El martes por la mañana ya nadie se acordaba del breve respiro al miedo de ser aniquilados del que habían disfrutado el día anterior. Cuando los tres socios del bufete-boutique entraron en la sala, la presión era máxima. El juicio estaba a punto de dar comienzo, y el ambiente estaba cargado de tensión.
Tú limítate a eludirlo, se repetía David cada vez que el estómago le daba un vuelco.
El juez Seawright saludó con un brusco «buenos días», dio la bienvenida a los miembros del jurado y después les explicó —o intentó explicar— la ausencia de la señora Iris Klopeck, viuda y representante del difunto Percy Klopeck. Cuando acabó añadió:
—Ahora, cada parte hará su exposición inicial. Nada de lo que van a escuchar ustedes serán pruebas, sino lo que las partes creen que podrán demostrar a lo largo del juicio. Les prevengo que no deben tomárselo muy en serio. El señor Finley procederá en primer lugar por la parte demandante.
Oscar se levantó y caminó hasta el podio con su libreta de notas. La depositó en el atril, sonrió al jurado, miró sus notas, volvió a sonreír al jurado y la sonrisa se le borró bruscamente de la cara. Pasaron unos incómodos segundos, como si Oscar hubiera perdido el hilo de sus pensamientos y no se le ocurriera nada que decir. Se enjugó la frente con el dorso de la mano y cayó hacia delante. Chocó contra el atril, rebotó, y se desplomó violentamente en el suelo enmoquetado, gruñendo y haciendo muecas como preso de un dolor insoportable. Se produjo un gran revuelo cuando Wally y David corrieron hacia él, al igual que dos alguaciles uniformados y un par de abogados de Rogan Rothberg. Varios miembros del jurado se pusieron en pie como si desearan ayudar de algún modo. El juez Seawright gritó:
—¡Que llamen al novecientos once! ¡Que llamen al novecientos once! ¿Hay algún médico en la sala?
No había ninguno. Uno de los alguaciles se hizo cargo de la situación y enseguida quedó claro que lo de Oscar no había sido un simple desmayo. En medio del caos, mientras la gente se arremolinaba a su alrededor, alguien dijo:
—Apenas respira.
Hubo más idas y venidas y más llamadas pidiendo ayuda. El paramédico asignado a la sala del tribunal apareció minutos más tarde y se arrodilló junto a Oscar.
Wally se puso en pie, retrocedió ligeramente y se encontró junto al banco del jurado. Entonces, con una voz que muchos oyeron, dijo unas palabras que otros repetirían en los años venideros:
—¡Ah, las maravillas del Krayoxx!
—¡Señoría, por favor! —saltó Nadine Karros.
Algunos miembros del jurado lo encontraron gracioso, otros no.
—¡Señor Figg, aléjese del jurado! —bramó Seawright.
Wally puso pies en polvorosa y se fue a esperar al otro lado de la sala, junto a David.
Un alguacil se llevó al jurado fuera del tribunal.
—La vista se aplaza una hora —decretó el juez, que acto seguido bajó del estrado y se quedó esperando junto al podio.
Wally se acercó y le dijo:
—Lo siento, señoría.
—Cállese.
Un equipo de paramédicos llegó con una camilla, sujetó a Oscar y lo sacó de la sala. No parecía hallarse consciente. Tenía pulso, pero era peligrosamente débil. Mientras los letrados y el público conversaban entre ellos, David le preguntó a su socio:
—¿Tenía antecedentes de problemas cardíacos?
—Ninguno —contestó Wally meneando la cabeza—. Siempre ha estado sano y en forma. Me parece que su padre murió joven de algo, pero Oscar tampoco hablaba mucho de su familia.
Un alguacil fue hasta ellos.
—Su señoría desea ver a los letrados en su despacho.
Wally, que temía hallarse en el punto de mira de Seawright, llegó a la conclusión de que no tenía nada que perder y entró haciendo una exhibición de firmeza.
—Señoría, tengo que ir al hospital.
—Un momento, señor Figg.
Nadine estaba de pie y muy enfadada.
