El segundo jurado estaba formado por siete hombres y cinco mujeres. De ellos, la mitad eran blancos, tres negros, dos asiáticos y uno hispano. El conjunto era ligeramente más proletario y algo más pesado. Dos de los hombres estaban realmente obesos. Nadine Karros había utilizado sus prerrogativas para excluir a los gordos en lugar de a las minorías, pero se había visto abrumada por la abundancia de michelines. Por su parte, Consuelo estaba convencida de que ese segundo jurado era más de su gusto que el primero.
El lunes por la mañana, David contuvo el aliento cuando Wally se levantó y se dirigió al podio. Era el siguiente en la lista. Otro ataque al corazón lo obligaría a situarse en primera línea contra un enemigo infinitamente superior, así que apoyaba a su socio con todas sus fuerzas. A pesar de que Wally había perdido algunos kilos correteando con DeeAnna, seguía siendo rollizo y desaliñado. En lo que a infartos se refería, parecía un candidato mucho más firme que Oscar.
Vamos, Wally, puedes hacerlo. Dales caña y, por favor, no te desmayes.
No se desmayó e hizo una aceptable exposición de su caso contra Varrick Labs, la tercera empresa farmacéutica más grande del mundo, una «compañía mastodóntica» ubicada en Nueva Jersey, una compañía con un largo y lamentable historial de comercializar fármacos perniciosos.
Protesta de la señorita Karros. Protesta admitida por el juez.
Sin embargo, Wally se mostró cauteloso. Tenía buenas razones para ello. Cuando una palabra de más podía costar una multa de diez mil dólares había que tener mucho cuidado dónde se pisaba. Se refirió repetidas veces al medicamento llamándolo «ese mal producto» en lugar de hacerlo por su nombre. Aunque a ratos divagó, se atuvo al guión la mayor parte del tiempo. Cuando acabó, treinta minutos después de haber empezado, David volvió a respirar tranquilo y le susurró al oído: «Buen trabajo».
Nadine Karros no se anduvo por las ramas a la hora de defender a su cliente. Empezó con una larga, detallada y bastante interesante lista de todos los fantásticos medicamentos que Varrick había puesto en el mercado durante los últimos cincuenta años, productos que todo estadounidense conocía y en los que confiaba: los medicamentos que daban a sus hijos, aquellos que consumían diariamente, medicamentos que eran sinónimo de buena salud, los que alargaban la vida, eliminaban infecciones y prevenían enfermedades. Ya fuera aliviando gargantas irritadas o luchando contra el sida, Varrick Labs llevaba décadas en primera fila de la investigación, y el mundo era un lugar mejor, más sano y seguro gracias a ello. Cuando Nadine finalizó la primera parte de su intervención, la mitad de los presentes en la sala se habría dejado matar por Varrick.
A continuación cambió de registro y se centró en el fármaco en cuestión, el Krayoxx, un medicamento tan eficaz que los médicos —los médicos de todos— lo recetaban con preferencia a cualquier otro cuando se trataba de combatir el colesterol. Detalló el exhaustivo trabajo de investigación que había sido necesario para desarrollarlo y, de algún modo, logró que los detalles técnicos resultaran interesantes. Los estudios habían demostrado uno tras otro que el medicamento no solo era eficaz, sino que carecía de efectos perniciosos. Su cliente había gastado cuatro mil millones de dólares y dedicado ocho años de investigación para desarrollar el Krayoxx. Varrick no solo se sentía orgullosa de su producto, sino que lo respaldaba plenamente.
David observó disimuladamente los rostros del jurado. Los doce seguían con atención las palabras de Nadine, los doce se estaban convirtiendo en creyentes. Incluso él tenía la sensación de que lo estaban convenciendo.
Nadine siguió hablando de los expertos que llamaría a testificar, eminentes eruditos y especialistas de lugares tan renombrados como la clínica Mayo, la clínica Cleveland o el Harvard Medical School. Aquellos hombres y mujeres habían estudiado el Krayoxx durante años y lo conocían mucho mejor que los presuntos especialistas que los demandantes iban a llamar al estrado.
En resumen, tenía plena confianza en que una vez expuestas y oídas todas las pruebas, ellos, los miembros del jurado, comprenderían y asumirían sin ninguna dificultad que el Krayoxx no tenía nada malo, se retirarían a deliberar y volverían con un veredicto de inocencia para su cliente, Varrick Labs.
Cuando Nadine se sentó, David contempló a los siete hombres que componían el jurado. Catorce ojos la siguieron fijamente. Miró la hora. Cincuenta y ocho minutos. El tiempo había pasado volando.
