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Al cabo de una hora leyendo el periódico, tomándose el yogur y disfrutando del café, Rochelle Gibson empezó a trabajar a regañadientes. Su primera tarea consistía en verificar el registro de clientes en busca de un tal Chester Marino, que en esos momentos descansaba pacíficamente en un económico ataúd con adornos de latón en la funeraria de Van Easel & Sons. Oscar tenía razón: seis años atrás, el bufete había redactado el testamento y las últimas voluntades del señor Marino. Encontró el delgado expediente en el almacén que había junto a la cocina y se lo llevó a Wally, que estaba enfrascado en su trabajo, rodeado por los restos que se acumulaban en su mesa.

Originariamente, el despacho de Wallis T. Figg, abogado en ejercicio, había sido un dormitorio, pero con los años y las reformas había ganado unos cuantos metros cuadrados. Fuera como fuese no tenía aspecto de haber sido un dormitorio, pero tampoco de ser un despacho. Empezaba con una puerta situada entre unas paredes separadas por no más de tres metros y después giraba a la derecha para abrirse a la zona donde Wally trabajaba tras una mesa de estilo años cincuenta que había comprado en una liquidación. En ella había montones de carpetas, libretas de anotaciones usadas y cientos de papelitos con mensajes de llamadas telefónicas, de modo que cualquiera que no conociera a Wally —incluidos los clientes potenciales— podía llevarse la impresión de que se hallaba ante un hombre muy ocupado, y puede que incluso importante.

Como de costumbre, la señora Gibson se acercó a la mesa con cuidado de no tocar las montañas de libros de leyes y los expedientes antiguos que se amontonaban en su camino y le entregó la carpeta a Wally al tiempo que decía:

—Nos encargamos del testamento y las últimas voluntades del señor Marino.

—Gracias. ¿Tiene bienes?

—No lo he comprobado —contestó ella. Acto seguido, retrocedió y salió sin decir más.

Wally abrió el expediente. Seis años atrás, el señor Marino trabajaba para el estado de Illinois como auditor, ganaba setenta mil dólares al año y disfrutaba de una vida tranquila en el extrarradio con su segunda esposa y los dos hijos adolescentes de esta; acababa de pagar la hipoteca de su casa, que constituía el único patrimonio de la pareja. Marido y mujer compartían una cuenta corriente, un plan de jubilación y unas pocas deudas. El único detalle interesante era una colección formada por tres mil fichas de béisbol que el señor Marino había valorado en noventa mil dólares. En la página cuatro del expediente había una fotocopia de una ficha de 1916 de Shoeless Joe Jackson con el uniforme de los White Sox. Al pie, Oscar había anotado: «75.000$». Oscar no tenía el menor interés en los deportes y nunca había mencionado aquel pequeño detalle a Wally. El señor Marino había encargado que le prepararan un testamento y unas últimas voluntades que habría podido redactar él mismo sin gastar un céntimo; sin embargo, había preferido encargárselo a Finley & Figg por un importe de doscientos cincuenta dólares. Cuando Wally leyó las últimas voluntades del señor Marino comprendió enseguida que la única intención de este era asegurarse de que sus hijastros no pudieran meter mano a su colección de fichas de béisbol, que reservaba para su hijo, Lyle. En la página cinco, Oscar había escrito: «La esposa no sabe nada de la colección de fichas».

Wally calculó que el caudal hereditario rondaría el medio millón de dólares y que, con el trámite de validación testamentaria previsto, el abogado encargado del asunto se llevaría unos cinco mil. A menos que hubiese algún tipo de disputa con la colección de fichas —y Wally confiaba en que la hubiera—, todo ello sería una molesta rutina que podía alargarse durante año y medio. Sin embargo, si los herederos se peleaban, él podría alargarlo durante tres años y triplicar sus ganancias. Las testamentarías no le gustaban, pero en cualquier caso eran mejores que los divorcios o las demandas de custodia. Una testamentaría pagaba las facturas y, en ocasiones, podía dar pie a más honorarios.

El hecho de que Finley & Figg hubiera redactado el testamento no significaba nada a la hora de validarlo. Cualquier abogado podía hacerlo y, gracias a su gran experiencia en el terreno de la captación de clientes, Wally sabía que había multitud de picapleitos hambrientos que se dedicaban a repasar las esquelas y calcular las ganancias potenciales. Quizá le conviniera ir a ver a Chester y reclamar en nombre del bufete el trabajo legal necesario para poner en orden sus cosas. Como mínimo valía el esfuerzo que suponía conducir hasta Van Easel & Sons, una de las funerarias de su recorrido habitual.

