No tan deprisa, repuso Nadine Karros. Su rápida y cortante respuesta a lo que Wally creía que era una simple moción para retirarse resultó sorprendente. Empezaba declarando que su cliente insistía en ir a juicio y describía con gran detalle la prensa desfavorable que Varrick llevaba soportando desde hacía más de un año, gran parte de la cual había sido alimentada por el colectivo de demandantes; para demostrarlo adjuntaba un abultado dossier con recortes de periódicos de todo el país. La mayoría de los artículos estaban protagonizados por algún abogado bocazas (entre los que figuraba Wally) que abominaba del Krayoxx, de Varrick y reclamaba millones. Para Nadine Karros era una injusticia intolerable permitir que esos mismos abogados se desentendieran del caso sin pedir siquiera disculpas a la empresa.
No obstante, lo que su cliente deseaba no eran disculpas, sino justicia. Y para ello exigía un juicio justo ante un jurado. Varrick Labs no había empezado la pelea, pero sin duda pretendía ponerle fin.
Junto con su respuesta, Nadine incluyó su propia moción, una de la que nunca habían oído hablar en Finley & Figg. Se llamaba Disposición n.° 11 en Caso de Sanciones, y solo su nombre ya daba miedo. Su lenguaje bastaba para enviar a Wally a rehabilitación, a David de regreso a Rogan Rothberg y a Oscar a una jubilación prematura y sin derecho a pensión. La señorita Karros argumentaba de modo harto convincente que si el tribunal aprobaba la moción del demandante para retirarse, significaría que la demanda había sido presentada frívolamente y sin el debido fundamento. El hecho de que el demandante quisiera retirarse demostraba sobradamente que el caso era infundado y que la demanda nunca tendría que haber sido interpuesta. Sin embargo, lo había sido nueve meses antes y su cliente, Varrick Labs, no había tenido más remedio que defenderse. En consecuencia, según el régimen de sanciones establecido en la Disposición n.° 11 de las normas de procedimiento federal, el demandado tenía derecho a que le resarcieran los gastos de defensa.
Hasta ese momento —y Nadine era brutalmente explícita recordando que el contador seguía funcionando a toda máquina—, Varrick llevaba gastados dieciocho millones de dólares en su defensa, la mitad de los cuales correspondían exclusivamente al caso Klopeck. Sin duda, se trataba por si sola de una cuantía elevada, pero Nadine añadía que el demandante había solicitado cien millones de dólares de indemnización al interponer la demanda y que, teniendo en cuenta que el colectivo de acciones conjuntas parecía haberse dado a la fuga, era y seguía siendo imperativo que Varrick pudiera defenderse en el primer juicio costara lo que costase. Además, la ley no obligaba a que ninguna de las partes eligiera el servicio de representación legal más económico, por lo que Varrick se había decantado muy sabiamente por un bufete con un largo historial de victorias ante los tribunales.
Nadine proseguía durante páginas y más páginas en las que aportaba detalles de otros casos de demandas presentadas a la ligera en las que los jueces habían aplicado todo el peso de la ley a los letrados poco escrupulosos responsables de su presentación. Entre estos figuraban dos que habían sido objeto de las iras justicieras del honorable juez Harry L. Seawright.
La Disposición n.° 11 también establecía que la sanción, en caso de ser aprobada por el tribunal, debía repartirse equitativamente entre los abogados demandantes y sus representados.
Hola, Iris, no sé si lo sabías, pero ahora debes la mitad de nueve millones de dólares, se dijo David en un vano intento de hallar un poco de humor en tan deprimente día.
Había sido el primero en leer la contestación y al acabar estaba sudando. Nadine Karros y su pequeño ejército de Rogan Rothberg la habían redactado en menos de cuarenta y ocho horas, y a David no le costaba ningún esfuerzo imaginar a aquellos esforzados jóvenes trabajando toda la noche y durmiendo en sus mesas.
Después de leerla, Wally salió del bufete y no se dejó ver por allí durante el resto del día. Oscar, en cambio, se arrastró hasta el pequeño sofá de su despacho, cerró con llave, se quitó los zapatos, se tumbó y se cubrió los ojos con el brazo. Al cabo de unos minutos, no solo parecía haber muerto, sino que rezaba para estarlo.