Unos técnicos entraron para instalar dos grandes pantallas. Mientras trabajaban, el juez Seawright explicó al jurado que iban a ver el vídeo de la declaración de Iris Klopeck, porque la demandante no podía subir al estrado por razones de salud. Su deposición había sido grabada el 30 de marzo en un hotel del centro de Chicago. Seawright aseguró a los miembros del jurado que aquello no era nada fuera de lo normal y que no debía influir de ningún modo en su opinión.
Las luces se apagaron y de pronto apareció Iris, mucho más grande que en la realidad, mirando a la cámara con aire ceñudo, inmóvil, totalmente despistada y colocada. La deposición había pasado por un proceso de montaje para eliminar lo que fuera inapropiado y las discusiones entre los abogados. Tras comentar rápidamente los antecedentes, Iris se centró en Percy, en su papel como padre, en su historial laboral, sus costumbres y su fallecimiento. En la pantalla aparecieron distintas pruebas y documentos: una foto de Iris chapoteando en el agua con el pequeño Clint; Iris y Percy mórbidamente obesos; otra foto de Percy ante la barbacoa rodeado de amigos, todos dispuestos a devorar bratswurts y hamburguesas en un Cuatro de Julio; otra de él sentado en una mecedora con un gato naranja en el regazo. Al parecer, balancearse en la mecedora era su único ejercicio. Las imágenes no tardaron en fundirse para pintar un retrato de Percy que era fiel pero poco agradable de contemplar: el de un hombre gordo y corpulento que comía demasiado, no hacía ejercicio, era un holgazán y había muerto muy joven por causas que saltaban a la vista. En algunos momentos, Iris se emocionaba; en otros parecía incoherente. El vídeo no hacía gran cosa por despertar simpatías hacia ella, pero como bien sabían sus abogados constituía una alternativa mucho mejor que tenerla en carne y hueso en el estrado. Una vez pasado por la sala de montaje, el vídeo duraba ochenta y siete minutos. Todos los presentes suspiraron de alivio cuando concluyó.
Las luces se encendieron y el juez Seawright declaró que era hora de ir a comer y que la vista se reanudaría a las dos de la tarde. Wally desapareció entre la multitud sin decir palabra. Él y David habían planeado tomarse un sándwich rápido y analizar la estrategia. Tras buscarlo durante un cuarto de hora, David desistió y almorzó solo en la cafetería de la segunda planta del edificio.
Oscar había salido del hospital y convalecía en casa de Wally. Rochelle lo llamaba dos veces al día. Su mujer y su hija seguían sin dar señales de vida. David lo telefoneó para ponerlo al corriente del juicio e intentó darle una visión optimista de la situación. Oscar fingió interesarse, pero quedó claro que se sentía contento de estar donde estaba.
La sesión se reanudó puntualmente a las dos de la tarde. El baño de sangre iba a empezar, y Wally parecía extrañamente tranquilo.
—Llame a su siguiente testigo —ordenó el juez.
Wally cogió su libreta de notas.
—Esto se va a poner feo —susurró, y David percibió el inconfundible olor de la cerveza en su aliento.
El doctor Igor Borzov fue conducido al estrado de los testigos, donde el alguacil le presentó una Biblia para que prestara juramento. Borzov la miró, negó con la cabeza y rehusó tocarla. Seawright le preguntó qué problema había, y Borzov dijo algo acerca de que era ateo.
—No quiero Biblia. No creo en Biblia.
David lo contempló entre estupefacto y horrorizado. Vamos, tío, por setenta y cinco mil pavos lo menos que puedes hacer es ponerlo fácil, se dijo. Tras una incómoda pausa, Seawright ordenó al alguacil que se llevara la Biblia. Borzov alzó la mano derecha y juró decir la verdad, pero para entonces ya habían perdido al jurado.
Wally, que se ceñía a un guión cuidadosamente preparado, lo acompañó a lo largo del ritual de acreditación de un experto. Estudios: universidad y facultad de medicina de Moscú. Formación: prácticas como cardiólogo en Kiev y en un par de hospitales de Moscú. Experiencia: una breve temporada como miembro de un hospital comunal en Fargo, Dakota del Norte, y consultas como médico particular en Toronto y Nashville. La noche anterior, Wally y David habían ensayado con él durante horas y le habían suplicado que hablara despacio e intentara vocalizar con la mayor claridad posible. En la intimidad del bufete, Borzov había resultado bastante inteligible. Sin embargo, en el estrado y con la tensión del juicio se olvidó de las súplicas y respondió rápidamente y con un acento tan marcado que apenas parecía expresarse en inglés. La relatora del tribunal tuvo que interrumpirlo dos veces para pedirle que le aclarara lo que acababa de decir.
Los relatores tienen un talento especial para descifrar los balbuceos, las dificultades del habla, el acento, el argot y los tecnicismos. El hecho de que aquella mujer no lograra entender a Borzov era un desastre. La tercera vez que lo interrumpió, Seawright se sumó y dijo:
—Yo tampoco consigo entender lo que dice, ¿no tiene un traductor, señor Figg?