A Wally todavía le quedaban por cumplir tres meses de suspensión del carnet por conducir ebrio, pero conducía igualmente. Eso sí, era precavido y se limitaba a las calles próximas a su casa y el despacho, donde conocía a los policías. Cuando tenía que ir a los juzgados del centro, cogía el autobús o el tren.

Van Easel & Sons estaba a unas pocas manzanas de distancia y fuera de su radio de acción; aun así, decidió arriesgarse. Si la policía lo paraba, seguramente podría convencerla para que lo dejaran ir; en caso contrario, conocía al juez. Utilizó en lo posible calles secundarias y se mantuvo alejado del tráfico.

Hacía años que el señor Van Easel y sus tres hijos habían muerto, y la funeraria había ido cambiando de manos con el tiempo. El negocio había ido declinando a la vez que perdía el «servicio atento y detallista» que seguía siendo su principal reclamo publicitario. Wally dejó el coche en el desierto aparcamiento de la parte de atrás y entró por la puerta principal como si hubiera ido allí para dar el pésame a alguien. Eran casi las diez de un miércoles por la mañana y durante unos segundos no vio a nadie. Se detuvo en el vestíbulo y echó un vistazo al tablón donde figuraban los horarios de visita. Chester Marino se encontraba dos puertas más adelante, a la derecha, en el segundo de los tres velatorios. A la izquierda había una pequeña capilla. Un individuo de tez pálida y dientes muy amarillos, vestido con un traje negro se le acercó y lo saludó.

—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Buenos días, señor Grayber —repuso Wally.

—Usted otra vez…

—Siempre es un placer.

Aunque Wally había estrechado la mano del señor Grayber en alguna otra ocasión, no hizo ademán de repetir el gesto. No estaba seguro, pero tenía la impresión de que ese hombre era uno de los que embalsamaban los cadáveres y recordaba el tacto frío y blando de su mano. Grayber tampoco se la ofreció. Estaba claro que ambos despreciaban la profesión del otro.

—El señor Marino era cliente nuestro —explicó Wally con expresión grave.

—El velatorio no empezará hasta esta noche —repuso Grayber.

—Sí, lo he visto, pero tengo que salir de la ciudad por la tarde.

—Muy bien —dijo Grayber, haciendo un gesto en dirección a las salas de vela.

—No habrán venido otros abogados, ¿verdad?

Grayber bufó y alzó los ojos al cielo.

—¡Quién sabe! La verdad es que con ustedes uno pierde la cuenta. La semana pasada celebramos el funeral de un trabajador mexicano, un pobre sin papeles que tuvo la mala suerte de ir a parar bajo una excavadora. Utilizamos la capilla —dijo, señalándola— y resultó que había más abogados que familiares. El infeliz nunca fue tan querido como ese día.

—Pues qué bien, ¿no? —repuso Wally, que había estado presente, aunque no consiguió el caso para el bufete—. Gracias de todas maneras —añadió y echó a andar hacia las salas de vela.

Pasó ante la primera —un ataúd cerrado y nadie a la vista— y entró en la segunda, una sala escasamente iluminada de unos cuatro metros por cuatro, con el ataúd dispuesto a lo largo de una de las paredes y varias sillas baratas distribuidas en hileras. El féretro estaba cerrado, lo cual agradó a Wally. Se acercó y apoyó la mano en la caja, como si luchara por contener las lágrimas. Él y Chester compartiendo los últimos momentos juntos.

La rutina para esos casos consistía en quedarse unos minutos con la esperanza de que apareciera algún amigo o pariente. Si eso no sucedía, Wally firmaba en el libro de visitas y dejaba su tarjeta al señor Grayber con instrucciones concretas para que dijera a la familia del señor Marino que su abogado había pasado por allí para darles el pésame. El bufete mandaba flores y una carta a la viuda y, pasados unos días, Wally llamaba a la mujer y actuaba como si ella estuviera obligada de algún modo a contratar los servicios del bufete, ya que este se había encargado de redactar el testamento y las últimas voluntades de su difunto marido. Aquello solía dar resultado el cincuenta por ciento de las veces.

