Tras sus dos primeros meses en este mundo, la pequeña Emma seguía sin dormir de un tirón. La acostaban a las ocho, y se despertaba a las once para que le dieran un biberón rápido y le cambiaran el pañal. Una larga sesión de paseo por la casa en brazos y de acunamiento lograba tumbarla a medianoche, pero a las tres volvía a despertarse con hambre. Al principio, Helen se aferró con valentía a su intención de amamantarla, pero seis semanas después ya no pudo más e introdujo el biberón. El padre de Emma tampoco dormía mucho, y lo normal era que tuviera largos monólogos con su hija durante las comidas de madrugada, mientras Helen se quedaba en la cama.
El jueves, alrededor de las cuatro y media de la mañana, David la depositó delicadamente en la cuna, apagó la luz y salió del cuarto sin hacer ruido. Fue a la cocina, puso en marcha la cafetera y mientras preparaba café entró en internet para ver las noticias, el tiempo y los blogs jurídicos. Un blog en concreto llevaba siguiendo desde el principio la demanda contra el Krayoxx y concretamente el caso de Klopeck contra Varrick. Sintió la tentación de ignorarlo, pero al final la curiosidad pudo con él.
El titular decía: «Masacre en la sala 2314». Evidentemente, el bloguero, conocido como Hung Juror, es decir, «jurado ahorcado», tenía mucho tiempo libre o era uno de los esclavos de Rogan Rothberg. Había escrito lo siguiente:
Aquellos que tengan una curiosidad tirando a morbosa y que se hayan acercado a la sala 2314 del edificio federal Dirksen habrán presenciado el segundo round del primer y seguramente último juicio del mundo contra el Krayoxx. Para aquellos que no han podido asistir, ha sido como presenciar un choque de trenes a cámara lenta, pero mucho más divertido. Ayer, primer día de la vista, los espectadores y los miembros del jurado tuvieron el placer de contemplar la grotesca imagen de la viuda Iris Klopeck testificando en vídeo. Supuestamente no pudo comparecer en el juicio por razones médicas, aunque uno de mis espías la vio ayer comprando comestibles en Dominick’s, de Pulaski Road (clicar aquí para las fotos). La mujer es realmente obesa, y cuando su rostro apareció en pantalla fue todo un shock. Al principio parecía estar…, bueno, bastante colgada, pero a medida que fue avanzando en su declaración, el efecto de los medicamentos se fue disipando. Incluso logró derramar unas lagrimitas al hablar de su querido Percy, que falleció hace dos años con ciento cincuenta kilos de peso. Iris quiere que el jurado le dé un montón de dinero e hizo lo posible para despertar simpatías. Pero no funcionó. La mayoría de los miembros del jurado pensaron lo mismo que yo: si no hubierais estado tan gordos, no habríais tenido tantos problemas de salud.
Su Dream Team —sin el líder, porque la semana pasada sufrió su propio ataque al corazón cuando se vio cara a cara con un jurado de verdad— solo ha tenido una idea brillante por el momento, y esa ha sido la de mantener a Iris alejada de la sala y el jurado. No se esperan más ideas brillantes de ese par de pesos ligeros.
Su segundo testigo era su experto-estrella, un completo payaso originario de Rusia que, tras quince años viviendo en este país, no domina los más rudimentarios principios de la lengua inglesa. Se llama Igor, y cuando Igor habla nadie escucha. Igor podría haber sido rechazado fácilmente por la defensa alegando su incompetencia —sus fallos son demasiado numerosos para ser enumerados aquí—, pero se diría que la defensa ha optado por la estrategia de dar todas las facilidades a los abogados demandantes para que sean ellos mismos quienes se encarguen de demostrar que su caso carece de fundamento. Que los demandantes quieren a Igor en el estrado, ¡pues adelante!