Gracias, señoría. A varios miembros del jurado les hizo gracia la pregunta.
Wally y David habían considerado la posibilidad de contratar a un traductor ruso, pero aquello había formado parte de un plan más amplio para olvidarse de Borzov, de los expertos, de los testigos en su conjunto y no presentarse en la vista.
Tras unas cuantas preguntas más, Wally dijo:
—Consideramos al doctor Igor Borzov un testigo experto en cardiología.
Seawright miró a la defensa.
—¿Alguna objeción, señorita Karros?
—Ninguna, señoría —respondió ella con una amplia sonrisa.
En otras palabras: le daremos toda la cuerda que quiera para que se ahorque solo.
Wally preguntó a Borzov si había revisado los antecedentes médicos de Percy Klopeck, y él contestó con un claro «sí». Durante media hora hablaron del lamentable historial médico de Percy y después empezaron el tedioso proceso de admitir los documentos como prueba. Habrían sido necesarias varias horas de no haber sido por la admirable cooperación de la defensa. La señorita Karros podría haber impugnado mucho material, pero deseaba que todo se expusiera al jurado. Cuando el expediente de diez centímetros de grosor se hubo admitido en su totalidad, varios miembros del jurado daban cabezadas.
La declaración de Borzov mejoró sustancialmente con la ayuda de un gran diagrama del corazón humano. La imagen apareció en la pantalla, y el cardiólogo pudo describirla a sus anchas para el jurado. Armado con un puntero, caminó arriba y abajo, e hizo un trabajo aceptable señalando las válvulas, las cámaras y las arterias. Cada vez que decía algo que nadie entendía, Wally se apresuraba a repetirlo para beneficio de todos. Sabía que esa era la parte fácil del testimonio y se tomaba su tiempo. El buen doctor parecía conocer su trabajo, pero cualquier estudiante de segundo de medicina habría dominado igualmente la materia. Cuando la exposición finalizó, Borzov regresó al estrado de los testigos.
Percy se había sometido a su revisión médica anual —con electrocardiograma y ecocardiograma incluidos— dos meses antes de morir mientras dormía. De ese modo había proporcionado a Borzov algo sobre lo que explayarse. Wally le entregó el ecocardiograma y los dos pasaron un cuarto de hora hablando de sus elementos básicos. Percy mostraba un notable descenso en el retorno circulatorio del ventrículo izquierdo.
David dejó escapar un suspiro cuando su socio y el testigo se adentraron en el peligroso territorio de la jerga y los tecnicismos médicos. Fue un desastre desde el principio.
Supuestamente, el Krayoxx dañaba la válvula mitral de tal manera que obstruía el flujo de sangre cuando esta era bombeada fuera del corazón. En su intento de explicar el fenómeno, Borzov utilizó la expresión «fracción de expulsión del ventrículo izquierdo». Cuando le pidieron que aclarase al jurado lo que significaban aquellas palabras, Borzov dijo: «La fracción de expulsión es en realidad el volumen ventricular de la diástole final menos la sístole final. Si ese volumen ventricular se divide por cien volúmenes, tenemos la fracción de expulsión». Si ese lenguaje, expresado lentamente y con claridad, ya resultaba incomprensible para los legos en la materia, en boca de Borzov constituía un galimatías tristemente cómico.
Nadine Karros se levantó y dijo:
—Señoría, por favor.
El juez Seawright meneó la cabeza y dijo:
—Señor Figg, por favor.
Tres miembros del jurado lo miraban como si los hubiera insultado gravemente. Un par de ellos contenían la risa.
Wally pidió a su testigo que hablara despacio y con claridad, a ser posible utilizando un lenguaje lo más llano posible. Prosiguieron mientras Borzov lo intentaba y Wally repetía todo lo que el otro decía hasta que conseguía aportar cierta claridad, que no era mucha ni remotamente suficiente. Borzov se explayó con el grado de insuficiencia mitral, el retorno de la zona atrial izquierda y la gravedad del retorno mitral.
Cuando hacía ya rato que el jurado había desconectado, Wally formuló una serie de preguntas sobre la interpretación de un ecocardiograma que obtuvieron la siguiente respuesta: «Si el ventrículo fuera totalmente simétrico y no mostrara discrepancias en la geometría o en el movimiento de las paredes sería un elipsoide ovoide, es decir, un extremo achatado y un extremo afilado unidos por una suave curva. De ese modo, el ventrículo se contraería y seguiría siendo un elipsoide ovoide, pero todas las paredes se moverían salvo el plano de la válvula mitral».
La relatora alzó la mano y farfulló:
—Lo siento, señoría, pero no he entendido nada.