Bart Shaw era un abogado especializado en demandar a otros abogados por negligencia profesional. Aquel pequeño nicho en un mercado saturado le había dado cierta fama de paria entre sus colegas. Tenía muy pocos amigos en la profesión, pero eso siempre le había parecido algo bueno. Era un hombre de talento, inteligente y agresivo. En otras palabras, se trataba de la persona adecuada para el trabajo que Varrick deseaba, un trabajo que podía parecer poco limpio, pero que se hallaba dentro de la ética profesional más estricta.
Tras una serie de conversaciones con Judy Beck y Nicholas Walker, Shaw se avino a aceptar las condiciones de una representación confidencial. Su fijo inicial fue de veinticinco mil dólares y su tarifa por horas de seiscientos. Además, se embolsaría todos los honorarios que se derivaran de la potencial negligencia profesional.
La primera llamada que hizo fue a Iris Klopeck, cuya estabilidad emocional, a un mes vista del inicio del juicio, guardaba cierto parecido con un yo-yo. Al principio, ella no quiso hablar con otro abogado al que no conocía, pero acabó admitiendo que ojalá nunca hubiera conocido al anterior y colgó bruscamente. Shaw esperó una hora y volvió a intentarlo. Tras un cauteloso «hola, señora Klopeck» se lanzó en picado:
—¿Sabe usted que su abogado tiene intención de retirarse del caso? —le preguntó. Al ver que Iris no respondía, prosiguió—: Señora, Klopeck, me llamo Bart Shaw, soy abogado y represento a los que se han visto perjudicados por las acciones de sus propios abogados. Se llama negligencia profesional y a eso me dedico. Su abogado, Wally Figg, está intentando escabullirse de su caso, y creo que usted podría demandarlo. El señor Figg dispone de un seguro que le cubre en caso de negligencia profesional, y usted podría tener derecho a parte de ese dinero.
—Eso ya lo he oído antes —contestó Iris con tranquilidad.
Era la jugada de Shaw, así que habló sin parar durante los diez minutos siguientes. Describió la moción para retirarse de Wally y sus intentos por desembarazarse no solo de su caso, sino también de los otros siete que tenía. Cuando Iris habló fue para decir:
—¡Pero si me prometió un millón de dólares!
—¿Se lo prometió?
—Desde luego que sí.
—Eso es algo muy poco ético, aunque dudo que el señor Figg se interese demasiado por la ética.
—Siempre me ha parecido bastante artero.
—¿En qué términos le prometió exactamente ese dinero?
—Lo hizo aquí mismo, en la mesa de la cocina. Era la primera vez que lo veía. Y después me lo dijo por escrito.
—¿Que hizo qué? ¿Lo tiene por escrito?
—Tengo una carta de Figg de hará cosa de una semana. En ella me decía que estaba negociando una indemnización de dos millones y que era más del millón que había prometido inicialmente. Tengo la carta aquí mismo. ¿Qué ha pasado con la indemnización? ¿Y cómo me ha dicho que se llama usted?
Shaw estuvo una hora hablando con Iris Klopeck, y cuando la conversación finalizó ambos estaban agotados. Millie Marino fue la siguiente y, puesto que no tomaba pastillas de ningún tipo, se hizo cargo de la situación con mucha mayor rapidez que la pobre Iris. No sabía nada del fracaso de las negociaciones ni de la retirada de los principales bufetes, y hacía semanas que no hablaba con Wally. Shaw la convenció, lo mismo que a Iris, para que no lo telefoneara nada más acabar. Era mejor que lo hiciera él en el momento oportuno. La señora Marino estaba perpleja por el giro de los acontecimientos y dijo que necesitaba un tiempo para poner en orden sus ideas.
Adam Grand no lo necesitó y empezó a maldecir a Wally desde el primer momento. ¿Cómo podía atreverse aquel miserable gusano a retirarse de su caso sin decírselo? La última vez que había tenido noticias de él estaba a punto a cerrar una indemnización de dos millones de dólares. Pues claro que estaba dispuesto a ir por Wally.
—¿A cuánto asciende su seguro de cobertura en caso de negligencia profesional? —quiso saber.
—La póliza estándar es de cinco millones, pero hay muchas variables —le contestó Shaw—. En todo caso, no tardaré en averiguarlo.
La quinta reunión del bufete tuvo lugar un jueves por la tarde, cuando ya había oscurecido. Rochelle se la saltó. No podía seguir soportando malas noticias y tampoco podía hacer nada para remediar tan lamentable situación.
