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Exactamente a las nueve de la mañana del jueves, el alguacil llamó la atención de los presentes y ordenó que se pusieran en pie ante la entrada de su señoría.

—Prosiga, señor Zinc —ordenó bruscamente Seawright cuando el jurado estuvo en su lugar.

David se levantó y anunció:

—Señoría, el demandante ha concluido.

El juez no pareció sorprenderse en absoluto.

—¿Ha perdido algún otro testigo, señor Zinc?

—No, señoría, simplemente se nos han acabado.

—Muy bien. ¿Desea presentar alguna moción, señorita Karros?

—No, señoría, estamos preparados para seguir.

—Ya me lo imaginaba. Llame a su primer testigo.

David también lo sospechaba. Se había permitido el lujo de soñar con que el juicio acabaría rápidamente esa misma mañana, pero estaba claro que Nadine y su cliente habían olido la sangre. A partir de ese momento le quedaba poco por hacer, salvo escuchar y contemplar la actuación de una verdadera especialista en tribunales.

—La defensa llama al doctor Jesse Kindorf.

David observó al jurado y vio que varios de sus miembros sonreían. Estaban a punto de conocer a una celebridad.

Jesse Kindorf era ex secretario de salud del gobierno de Estados Unidos. Había estado seis años en el cargo y su mandato fue brillantemente controvertido. En ese tiempo se dedicó a perseguir a las compañías tabaqueras, a celebrar conferencias multitudinarias en las que denunció el contenido en calorías y grasas de la comida rápida tradicional y a condenar públicamente algunas de las marcas de más reputación de Estados Unidos, empresas que eran abiertamente culpables de producir y comercializar en masa productos alimenticios muy adulterados. Durante el tiempo en que estuvo ejerciendo se propuso combatir la mantequilla, el queso, los huevos, la carne roja, el azúcar, los refrescos y el alcohol, pero el mayor alboroto lo organizó cuando se le ocurrió sugerir que se prohibiera el café. Kindorf disfrutaba siendo el centro de atención, y con su apostura, su complexión atlética y agudeza no tardó en convertirse en el secretario de salud más famoso de la historia. Y por si fuera poco, era un conocido cardiólogo de Chicago. El hecho de que se hubiera pasado al campo contrario y estuviera dispuesto a testificar a favor de una de las empresas farmacéuticas más importantes del mundo constituía para el jurado una señal inequívoca de que creía en los beneficios del Krayoxx.

Ocupó su lugar en el estrado y dedicó su mejor sonrisa al jurado, su jurado. Nadine empezó entonces el largo y tedioso proceso de repasar su currículo para acreditar su condición de experto. David se puso rápidamente en pie y dijo con voz muy clara:

—Señoría, la defensa no tiene inconveniente en reconocer que el doctor Kindorf es un experto en el campo de la cardiología.

Nadine se volvió y le sonrió.

—Muchas gracias.

—Muy amable, señor Zinc —masculló Seawright.

Lo esencial del testimonio de Kindorf fue que había recetado Krayoxx a cientos de pacientes a lo largo de los últimos años sin que ninguno de estos sufriera efectos secundarios perniciosos. El medicamento había funcionado perfectamente en el noventa por ciento de los casos y bajaba los niveles de colesterol de un modo espectacular. Su madre de noventa años tomaba Krayoxx, o al menos lo había tomado hasta que las autoridades sanitarias lo habían retirado del mercado.

La auxiliar de la defensa escribió una nota y se la pasó a su jefe. «¿Te imaginas lo que le habrán pagado?»

David respondió al dorso como si estuvieran discutiendo un fallo flagrante en el testimonio: «Una pasta».

Nadine Karros y el doctor Kindorf se enfrascaron en una impecable ronda de lanzamientos de pelota. Ella le tiró todo tipo de bolas fáciles, y él las bateó todas fuera del campo. Al jurado le faltó poco para ponerse a aplaudir.

Cuando el juez Seawright dijo: «Es su turno de preguntas, señor Zinc», David se levantó educadamente y respondió: «No tengo preguntas, señoría».