Wally se disponía a marcharse cuando un joven entró en la sala. Tenía unos treinta años, aspecto agradable e iba razonablemente bien vestido con chaqueta y corbata. Miró a Wally con bastante desconfianza. Era el modo en que mucha gente lo hacía al principio, pero ya no lo molestaba. Cuando dos desconocidos se encontraban en un velatorio, las primeras palabras nunca eran fáciles. Al final, Wally se las arregló para presentarse.

—Sí, bueno, ese es mi padre. Yo soy Lyle Marino —respondió el joven.

¡Ah, el futuro propietario de una magnífica colección de fichas de béisbol! Sin embargo, Wally no podía mencionar eso.

—Su padre era cliente de nuestro bufete —explicó—. Nosotros nos encargamos de redactarle el testamento y las últimas voluntades. Le doy mi más sentido pésame.

—Gracias —contestó Lyle, que parecía visiblemente aliviado—. La verdad es que me cuesta creer lo que ha sucedido. La semana pasada fuimos a ver un partido de los Blackhawks y se lo pasó en grande. En cambio, ahora se ha ido.

—Lo lamento mucho. ¿Fue muy repentino?

—Un ataque al corazón. Así de rápido. —Lyle chasqueó los dedos—. Era lunes por la mañana y estaba en su despacho trabajando cuando de repente empezó a sudar y a jadear y se desplomó en el suelo, muerto.

—Lo siento mucho, Lyle —dijo Wally, como si lo conociera de toda la vida.

El joven acariciaba el ataúd y repetía:

—No me lo puedo creer.

Wally necesitaba llenar algunas lagunas.

—Sus padres se divorciaron hará unos diez años, ¿verdad?

—Más o menos.

—¿Su madre sigue viviendo en la ciudad?

—Sí —contestó Lyle, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.

—Y la segunda mujer de su padre, ¿tiene usted buena relación con ella?

—No nos hablamos. El divorcio acabó mal.

Wally sonrió para sus adentros. Una familia mal avenida podía significar más honorarios.

—Lo siento, y ¿cómo se llama ella…?

—Millie.

—De acuerdo. Mire, Lyle, tengo que marcharme, pero aquí le dejo mis datos. —Wally sacó ágilmente una tarjeta y se la entregó—. Chester era un hombre estupendo. Llámeme si necesita cualquier cosa.

Lyle la cogió y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Seguía contemplando fijamente el ataúd.

—Perdone, ¿cómo me ha dicho que se llama?

—Figg, Wally Figg.

—¿Y es usted abogado?

—Así es, de Finley & Figg. Somos un pequeño bufete que tramita muchos casos en los tribunales más importantes.

—¿Y dice que conocía a mi padre?

—Desde luego, y muy bien. Le encantaba coleccionar fichas de béisbol.

Lyle levantó la mano del ataúd y miró directamente a los inquietos ojos de Wally.

—¿Sabe usted que fue lo que mató a mi padre, señor Figg?

—Usted acaba de decirme que fue un ataque al corazón.

—Sí, así fue. ¿Y sabe usted lo que le provocó ese ataque?

—Pues no.

Lyle miró hacia la puerta para asegurarse de que estaban solos y nadie podía oírlos. Se acercó de modo que sus zapatos casi se tocaron con los de Wally, que en esos momentos esperaba escuchar que Chester Marino había sido asesinado de algún modo misterioso.

—¿Ha oído hablar alguna vez de un medicamento llamado Krayoxx? —le preguntó Lyle, entre susurros.

En el centro comercial situado enfrente de Van Easel había un McDonald’s. Wally pidió dos cafés y fue a sentarse con el hijo de Chester Marino en el reservado más alejado del mostrador. Lyle llevaba encima un montón de papeles —artículos obtenidos en internet— y estaba claro que necesitaba alguien con quien hablar. Estaba obsesionado con el Krayoxx desde la muerte de su padre, ocurrida cuarenta y ocho horas antes.