Suficiente. David cerró el portátil y fue a buscar su café. Se duchó y se vistió sin hacer ruido, dio un beso a Helen, se asomó a ver a Emma y salió. Al llegar a Preston vio que las luces del bufete estaban encendidas. Eran las seis menos cuarto y Wally debía de estar trabajando. Bien, se dijo, quizá su socio había descubierto alguna nueva teoría que lanzar contra Nadine Karros y Harry Seawright para que los humillaran un poco menos. Sin embargo, el coche de Wally no se hallaba aparcado en la parte de atrás del edificio. La puerta principal, lo mismo que la trasera, no estaba cerrada con llave, y CA deambulaba por la planta baja, inquieto. Wally no estaba en su despacho ni por ninguna parte. David echó la llave y subió a su oficina del piso de arriba, seguido por CA. No tenía mensajes ni correos electrónicos. Llamó al móvil de Wally y le salió el contestador. Le pareció extraño, pero Wally no era hombre de rutinas fijas. Sin embargo, ni él ni Oscar habían dejado nunca el bufete abierto y con las luces encendidas.
Intentó revisar algunos papeles, pero le costaba concentrarse. Tenía los nervios de punta por culpa del juicio y encima lo acosaba el presentimiento de que algo no iba bien. Bajó y echó una ojeada al despacho de Wally. La papelera de su escritorio estaba vacía. No le gustaba hacerlo, pero abrió algunos cajones y no halló nada interesante. En la cocina, junto a la estrecha nevera, había un cubo de basura donde iban a parar los restos de café molido junto con los envases de bebida, las botellas y los envoltorios de comestibles. David lo abrió, sacó la bolsa de plástico y halló lo que temía encontrar: medio oculta bajo un envase de yogur había una botella vacía de vodka Smirnoff. La cogió, la limpió con agua en el fregadero mientras se lavaba las manos y se la llevó a su despacho, donde se sentó y la contempló largamente.
Wally se había tomado un par de cervezas con el almuerzo y pasado parte de la noche en el bufete, hasta que en algún momento había decidido marcharse. Evidentemente estaba borracho, pues había dejado las luces encendidas y las puertas sin cerrar.
Habían acordado reunirse a las siete de la mañana para un café y una sesión de trabajo. A las siete y cuarto empezó a preocuparse. Llamó a Rochelle y le preguntó si había tenido noticias de Wally.
—No, ¿pasa algo? —preguntó ella, como si una llamada telefónica con malas noticias de Wally no fuera una sorpresa.
—No, solo lo estoy buscando. Usted llegará a las ocho, ¿verdad?
—En este momento estoy saliendo de casa. Pasaré un momento para ver cómo está el señor Finley e iré al despacho.
David deseaba llamar a Oscar, pero no se atrevía. Hacía solo seis días que lo habían operado de un triple bypass, y no deseaba molestarlo. Paseó arriba y abajo por el despacho, dio de comer a CA y volvió a llamar a Wally. Nada. Rochelle llegó puntualmente a las ocho con noticias de que Oscar estaba bien y de que no había visto a su socio.
—Al parecer anoche no apareció por casa —explicó Rochelle.
David sacó la botella y se la mostró.
—He encontrado esto en la basura. Anoche Wally se emborrachó aquí y después se marchó. Dejó las luces encendidas y las puertas sin cerrar con llave.
Rochelle miró fijamente la botella y sintió ganas de echarse a llorar. Había cuidado de Wally durante sus anteriores batallas contra el alcohol y lo había animado durante los períodos de rehabilitación. Le había cogido la mano, había rezado por él, llorado por él y lo había celebrado con él cuando contaba con orgullo sus días en el dique seco. Había pasado un año, dos semanas y dos días, y en ese momento se encontraba de nuevo contemplando una botella vacía.
—Supongo que la presión lo ha podido —comentó David.
—Cuando cae, cae con todo su peso, y cada vez es peor que la anterior.
David dejó la botella en la mesa.
—Estaba tan orgulloso del tiempo que llevaba sobrio… La verdad es que me cuesta creerlo.
Lo que realmente le costaba creer era que el Dream Team (o Los Tres Secuaces) se había quedado con un solo hombre. A pesar de que sus colegas tenían muy poca experiencia en materia de juicios, eran auténticos veteranos comparados con él.