Para ganarse el favor de los miembros negros del jurado, Nadine llamó al doctor Thurston, un elegante y distinguido caballero de color que lucía una pulcra barba gris y un traje bien cortado. El doctor Thurston también ejercía en Chicago y era el médico más veterano de un equipo formado por treinta y cinco cardiólogos y cirujanos cardiovasculares. En su tiempo libre daba clases en la facultad de medicina de la Universidad de Chicago. Para acelerar los trámites, David admitió de antemano sus credenciales. El doctor Thurston y su grupo habían recetado Krayoxx a decenas de miles de pacientes a lo largo de los últimos seis años, con resultados espectaculares y ningún efecto contrario. En su opinión, el medicamento era perfectamente inocuo. De hecho, tanto él como sus colegas lo consideraban prácticamente un producto milagroso. Su ausencia en el mercado era motivo de profundo disgusto y, sí, tenía intención de volver a recetarlo tan pronto volvieran a autorizarlo. Incluso reveló al jurado que él mismo llevaba tomándolo desde hacía cuatro años.

Para llamar la atención de la única mujer hispana del jurado, la defensa llamó a la doctora Roberta Seccero, cardióloga e investigadora de la clínica Mayo de Rochester. David dio nuevamente luz verde a sus credenciales, y la doctora Seccero, como era previsible, cantó cual canario en primavera. Sus pacientes eran principalmente mujeres, y el fármaco lo hacía todo salvo lograr que adelgazaran. No había el menor indicio estadístico de que aquellas que lo tomaban sufrieran más infartos o embolias que las que no. Ella y sus colegas lo habían investigado en profundidad y no tenían ninguna duda. En sus veinticinco años como cardióloga, nunca había visto un medicamento más seguro y más eficaz.

El arcoíris se completó cuando la señorita Karros hizo subir al estrado a un joven médico coreano de San Francisco que, curiosamente, guardaba un sorprendente parecido con el jurado número diecinueve. El doctor Pang apoyó con entusiasmo el Krayoxx y manifestó su disconformidad por el hecho de que lo hubieran retirado del mercado. Lo había recetado a cientos de pacientes y siempre con resultados extraordinarios.

David tampoco interrogó al doctor Pang. No estaba dispuesto a encararse con ninguna de aquellas renombradas lumbreras. ¿Qué podía hacer, discutir de criterios médicos con las principales eminencias del país? No señor. Permaneció sentado sin quitar ojo a su reloj, que parecía funcionar mucho más despacio que de costumbre.

No tenía la menor duda de que, si uno de los miembros del jurado hubiera sido lituano, Nadine se habría sacado de la manga un experto de dicha nacionalidad con unas credenciales impecables.

El quinto testigo era la cardióloga jefe de la facultad de medicina Feinberg de la Universidad Northwestern. Se llamaba Parkin, y su testimonio fue un tanto distinto. La habían contratado para que realizara un estudio exhaustivo del historial médico de Percy Klopeck. Había revisado sus antecedentes desde los doce años y los de sus parientes hasta donde le había sido posible, asimismo había hablado con los compañeros de trabajo y amigos que se habían mostrado dispuestos a cooperar. En el momento de su fallecimiento, Percy tomaba Prinzide y Levatol para la hipertensión, insulina para su diabetes crónica, Bexnin para la artritis, Plavix como anticoagulante sanguíneo, Colestid para la arterioesclerosis y Krayoxx para el colesterol. El Xanax era su píldora de la felicidad favorita, que solía sustraer a sus amigos, a Iris o que compraba en internet y que, a decir de un compañero de trabajo, utilizaba diariamente para combatir el estrés que le producía la vida con «esa mujer». También consumía de vez en cuando Fedamin, un supresor del apetito que se vendía sin receta y con el que se suponía que comía menos. Había fumado durante veinte años, pero había logrado dejarlo a los cuarenta y uno con la ayuda de Nicotrex, un chicle aderezado con nicotina famoso por crear adicción. Lo masticaba sin parar y consumía unos tres paquetes diarios. A tenor del análisis de sangre que se había hecho poco antes de morir, su hígado parecía funcionar por debajo de lo normal. A Percy le gustaba la ginebra y, tal como mostraban los recibos a los que Nadine había tenido acceso, compraba al menos una botella a la semana en Bilbo’s Spirits de Stanton Avenue, situado a cinco manzanas de su casa. Por si lo anterior fuera poco, Percy sufría de frecuentes dolores de cabeza matinales y tenía un par de grandes frascos de ibuprofeno en el desordenado cajón de su mesa de trabajo.