La carta de Bart Shaw había llegado aquella misma tarde y en esos momentos descansaba en medio de la mesa. Tras explicar que estaba «en contacto con seis de sus clientes involucrados en la demanda contra el Krayoxx, incluyendo a la señora Klopeck», proseguía diciendo claramente que no había sido contratado por ninguno de los seis —todavía— porque se hallaban a la espera de ver lo que ocurría con sus casos. Sin embargo, él, Shaw, estaba muy preocupado por los aparentes intentos de Finley & Figg de abandonar el caso sin haberlo notificado a sus clientes. Semejante comportamiento infringía las normas de ética más elementales. En un lenguaje áspero pero lúcido, sermoneaba al bufete en una serie de asuntos: 1) su obligación ética de proteger los derechos de sus clientes por encima de todo; 2) su deber de mantener informados a sus clientes de cualquier cambio; 3) que era inadmisible desde el punto de vista ético pagar comisiones a sus clientes a cambio de información sobre otros potenciales clientes; 4) que era inadmisible desde el punto de vista ético prometer un resultado favorable para inducir a un cliente a firmar. Al final de todo ello advertía que cualquier insistencia en esa línea de conducta llevaría inevitablemente a un desagradable pleito.
Oscar y Wally, que habían sobrevivido a numerosas acusaciones de conducta poco ética, se asustaron más por el mensaje global de la carta —que Shaw demandaría en el acto al bufete si este se retirara del caso— que por sus acusaciones concretas. David se sintió profundamente incomodado por todas y cada una de las palabras de la carta de Shaw.
Los tres se sentaron alrededor de la mesa, abatidos y claramente derrotados. No se oyeron gritos ni insultos. David sabía que la pelea ya había tenido lugar mientras él estaba fuera.
No tenían alternativa. Si retiraban la demanda del caso Klopeck, Nadine Karros los destrozaría con su petición de sanciones, y el viejo Seawright estaría encantado de complacerla. El bufete no solo se enfrentaría a una serie de multas millonarias, sino también a las denuncias por negligencia profesional de ese tiburón de Shaw, que podía arrastrarlos por el fango durante un par de años más.
Pero si no se retiraban de la demanda, se verían obligados a comparecer en un juicio para el que faltaban escasamente veinticinco días.
Oscar fue el que llevó la voz cantante mientras Wally hacía garabatos en su libreta.
—La cosa está así: o bien nos retiramos y nos enfrentamos a la ruina económica, o bien nos presentamos en el juicio, que será antes de un mes, para defender un caso que ningún abogado en su sano juicio querría defender ante un jurado; un caso donde no hay un responsable, para el que carecemos de expertos y de pruebas a nuestro favor, con una clienta que la mitad del tiempo no está en sus cabales y la otra mitad está colocada; una clienta cuyo marido pesaba ciento cincuenta kilos al morir y que prácticamente se mató a fuerza de comer; un caso donde la parte contraria cuenta con un ejército de abogados a cuál más brillante y mejor pagado, con un presupuesto prácticamente ilimitado, con expertos de los mejores hospitales y centros de investigación; y, por último, con un juez que está claramente de su parte y al que no le caemos bien porque opina que somos un hatajo de incompetentes sin experiencia. ¿Me he dejado algo en el tintero, David?
—Que no tenemos dinero para cubrir los gastos del juicio —respondió David para completar la lista.
—Eso es. Buen trabajo, Wally. Como solías decir, estos casos de acciones conjuntas son una mina de oro.
—Vamos, Oscar, dame un respiro —rogó Wally en tono cansado—. Asumo toda la responsabilidad. Ha sido culpa mía. Puedes azotarme con un látigo si quieres, pero permíteme que sugiera que limitemos nuestras conversaciones a algo productivo, ¿de acuerdo?
—Claro. ¿Qué planes tienes? Anda, Wally deslúmbranos un poco más.
—No tenemos más remedio que comparecer —repuso Wally, fatigado—. Intentaremos reunir algunas pruebas y nos presentaremos en el tribunal para luchar con uñas y dientes. Si perdemos, podremos decir a nuestros clientes y a esa escoria de Shaw que aguantamos hasta el final. En todos los juicios hay un ganador y un perdedor. Está claro que nos van a dar una paliza, pero llegados a este punto prefiero salir del tribunal derrotado pero con la cabeza bien alta a tener que enfrentarme a un montón de sanciones y otra denuncia por negligencia profesional.