—Señoría, basándome exclusivamente en el desafortunado comentario hecho por el señor Figg ante los miembros del jurado no tengo más remedio que solicitar juicio nulo —dijo con el tono que reservaba para dirigirse al tribunal.
Wally, que también estaba de pie, no supo qué responder.
—No veo cómo el jurado puede haberse visto influenciado, señoría —terció David instintivamente—. El señor Finley no toma ese medicamento. Está claro que ha sido un comentario estúpido hecho en el calor del momento, pero no ha habido perjuicio.
—Discrepo, señoría —replicó Nadine—. Varios miembros del jurado lo encontraron gracioso y estuvieron a punto de reír. Llamarlo «comentario estúpido» es un eufemismo. Ha sido claramente un comentario indebido y perjudicial.
Un juicio nulo suponía un aplazamiento, justo lo que la parte demandante necesitaba. Si hubiera dependido de ellos, lo habrían retrasado eternamente.
—Petición concedida —dijo Seawright—. Declararé el juicio nulo. ¿Y ahora qué?
Wally se había dejado caer en una silla y estaba pálido. David dijo lo primero que le pasó por la cabeza:
—Señoría, es evidente que nosotros necesitamos más tiempo. ¿Qué le parecería un aplazamiento o algo así?
—¿Señorita Karros? —preguntó Seawright.
—Señoría, sin duda estamos ante una situación especial. Propongo que esperemos veinticuatro horas y sigamos de cerca la evolución del estado del señor Finley. Me parece que es de justicia señalar que la demanda la presentó el señor Figg y que hasta hace poco él era quien llevaba la voz cantante en el bufete. Estoy segura de que podrá ocuparse del caso con la misma diligencia que su socio.
—Bien visto —convino el juez Seawright—. Señor Zinc, creo que lo mejor es que usted y el señor Figg vayan al hospital y vean cómo se encuentra el señor Finley. Manténgame informado por correo electrónico y envíen copia de sus mensajes a la señorita Karros.
—Sí, señoría.
Oscar había sufrido un infarto de miocardio en toda regla. Se encontraba estable, y los médicos confiaban en que viviría, pero los primeros escáneres mostraban importantes obstrucciones en las arterias coronarias. David y Wally pasaron una tarde deprimente en la sala de espera de la UCI, matando el tiempo y hablando de la estrategia del juicio, enviando correos electrónicos a Seawright, alimentándose de una máquina expendedora y recorriendo los pasillos para combatir el aburrimiento. Wally estaba seguro de que ni Paula Finley ni su hija Keely habían ido al hospital. Oscar se había marchado de casa hacía tres meses y ya se estaba viendo con otra mujer, aunque de tapadillo. También corría el rumor de que Paula había encontrado a otro. Fuera como fuese, el matrimonio había llegado a su fin aunque todavía faltara mucho para el divorcio.
A las cuatro y media de la tarde una enfermera los acompañó hasta la cama de Oscar para que pudieran hacerle una breve visita. Se encontraba despierto y lleno de tubos y cables por todas partes, pero respiraba sin ayuda.
—Una gran exposición inicial, sí señor —le dijo Wally, que obtuvo una débil sonrisa por toda respuesta.
Ni él ni David le hablaron del juicio nulo. Tras unos infructuosos intentos de entablar conversación, los dos se convencieron de que Oscar estaba demasiado cansado, así que se despidieron y marcharon. Al salir, una enfermera los informó de que Oscar sería operado a las siete de la mañana siguiente.
A las seis, David, Wally y Rochelle se reunieron alrededor de su cama para una última ronda de despedidas antes de que lo llevaran a quirófano. Cuando una enfermera les pidió que salieran bajaron a la cafetería para tomarse un buen desayuno a base de huevos del día anterior y beicon frío.
—¿Qué va a pasar con el juicio? —quiso saber Rochelle.
David acabó de masticar un trozo de tocino correoso y contestó:
—No estoy seguro, pero tengo el presentimiento de que no nos concederán un aplazamiento significativo.
