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Hung Juror escribió en su blog:

El día fue corto en el caso Klopeck-Krayoxx porque el Dream Team tuvo problemas para reunir a sus miembros. En la calle se rumorea que el letrado principal, el honorable Wallys T. Figg no apareció cuando sonó el timbre y que el novato de su secuaz tuvo que salir en su busca. Figg no compareció, y a las nueve el juez Seawright mandó a casa al jurado con instrucciones para que volviera esta mañana. Las repetidas llamadas al bufete de Finley & Figg acabaron en el contestador automático, y su personal —suponiendo que lo tenga— no devolvió ninguna. Alguien podría preguntarse si Figg se ha ido de juerga por ahí, y podría hacerlo con razón porque en los últimos doce años Figg ha sido detenido dos veces por conducir bajo los efectos del alcohol. Mis archivos me indican que también se ha casado y divorciado cuatro veces. Me puse en contacto con su segunda esposa y me confirmó que Wally siempre ha tenido problemas con la bebida. Cuando ayer llamé a la demandada a su casa, Iris Klopeck, que supuestamente sigue demasiado enferma para comparecer ante el tribunal, me dijo que no le extrañaba cuando le comenté que su abogado tampoco se había presentado. Luego colgó. Bart Shaw, el conocido especialista en demandas por negligencia profesional, ha sido visto merodeando por la sala. Se rumorea que es posible que Shaw recoja los pedazos del caso Krayoxx y monte con ellos una demanda contra Finley & Figg por haber arruinado los casos. Por el momento, el caso Kopleck aún sigue en pie, al menos en teoría y hasta que el jurado decida lo contrario. Manténganse a la escucha.

David repasó otros blogs mientras devoraba una barrita de cereales en su despacho y aguardaba a Wally sin esperar que apareciera. Nadie —ni Oscar, ni Rochelle, ni DeeAnna, ni sus compañeros de timba— había tenido noticias suyas. Oscar había telefoneado a un amiguete que tenía en la comisaría local y denunciado su desaparición aunque ni él ni David sospechaban nada turbio. Según Rochelle, en una ocasión Wally se esfumó durante toda una semana sin decir ni pío y después llamó a Oscar desde un motel de Green Bay, totalmente abochornado. David se estaba enterando de un montón de historias de Wally el Borracho y no le cuadraban porque solo había conocido a Wally estando sobrio.

Rochelle llegó temprano y subió al piso de arriba, cosa que casi nunca hacía. Estaba preocupada por Wally y se ofreció a ayudar en lo que fuera. David le dio las gracias mientras metía los expedientes en su cartera. Rochelle dio de comer a CA, cogió un yogur y se instaló en su mesa para revisar los mensajes de correo.

—¡Señor Zinc! —gritó.

Era de Wally, tenía fecha del 26 de octubre, a las 5.10 de la mañana y había sido enviado desde su IPhone: «RG: Hola, estoy vivo. No llame a la policía y no pague el rescate. WF».

—¡Gracias a Dios, está bien! —exclamó Rochelle.

—No dice que está bien. Solo dice que está vivo. Supongo que es algo bueno.

—¿Qué quiere decir con lo del rescate? —preguntó Rochelle.

—Seguramente es su intento de ser gracioso. Sí, ja, ja.

David lo llamó al móvil tres veces de camino al tribunal. El buzón de voz estaba lleno.

En una sala llena de hombres serios vestidos con traje oscuro, una mujer guapa llama mucho más la atención que si paseara por la calle. Nadine Karros había utilizado su atractivo como un arma a medida que ascendía hacia la élite de los abogados especialistas en juicios del área de Chicago. El miércoles se encontró con una inesperada competencia.

La nueva auxiliar jurídica de Finley & Figg llegó a las nueve menos cuarto, como estaba planeado, fue directamente hacia donde se hallaba Nadine y se presentó como Helen Hancock (su apellido de soltera), auxiliar a tiempo parcial del bufete. A continuación se presentó al resto de abogados de la defensa y los obligó a interrumpir lo que estuvieran haciendo, levantarse, darle la mano y ser amables. Con su metro setenta y sus tacones de diez centímetros, superaba con creces a Nadine y miraba a más de uno de arriba abajo. Gracias a sus ojos castaños y sus elegantes gafas de marca —por no mencionar su esbelta figura y la falda doce centímetros por encima de la rodilla—, Helen logró alterar el ritual de todos los días, aunque solo fuera durante un momento. Los espectadores, en su mayoría hombres, no le quitaron ojo. Su marido, que fingía no prestar atención, le indicó que se sentara en una silla situada tras él y le dijo con un estilo muy propio de abogados:

—Pásame esos expedientes. —Después añadió entre susurros—: Estás espectacular, pero no me sonrías.