—¿Te has enfrentado alguna vez a un jurado en un tribunal federal? —le preguntó Oscar.
—No, ¿y tú?
—Yo tampoco —repuso Oscar, que se volvió hacia David—. ¿Y tú?
—No, nunca.
—Es lo que me temía: tres desgraciados entrando con la encantadora Iris Klopeck y sin la menor idea de cómo proceder. Has hablado de reunir algunas pruebas. ¿Podrías iluminarnos al respecto?
Wally lo fulminó con la mirada, pero acabó respondiendo:
—Me refería a que intentemos localizar a algún cardiólogo o a un farmacólogo. Hay montones de expertos por ahí que están dispuestos a declarar lo que sea con tal de cobrar. Yo digo que busquemos uno, lo hagamos subir al estrado y recemos para que sobreviva.
—No habrá forma de que sobrevivan porque para empezar serán un fraude.
—Vale, pero al menos lo estaremos intentando. Al menos plantaremos cara.
—¿Cuánto puede costar contratar a uno de esos genios?
Wally miró a David, que dijo:
—Esta tarde me he puesto en contacto con el doctor Borzov, ya sabéis, el médico que hacía los cardiogramas a nuestros clientes. Dado que las pruebas se han interrumpido, ha vuelto a su casa de Atlanta. Me dijo que estaría dispuesto a testificar en el caso de Iris Klopeck a cambio de… Creo que dijo setenta y cinco mil dólares. Tiene un acento terrible.
—¿Setenta y cinco mil y no se le entiende cuando habla?
—Es ruso, y su inglés no es muy fluido, pero eso puede ser una ventaja en el juicio porque tal vez nos interese que el jurado no se entere de nada.
—Lo siento, pero no te sigo.
—Bueno, hay que suponer que Nadine Karros lo hará picadillo cuando lo interrogue. Si el jurado se da cuenta de lo mal testigo que es, nuestro caso perderá fuerza, pero si el jurado no está seguro porque no ha entendido nada entonces es posible, solo posible, que los daños sean menores.
—¿Eso te lo enseñaron en Harvard?
—La verdad es que no recuerdo qué me enseñaron en Harvard.
—¿Y cómo te convertiste en un experto en juicios?
—No soy ningún experto, pero estoy leyendo mucho y por las noches veo Perry Mason. Mi pequeña Emma no duerme bien, así que doy vueltas por la casa.
—Es un alivio saberlo.
Wally intervino.
—Creo que por veinticinco mil dólares podríamos encontrar un falso farmacólogo. Tendremos algunos gastos extra, pero Rogan Rothberg nos lo está poniendo fácil.
—Sí, y ahora sabemos por qué. Quieren un juicio y un juicio rápido. Quieren justicia. Quieren un veredicto claro que les sirva para que los medios lo difundan a los cuatro vientos. La verdad es que tú y tus amigos, Wally, os habéis metido de cabeza en la trampa de Varrick. La empresa empezó a hablar de llegar a un acuerdo, y los bufetes especialistas en acciones conjuntas se lanzaron a comprarse aviones privados. Os llevaron de la nariz hasta que el primer juicio estuvo al caer y entonces os segaron la hierba bajo los pies. Luego, tus amigos de Zell & Potter se dieron el piro y nos dejaron en la estacada, y sin más alternativa que la ruina económica.
—Oye, Oscar, esto ya lo hemos hablado —dijo Wally, tajante.
Decretaron una pausa de treinta segundos mientras todos se serenaban.
—Este edificio vale trescientos mil dólares y está libre de cargas —declaró Wally fríamente—. Vayamos al banco y pidamos un crédito con el edificio como aval. Reunamos doscientos mil y salgamos a la caza del experto.
—Esperaba algo así —dijo Oscar—. ¿Por qué deberíamos gastar dinero en algo que no lo vale?
—Vamos, Oscar, sabes más que yo de pleitos, que no es mucho, y…
—En eso tienes razón.
—Y sabes que no basta con presentarse en el tribunal, seleccionar al jurado y correr en busca de refugio cuando Nadine Karros empiece a bombardearnos. No habrá juicio siquiera si no conseguimos un par de expertos. Eso en sí mismo sería negligencia profesional.
David terció en un intento de ayudar.