Cuando la doctora Parkin acabó su prolijo relato de las costumbres y estado de salud de Percy se hizo patente que era terriblemente injusto atribuir su muerte a un solo medicamento. Dado que no había habido autopsia —Iris estaba demasiado alterada para oír hablar de ella—, tampoco había evidencia de que hubiera muerto por un ataque al corazón. Su fallecimiento podría haber sido causado por la clásica y conceptualmente muy amplia «parada respiratoria».

Wally y Oscar habían hablado de exhumar el cuerpo para tener una idea más precisa de lo que había matado a Percy, pero Iris se puso como una fiera. Además, la exhumación, la autopsia y el posterior entierro costaban casi diez mil dólares. Oscar se había negado en redondo a aprobar semejante gasto.

En opinión de la doctora Parkin, Percy Klopeck había fallecido joven porque estaba predispuesto genéticamente a una muerte temprana y resultaba innegable que su estilo de vida la había hecho mucho más probable. También declaró que resultaba imposible predecir cuáles eran los efectos acumulativos de tan abrumadora medicación.

Pobre Percy, pensó David. Había vivido una vida corta y aburrida y fallecido tranquilamente mientras dormía, sin saber que algún día un montón de especialistas analizarían sus costumbres y sus dolencias ante un tribunal.

El testimonio de la doctora Parkin resultó devastador, y David no se vio con fuerzas para debatir ninguna de sus conclusiones en su turno de preguntas. A las doce y media, Seawright declaró un receso hasta las dos de la tarde. David y Helen salieron a toda prisa del tribunal y disfrutaron de una larga y agradable comida. David pidió una botella de vino, y Helen, que casi nunca bebía, se tomó una copa. Brindaron por Percy, para que descansara en paz.

En la inexperta opinión de David, Nadine y la defensa tuvieron un ligero tropiezo con el primer testigo de la tarde, el doctor Litchfield, cardiólogo y cirujano vascular de la mundialmente famosa clínica Cleveland, donde tenía consulta, investigaba y daba clases. Le correspondió la aburrida tarea de explicar a los miembros del jurado el último ecocardiograma de Percy, el mismo vídeo que en manos de Borzov los había sumido en un profundo sopor. Nadine, que intuía que un nuevo pase no sería bien recibido, apretó el acelerador y optó por una versión abreviada. La cuestión principal que destacó fue que no había reducción en el retorno de la válvula mitral y que el ventrículo izquierdo no estaba dilatado. Suponiendo que el paciente hubiera fallecido realmente de un ataque al corazón, su causa era imposible de determinar.

Resumen: Borzov era idiota.

David tuvo una rápida visión de Wally, tendido cómodamente en una cama, vestido con un camisón, un pijama o lo que fuera de rigor en Harbor House, sobrio, tranquilo gracias a un sedante, leyendo o quizá solo contemplando el lago Michigan, con sus pensamientos a miles de kilómetros de la carnicería de la sala 2314. Sin embargo, la culpa de todo aquello era suya. Durante los meses que había recorrido Chicago, visitando funerarias de segunda, repartiendo folletos en gimnasios y tugurios de comida rápida, nunca, jamás, se había detenido a estudiar la farmacología ni la fisiología del Krayoxx ni el supuesto daño que causaba en las válvulas cardíacas. Había dado por supuesto alegremente que el medicamento tenía efectos perniciosos y, espoleado por tipos espabilados como Jerry Alisandros y otras estrellas de las acciones conjuntas, se había subido al carro y empezado a contar el dinero antes de hora. ¿Acaso en esos momentos, mientras descansaba en rehabilitación, pensaba en el juicio, en el caso del que había tenido que hacerse cargo mientras él y Oscar se lamían las heridas? David llegó a la conclusión de que no, de que Wally no se preocupaba lo más mínimo por el juicio y de que tenía asuntos más importantes que atender: la sobriedad, la bancarrota, el trabajo y el bufete.

El siguiente testigo fue un profesor e investigador médico de Harvard que había estudiado el Krayoxx y escrito un artículo definitivo en el New England Journal of Medicine. David logró despertar unas risas contenidas cuando dio por bueno el currículo del médico.

—Señoría, si estudió en Harvard, estoy seguro de que sus credenciales serán impecables —declaró—. Tiene que ser un fuera de serie.

Afortunadamente, el jurado no había sido informado de que David se había graduado en la facultad de derecho de Harvard, de lo contrario la agudeza podría haberse vuelto en su contra. Los graduados de Harvard que presumían de serlo no solían ser bien vistos en Chicago.

«Bonita tontería», decía la nota de su auxiliar.

