El correo electrónico llegó precedido de las habituales advertencias sobre confidencialidad y protegido por códigos de encriptación. Había sido escrito por Jerry Alisandros y enviado a unos ochenta abogados, entre los que figuraba Wally Figg. Decía lo siguiente:
Lamento informarle de que la reunión prevista mañana para negociar un acuerdo indemnizatorio ha sido cancelada a instancia de Varrick Labs. A primera hora he tenido una larga conversación telefónica con Nicholas Walker, el asesor legal de la empresa, en la que me ha dicho que Varrick ha decidido aplazar temporalmente cualquier negociación. Su estrategia ha cambiado apreciablemente, en especial si tenemos en cuenta que el juicio de Klopeck contra Varrick dará comienzo en Chicago dentro de cuatro semanas. La empresa cree oportuno tantear la situación con un primer juicio, ver cómo funcionan las pruebas, cómo se determina la responsabilidad y jugársela ante un jurado. A pesar de que esto no es infrecuente, he tenido duras palabras para el señor Walker y su empresa por su brusco cambio de parecer, e incluso los he acusado de obrar de mala fe. Sin embargo, llegados a este punto no podemos esperar gran cosa por su parte. Dado que no llegamos a negociar nada concreto, en estos momentos no tenemos nada que reclamar. Según parece, a partir de ahora todas las miradas estarán fijas en el juicio que se va a celebrar en Chicago. Lo mantendré informado.
J. A.
Wally imprimió el mensaje —que de repente parecía pesarle una tonelada—, entró en el despacho de Oscar y lo dejó en su mesa. Luego se desplomó en el sofá de piel y estuvo a punto de echarse a llorar.
Oscar lo leyó despacio, y las arrugas de su frente se hicieron más profundas con cada frase. Respiraba con dificultad por la boca y no respondió cuando Rochelle lo avisó por el intercomunicador. La oyeron acercarse a la puerta y llamar. Al ver que nadie respondía, Rochelle asomó la cabeza y dijo:
—Señor Finley, es el juez Wilson.
Oscar meneó la cabeza y respondió sin levantar la mirada del papel:
—Ahora no puedo. Dígale que lo telefonearé.
Rochelle cerró la puerta. Al cabo de unos minutos, David entró en el despacho, miró a sus dos colegas y se dio cuenta de que el fin del mundo estaba próximo. Oscar le entregó el mensaje, y David lo leyó mientras caminaba frente a las estanterías llenas de libros.
—Pues hay más —dijo David cuando hubo terminado.
—¿Qué quieres decir con que hay más? —preguntó Wally con voz estrangulada.
—Estaba navegando por internet en busca de un documento de la apertura de la causa de Klopeck cuando vi que alguien acababa de presentar una moción. Fue hace menos de veinte minutos. Jerry Alisandros, en representación de Zell & Potter, ha solicitado retirarse como parte en el caso Klopeck.
Wally pareció hundirse aún más en el sofá, y Oscar masculló algo ininteligible. David, pálido y aturdido, continuó:
—Acabo de telefonear a mi contacto en Zell & Potter, un chaval llamado Worley, y me ha dicho off the record que se trata de una retirada en toda regla. Resulta que los expertos, nuestros expertos, se han echado atrás con el Krayoxx y ninguno está dispuesto a testificar. Por si fuera poco, parece que el informe McFadden no es presentable en un juicio. Varrick estaba al tanto de esto desde hace tiempo y nos ha estado dando largas con el tema de la indemnización para cortarnos la hierba bajo los pies en el último momento y dejarnos solos ante el caso Klopeck. Worley me ha contado que los socios de Zell & Potter están que trinan, pero que Alisandros tiene la última palabra y que no piensa aparecer por Chicago porque no quiere una mancha así en su brillante carrera. Sin expertos, el caso está perdido. Worley incluso me ha confesado que es posible que el Krayoxx no tuviera nada malo desde el principio.
—Ya sabía yo que estos casos eran una mala idea —protestó Oscar.
—Por qué no te callas —bufó Wally.
David se sentó en una silla de madera, lo más alejada posible de los dos socios. Oscar estaba con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos, como si padeciera una migraña letal. Wally tenía los ojos cerrados y la cabeza ladeada. Dado que ninguno de ellos parecía capaz de articular palabra, David se sintió obligado a decir algo.
—¿Alisandros puede retirarse estando el juicio tan próximo? —preguntó a pesar de que sabía que ninguno de sus colegas tenía la menor idea de cómo funcionaba un juicio federal.
—Eso depende del juez —contestó Wally. Seguidamente miró a David y le preguntó—: Pero ¿se puede saber qué va a hacer Alisandros con todos los casos que ha reunido? Tiene miles, decenas de miles.
—Según me ha dicho Worley, no piensan hacer nada hasta ver qué pasa con el caso Klopeck. Si ganamos, es posible que Varrick esté dispuesta a reanudar las negociaciones. Si perdemos, los casos del Krayoxx no valdrán nada.
La idea de ganar parecía francamente improbable. Se hizo un largo silencio durante el cual lo único que se oyó fue la trabajosa respiración de los tres consternados colegas. La lejana sirena de una ambulancia se acercó por Beech Street, pero nadie se movió.
Al fin, Wally se irguió —o lo intentó— y dijo:
—Tendremos que solicitar un aplazamiento al tribunal y también presentar una moción oponiéndonos a la retirada de Alisandros.
Oscar levantó la cabeza de entre las manos y lo fulminó con la mirada, como si fuera a pegarle un tiro allí mismo.
