Cinco días antes de la vista, el juez Seawright convocó a los letrados a una última reunión previa al juicio. Gracias a los esfuerzos de David, los tres colegas ofrecían un aspecto notablemente pulcro y profesional. Había insistido en que llevaran traje oscuro, camisa blanca, corbatas poco llamativas y zapatos negros. Para Oscar eso no supuso ningún problema puesto que siempre había vestido como un abogado serio, aunque callejero. Para David era como su segunda naturaleza porque conservaba un armario lleno de trajes caros de su época en Rogan Rothberg. El desafío fue para Wally. David localizó una tienda de ropa masculina a precios moderados y lo acompañó para ayudarlo a elegir y supervisar cómo le sentaba. Wally no solo se quejó y protestó durante aquel calvario, sino que dio un buen respingo al ver que la factura ascendía a mil cuatrocientos dólares. Al final sacó su tarjeta de crédito y tanto él como David contuvieron el aliento cuando el dependiente la pasó por la máquina. Una vez aceptado el cargo, se marcharon a toda prisa con un traje, un par de camisas, unas corbatas y unos zapatos de cordones.
En el otro lado del tribunal estaba Nadine Karros, vestida de Prada y rodeada por media docena de sus perros guardianes ataviados de Zegna y Armani que parecían recién salidos de las páginas de moda de una revista masculina.
Como tenía por costumbre, el juez Seawright no había hecho pública la lista de los posibles miembros del jurado. Otros jueces las entregaban semanas antes de que empezara el juicio, lo cual ponía en marcha una frenética investigación por parte de costosos grupos especialistas en la selección de jurados que asesoraban a ambas partes. Cuanto más importante era el caso, más dinero gastaban en bucear en los antecedentes de cualquier posible candidato. El juez Seawright aborrecía tan discutibles maniobras. Unos años antes se había enfrentado en uno de sus casos a graves acusaciones de contactos indebidos por parte de determinados investigadores: los jurados se habían quejado de que los seguían, los fotografiaban y de que incluso eran abordados por persuasivos desconocidos que parecían saber demasiadas cosas sobre ellos.
Seawright declaró iniciada la reunión y ordenó a su ayudante que entregara una lista a Oscar y otra a Nadine. En ella había un total de sesenta nombres que habían sido preseleccionados por el juez y sus ayudantes para descartar a cualquier candidato que: 1) estuviera tomando o hubiera tomado Krayoxx o cualquier otro medicamento para combatir el colesterol; 2) tuviera algún familiar o pariente que estuviera tomando o hubiera tomado Krayoxx; 3) hubiera sido representado por alguno de los abogados implicados en el caso; 4) hubiera estado implicado en alguna demanda relacionada con algún medicamento declarado pernicioso; 5) hubiera leído en periódicos o revistas información relativa al Krayoxx y la demanda contra él. El cuestionario, que ocupaba cuatro páginas, había sido pensado para cubrir todas las causas capaces de invalidar a un candidato a jurado.
A lo largo de los cinco días siguientes, Rogan Rothberg gastaría medio millón de dólares en hurgar en los antecedentes de todos y cada uno de los integrantes de la lista. Cuando comenzara el juicio, tendría varios asesores muy bien pagados repartidos por la sala del tribunal para observar cómo reaccionaban los miembros del jurado ante las declaraciones de los testigos. La asesora de Finley & Figg iba a costarles veinticinco mil dólares y había sido incorporada al bufete tras otra discusión. Ella y sus colaboradores harían todo lo que estuviera en su mano para comprobar los antecedentes y los perfiles de los candidatos y controlar el proceso de selección. Se llamaba Consuelo y no tardó en darse cuenta de que nunca había trabajado con unos abogados tan inexperimentados.
