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Tras un día duro en el tribunal, Helen no estaba de humor para cocinar. Recogió a su hija en casa de su hermana, en Evanston, le dio las gracias efusivamente, le prometió que le daría el parte más tarde y corrió en busca del restaurante de comida rápida más próximo. Emma, que dormía en cualquier clase de vehículo más plácidamente que en su cuna, dormitó tranquilamente mientras su madre encargaba la comida desde el coche y pedía más hamburguesas y patatas fritas de lo habitual porque tanto ella como David estaban hambrientos. Llovía y los días de finales de octubre empezaban a acortarse.

Helen se dirigió a casa de los Khaing, en Rogers Park, y cuando llegó se encontró con que David ya estaba allí. El plan de ambos era una cena rápida y volver a casa para acostarse temprano, siempre que Emma se lo permitiera. David no tenía más testigos que presentar por parte de la acusación y no sabía qué podía esperar de Nadine Karros. Durante la fase de apertura del caso, la defensa había aportado una lista de veintisiete testigos expertos, y él había leído sus respectivos informes. Solo Nadine sabía cuántos iba a llamar al estrado y en qué orden. David tenía poco más que hacer salvo escuchar, protestar de vez en cuando, pasar notas a su atractiva auxiliar e intentar dar la impresión de que sabía lo que hacía. Según un amigo de la facultad que era litigante en un bufete de Washington, era probable que la defensa optara por un juicio sumario, convenciera a Seawright de que la parte demandante no había logrado presentar un caso con el debido fundamento y ganara el juicio sin necesidad de llamar a declarar a uno solo de sus expertos. «Mañana podría haber acabado», dijo sentado en su coche en Washington en mitad de un atasco, mientras David lo escuchaba en Chicago en la misma situación.

Desde que Thuya había salido del hospital, cinco meses antes, los Zinc solo habían fallado un par de veces en sus cenas de los miércoles. La llegada de Emma había interrumpido brevemente esa costumbre, pero no tardaron en llevarla con ellos a sus visitas. El ritual estaba definitivamente asentado. Cuando Helen se acercó a la vivienda con Emma, Lwin y Zaw, los abuelos de Thuya, salieron corriendo a ver a la recién nacida mientras Lynn y Erin, las hermanas mayores de Thuya, esperaban dentro sentadas en el sofá, impacientes por poner las manos encima del bebé. Helen la depositó con delicadeza en sus brazos, y las niñas, junto con la madre y la abuela, parlotearon y rieron como si nunca hubieran visto un bebé mientras se la pasaban con mucho cuidado y los hombres se morían de hambre.

Thuya contempló la ceremonia desde su trona especial y pareció hacerle gracia. Todas las semanas, Helen y David confiaban en ver cierta mejoría en su estado, y todas las semanas se llevaban una decepción. Tal como los médicos habían pronosticado, era poco probable que progresara. Las lesiones, por desgracia, eran permanentes.

David se sentó junto a él, le revolvió el cabello y le dio una patata frita; luego charló con Soe y Lu mientras las mujeres formaban un corro alrededor de Emma. Al final, se sentaron todas a la mesa y se alegraron al saber que Helen y David se quedaban a cenar. Normalmente ambos evitaban las hamburguesas con patatas, pero esa noche no. David les explicó que tenían un poco de prisa y que no podrían llevarse a Thuya a pasear.

A media hamburguesa el móvil de David empezó a vibrar en el bolsillo de su abrigo. Lo cogió, se levantó, «es Wally» le susurró a Helen, y salió al porche.

—¿Dónde estás, Wally?

La respuesta llegó con una voz débil y apagada.

—Estoy borracho, David, muy borracho.

—Eso es lo que suponíamos. ¿Dónde estás?

—Tienes que ayudarme, David, no tengo a nadie más. Oscar no quiere ni hablar conmigo.

—Claro que sí, ya sabes que te ayudaré, pero tienes que decirme dónde estás.

—En el bufete.

—Está bien, llegaré en cuarenta y cinco minutos.