—¿Cree que comparecerá ante el tribunal? —preguntó.
No, Rochelle creía que no, pero tampoco tuvo el valor de ser sincera.
—Seguramente. Creo que debería ir para allá.
Era un largo trayecto hasta el centro, así que David aprovechó para llamar a Helen y darle la noticia. Ella se sorprendió tanto como su marido y opinó que el juez no tendría más remedio que posponer el procedimiento. A David le gustó cómo sonaba aquello y cuando se apeó del coche se había convencido de que Wally no iba a aparecer y de que seguramente lograría convencer a Seawright para que le concediera un aplazamiento. En toda justicia, la desaparición de los dos principales abogados de un caso debía ser causa suficiente para posponerlo o declararlo nulo.
Wally no estaba en la sala. David se sentó a la mesa de la parte demandante, solo, mientras las tropas de Rogan Rothberg ocupaban sus lugares y los espectadores llenaban los bancos. A las nueve menos diez David se acercó al alguacil y le dijo que tenía que hablar con el juez Seawright.
—Acompáñeme —contestó el alguacil.
Su señoría acababa de ponerse la toga cuando David entró en su despacho. Este prescindió de cortesías y fue al grano:
—Señoría, tenemos un problema: el señor Figg no ha venido y está ilocalizable. No creo que vaya a aparecer por aquí.
El juez dejó escapar un suspiro de frustración y siguió abrochándose la toga.
—¿No sabe dónde está? —preguntó.
—No, señoría.
Seawright se volvió hacia el alguacil.
—Vaya a buscar a la señorita Karros —le dijo.
Cuando Nadine llegó, sola, ella y David se sentaron con el juez en un extremo de la mesa de reuniones. David les contó todo lo que sabía y no ahorró detalles de la historia de Wally con el alcohol. Ambos se mostraron comprensivos y dubitativos con respecto a lo que eso significaba para la marcha del juicio. David les confesó que no se sentía en absoluto preparado para ocuparse de lo que quedaba por hacer, pero al mismo tiempo no se imaginaba al bufete volviendo a presentar el caso.
—Reconozcámoslo —dijo con total franqueza—, nuestro caso es muy endeble y eso es algo que sabíamos desde el principio. Hemos llevado el asunto tan lejos como hemos podido, pero lo hemos hecho únicamente para evitar que nos impongan sanciones y nos demanden por negligencia profesional.
—¿Quiere un aplazamiento? —preguntó Seawright.
—Sí, en las actuales circunstancias me parece lo más justo.
—Mi cliente se opone a cualquier intento de retrasar las cosas —objetó Nadine—, y estoy convencida de que insistirá con todas sus fuerzas para que este juicio llegue a su fin.
—No estoy seguro de que un aplazamiento vaya a servir de algo —declaró Seawright—. Si el señor Figg ha vuelto a darle a la botella hasta el punto de no comparecer, lo más probable es que tarde un tiempo en desintoxicarse y estar listo de nuevo para la acción. No, no soy partidario de un aplazamiento.
David se sintió incapaz de refutar semejante argumento.
—Señoría, es que no tengo la menor idea de lo que debo hacer ahí fuera. Nunca he llevado un caso ante un tribunal.
—No me ha parecido apreciar una gran experiencia en la materia por parte del señor Figg. Estoy seguro de que como mínimo usted estará a su altura, señor Zinc.
Se produjo un largo silencio mientras los tres consideraban aquel dilema. Al fin Nadine dijo:
—Le ofrezco un trato, señor Zinc. Si usted concluye el juicio, creo que podré convencer a mi cliente para que se olvide de las sanciones de la Disposición n.° 11.
Seawright se apresuró a intervenir.
—Señor Zinc, si decide llegar hasta el final, le garantizo que no impondré sanciones ni a usted ni a su cliente.
—Estupendo, pero ¿qué hay de la demanda por negligencia?