Hacía seis años que el medicamento había salido al mercado, y desde entonces sus ventas se habían incrementado rápidamente. En la mayoría de los casos, reducía el colesterol de los pacientes con sobrepeso. Chester había aumentado de peso progresivamente y eso, a su vez, había provocado otros aumentos: el de la presión sanguínea y el colesterol, por citar los dos más evidentes. Lyle había dado la lata a su padre con la cuestión del sobrepeso, pero Chester fue incapaz de renunciar a su helado de medianoche. Su manera de librarse del estrés a causa de su problemático divorcio fue sentarse en la oscuridad para dar buena cuenta de un tarro tras otro de Ben & Jerry’s. Una vez adquiridos los kilos de más, ya no pudo quitárselos de encima. Un año antes de su fallecimiento, el médico le recetó Krayoxx, y el colesterol le bajó de forma espectacular, pero al mismo tiempo Chester empezó a quejarse de arritmias y falta de aire. Se lo comentó a su médico, pero este le aseguró que no tenía nada malo. El descenso del nivel de colesterol compensaba sobradamente cualquier efecto secundario menor.

Krayoxx era fabricado por Varrick Labs, una empresa de Nueva Jersey que en esos momentos figuraba en el tercer puesto de las diez empresas farmacéuticas más importantes del mundo, con un largo y feo historial de litigios con las autoridades federales y los abogados especialistas en demandas conjuntas.

—Varrick gana seis mil millones al año con el Krayoxx —explicó Lyle, repasando los datos de su investigación—, y esa cifra se incrementa un diez por ciento todos los años.

Wally hizo caso omiso de su taza de café mientras estudiaba los informes. Escuchaba en silencio, pero los engranajes de su cerebro giraban a tanta velocidad que casi le daba vueltas la cabeza.

—Y aquí viene lo mejor —dijo Lyle, cogiendo otra hoja de papel—. ¿Ha oído hablar alguna vez de un bufete llamado Zell & Potter?

Wally nunca había oído hablar del Krayoxx, y lo sorprendió que su médico no le hubiera dicho nada de él, sabiendo lo de sus cien kilos de peso y su colesterol un poco alto. Tampoco había oído hablar de Zell & Potter, pero intuía que se trataba de abogados importantes metidos en casos relevantes y no estaba dispuesto a admitir su ignorancia.

—Eso creo —respondió frunciendo el ceño en actitud pensativa.

—Es un bufete muy grande de Fort Lauderdale.

—En efecto.

—La semana pasada presentó en Florida una demanda contra Varrick, una demanda como la copa de un pino alegando que el Krayoxx es responsable de la muerte de varias personas. La historia sale en el Miami Herald.

Wally echó un vistazo al periódico y los latidos de su corazón se multiplicaron por dos.

—Seguro que está al corriente de esta demanda —dijo Lyle.

Wally no dejaba de sorprenderse ante la ingenuidad de aquel joven. En Estados Unidos se presentaban más de dos millones de demandas todos los años, y el pobre Lyle allí presente creía que Wally se había fijado en una en concreto, presentada en el sur de Florida.

—Sí, le he estado siguiendo la pista —contestó a pesar de todo.

—¿Su bufete se ocupa de casos como este? —preguntó Lyle, con el mayor candor.

—Es una de nuestras especialidades —le aseguró Wally—. Los casos de muerte y lesiones son lo nuestro. Nos encantaría ir contra Varrick Labs.

—¿Lo harían? ¿Los han demandado con anterioridad?

—No, pero hemos ido en contra de la mayoría de las empresas farmacéuticas.

—¡Esto es fantástico! ¿Estarían entonces dispuestos a llevar mi caso?

Desde luego que sí, pensó Wally. Sin embargo, los años de experiencia le aconsejaron no precipitarse o al menos no mostrarse excesivamente optimista.

—Digamos que su caso tiene potencial, pero antes debería consultar con mi socio, investigar un poco, hablar con los colegas de Zell y Potter y hacer los deberes. Las demandas conjuntas son bastante complicadas.

Y también podían ser demencialmente lucrativas. Ese era su principal pensamiento en esos momentos.

—Gracias, señor Figg.

A las once menos cinco, Abner se animó un poco y empezó a lanzar miradas hacia la puerta sin dejar de secar copas de martini con el trapo. Eddie se había despertado de nuevo y tomaba café, pero seguía en otro mundo.

—Perdone, David —dijo Abner al fin—. ¿Le importaría hacerme un favor?

—Lo que sea.

—¿Quiere correrse un par de asientos? El taburete donde está sentado suelo reservarlo para cierta persona que viene a las once.

David miró a su derecha, donde había ocho taburetes vacíos entre él y Eddie. A su izquierda había otros siete entre él y el final de la barra.

—¿Está de broma o qué?

—Por favor. —Abner le cogió la jarra de cerveza, que estaba casi vacía, y se la sustituyó por otra llena que depositó dos asientos a la izquierda.