—Sí, jefe —contestó ella mientras abría la cartera, una de las muchas de su colección.

—Gracias por venir.

Una hora antes, David había enviado desde su despacho un correo electrónico al juez Seawright y a Nadine Karros para decirles que finalmente habían tenido noticias de Wally, aunque todavía no sabían dónde estaba ni cuándo lo verían. Por lo que David sabía, lo mismo podía hallarse de vuelta en Green Bay, borracho y medio comatoso. No obstante, se guardó el comentario.

El doctor Igor Borzov fue llamado a declarar y ocupó el estrado de los testigos con el aspecto de un leproso a punto de ser lapidado.

—Puede proceder con el interrogatorio de la defensa, señorita Karros —dijo el juez.

Nadine se acercó al estrado ataviada para matar, con un vestido de punto de color lavanda que se le pegaba al cuerpo y destacaba la rotundidad de sus curvas y la firmeza de su trasero, y un ancho cinturón de cuero que de tan apretado proclamaba a gritos que era una talla 4. Empezó ofreciendo su mejor sonrisa al experto y a continuación le pidió que hablara despacio porque la última vez le había costado mucho trabajo entenderlo.

Con tantas grietas en el frente, resultaba difícil saber por dónde atacaría primero. David no había podido preparar a Borzov, aunque tampoco se podía decir que deseara dedicarle más tiempo.

—Doctor Borzov, ¿cuándo fue la última vez que trató a uno de sus pacientes?

El ruso tuvo que pensarlo un momento antes de contestar.

—Unos diez años.

Aquello llevó a una serie de preguntas acerca de qué había estado haciendo exactamente durante aquellos diez años. No había visitado pacientes, no había dado clases, no había investigado. En otras palabras, no había hecho nada de lo que se suponía que hacían los médicos de verdad. Por fin, cuando ya había descartado todo lo descartable, Nadine le preguntó:

—¿No es cierto, doctor Borzov, que durante estos últimos diez años se ha dedicado a trabajar exclusivamente para distintos bufetes de abogados?

Borzov se retorció ligeramente. No estaba tan seguro de eso.

Nadine sí y además tenía todos los hechos, conseguidos de una deposición hecha por el propio Borzov en otro caso, un año antes. Armada con todos aquellos detalles, lo cogió de la mano y lo llevó por el camino de la autodestrucción. Fue revisando año tras año todas las demandas, las pruebas realizadas, los medicamentos y los distintos abogados hasta que, una hora más tarde, quedó claro para todos los presentes en la sala que Igor Borzov no era más que un simple burócrata a sueldo del colectivo de acciones conjuntas.

El ayudante de David le deslizó un papel con una pregunta: «¿De dónde habéis sacado a este tipo?».

David escribió su respuesta: «Impresionante, ¿verdad? Y solo nos ha costado setenta y cinco mil dólares».

«¿Y quién los ha pagado?»

«No quieras saberlo».

Evidentemente, el estrado afectaba a la dicción de Borzov o quizá era que no deseaba que se le entendiera. El caso es que sus palabras se fueron haciendo progresivamente ininteligibles. Nadine mantuvo su compostura hasta el punto de que David se preguntó si alguna vez llegaba a perderla. Estaba contemplando a una maestra y tomaba notas, no para intentar resucitar a su testigo, sino sobre técnicas concretas de interrogatorio.

A los miembros del jurado no les habría podido importar menos. Habían desconectado y simplemente esperaban la intervención del siguiente testigo. Nadine lo intuyó y empezó a resumir los problemas principales. A las once el juez necesitó un descanso para ir al baño y declaró un receso de veinte minutos. Cuando el jurado abandonó la sala, Borzov se acercó a David y le preguntó:

—¿Falta mucho?

—No tengo ni idea —respondió David.

El doctor sudaba copiosamente y jadeaba. Tenía las axilas empapadas. Qué pena, deseó decirle David, pero al menos le pagan por esto.

