hacia el jurado y dijo:

—¿Sería tan amable de explicarle al jurado la historia de ese medicamento?

Ulander se encogió visiblemente en el estrado y volvió a mirar a la defensa en busca de ayuda. Luego empezó a hablar a regañadientes y con frases muy cortas.

—El Amoxitrol se desarrolló como píldora abortiva.

David decidió echarle una mano.

—Una píldora abortiva que podía tomarse un mes después de la concepción, una especie de versión extendida de la llamada «píldora del día después», ¿no?

—Más o menos.

—¿Con eso quiere decir sí o no?

—Quiero decir sí.

—Lo que el Amoxitrol hacía era básicamente disolver el feto, cuyos restos eran eliminados junto con otros residuos corporales. ¿Es eso correcto, doctor?

—Es una forma simplificada de explicarlo, pero sí, eso es lo que se suponía que debía hacer.

Con siete católicos entre los miembros del jurado, David no tuvo que mirarlos para ver cómo recibían la noticia.

—¿Hicieron ustedes pruebas clínicas con el Amoxitrol?

—Las hicimos.

—¿Y dónde las hicieron?

—En África.

—¿En qué lugar de África?

Ulander alzó los ojos al cielo e hizo una mueca.

—Yo… No sé… Tendría que comprobarlo.

David caminó lentamente hasta su mesa, cogió unos papeles y sacó una carpeta. La abrió, pasó las páginas mientras regresaba al podio y preguntó como si estuviera leyendo un informe: —¿En qué tres países africanos llevó a cabo Varrick las pruebas del Amoxitrol?

—En Uganda seguro. No recuerdo…

—¿Le suenan Uganda, Botsuana y Somalia? —preguntó David.

—Sí.

—¿Cuántas mujeres africanas utilizaron en sus estudios?

—¿No tiene las cifras ahí, señor Zinc?

—¿El número de cuatrocientas le parece correcto, doctor Ulander?

—Sí.

—¿Y cuánto dinero pagó Varrick a cada mujer africana embarazada para que abortara con una de sus píldoras?

—Seguro que tiene la cantidad en esa carpeta, señor Zinc.

—¿Le suenan cincuenta dólares por feto?

—Supongo.

—No suponga, doctor Ulander. Tengo el informe aquí mismo.

Pasó una hoja y se tomó su tiempo para que aquella patética cuantía calara entre los miembros del jurado. Nadine Karros se levantó una vez más.

—Señoría, protesto. El informe que está utilizando el señor Zinc no figura entre las pruebas aportadas. Yo no lo he visto.

—Estoy seguro de que sí lo ha visto, señoría —interrumpió David—. Es más, no me cabe duda de que todos los peces gordos de Varrick lo han leído.

—¿A qué informe se refiere, señor Zinc? —quiso saber Seawright.

—Se trata de una investigación realizada en el año 2002 por la Organización Mundial de la Salud. Sus especialistas siguieron la pista de las principales empresas farmacéuticas del mundo e investigaron cómo utilizan cobayas humanos en países pobres para probar medicamentos que después venderán en los países ricos.

El juez levantó ambas manos.

—Ya es suficiente, señor Zinc. No puede utilizar ese informe si no ha sido aportado como prueba.

—No lo estoy utilizando como prueba, señoría, sino para recusar al testigo y poner en duda la excelente reputación de su maravillosa empresa.

A esas alturas, David no sentía la menor necesidad de medir sus palabras. ¿Qué podía perder?

El juez Seawright frunció el entrecejo y se rascó el mentón un poco más, claramente dubitativo.

—Usted dirá, señorita Karros —dijo.

—Señoría, la acusación está extrayendo hechos de un informe que el jurado no podrá ver a menos que sea admitido como prueba —declaró, claramente nerviosa pero sin perder la compostura.

Seawright se volvió hacia David.

—Vamos a hacer lo siguiente, señor Zinc. Podrá utilizar ese informe solo con propósitos recusatorios, pero debe trasladar la información de modo exacto y fidedigno y no adaptarla en lo más mínimo a sus propósitos. ¿Me ha entendido?

—Perfectamente, señoría. ¿Desea tener una copia del informe?

—No me vendría mal.

David volvió a su mesa, cogió dos carpetas y mientras cruzaba la sala dijo:

—Tengo aquí otra copia para Varrick, aunque estoy convencido de que ya conoce el informe y de que sin duda lo tiene guardado bajo llave.

—¡Ya basta de comentarios fuera de lugar, señor Zinc! —le espetó Seawright.