David se levantó despacio y fue tras su cerveza.

—¿De qué va todo esto? —preguntó.

—Ya lo verá —contestó Abner, señalando la puerta con la cabeza. En el bar no había nadie más salvo Eddie.

Minutos más tarde la puerta se abrió y entró un asiático de edad avanzada. Llevaba un pulcro uniforme, corbata de pajarita, gorra de chófer y ayudaba a una señora mucho más vieja que él. La mujer se apoyaba en un bastón, y el hombre no le quitaba ojo. Los dos atravesaron el bar arrastrando los pies. David los contempló con fascinación y se preguntó si estaría viendo visiones. Abner mezclaba un cóctel y observaba. Eddie murmuraba para sus adentros.

—Buenos días, señorita Spence —dijo el barman muy educadamente, casi con una reverencia.

—Buenos días, Abner —repuso ella, encaramándose poco a poco al taburete. El chófer la acompañó en sus movimientos, pero sin tocarla. Cuando estuvo cómodamente sentada, la mujer dijo:

—Tomaré lo de costumbre.

El chófer hizo un gesto de asentimiento a Abner y se marchó con discreción.

La señorita Spence llevaba un abrigo largo de visón, gruesas perlas alrededor del cuello y numerosas capas de carmín y maquillaje que poco podían hacer para disimular que tenía más de noventa años. David no pudo evitar admirarla. Su abuela había cumplido noventa y dos y vivía atada a la cama de una residencia para ancianos, completamente fuera del mundo. En cambio, allí estaba aquella anciana dama, empinando el codo antes de comer.

La mujer no le prestó la menor atención. Abner siguió combinando ingredientes de lo más diverso y al final le puso una copa delante y la llenó.

—Su Pearl Harbor —dijo, empujando el combinado hacia ella.

La mujer se lo llevó muy despacio a los labios, tomó un pequeño sorbo con los ojos cerrados, se paseó el licor por la boca y obsequió a Abner con la más arrugada de las sonrisas. El barman pareció respirar de nuevo.

David, que no estaba del todo borracho pero que iba camino de estarlo, se apoyó en la barra y se volvió hacia ella.

—¿Viene por aquí a menudo?

Abner dio un respingo y se acercó a David.

—La señorita Spence es una cliente habitual y prefiere beber en silencio —explicó con voz temerosa.

La señorita Spence volvió a tomar otro sorbo con los ojos cerrados.

—¿Quiere beber en silencio en un bar? —preguntó David, incrédulo.

—Pues sí —le espetó Abner.

—Bien, en ese caso me parece que ha elegido el establecimiento adecuado —contestó David, señalando con un gesto de la mano el desierto bar—. Aquí no hay un alma. ¿Alguna vez tiene clientela?

—¡Silencio! —lo apremió Abner—. Estese callado un rato, ¿quiere?

Sin embargo, David no se dio por enterado.

—Solo ha tenido dos clientes durante toda la mañana, el viejo Eddie y yo, y ambos sabemos que él ni siquiera paga las copas.

En ese momento, Eddie levantaba la taza hacia su cara, pero con evidentes problemas para llevársela a la boca. Estaba claro que no había oído el comentario de David.

—Cállese de una vez o tendré que pedirle que se marche —gruñó Abner.

—Lo siento —repuso David, que guardó silencio.

No tenía ningunas ganas de marcharse de allí porque no sabía adónde ir.

El tercer sorbo pareció hacer efecto. La señorita Spence abrió los ojos y miró a su alrededor.

—Sí, vengo a menudo —dijo con una entonación a la antigua—. De lunes a sábado. ¿Y usted?

—Es mi primera visita —contestó David—, pero no creo que sea la última. A partir de hoy tendré más tiempo para beber y más razones para hacerlo. Salud. —Acercó su jarra de cerveza y la chocó levemente con la copa de la mujer.

—Salud —repuso ella—. ¿Y se puede saber por qué está aquí, joven?

—Es una larga historia que se alarga cada vez más. ¿Y usted? ¿Por qué está aquí?

—No lo sé. Por costumbre, supongo. Seis días a la semana, ¿desde hace cuánto, Abner?

—Al menos veinte años.

La mujer no parecía tener el menor interés por escuchar la historia de David. Tomó otro sorbo y dio la impresión de querer dormitar. De repente, también David se sintió soñoliento.