Estaba en el sofá, junto a la mesa, roncando. CA lo observaba desde una prudente distancia, receloso. Era miércoles por la noche, y David dedujo acertadamente que la última vez que se había duchado había sido el lunes por la mañana, el día en que se había reanudado el juicio, seis días después del dramático ataque al corazón sufrido por Oscar y su famoso comentario. Desde entonces tampoco se había afeitado ni cambiado de ropa. Llevaba el mismo traje azul oscuro con el que David lo había visto, pero la corbata había desaparecido y la camisa estaba sucia. Una de las perneras del pantalón tenía un siete, y los zapatos de cordones recién comprados estaban manchados de barro. David le dio un golpecito en el hombro y lo llamó por su nombre. Nada. Wally tenía el rostro abotagado y arrebolado, pero no mostraba señales de golpes ni hematomas. Quizá no hubiera ido de bares ni de bronca en bronca. David deseaba saber dónde se había metido, pero pensándolo mejor decidió que no. Wally estaba a salvo. Ya habría tiempo para las preguntas más adelante. Una de ellas sería: «¿Cómo has llegado hasta aquí?». Su coche no se veía por ninguna parte, lo cual no dejaba de ser un alivio. Cabía la posibilidad de que a pesar de estar borracho hubiera tenido la presencia de ánimo suficiente para no conducir, o también de que lo hubiera estrellado o se lo hubieran robado o confiscado.

Lo zarandeó y le gritó. La pesada respiración de Wally se interrumpió durante un segundo, pero siguió roncando. CA gimió, así que David le abrió la puerta para que saliera a hacer sus necesidades y preparó café.

Luego, le mandó un mensaje de texto a Helen: «Está como una cuba, pero vivo. No estoy seguro de qué hacer a continuación».

Llamó a Rochelle y le comunicó la noticia. Cuando hizo lo mismo con Oscar le salió el contestador automático.

Wally se despertó una hora después y cogió una taza de café.

—Gracias, David —repitió una y otra vez—. ¿Has llamado a Lisa?

—¿Quién es Lisa?

—Mi mujer. Tienes que llamarla, David. Ese hijo de puta de Oscar no quiere hablar conmigo.

David decidió seguirle el juego, a ver adonde los llevaba.

—La he llamado.

—¿Y qué te ha dicho?

—Pues que os divorciasteis hace años.

—Muy propio de ella —dijo mirándose los pies con ojos vidriosos, reacio o incapaz de alzar la vista.

—De todas maneras me dijo que todavía te quiere —añadió David por decir algo.

Wally se echó a llorar como suelen hacerlo los borrachos. David se sintió un poco mal, pero le hizo gracia.

—Lo siento —dijo Wally, secándose las lágrimas con el antebrazo—. No sabes cuánto lo siento. Te doy las gracias, David. Oscar no quiere ni hablar conmigo. Está en mi casa, ya sabes, escondiéndose de su mujer y vaciándome la nevera. Fui a casa y tenía la cadena echada. Tuvimos una bronca hasta que los vecinos llamaron a la policía. Escapé por los pelos. ¿Te lo imaginas, huyendo de mi propia casa? ¿Qué clase de trato es ese?

—¿Cuándo ocurrió todo esto?

—No lo sé. Hará una hora, quizá. Hace rato o días que no estoy muy lúcido. No sabes cuánto te lo agradezco, David.

—No pasa nada. Escucha, Wally, debemos trazar un plan. Según parece tu casa es zona prohibida, así que quiero que esta noche duermas aquí y te despejes. Me quedaré a hacerte compañía. Entre CA y yo te ayudaremos a salir de esta.

—Necesito ayuda, David. Ya no es solo cuestión de estar sobrio.

—De acuerdo, pero estar sobrio será un primer paso importante.

De repente Wally empezó a reír. Echó la cabeza hacia atrás y rió todo lo fuerte que se puede reír. Se estremeció, se retorció, lloró de risa y se le saltaron las lágrimas hasta que ya no pudo más, luego se quedó sentado riendo entre dientes durante unos minutos. Cuando por fin recobró el control, miró a David y volvió a reír.

—¿Hay algo que me quieras contar, Wally?

Wally hizo un esfuerzo para controlarse y contestó:

—Estaba pensando en la primera vez que apareciste por aquí, ¿lo recuerdas?

—Me acuerdo de algo, sí.

—Nunca había visto a nadie tan borracho. Te habías pasado todo el día en aquel bar, ¿no?

—Sí.

—Estabas que te caías, y entonces te enfrentaste con ese capullo de Gholston, de ahí enfrente.

—Eso es lo que me han explicado.

—Oscar y yo nos miramos y dijimos: «Este tío tiene potencial». —Hizo una pausa mientras su mente divagaba—. Vomitaste dos veces, pero mira ahora quién está borracho y quién está sobrio.

