En el caso de Klopeck contra Varrick Labs la primera crisis se produjo por la incomparecencia de la demandante. Cuando fue informado de ello en su despacho, el juez Seawright se mostró cualquier cosa menos contento. Wally intentó explicarle que Iris había sido ingresada esa misma noche en el hospital aquejada de dificultades respiratorias, hiperventilación, urticaria y unas cuantas dolencias más.
Tres horas antes, mientras los socios de Finley & Figg se hallaban en plena sesión de trabajo de madrugada, Wally había recibido una llamada de Bart Shaw, el especialista en negligencia profesional que había amenazado con demandarlos si decidían retirar su demanda contra el Krayoxx. Al parecer, el hijo de Iris había encontrado su número de teléfono y lo había llamado para decirle que su madre estaba en una ambulancia, camino del hospital, y que no podría comparecer en la vista. Clint había llamado al abogado equivocado, y Shaw les transmitía la noticia. «Gracias, capullo», dijo Wally después de colgar.
—¿Cuándo se enteraron ustedes de que la habían llevado al hospital? —quiso saber Seawright.
—Hace apenas un par de horas, señoría. Estábamos en el despacho, preparándonos, cuando llamó su abogado.
—¿Su abogado? Yo creía que sus abogados eran ustedes.
David y Oscar desearon que se los tragara la tierra. Wally se había tomado un par de sedantes y estaba atontado. Entornó los ojos e intentó pensar en una forma de arreglar su metedura de pata.
—Bueno, sí. Es complicado, señoría, pero la cuestión es que está en el hospital. Iré a verla durante el receso del mediodía.
A pesar de que conocía las amenazas de Shaw contra Finley & Figg, Nadine Karros mantuvo su expresión de cortés preocupación. De hecho, habían sido ella y sus colaboradoras quienes habían localizado a Shaw y lo habían recomendado a Nicholas Walker y Judy Beck.
—Hágalo, señor Figg —le aconsejó Seawright—. Y no olvide que quiero ver el parte de los médicos. Supongo que si la señora Klopeck es incapaz de testificar tendremos que conformarnos con utilizar su deposición.
—Sí, señoría.
—Lo siguiente es el proceso de selección del jurado y espero haberlo terminado a última hora de esta tarde. Así pues, señor Figg, usted será el primero en comparecer mañana. Lo habitual es que sea el demandante quien abra el caso y suba al estrado para hablar de los seres queridos que ya no están.
Resultaba un detalle considerado que Seawright les explicara cómo debían presentar su caso, pensó Wally, pero el tono del magistrado tenía un deje condescendiente.
—Consultaré con los médicos —repuso Wally—. Es todo lo que puedo hacer.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó Seawright.
Los abogados negaron con la cabeza, salieron del despacho y entraron en la sala del tribunal, que se había ido llenando durante los últimos minutos. A la izquierda, detrás de la mesa de los demandantes, un alguacil acompañaba a los jurados hacia los bancos. A la derecha se arremolinaban varios grupos de espectadores que cuchicheaban mientras esperaban. Al fondo se sentaban juntos Millie Marino, Adam Grand y Agnes Schmidt, tres de las demás víctimas de Finley & Figg que se hallaban presentes por curiosidad o porque quizá buscaban una respuesta a la súbita desaparición de los millones que les habían prometido. Los acompañaba Bart Shaw, el buitre, el paria, lo más miserable de la abogacía. Dos filas por delante de ellos se sentaba Goodloe Stamm, el abogado de divorcios contratado por Paula Finley. Se había enterado del rumor de que los peces gordos habían huido del barco, pero tenía curiosidad por el caso y rogaba para que Finley & Figg hiciera el milagro, y él pudiera conseguir un poco más de dinero para su clienta.
El juez Seawright llamó al orden y agradeció a los jurados por cumplir con tan cívico deber. Hizo un resumen del caso en treinta palabras y presentó a los abogados y al personal del tribunal que iban a tomar parte en la vista: el relator, los alguaciles y los bedeles. Explicó los motivos de la ausencia de Iris Klopeck y presentó a Nicholas Walker como representante de Varrick Labs.
Tras treinta años en el estrado, Harry Seawright sabía todo lo que era necesario saber acerca de seleccionar jurados. El elemento más importante, al menos en su opinión, era conseguir que los abogados se estuvieran lo más callados posibles. Tenía su lista de preguntas, que había ido refinando con el tiempo, y permitía que los letrados le formularan sus propias disquisiciones, pero él llevaba la voz cantante.