Durante el receso, Nadine Karros y su equipo tomaron la decisión táctica de no pasar de nuevo el ecocardiograma de Percy. Teniendo a Borzov contra las cuerdas, aquella prueba podía darle un respiro y quizá volviera a despistar al jurado con su jerga médica. Tras el descanso, Borzov volvió a ocupar el estrado, y Nadine empezó a desmontar su expediente académico, empezando por las diferencias entre las facultades de medicina rusas y las estadounidenses. Luego enumeró toda una serie de seminarios y estudios que eran perfectamente normales «aquí», pero desconocidos «allí». Sabía todas las respuestas a las preguntas que le hacía, y Borzov se dio cuenta, de modo que empezó a evitar dar respuestas directas porque era consciente de que ella detectaría la menor discrepancia, saltaría sobre ella, la diseccionaría y se la echaría en cara.

Nadine continuó machacando la preparación académica de Borzov y logró pillarlo en un par de contradicciones. A mediodía, los pocos jurados que seguían la carnicería habían llegado a la conclusión de que Borzov era alguien en quien no confiarían ni para que les recetara una crema de manos.

¿Por qué nunca había publicado ningún trabajo? Había asegurado haberlo hecho en Rusia, pero tuvo que reconocer que no se había traducido. ¿Por qué nunca había dado clases o conferencias en la facultad? Trató de explicar que la enseñanza lo aburría, pero costaba imaginar a Borzov intentando comunicarse con un grupo de estudiantes.

Durante el almuerzo, David y su auxiliar se escabulleron del edificio y fueron a una cafetería a la vuelta de la esquina. Helen estaba fascinada por el proceso, pero al mismo tiempo estupefacta por la patética demostración de Borzov.

—Solo para que conste —le dijo entre bocado y bocado de ensalada—, si algún día llegamos a divorciarnos, contrataré a Nadine.

—¿Ah, sí? Pues en ese caso yo tendré que recurrir a Wally Figg, suponiendo que pueda mantenerlo sobrio.

—Entonces estás perdido.

—Olvídate del divorcio, cariño. Eres demasiado guapa y tienes un gran potencial como auxiliar jurídica.

Helen se puso seria y dijo:

—Oye, ya sé que en estos momentos estás muy ocupado con todo esto, pero deberías pensar un poco en el futuro. No puedes quedarte en Finley & Figg. ¿Qué pasaría si Oscar no puede volver o si Wally es incapaz de desengancharse de la bebida? Además, aun suponiendo que lo hicieran, ¿por qué ibas a querer quedarte con ellos?

—No lo sé. Últimamente no he tenido mucho tiempo para pensarlo.

David le había ocultado la doble pesadilla de las sanciones de la Disposición n.° 11 y la demanda por negligencia; tampoco le había hablado del crédito de doscientos mil dólares que había avalado junto a sus otros dos socios. No era probable que pudiera dejar el bufete en un futuro inmediato.

—¿Por qué no hablamos de esto más tarde?

—Lo siento. Es solo que creo que puedes hacerlo mucho mejor. Nada más.

—Gracias, pero no me irás a decir que no te han impresionado mis habilidades ante el tribunal.

—Eres brillante, pero sospecho que con un juicio importante ya tienes suficiente.

—Ahora que lo mencionas, Nadine Karros no se ocupa de divorcios.

—Entonces queda descartada. Tendré que pensarme lo del divorcio.

A la una y media de la tarde Borzov caminó tambaleante hacia el estrado por última vez, y Nadine lanzó su asalto final. Dado que era un cardiólogo que no trataba pacientes, se podía deducir que nunca había tratado a Percy Klopeck. Cierto, pues además el señor Klopeck había fallecido mucho antes de que Borzov fuera contratado como experto. Sí, pero sin duda este había hablado con los médicos que lo trataron. No, Borzov tuvo que reconocer que no. Nadine fingió el debido asombro y empezó a machacar aquel increíble desliz. Las respuestas del cardiólogo se hicieron más lentas, su voz más débil y su acento más fuerte hasta que, al fin, a las tres menos cuarto, sacó un pañuelo del bolsillo y empezó a agitarlo.

Semejante actuación no había sido prevista por los sabios que redactaron las normas del procedimiento procesal, y David no estaba seguro de lo que debía hacer, de modo que se levantó y dijo:

—Señoría, me parece que el testigo ya no puede más.

—Doctor Borzov, ¿se encuentra usted bien? —inquirió Seawright.

La respuesta fue obvia: el testigo negó con la cabeza.

—No tengo más preguntas, señoría —anunció Nadine Karros antes de dar media vuelta y alejarse del estrado con una muesca más en su revólver.