—Te vamos a poner sobrio, Wally.

Había dejado de estremecerse y guardó silencio durante un rato.

—¿No te has preguntado alguna vez cómo es que acabaste aquí, David? Lo tenías todo, trabajo en un bufete importante, un sueldo estupendo y una carrera como abogado de prestigio en las altas esferas de la abogacía.

—No me arrepiento de nada, Wally —contestó David sin faltar en esencia a la verdad.

Tras otra pausa más larga aún que la anterior, Wally cogió la taza de café con ambas manos y la miró fijamente.

—¿Qué va a ser de mí, David? Tengo cuarenta y seis años, estoy más arruinado que nunca y me siento humillado. No soy más que un borracho que no puede estar alejado de la botella, un pobre abogado de segunda que creía que podía jugar en primera con los grandes.

—Ahora no es el momento de hablar del futuro, Wally. Lo que necesitas es una buena desintoxicación que elimine todo el alcohol que te has metido en el cuerpo. Luego podrás tomar las decisiones que quieras.

—No quiero ser como Oscar. Tiene diecisiete años más que yo, y dentro de diecisiete años no quiero estar aquí, haciendo todos los días la misma mierda que ahora. No sabes cuánto te lo agradezco, David.

—De nada, hombre, de nada.

—¿Tú quieres estar aquí dentro de diecisiete años?

—La verdad es que no lo he pensado. Por el momento me basta con sobrevivir al juicio.

—¿Qué juicio?

No parecía estar bromeando ni fingiendo, de modo que David no le hizo caso.

—Hace un año estuviste en rehabilitación, ¿no, Wally?

Wally hizo una mueca mientras se esforzaba por recordar.

—¿Qué día es hoy?

—Miércoles, 26 de octubre.

—Sí —dijo, asintiendo—, fue en octubre del año pasado. Estuve en desintoxicación durante treinta días. No sabes lo bien que lo pasé.

—¿Dónde estuviste?

—En Harbor House, justo al norte de Waukegan. Es mi sitio favorito, junto al lago. Una preciosidad. Supongo que podríamos llamar a Patrick.

—¿Y quién es Patrick?

—Mi asesor de rehabilitación —dijo Wally, sacando una tarjeta donde se leía «Harbor House, donde la vida comienza de nuevo. Patrick Hale, terapeuta jefe»—. Puedes llamarlo a cualquier hora del día y de la noche. Forma parte de su trabajo.

David dejó un mensaje en el buzón de voz de Patrick en el que afirmaba ser amigo de Wally Figg y que era urgente que hablaran. Al cabo de un rato su móvil vibró. Era Patrick, que lamentaba tener malas noticias de Wally, pero que estaba listo para ayudar inmediatamente.

—No lo pierda de vista —le dijo— y tráigalo ahora mismo. Nos veremos en Harbor House dentro de una hora.

—Vámonos, grandullón —dijo David cogiendo a Wally del brazo.

Este se levantó, logró conservar el equilibrio a duras penas y salió apoyándose en David. Subieron al cuatro por cuatro y enfilaron por la I-94, en dirección norte. Wally no tardó en roncar de nuevo.

Al cabo de una hora de haber salido de la oficina, David localizó Harbor House con la ayuda del GPS. Era un pequeño centro privado de rehabilitación medio escondido entre los bosques del norte de Waukegan, en Illinois. David no logró despertar a Wally, de modo que lo dejó en el coche y entró. Patrick Hale, que lo esperaba en recepción, envió a un par de ayudantes con bata blanca y una silla de ruedas para que fueran a buscarlo. Cinco minutos después entraban con él, todavía inconsciente.

—¿Cuántas veces ha estado Wally aquí? —preguntó David—. Se diría que conoce el sitio bastante bien.

—Me temo que esa información es confidencial, al menos por nuestra parte.

Su cálida sonrisa se desvaneció nada más cerrar la puerta de su despacho.

—Lo siento —se disculpó David.

Patrick consultaba unos documentos en un sujetapapeles.

—Tenemos un ligero problema con la cuenta de Wally, señor Zinc, y no sé qué hacer con él. Verá, cuando Wally se marchó de aquí, hace ahora un año, su seguro pagó únicamente mil dólares diarios por su tratamiento. Sin embargo, por la calidad de nuestro servicio, de nuestro personal y de las instalaciones, aquí cobramos mil quinientos dólares diarios. Wally se marchó debiendo algo menos de catorce mil. Ha realizado algunos pagos, pero sigue teniendo un saldo deudor de once mil.