Tras varias discusiones desagradables e irritantes habían decidido que Oscar llevaría el peso de la actuación ante el tribunal. Wally observaría, tomaría notas, actuaría como consejero y haría todo lo que se supone que debe hacer un segundo de a bordo. David se encargaría de investigar, lo cual suponía una tarea monumental puesto que aquel era el primer juicio federal en el que comparecían y tenían que aprenderlo todo desde cero. En el transcurso de las arduas y numerosas reuniones para planificar su estrategia, David descubrió que la última vez que Oscar había actuado ante un jurado había sido ocho años antes, en un tribunal del estado a causa de un simple accidente de tráfico por saltarse un semáforo en rojo y que, para acabarlo de arreglar, había perdido. Los antecedentes judiciales de Wally eran aún más modestos: un caso de resbalón y caída contra Walmart en el que al jurado le bastó con deliberar quince minutos para declarar inocente a los grandes almacenes; y un accidente de tráfico en Wilmette prácticamente olvidado y que también había acabado mal.
Cada vez que Oscar y Wally habían discrepado a propósito de la estrategia se habían vuelto hacia él en busca de respuesta porque era el único disponible. Su voto había sido crucial, y eso no dejaba de preocuparlo seriamente.
Una vez repartidas las listas, el juez Seawright lanzó una severa advertencia para que a nadie se le ocurriera acercarse a los candidatos. Explicó que cuando estos se presentaran el lunes por la mañana él se ocuparía personalmente de advertirlos contra cualquier contacto indebido y de preguntarles si alguien había estado husmeando en sus vidas y antecedentes, o si los habían seguido o fotografiado. En caso afirmativo, su descontento tendría consecuencias desagradables. Luego prosiguió y anunció:
—No se ha presentado ninguna Daubert, de modo que doy por hecho que ninguna de las partes pone objeciones a los expertos de la otra. ¿Es así?
Ni Oscar ni Wally conocían la norma Daubert que llevaba años aplicándose y que permitía que cualquiera de las partes cuestionara la admisibilidad del testimonio de los expertos de la parte contraria. Se trataba de un procedimiento habitual en la jurisdicción federal que también se observaba en muchos estados. David se había tropezado con ella mientras observaba el desarrollo de un juicio en el mismo edificio. Tras hacer las oportunas averiguaciones descubrió que Nadine Karros podía rechazar a sus expertos antes incluso de que la vista diera comienzo. El hecho de que ella no hubiera solicitado una Daubert solo podía significar una cosa: que deseaba que los expertos de Finley & Figg subieran al estrado para poder hacerlos picadillo delante del jurado.
Cuando David explicó a sus socios el significado de la norma Daubert, los tres decidieron no poner objeciones a los expertos de Varrick. Su razón era la misma que la de Nadine, pero al revés: los expertos de la defensa eran tan capaces, experimentados y estaban tan cualificados que una Daubert no habría servido de nada.
—Así es, señoría —respondió Nadine.
—En efecto, señoría —contestó Oscar.
—Está bien, no es lo habitual pero cuanto menos trabajo, mejor. —El juez hojeó unos papeles y susurró algo a su ayudante antes de volverse hacia las partes—. No veo ninguna moción pendiente ni ningún asunto por resolver, de modo que no queda sino iniciar la vista. Los miembros del jurado comparecerán a las ocho y media de la mañana del lunes, así que empezaremos a las nueve en punto. ¿Alguna cosa más?
Nada por parte de los abogados.
—Muy bien. Felicito a las partes por cómo han llevado la apertura del caso y por la inhabitual colaboración que han mostrado. No olviden que mi intención es presidir un juicio justo y rápido. Se levanta la sesión.
El equipo de Finley & Figg recogió sin demora sus papeles y salió de la sala. Al marcharse, David intentó imaginar qué aspecto tendría el tribunal cinco días después, con sesenta nerviosos candidatos a jurado, con los hurones del colectivo de acciones conjuntas a la espera del baño de sangre, con los reporteros, los analistas de mercados, los asesores de jurado, los presuntuosos ejecutivos de Varrick y los curiosos habituales. El nudo que tenía en el estómago le dificultaba la respiración.
Limítate a salir de esto con vida, se repetía, solo tienes treinta y dos años. Esto no supone el fin de tu carrera.
Una vez en el pasillo, sugirió a sus socios que se separaran y fueran a ver otros juicios, pero lo único que Oscar y Wally deseaban era marcharse. Así pues, David hizo lo que llevaba dos semanas haciendo: entró sigilosamente en la tensa sala de un tribunal y se sentó unas cuantas filas por detrás de los abogados.
Cuanto más observaba, más fascinado se sentía por el arte de pleitear.