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Fresco tras el largo fin de semana del día del Trabajo, Wally escribió lo siguiente a Iris Klopeck:

Querida Iris:

Como sabe, nuestro juicio se verá el mes que viene, concretamente el 17 de octubre, pero no es algo que deba preocuparla. He pasado el último mes negociando con los abogados de Varrick Labs y hemos alcanzado un acuerdo muy ventajoso. La empresa se dispone a ofrecer una cantidad en torno a los dos millones de dólares por el fallecimiento indebido de su esposo, Percy. Por ahora, dicho ofrecimiento no es oficial, pero esperamos tenerlo por escrito en un plazo de unos quince días. Me consta que es una cantidad considerablemente mayor que el millón que le prometí, no obstante necesito su aprobación para aceptar la oferta en su nombre cuando la tenga sobre la mesa. Me siento muy orgulloso de nuestro pequeño bufete. Somos como David luchando contra Goliat, y por el momento vamos ganando.

Le ruego que me devuelva firmada la autorización adjunta.

Sinceramente,

WALLIS T. FIGG,

abogado

Acto seguido envió cartas parecidas a sus otros siete clientes con casos de fallecimiento y cuando acabó se quitó los zapatos, se repantigó en su silla giratoria y apoyó los pies en el escritorio mientras soñaba con el dinero. No obstante, sus sueños fueron interrumpidos cuando, con brusquedad, la voz de Rochelle dijo por el intercomunicador:

—Tengo a la mujer esa al teléfono. Hable con ella, señor Figg, porque me está volviendo loca.

—Vale, ya voy —contestó Wally mientras miraba fijamente el aparato.

DeeAnna se resistía a desaparecer sin hacer ruido. Durante el trayecto a su casa desde el lago Michigan, Wally había iniciado a propósito una discusión que logró convertir en un acalorado enfrentamiento. Entonces aprovechó el fragor de la batalla para decirle que habían terminado y durante un par de tranquilos días no volvieron a hablar. Después ella se presentó en su piso, borracha. Wally se apiadó y le permitió que durmiera en el sofá. DeeAnna no solo presentaba un aspecto penoso, sino que se mostró arrepentida y se las arregló para ofrecérsele sexualmente cada cinco minutos. Wally rechazó todas sus proposiciones. En esos momentos, DeeAnna llamaba a todas horas e incluso aparecía por el bufete de vez en cuando, pero Wally estaba decidido. Tenía muy claro que el dinero del Krayoxx no le duraría ni tres meses con DeeAnna a su lado.

Descolgó el teléfono y la saludó con un «hola» brusco. DeeAnna rompió a llorar al otro lado de la línea.

Aquel ventoso lunes de septiembre sería recordado durante mucho tiempo en Zell & Potter como «la matanza del día del Trabajo». El bufete no cerraba porque los que trabajaban en él eran profesionales y no obreros, aunque eso careciera de importancia. Los festivos y los fines de semana a menudo formaban parte del calendario laboral. Las oficinas abrían temprano, y a las ocho de la mañana los pasillos y los despachos estaban llenos de abogados que se dedicaban a perseguir sin descanso todo tipo de medicamentos perniciosos y a las empresas que los fabricaban.

Sin embargo, de vez en cuando alguna de aquellas persecuciones terminaba en nada o pinchaba en hueso.

El primer puñetazo cayó a las nueve de la mañana, cuando el doctor Julian Smitzer —el director de investigación médica del bufete— insistió en ver a Jerry Alisandros, que no tenía un minuto libre pero que no pudo negarse, especialmente cuando su secretaria le describió el asunto como de la «máxima urgencia».

El doctor Smitzer había desarrollado una ilustre carrera como cardiólogo e investigador en la clínica Mayo de Rochester, Minnesota, antes de trasladarse a Florida en busca de sol para su esposa enferma. Al cabo de un par de meses de aburrimiento conoció por casualidad a Jerry Alisandros. Una cosa llevó a la otra y en esos momentos hacía ya cinco años que Smitzer se encargaba de supervisar los trabajos de investigación médica del bufete a cambio de un salario de un millón de dólares anuales. Parecía un trabajo a su medida pues había dedicado la mayor parte de su carrera a escribir sobre la perversidad de las grandes empresas farmacéuticas.

En un bufete lleno de abogados hiperagresivos, el doctor Smitzer era una figura reverenciada. Nadie ponía en duda sus opiniones ni el resultado de sus investigaciones. Su trabajo valía mucho más de lo que le pagaban por él.

—Tenemos un problema con el Krayoxx —dijo al poco de haber tomado asiento en el opulento despacho de Jerry Alisandros.

Este suspiró larga y dolorosamente.

—Te escucho —respondió.

—Hemos pasado los últimos seis meses analizando el trabajo de McFadden y he llegado a la conclusión de que está equivocado. No existen pruebas estadísticas verificables que demuestren que los consumidores de Krayoxx tengan más riesgo de sufrir un derrame cerebral o un ataque al corazón que los que no lo toman. Sinceramente, McFadden manipuló los resultados. Es un excelente médico e investigador, pero está claro que se convenció de que el medicamento era pernicioso y arregló los datos para que confirmaran sus conclusiones. La gente que toma Krayoxx sufre múltiples dolencias: obesidad, diabetes, hipertensión o arterioesclerosis, por citar unas cuantas. Muchos de ellos están francamente mal de salud y presentan altos niveles de colesterol. Lo normal es que cada día tomen un montón de pastillas, de las cuales el Krayoxx es una más, y por el momento ha sido imposible determinar los efectos de la combinación de todas ellas. Desde un punto de vista estadístico cabría la posibilidad, y subrayo lo de «cabría», de que el Krayoxx aumentara muy ligeramente la probabilidad de sufrir un derrame cerebral o un infarto, pero también podría ser lo contrario. McFadden estudió tres mil casos durante un período de dos años, en mi opinión una muestra estadística insuficiente, y encontró que la posibilidad de sufrir un derrame o un infarto por culpa del Krayoxx era solo de un nueve por ciento más.