El juez Seawright tenía los ojos cerrados y la cabeza gacha, como si también él se hubiera rendido y solo deseara que Borzov finalizara y desapareciera de su tribunal.
—La vista se suspende quince minutos —decretó.
Wally y David estaban sentados en silencio en un pequeño bar ante dos tazas de café que no habían probado. Eran las cuatro y media de la tarde del lunes y ambos se sentían como si hubieran pasado un mes en el tribunal de Seawright. Ninguno de los dos deseaba volverlo a ver.
A pesar de que David estaba estupefacto por el pésimo papel de Borzov, también pensaba en Wally y su problema con la bebida. Este no parecía estar borracho o bajo sus efectos, pero tratándose de un alcohólico su regreso a la botella resultaba preocupante. Quería preguntarle, comprobar que estuviera bien, pero tanto el lugar como el momento no le parecieron apropiados. ¿Por qué sacar un asunto tan desagradable en tales circunstancias?
Wally tenía la mirada clavada en una mancha del suelo, como si estuviera en otro mundo.
—Me parece que el jurado no está de nuestro lado —comentó David intempestivamente y sin pretender hacerse el gracioso.
No obstante, Wally sonrió y dijo:
—El jurado nos odia, y no lo culpo por ello. No vamos a ir más allá de un juicio sumario. Tan pronto como hayamos acabado de exponer nuestro caso, Seawright nos echará de su tribunal.
—¿Un final rápido? No seré yo quien se lo reproche.
—Un final rápido y misericordioso —dijo Wally sin dejar de mirar al suelo.
—¿Y eso cómo crees que afectará a los otros problemas, como las sanciones y la negligencia profesional?
—¡Quién sabe! Creo que la demanda por negligencia caerá por su propio peso. No te pueden demandar por perder un caso. Sin embargo, lo de las sanciones es harina de otro costal. Ya veo a Varrick lanzándose a nuestro cuello y diciendo que la demanda carecía de fundamento.
David tomó por fin un sorbo de café.
—No dejo de pensar en Jerry Alisandros —dijo Wally—. Me gustaría cruzarme con él en un callejón oscuro y darle una buena paliza con un bate de béisbol.
—Eso sí que es un pensamiento agradable.
—Será mejor que nos marchemos. Acabemos con Borzov y saquémoslo de aquí.
Durante la siguiente hora la sala sufrió el tortuoso proceso de ver el vídeo del ecocardiograma de Percy mientras el doctor Borzov intentaba explicar lo que estaban viendo. Varios miembros del jurado no tardaron en dormitar con las luces apagadas. Cuando la proyección finalizó Borzov regresó al estrado.
—¿Falta mucho más, señor Figg? —preguntó el juez.
—Cinco minutos, señoría.
—Proceda.
Hasta el más endeble de los casos necesita cierto lenguaje mágico. Wally pretendía utilizarlo mientras el jurado siguiera comatoso y la defensa estuviera distraída pensando en volver a casa.
—Veamos, doctor Borzov, ¿tiene usted una opinión basada en las pruebas médicas y científicas acerca de las causas de la muerte del señor Percy Klopeck?
—La tengo.
David observaba a Nadine Karros, que podría haber desmontado las expertas opiniones de Borzov sin el menor esfuerzo. No parecía interesada en hacerlo.
—¿Y cuál es? —quiso saber Wally.
—Mi opinión, basada en una razonable certeza médica, es que el señor Klopeck murió de un infarto de miocardio agudo, vulgarmente llamado ataque al corazón —declaró Borzov, hablando despacio y en un inglés mucho más inteligible.
—¿Y tiene usted una opinión acerca de qué pudo causarle ese ataque al corazón?
—Mi opinión, basada en una razonable certeza médica, es que dicho ataque fue provocado por una cámara ventricular izquierda dilatada.
—¿Y tiene usted una opinión acerca de qué pudo causar dicha dilatación ventricular?
—Mi opinión, basada en una razonable certeza médica, es que dicha dilatación se debió a la ingestión del medicamento contra el colesterol llamado Krayoxx.
Dos miembros del jurado negaban con la cabeza mientras que otros dos parecían dispuestos a levantarse y gritar todo tipo de obscenidades al testigo.
A las seis de la tarde, Seawright ordenó al testigo que se retirara y mandó a casa al jurado.
—Se aplaza la vista hasta mañana a las nueve en punto —declaró.
Wally se durmió en el asiento de atrás durante el camino de vuelta al bufete. David se metió en un atasco de tráfico y aprovechó para comprobar si tenía mensajes telefónicos y ver los mercados en internet. Las acciones de Varrick habían pasado de treinta y un dólares y medio a treinta y cinco.
La noticia de su inminente victoria corría como la pólvora.