—Podéis estar seguros de que ese tal Shaw estará entre el público, observándonos.
—Así es —convino Wally—. Y si no defendemos nuestro caso como es debido, es posible que Seawright nos tache de frívolos y nos machaque a sanciones. Aunque pueda parecer una locura, gastar ahora un poco de dinero puede ahorrarnos un buen pellizco más adelante.
Oscar dejó escapar un suspiro y enlazó las manos en la nuca.
—Esto es una locura, una locura total.
Wally y David estuvieron de acuerdo.
Wally dio marcha atrás a su moción para retirar sus casos y, por si acaso, envió copia de todo a Shaw. Nadine Karros retiró su respuesta y su petición de que se aplicara la Disposición n.° 11 en Caso de Sanciones. Cuando el juez Seawright firmó ambas órdenes, en el bufete-boutique Finley & Figg respiraron más tranquilos. Aunque solo fuera por el momento, sus tres abogados dejaban de estar en el punto de mira.
Tras estudiar las cuentas del despacho y aunque el edificio estuviera libre de cargas, el banco se mostró reacio a conceder el préstamo. Sin que Helen lo supiera, David prestó su aval personal a la solicitud del crédito, al igual que hicieron sus dos socios. Con los doscientos mil dólares disponibles, el bufete se puso en marcha, cosa aún más complicada debido a que nadie sabía exactamente qué hacer a continuación.
El juez Seawright y sus ayudantes revisaron diariamente y con creciente preocupación la marcha del proceso. El lunes 3 de octubre las partes fueron convocadas a una reunión informal para ponerse al día. Su señoría empezó diciendo que la vista daría comienzo en un par de semanas y que nada podría cambiar eso. Ambas partes se declararon listas para ir a juicio.
—¿Han contratado expertos? —preguntó Seawright a Wally.
—Sí, señoría.
—¿Y cuándo piensa usted compartir esa información con el tribunal y la parte demandada? Hace meses que tendría que haberlo hecho, no sé si lo sabe.
—Sí, señoría, pero hemos sufrido unos cuantos incidentes inesperados en nuestra agenda —respondió hábilmente Wally intentando dárselas de profesional.
—¿Quién es su cardiólogo? —disparó Nadine Karros desde el otro lado de la mesa.
—El doctor Igor Borzov —replicó Wally tranquilamente, como si el doctor Borzov fuera una eminencia mundial.
Nadine no se inmutó ni sonrió.
—¿Cuándo puede presentarse para realizar su declaración? —quiso saber Seawright.
—Cuando sea, no hay problema —repuso Wally a pesar de que Borzov no estaba plenamente convencido para subir al estrado, ni siquiera a cambio de setenta y cinco mil dólares.
—No tomaremos declaración al señor Borzov —dijo Nadine Karros en tono displicente. En otras palabras, sé que es un charlatán, y me da igual lo que pueda decir en una deposición porque lo haré picadillo delante del jurado.
Tomó su decisión sobre la marcha sin necesidad de consultar con sus subalternos ni de meditarlo veinticuatro horas. Su reacción resultaba gélida.
—¿Cuentan con algún farmacólogo? —preguntó.
—Así es —mintió Wally—. El doctor Herbert Threadgill.
Wally había hablado con él, pero todavía no habían llegado a un acuerdo. David había conseguido el nombre gracias a su amigo en Zell & Potter, que describió a Threadgill como «un tipo que dirá lo que sea con tal de que le paguen». Sin embargo, no estaba resultando tan fácil porque Threadgill exigía cincuenta mil dólares como compensación por la humillación que sin duda sufriría en el estrado.
—Tampoco necesitaremos su deposición —dijo Nadine con un leve gesto de la mano que valía más que mil palabras. También él sería carnaza para las fieras.
Cuando finalizó la reunión, David insistió para que Wally y Oscar lo acompañaran a una sala del piso decimocuarto del edificio Dirksen. Según la página web de los tribunales federales allí iba a dar comienzo un juicio importante. Se trataba del caso civil por la muerte de un estudiante de diecisiete años que había fallecido en el acto cuando un camión con remolque se saltó un semáforo en rojo y lo embistió de lleno. El remolque era propiedad de una empresa de otro estado, lo cual explicaba que se tratara de un juicio federal.
Dado que nadie en Finley & Figg había llevado un caso en el ámbito federal, David creía importante que al menos vieran cómo funcionaba uno.