David no contestó. Eran casi las cuatro de la tarde y solo deseaba marcharse. El profesor parloteaba sobre sus métodos de investigación. Ni uno solo de los miembros del jurado lo escuchaba. La mayoría de ellos parecían en estado de muerte cerebral y completamente anonadados por aquella inútil demostración de responsabilidad cívica. Si eso era lo que fortalecía la democracia, que Dios nos librara.

David se preguntó si los miembros del jurado ya estarían debatiendo el caso entre ellos. Todas las mañanas y todas las tardes, el juez Seawright les lanzaba las mismas advertencias sobre contactos indebidos, la prohibición de leer nada del caso en los periódicos o en internet, y la necesidad de abstenerse de hacer comentarios hasta que todas las pruebas hubieran sido presentadas. Había numerosos estudios que trataban del comportamiento de los jurados, la dinámica de las decisiones en grupo y esas cosas, y casi todos ellos concluían que los jurados no podían evitar hablar entre ellos de los abogados, de los testigos e incluso del juez; que tendían a formar parejas, a establecer lazos de camaradería, a dividirse en función de sus clichés y prejuicios y, en general, a sacar conclusiones de forma prematura. Pocas veces lo hacían como grupo y lo más corriente era que se ocultaran mutuamente sus pequeños conciliábulos.

David desconectó de su compañero de Harvard, buscó una hoja concreta de su libreta y reanudó el borrador de la carta que había dejado a medias.

Apreciado señor… y señor…:

Represento a la familia de Thuya Khaing, el hijo de cinco años de un matrimonio de inmigrantes birmanos que viven en este país legalmente.

Desde el 20 de noviembre del pasado año hasta el 19 de mayo del actual, Thuya estuvo ingresado en el hospital infantil Lakeshore de Chicago. Había ingerido una dosis casi letal de plomo y en más de un momento consiguió sobrevivir únicamente gracias a que estaba conectado a una máquina de respiración asistida. Según sus médicos —adjunto con la presente un resumen de su diagnóstico—, Thuya sufre daños cerebrales graves e irreversibles. A pesar de que cabe la posibilidad de que viva hasta los veinte, su esperanza de vida es de unos pocos años más.

El origen del plomo ingerido por Thuya es un juguete fabricado en China e importado por una empresa de la que ustedes son propietarios, Gunderson Toys. Se trata de un juguete de Halloween llamado Nasty Teeth. A decir del doctor Biff Sandroni, un reconocido toxicólogo del que seguramente habrán oído hablar, esos dientes y colmillos falsos están recubiertos por pinturas de distintos colores ricas en plomo. Les adjunto también una copia del informe del doctor Sandroni que sin duda les interesará leer.

También acompaña esta carta una copia de la demanda que dentro de poco interpondré contra Sonesta Games ante el tribunal federal de Chicago.

Si están dispuestos a hablar…

—¿Desea repreguntar, señor Zinc? —lo interrumpió Seawright.

David se levantó rápidamente y respondió:

—No, señoría.

—Muy bien. Son las cinco y cuarto. Vamos a aplazar la vista hasta mañana a las nueve con las mismas instrucciones para el jurado.

Wally estaba en una silla de ruedas, vestido con un albornoz blanco y con los rollizos pies metidos en unas zapatillas de lona barata. Un ordenanza lo llevó hasta la sala de visitas donde David lo esperaba, de pie, mientras contemplaba la negrura del lago Michigan. El ordenanza salió, y se quedaron solos.

—¿Por qué vas en silla de ruedas? —le preguntó David, dejándose caer en el sofá.

—Es porque estoy sedado —contestó Wally en voz baja—. Durante un par de días me dan no sé qué pastillas para facilitar las cosas. Si intentara ponerme de pie, podría caerme y romperme la cabeza o algo así.

Habían pasado veinticuatro horas de una borrachera de tres días y seguía con muy mal aspecto. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, así como una expresión de tristeza y derrota en el rostro. También necesitaba un corte de pelo.

—¿No tienes curiosidad por el juicio, Wally?

Se produjo una pausa mientras este procesaba la pregunta.

—Sí, he pensado en él.

—¿Que has pensado en él, dices? ¡Vaya, qué amable por tu parte! Mañana deberíamos acabar, y digo nosotros porque en nuestro lado de la sala solo estamos yo y mi encantadora mujer, que se hace pasar por auxiliar jurídica y está cansada de contemplar cómo a su marido le patean el culo y de ver a la panda de tipos vestidos de negro que revolotean alrededor de Nadine Karros que, créeme, aún está mejor de lo que dicen por ahí.