Los interrogatorios previos habían simplificado de forma considerable la tarea y descartado a los candidatos que fueran mayores de sesenta y cinco años, ciegos, sufrieran alguna discapacidad grave o a los que hubieran servido como jurados en los últimos doce meses. También había eliminado a los que decían saber algo del caso, de los abogados o del medicamento. Durante el interrogatorio, un piloto de líneas aéreas se levantó y pidió que lo eliminaran porque el juicio interfería con su calendario de vuelo, lo cual provocó que Seawright le echara un rapapolvo y le recordara la obligación de cumplir con sus deberes cívicos. Cuando el infeliz se sentó, debidamente escocido, nadie más se atrevió a decir que estaba demasiado ocupado para ser jurado. Solo fue disculpada una joven madre con un hijo con síndrome de Down.
En las dos semanas previas al juicio, David había hablado con una docena de abogados que habían tramitado casos ante Seawright. El comentario general había sido que no abriera la boca durante la selección del jurado. Todos los jueces tenían sus manías, especialmente los federales porque eran designados de por vida y sus decisiones raramente se cuestionaban. «El viejo hará el trabajo por ti», le repitieron una y otra vez.
Cuando el número de candidatos quedó reducido a cincuenta, Seawright eligió a doce al azar. Un alguacil los acompañó al estrado del jurado, donde ocuparon sus cómodos asientos. Todos los abogados escribían frenéticamente. Los asesores de jurado estaban sentados muy erguidos y miraban fijamente a los primeros doce.
Su gran debate había sido cuál era el jurado ideal para un juicio como aquel. Los demandantes preferían gente obesa y de costumbres tan desaliñadas como las de los Klopeck, preferiblemente individuos que tuvieran el colesterol alto y con los derivados problemas de salud. Al otro lado del pasillo, los abogados de la defensa preferían personas atléticas y sanas, cuerpos jóvenes con poca paciencia y comprensión hacia los obesos y afligidos. En el primer grupo había la inevitable mezcla, aunque solo dos de ellos parecían dedicar tiempo al gimnasio. Seawright se centró en la número treinta y cinco porque había reconocido haber leído varios artículos sobre el medicamento, no obstante demostró que era abierta de mente y que sabía ser justa. El padre de la número veintinueve era médico y ella había crecido en una casa donde la palabra «demanda» se consideraba fea. En una ocasión el número dieciséis había presentado una demanda por un trabajo de reparación de un tejado mal hecho, y aquello fue objeto de interminables y soporíferas discusiones. No obstante, el juez siguió con sus implacables preguntas. Cuando hubo acabado, invitó al demandante a interrogar a los candidatos, pero solo acerca de asuntos que no hubieran sido tratados previamente.
Oscar fue hasta el podio, que había sido girado para que mirara al banco del jurado, sonrió amablemente y saludó a los candidatos.
—Me gustaría hacerles unas cuantas preguntas —dijo como si hubiera hecho aquello muchas veces.
Desde el azaroso día en que David había irrumpido literalmente en las dependencias de Finley & Figg, Wally había comentado en numerosas ocasiones que Oscar no era de los que se dejaban intimidar con facilidad. Puede que se debiera a su infancia difícil, a los días que había pasado pateándose las calles como policía, a su larga trayectoria representando esposas maltratadas o trabajadores lesionados, o puede que se debiera simplemente a su pugnaz origen irlandés. El caso era que Oscar tenía un pellejo muy duro. También era posible que se debiera al Valium, pero lo cierto fue que mientras estuvo hablando con los potenciales jurados se las arregló para disimular los tics, el nerviosismo y el miedo, y proyectar un aire de calma y seguridad en sí mismo. Formuló unas cuantas preguntas inofensivas, obtuvo unas cuantas respuestas sin importancia y se sentó.
El bufete había dado su primer paso de recién nacido en un tribunal federal y no había caído en el ridículo. David se relajó un poco. Aunque no significaba que tuviera una confianza desmedida en quienes lo precedían, para él era un consuelo ser el tercero de la lista porque le permitía tener un lugar ligeramente a cubierto en la trinchera desde que por fin se hallaban en la línea de fuego. Estaba decidido a no mirar a la pandilla de Rogan Rothberg, y ellos también parecían decididos a hacer caso omiso de su presencia. Era día de función, y ellos eran los actores. Sabían que ganarían. David y sus socios se limitaban a cumplir con el trámite de un caso que nadie deseaba y a soñar con que acabara.
Nadine Karros se dirigió a los candidatos a jurado y se presentó. Cinco hombres y siete mujeres ocupaban el estrado. Los hombres, cuyas edades variaban desde los veintitrés hasta los sesenta y tres años, la miraron apreciativamente y le dieron su aprobado. David se concentró en los rostros de las mujeres. Helen tenía la teoría de que las mujeres albergarían sentimientos encontrados con respecto a Nadine Karros. El primero y más importante sería de orgullo no solo por el hecho de que una mujer estuviera al frente de una de las partes, sino porque fuera la abogada más brillante en la sala. Sin embargo, para otras ese orgullo no tardaría en trocarse en envidia. ¿Cómo era posible que una mujer fuera tan guapa, elegante, delgada y al mismo tiempo tuviera la inteligencia suficiente para triunfar en un mundo de hombres?