Wally removía su café y observaba de reojo a un par de jóvenes enfermeras.
—Y también parece que nos van a ascender. Ahora seré yo quien lleve el caso y tú pasarás al puesto de primer suplente.
—¿O sea, que el espectáculo continúa? —preguntó Rochelle.
—Desde luego —dijo David—. En estos momentos, tenemos muy poco control sobre lo que está ocurriendo. Varrick es quien toma las decisiones. La empresa quiere una gran victoria, salir en primera plana y todo tipo de pruebas de que su medicamento es tan maravilloso como dice. Y lo que es más importante: el juez está de su parte. —Dio otro mordisco al beicon—. Así es, Varrick tiene las pruebas y los testigos, también el dinero, los abogados y el juez.
—¿Y nosotros qué tenemos? —preguntó Rochelle.
Wally y David lo meditaron un momento y después menearon la cabeza simultáneamente. Nada. No tenemos nada.
—Bueno, supongo que tenemos a Iris, a la encantadora Iris —dijo Wally, riendo amargamente.
—¿Y va a declarar ante el jurado?
—No —contestó David—. Uno de sus médicos me ha enviado una carta por correo electrónico para decirme que físicamente es incapaz de comparecer en un juicio.
—Demos gracias a Dios por ello —sentenció Wally.
Tras una hora matando el rato, los tres votaron por unanimidad regresar a la oficina e intentar hacer algo productivo. Tanto David como Wally tenían muchas cosas en las que ocuparse antes de que se reanudara el juicio. A las once y media llamó una enfermera para comunicarles que Oscar había salido del quirófano, evolucionaba favorablemente y no podría recibir visitas durante veinticuatro horas. Todo ello fue bien recibido. David transmitió ese último parte al ayudante del juez Seawright y quince minutos más tarde recibió su respuesta en la que convocaba a todos los letrados en su despacho a las dos de esa misma tarde.
—Le ruego que transmita mis mejores deseos al señor Finley —dijo su señoría con total indiferencia cuando todos hubieron tomado asiento.
A un lado estaban David y Wally, y al otro, Nadine con cuatro de sus secuaces.
—Gracias, señoría —dijo Wally, pero solo porque habría sido de mala educación no contestar.
—Nuestro nuevo plan es el siguiente —prosiguió Seawright—. Nos quedan treinta y cuatro candidatos en nuestra lista de jurados. Los convocaré el viernes 21 de octubre por la mañana, es decir dentro de tres días, y escogeré un nuevo jurado. De ese modo, el lunes 24 reiniciaremos la vista. ¿Alguna pregunta?
Sí, muchas, le habría gustado decir a Wally, pero por dónde empezar.
Ninguna por parte de los letrados.
Seawright continuó:
—Comprendo que esto no da a la parte demandante demasiado tiempo para reagrupar sus fuerzas, pero estoy seguro de que el señor Figg lo hará igual de bien que el señor Finley. Francamente, ninguno de los dos tiene experiencia en los tribunales federales, de modo que sustituir uno por otro no perjudicará de ninguna manera el caso de los demandantes.
—Estamos preparados —declaró Wally con energía, pero solo para replicar algo y defenderse.
—Bien. Ahora escúcheme, señor Figg: no pienso tolerar ni uno más de sus ridículos comentarios en la sala, independientemente de si el jurado se halla presente o no.
—Le pido disculpas, señoría —contestó Wally con evidente falta de sinceridad.
—Se aceptan sus disculpas, pero lo voy a multar a usted y a su bufete con cinco mil dólares por su comportamiento inadecuado y poco profesional. Además, le advierto que volveré a hacerlo si se desmadra otra vez.
—Es un poco excesivo, señoría —farfulló Wally.
Así no habrá forma de parar la hemorragia, se dijo David. Setenta y cinco mil dólares para el doctor Borzov; cincuenta mil para el doctor Herbert Threadgill, el experto en farmacología; quince mil para la doctora Kanya Meade, su experta en economía; veinticinco mil para Consuelo, la experta en jurados. Si a lo anterior se sumaban otros quince mil para alojarlos en un bonito hotel y alimentarlos durante su estancia en Chicago, resultaba que Iris Klopeck y su difunto marido iban a costar a Finley & Figg la friolera de ciento ochenta mil dólares. Y en ese momento, gracias al bocazas de Wally, acababan de tirar por la ventana otros cinco mil.