—Lo que tienes que hacer es llamar a ese Alisandros que es tan amigo tuyo y averiguar de qué va todo esto. No puede darse el piro teniendo el juicio tan cerca. Dile que lo denunciaremos por conducta poco ética. Dile que filtraremos a la prensa que el gran Jerry Alisandros está demasiado asustado para personarse en Chicago. Dile lo que te dé la gana, Wally, pero convéncelo para que lleve el juicio de este caso. Sabe Dios que nosotros no podemos hacerlo.
—Si resulta que el Krayoxx no tiene nada malo, ¿por qué debemos pensar siquiera en ir a juicio? —preguntó David.
—Es un medicamento que tiene efectos perniciosos, y encontraremos al experto que lo testificará —aseguró Wally.
—No sé por qué me cuesta creerte —repuso Oscar.
David se levantó y fue hacia la puerta.
—Propongo que vayamos a nuestros despachos, pensemos en una solución y nos volvamos a reunir dentro de una hora.
—Buena idea —dijo Wally mientras se levantaba con gesto vacilante.
Acto seguido se encerró en su oficina y llamó a Alisandros. Como era de esperar, el gran Jerry estaba ilocalizable. Entonces empezó a escribirle correos electrónicos, largos mensajes llenos de amenazas e invectivas.
David rebuscó en los blogs —financieros, de acciones conjuntas y jurídicos— y encontró repetidas confirmaciones de que Varrick había cancelado las negociaciones. El precio de sus acciones llevaba cayendo por tercer día consecutivo.
A última hora de la tarde, el bufete había presentado una moción solicitando un aplazamiento y otra en respuesta a la solicitud de Alisandros para retirarse. David hizo prácticamente todo el trabajo porque Wally había desaparecido de la oficina y Oscar no parecía encontrarse bien. David había informado brevemente a Rochelle del desastre, y la primera preocupación de esta fue que Wally pudiera estar bebiendo. Llevaba sobrio casi todo un año, pero ella había visto recaídas peores.
Al día siguiente, con sorprendente presteza, Nadine Karros presentó una respuesta oponiéndose a la petición de aplazamiento en la que, de manera predecible, no manifestaba la menor contrariedad por la retirada de Zell & Potter. Un largo juicio contra un viejo zorro como Alisandros habría supuesto un formidable desafío, pero Nadine estaba convencida de poder merendarse tranquilamente tanto a Finley como a Figg, juntos o por separado.
Un día después, con una rapidez fulminante, el juez Seawright denegó la petición de aplazamiento. La vista estaba señalada para el 17 de octubre y así seguiría. Seawright había hecho un hueco de dos semanas en su agenda y consideraba que cambiarlo sería una falta de respeto hacia otros litigantes. El señor Figg había presentado su demanda con la mayor publicidad posible y dispuesto de tiempo suficiente para preparar el juicio. Bienvenidos al procedimiento abreviado.
Seawright también tuvo duras palabras para Jerry Alisandros, pero acabó aceptando su moción para retirarse. Desde un punto de vista procedimental, esas peticiones se aprobaban casi siempre. El juez subrayó que, a pesar de la marcha del señor Alisandros, Iris Klopeck seguía teniendo la adecuada representación legal. Es posible que el término «adecuada» pudiera ser objeto de discusión, pero Seawright se abstuvo de hacer comentarios sobre la falta de experiencia del señor Figg, el señor Finley y el señor Zinc en un juicio federal.
La única alternativa que le quedaba a Wally era presentar una moción para retirar la demanda del caso Klopeck en su totalidad junto con la de los otros siete demandantes. Su fortuna se esfumaba a ojos vistas, y él estaba a punto de sufrir un colapso nervioso. Por doloroso que pudiera ser retirarse, no se veía con ánimos para hacer frente al horror de comparecer ante Seawright cargando él solo con el peso de cientos de víctimas del Krayoxx y enfrentarse a un caso que incluso los abogados más expertos e importantes evitaban como a la peste. No señor. Al igual que todos los demás que se habían lanzado al ruedo, él también se retiraría. Oscar insistió en que primero debía notificárselo a sus clientes. David opinó que debía obtener su consentimiento antes de retirar las demandas. A pesar suyo, Wally estaba de acuerdo con los dos, pero no tenía el valor suficiente para informar a sus clientes de que retiraba las demandas cuando apenas hacía unos días que les había mandado una carta estupenda en la que prácticamente les prometía dos millones de dólares a cada uno.
No obstante, ya se había puesto a trabajar en sus mentiras. Su plan era explicar, primero a Iris y después al resto, que Varrick había logrado que el tribunal federal rechazara los casos, que él y los demás abogados estaban estudiando volver a presentar las demandas ante los tribunales del estado y que el proceso podía eternizarse. Necesitaba ganar tiempo, dejar que los meses fueran pasando y, mientras tanto, echar todas las culpas a Varrick Labs. Transcurrido el primer revuelo, los sueños millonarios irían muriendo lentamente. Al cabo de un año, se inventaría unas cuantas mentiras más y todo acabaría por olvidarse.
Escribió la moción personalmente y cuando la tuvo acabada la contempló largamente en la pantalla del ordenador. Luego cerró la puerta del despacho, se quitó los zapatos, presionó la tecla «enviar» y se despidió de sus millones.
Necesitaba una copa. Necesitaba el olvido. Solo, más arruinado y endeudado que nunca, con sus sueños hechos añicos, Wally se derrumbó y rompió a llorar.