—¿Señor Zinc? —preguntó el juez.

Lo último que David deseaba era intentar revivir un testigo muerto.

—No, señor —se apresuró a responder.

—Puede marcharse, doctor Borzov.

El ruso se levantó con la ayuda de un alguacil y se alejó con setenta y cinco mil dólares en el bolsillo y otro borrón en su currículo. Seawright ordenó un receso hasta las tres y media.

El doctor Herbert Threadgill era un farmacólogo de dudosa reputación. Al igual que Borzov, dedicaba los últimos días de su carrera a vivir tranquilamente, lejos de los rigores de la verdadera medicina sin hacer otra cosa que testificar para los abogados que necesitaban que sus flexibles opiniones cuadraran con sus versiones de los hechos. Los caminos de ambos testigos profesionales se habían cruzado en más de una ocasión, de modo que se conocían bien. Threadgill se había mostrado reacio a declarar en el caso Klopeck por tres razones: los hechos alegados eran dudosos; el caso tenía escaso fundamento; y no deseaba enfrentarse con Nadine Karros ante un tribunal. Solo había aceptado por una razón: cincuenta mil dólares más gastos a cambio de unas pocas horas de trabajo.

Durante el descanso vio a Borzov fuera de la sala y quedó consternado por su aspecto.

—No lo hagas —le dijo el ruso mientras se arrastraba hacia los ascensores.

Threadgill entró a toda prisa en los lavabos, se refrescó la cara con agua fría y optó por darse a la fuga. Al cuerno con el caso. Al cuerno con Finley & Figg, que al fin y al cabo no era un bufete importante. Le habían pagado por adelantado y si lo amenazaban con demandarlo quizá aceptara devolver parte del dinero. O no. Antes de una hora habría subido a un avión. En tres estaría tomando una copa con su mujer en el jardín. No iba a cometer ningún delito. No había sido citado judicialmente. Si era necesario, no volvería a pisar Chicago.

A las cuatro de la tarde, David volvió a entrar en el despacho del juez Seawright y le dijo:

—Bien, señoría, parece que hemos perdido a otro. No encuentro al doctor Threadgill por ninguna parte, y tampoco contesta al teléfono.

—¿Cuándo fue la última vez que habló con él?

—Durante la hora del almuerzo. Estaba preparado, o al menos eso me dijo.

—¿Tiene algún otro testigo, alguno que esté por aquí y no haya perdido?

—Sí, señoría, mi economista, la doctora Kanya Meade.

—Entonces llámela y veamos si la oveja descarriada encuentra el camino a casa.

Percy Klopeck había trabajado durante veintidós años como transportista para una empresa de logística. Se trataba de un trabajo sedentario, y Percy no había hecho nada para romper la monotonía de estar sentado ocho horas seguidas. No estaba sindicado, cobraba cuarenta y cuatro mil dólares en el momento de su muerte y era probable que hubiese podido trabajar otros diecisiete años más.

La doctora Kanya Meade era una joven economista de la Universidad de Chicago que se pluriempleaba de vez en cuando como asesora para ganar un dinero extra: concretamente, quince mil dólares en el caso Klopeck. Los números hablaban por sí solos: cuarenta y cuatro mil dólares multiplicados por diecisiete años, más los incrementos anuales previstos basados en una tendencia verificable, más una jubilación del setenta por ciento del sueldo basada en una esperanza de vida de quince años a partir de los sesenta y cinco. En pocas palabras, la doctora Meade declaró que el fallecimiento de Percy había costado a su familia la cantidad de un millón quinientos cien mil dólares.

Dado que había muerto tranquilamente mientras dormía no añadiría un plus por sufrimiento y dolor.

Durante su turno de preguntas, Nadine Karros se ofendió con las cifras de expectativa de vida de Percy. Teniendo en cuenta que había muerto a los cuarenta y ocho años y que los fallecimientos tempranos eran corrientes entre los varones de su familia, parecía poco realista asumir que viviría hasta los ochenta. Sin embargo, Nadine tuvo cuidado de no perder el tiempo discutiendo daños, de lo contrario habría dado credibilidad a las cifras de Meade. Los Klopeck no tenían derecho a percibir ni un centavo, y ella no deseaba dar la impresión de estar preocupada por los supuestos daños.

Cuando la doctora Meade acabó, a las cinco y veinte de la tarde, el juez Seawright declaró suspendida la vista hasta la mañana siguiente.