—Pido disculpas, señoría —dijo David, que le entregó una copia y a continuación dejó otra en la mesa de Nadine Karros. Regresó al podio, consultó un momento sus notas y miró fijamente a Ulander—. Veamos, doctor, volviendo al Amoxitrol, cuando su empresa llevó a cabo las pruebas ¿se preocupó de la edad que tenían aquellas mujeres africanas embarazadas?

Durante unos segundos, Ulander fue incapaz de articular palabra.

—Estoy seguro de que sí —farfulló al cabo de un momento.

—Estupendo. Así pues, ¿cuántos años debían tener aquellas mujeres para ser consideradas demasiado jóvenes según ustedes, doctor Ulander? ¿Qué criterio aplicaba Varrick en la cuestión de la edad?

—Era necesario que las sujetos tuvieran al menos dieciocho años.

—¿Ha visto alguna vez este informe, doctor?

Ulander miró con desesperación a Nadine Karros que, junto con el resto de su equipo, evitaba mirar a los ojos de los presentes. Al fin se volvió y pronunció un poco convincente «no».

El jurado número treinta y siete, un varón negro de cincuenta y dos años soltó un bufido para que fuera oído por todos. Sonó como algo parecido a la palabra «mierda».

—¿No es cierto, doctor Ulander, que se administró Amoxitrol a jóvenes embarazadas menores de catorce años para que abortaran? Página veintidós, señoría, segunda columna, último párrafo.

Ulander no contestó.

Reuben Massey estaba sentado en la primera fila de los bancos de la defensa, junto a Judy Beck. Como veterano que era de las guerras de acciones conjuntas sabía que resultaba crucial mantener una apariencia de absoluta calma y confianza en uno mismo. Sin embargo, la furia lo consumía por dentro. Deseaba agarrar a Nadine Karros por el cuello y estrangularla. ¿Cómo podía estar ocurriendo todo aquello? ¿Cómo era posible que aquella puerta no solo se hubiera entreabierto, sino que la hubieran derribado de una patada?

Varrick habría podido ganar un juicio sumario sin ninguna dificultad, y él estaría a salvo en la central, saboreando tranquilamente la victoria en su despacho y moviendo los hilos para volver a poner el Krayoxx en el mercado. Sin embargo, allí estaba, viendo como un novato sin experiencia arrastraba a su querida empresa por el fango.

El novato sin experiencia siguió presionando.

—Dígame, doctor Ulander, ¿el Amoxitrol llegó a comercializarse?

—No.

—Como medicamento tenía ciertos problemas, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Cuáles eran sus principales efectos secundarios?

—Náuseas, mareos, dolores de cabeza y desmayos. Sin embargo, eso es habitual en la mayoría de anticonceptivos de emergencia.

—No ha mencionado las hemorragias abdominales, ¿verdad, doctor Ulander? Sin duda se le habrá olvidado.

—Hubo hemorragias abdominales y fueron la razón de que pusiéramos fin a las pruebas clínicas.

—Las interrumpieron muy rápidamente, ¿no, doctor? En realidad, las pruebas finalizaron a los noventa días de haber empezado.

—Sí.

David hizo una breve pausa para aumentar el efecto dramático que se avecinaba. La siguiente pregunta fue la más brutal. La sala estaba sumida en un silencio absoluto.

—Dígame, doctor Ulander, de la muestra de mujeres embarazadas que participaron en las pruebas, ¿cuántas murieron a causa de dichas hemorragias?

El testigo se quitó las gafas, las dejó en el regazo y se frotó los ojos. Luego miró a Reuben Massey, apretó los dientes y se dirigió al jurado.

—Tuvimos noticia de once muertes.

David inclinó la cabeza brevemente. Dejó un montón de papeles en su mesa y cogió otro juego. Ignoraba hasta dónde podría llegar, pero no estaba dispuesto a rendirse hasta que lo obligaran a ello. Regresó al podio, ordenó unas hojas y, con toda su parsimonia, dijo:

—Bien, doctor Ulander, hablemos ahora de otros medicamentos que Varrick sí comercializó.

Nadine se levantó rápidamente.

—Protesto, señoría, por lo mismo que antes.

—Protesta denegada por la misma razón, señorita Karros.

—En ese caso, señoría, ¿podríamos tener un breve receso?

Eran casi las once y pasaba media hora del habitual descanso de las diez y media. Seawright miró a David y le preguntó:

—¿Falta mucho, señor Zinc?

David alzó las manos sin soltar su libreta de notas.

—Caramba, señoría, no lo sé. Tengo una lista muy larga de medicamentos peligrosos.

—Quiero verlos a los dos en mi despacho para hablar de ello. Receso de quince minutos.