A juzgar por los rostros femeninos, la primera impresión fue buena en general. Los hombres habían quedado embelesados desde el principio.
Las preguntas de Nadine fueron más concretas. Habló acerca de las demandas, de la cultura de la denuncia en nuestra sociedad y también de los habituales veredictos que indignaban a todos. ¿Consiguió con ello captar la atención de algún candidato? Sí, de unos cuantos, así que insistió. El marido de la número ocho era un electricista del sindicato, lo cual normalmente representaba una apuesta segura en una demanda contra una gran empresa. Nadine pareció mostrar un interés especial por ella.
Los abogados de Finley & Figg observaron con atención a Nadine. Para ellos, su imponente aspecto sería seguramente el único punto culminante del juicio, e incluso eso acabaría estando muy visto.
Al cabo de dos horas, el juez Seawright decretó un receso de treinta minutos para que las partes pudieran comparar notas, reunirse con sus asesores y empezar a seleccionar. Cada una podía pedir que se excluyera a cualquier candidato por una buena razón. Por ejemplo, si un jurado manifestaba una preferencia, había sido representado anteriormente por alguno de los bufetes o decía aborrecer Varrick, podía ser excluido legítimamente. Más allá de eso, cada parte disponía de tres oportunidades para excluir a un determinado candidato con razón o sin ella.
Transcurridos los treinta minutos, ambas partes solicitaron más tiempo, y Seawright aplazó la vista hasta las dos de la tarde.
—Doy por hecho que irá a ver cómo se encuentra su cliente, señor Figg —le advirtió el juez.
Wally le aseguró que así lo haría.
Una vez fuera de la sala, Oscar y él decidieron que David iría a ver a Iris para determinar si era capaz y estaba dispuesta o no a testificar al día siguiente. Según Rochelle, que había pasado la mañana discutiendo por teléfono con las recepcionistas de los hospitales, había ingresado en el servicio de urgencias del Christ Medical Center. Cuando David se presentó allí a mediodía se enteró de que hacía una hora que Iris se había marchado. Salió a toda prisa hacia su casa, situada cerca del aeropuerto Midway, y durante el trayecto tanto él como Rochelle la telefonearon cada diez minutos. No hubo respuesta.
Ante la puerta principal estaba acurrucado el mismo gato gordo y naranja. El animal abrió un ojo cuando David se acercó cautelosamente por la acera. Este recordaba la barbacoa del porche y el papel de aluminio que cubría las ventanas. Diez meses antes, tras su huida de Rogan Rothberg, había hecho el mismo trayecto mientras acompañaba a Wally y se preguntaba si se había vuelto loco. En esos momentos se hacía la misma pregunta. Sin embargo, no tenía tiempo para mirarse el ombligo. Llamó a la puerta con fuerza y esperó a que el gato se marchara o se lanzara contra él.
—¿Quién es? —preguntó una voz masculina.
—Soy David Zinc, su abogado. ¿Es usted, Clint?
Lo era. Clint abrió la puerta y dijo:
—¿Qué está haciendo aquí?
—Estoy aquí porque su madre no se ha presentado en el juzgado. Estamos eligiendo al jurado, y hay un juez federal muy cabreado porque Iris no ha comparecido esta mañana.
Clint le hizo un gesto para indicarle que pasara. Iris estaba tendida en el sofá bajo una raída manta de cuadros, con los ojos cerrados, igual que una ballena varada en la playa. En la mesita auxiliar había un montón de revistas de chismorreos, una caja de pizza vacía, varias botellas de gaseosa y tres frascos con pastillas.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó David, a quien no le costó hacerse una idea general.
Clint meneó la cabeza con aire grave.
—No está bien —dijo, como si Iris fuera a morirse en cualquier momento.
David se sentó en una silla llena de pelos naranjas de gato. No podía perder el tiempo y de todas maneras tampoco le gustaba estar allí.
—¿Puede oírme, Iris? —preguntó en voz alta y clara.
—Sí —respondió ella sin abrir los ojos.
—Escuche, ha empezado el juicio, y el juez quiere saber si mañana comparecerá. Necesitamos que testifique y le cuente al jurado cómo era Percy. Es su trabajo como su heredera y portavoz de la familia. ¿Lo sabe, no?
Iris gruñó y suspiró. De sus pulmones salieron unos ruidos siniestros.