Ten en cuenta, se repetía David una y otra vez, que es dinero empleado en la defensa. De otro modo, Shaw los demandaría por negligencia profesional y tendrían que enfrentarse a sanciones escalofriantes por haber presentado una demanda sin fundamento. La realidad era que estaban gastando una fortuna para que su frívolo caso pareciera menos frívolo.
En Harvard nunca le habían explicado maniobras como aquellas, y tampoco había oído hablar de locuras parecidas durante los cinco años que había pasado en Rogan Rothberg.
Nadine Karros aprovechó que mencionaban las sanciones y dijo:
—Señoría, lo que presentamos en este momento es una moción basada en la Disposición n.° 11. —Repartió copias a todo el mundo—. Basándonos en el hecho de que el temerario comportamiento de ayer del señor Figg ha sido el responsable de que el juicio se declarara nulo, causando así un perjuicio innecesario a nuestro cliente, solicitamos que sea objeto de sanción. No vemos motivo para que Varrick Labs deba pagar por el comportamiento poco profesional del demandante.
—El motivo para que pague es que Varrick Labs tiene un valor contable de cuarenta y ocho mil millones de dólares —replicó Wally—. El nuestro es sustancialmente menor —añadió con humor, pero sin sonreír.
El juez Seawright leyó detenidamente la moción. David y Wally se apresuraron a hacer lo mismo. Tras diez minutos en silencio, Seawright preguntó:
—¿Qué responde, señor Figg?
Wally arrojó la moción sobre la mesa, como si fuera algo sucio.
—Verá, señoría, no puedo evitar el hecho de que esta gente cobre millones por hora trabajada. Realmente son obscenamente caros, pero eso no debería ser problema mío. Si Varrick prefiere gastarse así el dinero, eso solo demuestra que tiene todo el que quiere, pero a mí que me deje al margen.
—La cuestión no es esa, señor Figg —replicó Nadine—. No estaríamos trabajando de más de no haber sido por el juicio nulo que usted ha provocado con sus comentarios.
—¿Y por eso pide treinta y cinco mil dólares? ¿De verdad se creen que los valen?
—Dependerá del resultado del juicio, señor Figg. Cuando usted presentó su demanda pidió, ¿cuánto fue, cien millones? No critique a mi cliente por pagarse una buena defensa.
—Aclaremos esto. Si durante el juicio usted o su cliente nos cuelan una mentira, se equivocan o meten la pata, Dios no lo quiera, ¿significa que podré presentar una moción solicitando sanciones y que me llevaré una pasta? —Se volvió hacia Seawright—. Le agradecería que me lo aclarara, señoría.
—No. Eso sería una moción frívola sometida la Disposición n.° 11.
—¡Claro, faltaría más! —exclamó Wally con una risotada—. Realmente ustedes dos forman un equipo formidable.
—Cuidado con lo que dice, señor Figg —gruñó Seawright.
—Déjalo estar, Wally —le susurró David.
Transcurrieron unos segundos de tenso silencio mientras Wally se tranquilizaba.
—Estoy de acuerdo en que se habría podido evitar la nulidad del juicio —declaró finalmente Seawright—, y en que eso ha causado un gasto innecesario. Sin embargo, me parece que treinta y cinco mil dólares son una cantidad excesiva. Una sanción me parece adecuada, pero no una tan severa. Diez mil dólares son suficientes, y así se ordena.
Wally dejó escapar un suspiro: un nuevo disparo en la barriga. David solo pensaba en hallar la manera de acelerar las cosas para poner fin a aquella reunión. Finley & Figg no podía soportar mucho más.
—Señoría, tenemos que volver al hospital —dijo tímidamente.
—De acuerdo. Se levanta la sesión hasta el viernes por la mañana.