—¿El juez no va a continuar con el caso?

—¿Por qué debería, Wally? Continuar hasta cuándo y por qué. ¿Qué más podríamos haber hecho con otros treinta o sesenta días? ¿Salir en busca de un verdadero abogado que se hiciera cargo del caso? La conversación podría ser más o menos esta: «Eso es, señor, le prometemos cien mil dólares y la mitad de nuestra parte si entra en la sala con un montón de pruebas dudosas, un cliente poco dispuesto y un juez menos dispuesto aún, para que se enfrente a un equipo de defensa que no solo tiene talento, sino medios ilimitados, y que representa a una empresa grande y poderosa». Dime, ¿a quién le lanzarías esa bola, Wally?

—Pareces enfadado, David.

—No, Wally, no es enfado, es solo la necesidad de despotricar, de protestar, de soltar presión.

—Pues adelante.

—Pedí un aplazamiento y creo que Seawright lo habría considerado, pero ¿de qué habría servido? Nadie es capaz de decir cuándo estarás en condiciones de volver; y en cuanto a Oscar, la respuesta es que seguramente nunca. Así pues, acordamos seguir adelante y acabar de una vez.

—Lo lamento, David.

—Y yo. Me siento como un idiota, allí sentado sin tener pruebas ni testigos, sin tener ni idea, sin armas, sin nada con que luchar. Es muy frustrante.

Wally inclinó la cabeza hasta que apoyó la barbilla contra el pecho, como si estuviera a punto de echarse a llorar.

—Lo siento…, lo siento… —farfulló.

—Está bien. Yo también lo siento. No he venido a echarte la culpa, ¿vale? He venido a ver cómo estabas. Me tenías preocupado, lo mismo que a Rochelle y a Oscar. Estás enfermo y deseamos ayudarte.

Cuando Wally alzó la vista tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaban los labios al hablar.

—No puedo seguir así, David. Pensé que me lo había quitado de encima, te lo juro. Llevaba seco un año, dos semanas y dos días y, de repente, no sé qué ocurrió. Estábamos en el tribunal el lunes por la mañana. Yo me sentía más nervioso que nunca, la verdad es que estaba muerto de miedo. Entonces me invadió el irresistible deseo de beber. Recuerdo que pensé, ya sabes, que un par de copas no me harían ningún daño. Un par de cervezas y todo arreglado, pero el alcohol es un gran mentiroso, es un monstruo muy peligroso. Tan pronto como Seawright declaró el receso para comer, salí y encontré un pequeño bar con el rótulo luminoso de una marca de cerveza. Me senté a una mesa, pedí un sándwich y me bebí tres cervezas. No solo me supieron de maravilla, sino que me sentí aún mejor. Cuando volví al tribunal recuerdo que pensé que podía conseguirlo, ya sabes, que podía tomarme un par de cervezas y controlarlo, que lo había superado. Mírame ahora, de nuevo en rehabilitación y más asustado que un conejo.

—¿Dónde tienes el coche, Wally?

Lo meditó un buen rato hasta que al final se rindió.

—No tengo la menor idea porque ni recuerdo las veces que perdí el conocimiento.

—No te preocupes, yo me encargaré de encontrarlo.

Wally se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y se limpió la nariz con la manga.

—Lo siento, David. Creí que teníamos una oportunidad.

—Nunca tuvimos una oportunidad, Wally. Ese medicamento no tiene nada malo. Nos unimos a una carrera que no llevaba a ninguna parte y no nos dimos cuenta hasta que fue demasiado tarde.

—Pero el juicio no ha terminado, ¿verdad?

—El juicio ha terminado aunque los abogados sigan haciendo su trabajo. Mañana el jurado tendrá la última palabra.

Nadie dijo nada durante unos minutos. Los ojos de Wally se despejaron, pero seguía sin atreverse a mirar a David.

—Gracias por venir —dijo finalmente—. Gracias por ocuparte de mí, de Oscar y de Rochelle. Confío en que no nos dejarás.

—No hablemos de eso ahora. Por el momento desintoxícate y ponte bien. Vendré a verte la semana que viene y después celebraremos una reunión del bufete y tomaremos algunas decisiones.

—Me gusta eso. Otra reunión del bufete.