—Yo no quería esta demanda —repuso arrastrando las palabras—. Ese gilipollas de Figg se presentó aquí y me convenció. Me prometió un millón de dólares. —Logró abrir un ojo y mirar a David—. Usted vino con él. Ahora me acuerdo. Yo estaba sentada aquí tan tranquilamente, ocupándome de mis asuntos, pero ese Figg me prometió un montón de dinero.
El ojo se cerró. David insistió.
—Esta mañana la ha visitado un médico del hospital, ¿qué le dijo? ¿Cuál es su estado?
—¿Cuál va a ser? Son los nervios. No puedo ir a declarar. Eso me mataría.
En ese momento, David comprendió lo que era obvio. Su caso, si es que podía llamarse así, empeoraría aún más si Iris comparecía ante el jurado. Cuando un testigo no podía presentarse a declarar —ya fuera por razón de muerte, enfermedad o cárcel—, las normas de procedimiento permitían que su deposición pudiera utilizarse en su lugar. Por endeble que esta fuera, nada sería peor que una Iris declarando en carne y hueso.
—¿Cómo se llama su médico?
—¿Cuál de ellos?
—Me da igual, elija uno, el que la ha visitado esta mañana en el hospital.
—Esta mañana no me ha visitado ningún médico. Me he hartado de esperar en urgencias, y Clint me ha traído a casa.
—Y ya es la quinta vez en un mes —añadió Clint, de mal humor.
—No es verdad —protestó ella.
—Lo hace constantemente —le explicó Clint a David—. Va a la cocina, dice que está cansada y que le falta la respiración, y a continuación la ves llamando al novecientos once. Estoy harto. Siempre me toca a mí llevarla en coche al maldito hospital y traerla de vuelta.
—Vaya, vaya —dijo Iris, mirando a su hijo con ojos vidriosos pero enfurecidos—. Eras mucho más amable cuando iba a llovernos todo ese dinero, incluso parecías cariñoso. En cambio, mírate ahora, metiéndote con tu pobre madre enferma.
—Pues deja de llamar al novecientos once.
—¿Piensa comparecer mañana para testificar, Iris? —le preguntó David con tono firme.
—No, no puedo. No puedo salir de casa. Si lo hago, mis nervios no lo resistirán.
—Si va no servirá de nada, ¿verdad? —dijo Clint—. La demanda está perdida. El otro abogado, ese tal Shaw, opina que ustedes lo han hecho tan mal que no hay forma de ganar el caso.
David se disponía a replicar cuando comprendió que Clint estaba en lo cierto. No había forma de ganar aquella demanda. Gracias a Finley & Figg, los Klopeck estaban en un tribunal federal con un caso perdido de antemano mientras él y sus socios se limitaban a cumplir con el expediente y a desear que el juicio acabara lo antes posible.
Se despidió y salió a toda prisa. Clint lo acompañó fuera y mientras caminaban por la calle le dijo:
—Mire, si me necesita, estoy dispuesto a ir al juzgado y a hablar en nombre de la familia.
Si una comparecencia de Iris era lo último que necesitaba, un careo de Clint tampoco era imprescindible.
—Deje que lo piense —contestó David para ser amable.
El jurado vería todo lo que necesitaba saber de Iris y mucho más a través de su deposición en vídeo.
—¿Hay alguna posibilidad de que lleguemos a cobrar, aunque solo sea una parte del dinero? —quiso saber Clint.
—Estamos luchando por ello, Clint. Posibilidades siempre las hay, pero no puedo garantizarle nada.
—No estaría mal.
A las cuatro y media de la tarde, los miembros del jurado habían sido seleccionados, habían prestado juramento y habían sido devueltos a sus casas con órdenes de presentarse a las nueve menos cuarto de la mañana siguiente. De los doce que lo componían, siete eran mujeres y cinco hombres. Aunque los asesores de jurado afirmaban que la cuestión racial carecía de importancia, había ocho blancos, tres negros y un hispano. Una de las mujeres era relativamente obesa. El resto estaba en bastante buena forma. Sus edades oscilaban entre los veinticinco y los sesenta y un años. Todos tenían estudios secundarios y tres de ellos un título universitario.
Los abogados de Finley & Figg se apretujaron en el cuatro por cuatro de David y regresaron a la oficina. Estaban agotados, pero se sentían extrañamente satisfechos. Se habían enfrentado al poder de una gran empresa y, por el momento, habían aguantado la presión. Por supuesto, el juicio propiamente dicho no había empezado todavía. Los testigos no habían comparecido ni se habían presentado pruebas. Lo peor estaba por llegar, pero aun así seguían en el partido.
David hizo un detallado relato de su visita a Iris, y los tres convinieron en que lo mejor era mantenerla alejada del estrado. La primera tarea de la tarde sería obtener una carta del médico que satisficiera a Seawright.
Tenían mucho que hacer. Compraron pizza y se la llevaron al despacho.