Nadine no dijo nada, pero Seawright contestó:
—Dudo que vaya a tener problemas con eso. No me consta que se haya presentado ninguna denuncia por negligencia profesional por haber perdido un caso.
—Ni yo —convino Nadine—. En todo juicio hay siempre un ganador y un perdedor.
Claro, se dijo David, y debe ser agradable ser siempre el ganador.
—Hagamos lo siguiente —propuso el juez—: Hoy declararé un receso y mandaré al jurado a casa. Entretanto, usted haga lo posible por localizar al señor Figg. Si por alguna casualidad aparece mañana, seguiremos como si nada hubiera ocurrido y no lo sancionaré por lo de hoy. Si no lo encuentra o bien si Figg es incapaz de continuar, reanudaremos la vista a las nueve de la mañana. Haga lo que pueda y yo lo ayudaré en lo que esté en mi mano. Acabaremos el juicio y todo habrá terminado.
—¿Qué me dice de una apelación, señoría? —preguntó Nadine—. Perder a los dos principales abogados de un caso podría ser un argumento convincente para solicitar un nuevo juicio.
David se las arregló para sonreír.
—Le prometo que no habrá ninguna apelación, al menos mientras dependa de mí. Este caso podría perfectamente suponer la ruina para nuestro pequeño bufete. Hemos tenido que pedir un crédito para llegar hasta aquí, así que no me imagino a mis socios perdiendo más tiempo y dinero con una apelación. Si la ganaran, se verían obligados a volver aquí y presentar el caso de nuevo. Y eso es lo último que desean.
—Muy bien, ¿tenemos trato pues? —preguntó Seawright.
—En lo que a mí concierne, lo tenemos —declaró Nadine.
—¿Señor Zinc?
David no tenía elección. Si continuaba solo y hasta el final, salvaría al bufete de la amenaza de sanciones y seguramente le evitaría también una demanda por negligencia. Su única opción era solicitar un aplazamiento y, una vez rechazado, negarse a seguir.
—Sí, trato hecho.
Se tomó su tiempo para volver en coche al despacho. No dejaba de recordarse que solo tenía treinta y dos años y que aquel caso no iba a hundir su carrera como abogado. De un modo u otro lograría sobrevivir durante los tres días que faltaban. Al cabo de un año, ni se acordaría.
Seguía sin haber señales de Wally. David se encerró en su despacho y pasó el resto del día leyendo transcripciones de otros juicios, examinando las deposiciones de otros casos, estudiando las normas de procedimiento y de presentación de pruebas y reprimiendo sus deseos de vomitar.
Durante la cena le explicó lo sucedido a Helen con todo lujo de detalles mientras jugueteaba con la comida.
—¿Cuántos abogados tiene la otra parte? —preguntó ella.
—No lo sé, son demasiados para contarlos. Al menos tiene seis y otros tantos auxiliares para apoyarlos.
—¿Y tú estás solo en tu mesa?
—Sí, ese es el panorama.
Helen se llevó un bocado de pasta a la boca y después de masticarlo preguntó:
—¿Sabes si hay alguien que compruebe las credenciales de los auxiliares?
—Yo diría que no. ¿Por qué lo preguntas?
—Estoy pensando que podría hacerte de auxiliar jurídica durante los próximos días. Siempre he tenido curiosidad por ver un juicio.
David se echó a reír por primera vez en muchos días.
—No sé, Helen. No estoy seguro de querer que alguien presencie la carnicería que se avecina.
—¿Qué diría el juez si me presentase con una cartera, una libreta y empezara a tomar notas?
—Teniendo en cuenta la situación, creo que me dará cancha.
—Podría llamar a mi hermana para que se ocupara de Emma mientras tanto.
David volvió a reír, pero la idea estaba calando. ¿Qué podía perder? Bien podía ser el primer y el último juicio de su carrera como litigante. ¿Por qué no divertirse un poco?
—Me gusta tu idea —contestó.
—Me dijiste que en el jurado había siete hombres, ¿verdad?
—Sí.
—¿Falda larga o corta?
—No demasiado corta.