—Yo no soy responsable ni de sus facturas médicas ni de su tratamiento por alcoholismo, y tampoco tengo nada que ver con el seguro —objetó David.

—Bien, en ese caso no podemos aceptarlo aquí.

—¿No ganan dinero cobrando mil dólares diarios?

—No entremos en eso, señor Zinc. Cobramos lo que cobramos. Disponemos de sesenta camas y están todas llenas.

—Wally tiene cuarenta y seis años. ¿Por qué necesita que alguien más lo avale con su firma?

—Normalmente eso no sería necesario, pero no es buen pagador.

Y eso era antes del Krayoxx, se dijo David. Debería ver sus cuentas ahora.

—¿Cuánto tiempo cree que podrá acogerlo esta vez?

—Su seguro le cubrirá treinta días.

—Eso significa treinta días con independencia de los progresos que haga con él y que todo correrá por cuenta de la compañía, ¿no?

—Así son las cosas.

—Sí, y apestan. ¿Qué pasa si un paciente necesita más tiempo? Tengo un amigo de la universidad que se volvió adicto a la cocaína. Pasó por varios períodos de rehabilitación de treinta días y ninguno le funcionó. Al final tuvieron que encerrarlo en un centro durante un año para que se desenganchara.

—Todos conocemos alguna historia así, señor Zinc.

—Y usted más que nadie, claro. —David hizo un gesto de impotencia—. De acuerdo, señor Hale, ¿cuál es el trato? Tanto usted como yo sabemos que Wally no se marchará de aquí esta noche porque acabaría haciéndose daño.

—Mire, podemos olvidarnos del saldo que tiene pendiente, pero pedimos que alguien lo avale por la diferencia que el seguro no cubre.

—Y eso son quinientos dólares diarios, ni uno más ni uno menos, ¿no?

—En efecto.

David sacó la cartera, cogió su tarjeta de crédito y la arrojó sobre la mesa.

—Aquí tiene mi American Express. Le pagaré diez días como máximo. Pasado ese tiempo vendré a buscarlo y pensaremos en otra solución.

Hale anotó rápidamente los datos de la tarjeta y se la devolvió.

—Necesitará más de diez días.

—Desde luego. Por el momento ya ha demostrado que con un mes no era suficiente.

—La mayor parte de los alcohólicos necesitan tres o cuatro intentonas si desean tener éxito de verdad.

—Diez días, señor Hale. No tengo mucho dinero y ejercer la abogacía con Wally está resultando ruinoso. No sé qué hacen ustedes aquí, pero será mejor que lo hagan deprisa. Volveré dentro de diez días.

Cuando se acercó al cruce de la TriState con Tollway se le encendió una luz roja en el salpicadero del coche. Estaba casi sin gasolina. Llevaba más de tres días sin fijarse en el indicador de combustible.

El aparcamiento para camiones estaba abarrotado, sucio y necesitaba una buena remodelación. Había una cafetería a un lado y una tienda al otro. David llenó el depósito, pagó con la tarjeta y entró para comprar un refresco. Solo había una persona en la caja y una larga cola de clientes que esperaban, así que se tomó su tiempo. Cogió una Diet Coke, una bolsa de cacahuetes y se dirigía al mostrador cuando se detuvo en seco.

El estante estaba lleno de juguetes baratos y chucherías de Halloween. En medio, a la altura de los ojos, había una bolsa de plástico transparente con un reluciente juego de Nasty Teeth. Lo cogió y leyó la letra pequeña de la etiqueta. «Hecho en China. Importado por Gunderson Toys, de Louisville, Kentucky». Cogió las cuatro bolsas que había para que sirvieran como evidencia adicional, pero también para evitar que otro chaval se intoxicara como Thuya. La cajera lo miró con cara rara. Pagó en efectivo, volvió a su coche y aparcó lejos de los surtidores, bajo una farola, cerca de los tráilers.

Se conectó a Google con el IPhone y realizó una rápida búsqueda de Gunderson Toys. La empresa llevaba cuarenta años en el negocio y en su día había sido familiar. Hacía cuatro que había sido adquirida por Sonesta Games Inc., la tercera empresa juguetera de Estados Unidos.

Tenía un expediente de Sonesta.