—He leído ese informe varias veces, Julian —lo interrumpió Alisandros—. Prácticamente me lo he aprendido de memoria antes de lanzarme a demandar a Varrick.

—Pues te lanzaste demasiado deprisa, Jerry. Ese medicamento no tiene nada de malo. He hablado largo y tendido con McFadden. Ya sabes las críticas que le llovieron cuando publicó su trabajo. Le han dado muchos palos y ahora respalda el medicamento.

—¿Qué?

—Sí. La semana pasada McFadden admitió ante mí que tendría que haber ampliado su muestra de sujetos. También estaba preocupado porque no había dedicado tiempo suficiente a estudiar los efectos de la combinación de diferentes fármacos. Tiene pensado retractarse e intentar salvar su reputación.

Jerry se pellizcó el puente de la nariz como si pretendiera aplastárselo.

—No, no, no… —murmuró.

—Sí, sí y sí —insistió Smitzer—, y su documento de retractación está al caer.

—¿Cuándo?

—Para dentro de unos tres meses. Pero es que hay más. Hemos estudiado a fondo los efectos del Krayoxx en la válvula aórtica. Como sabes, el estudio de Palo Alto parecía relacionar las fugas de la válvula con un deterioro de la misma causado por el medicamento. En estos momentos, incluso esto parece dudoso.

—¿Por qué me cuentas todo esto ahora, Julian?

—Porque el trabajo de investigación requiere tiempo y es ahora cuando estamos obteniendo las primeras conclusiones.

—¿Qué opina el doctor Bannister de todo esto?

—Bueno, para empezar dice que no quiere testificar.

Jerry se masajeó las sienes, se levantó y miró fijamente a su amigo. Luego fue hasta una ventana y dejó que su mirada se perdiera en la lejanía. Smitzer estaba en nómina del bufete y, por lo tanto, no podía declarar como testigo en ninguno de los asuntos en los que interviniera Zell & Potter, ni en el proceso de apertura de un caso ni en el juicio posterior. Una parte importante de su trabajo consistía en mantener una red de expertos dispuestos a testificar ante un tribunal a cambio de la correspondiente remuneración. El doctor Bannister era un testigo profesional que tenía un currículo impecable y disfrutaba encarándose con los abogados de la parte contraria. El hecho de que deseara retirarse del caso resultaba más que grave.

El segundo puñetazo cayó una hora después, cuando Jerry ya estaba contra las cuerdas y sangrando. Un joven asociado llamado Carlton llegó con un abultado informe y pésimas noticias.

—Esto no va bien, Jerry —dijo nada más entrar.

—Ya lo sé.

Carlton se encargaba de supervisar las pruebas realizadas a los miles de posibles clientes contra el Krayoxx, y el informe que llevaba estaba lleno de resultados desalentadores.

—No hemos visto por ninguna parte los daños que se supone que causa ese medicamento. Llevamos hechos unos diez mil exámenes y los resultados distan de ser buenos. Es posible que un diez por ciento de pacientes tengan una ligera pérdida de presión en la válvula aórtica, pero no en proporciones preocupantes, desde luego. Hemos visto cantidad de cardiopatías, casos de hipertensión y de arterias obstruidas, pero nada que podamos atribuir directamente al Krayoxx.

—¿Me estás diciendo que nos hemos gastado diez millones en ecocardiogramas y que no tenemos nada? —preguntó Jerry con los ojos cerrados y los dedos en las sienes.

—Sí. Al menos han sido diez millones y estamos como al principio. No me gusta tener que decirlo, Jerry, pero me parece que este medicamento no tiene nada de malo. Me temo que estamos a punto de darnos de bruces con este caso. Mi sugerencia es que minimicemos los daños y pasemos página.

—No te he pedido consejo.

—Es verdad.

Carlton salió del despacho y cerró la puerta. Jerry echó el cerrojo, se tumbó en el sofá y se quedó contemplando el techo. Aquello ya le había pasado otras veces, encontrarse con un medicamento que no era ni por asomo tan malo como él había asegurado. Todavía quedaba la esperanza de que los de Varrick estuvieran unos pasos por detrás y no supieran tanto como él. Con los rumores sobre una indemnización, el valor de sus acciones había subido y el viernes había cerrado a treinta y cuatro dólares y medio. Cabía la posibilidad de que quizá pudiera marcarse un farol y convencer a la empresa de que firmase rápidamente una indemnización. Ya lo había hecho antes. Lo único que deseaban las empresas con mucho dinero y muy mala prensa era ver desaparecer a los abogados y sus demandas.

Los minutos fueron pasando y logró relajarse un poco. No tenía tiempo para pensar en los Wally Figg de este mundo. Ya eran mayorcitos y si habían presentado sus demandas era porque habían querido. Los cientos de clientes que estaban esperando recibir un cheque en cualquier momento no le quitaban el sueño, y tampoco no le preocupaba tener que salvar la cara: era obscenamente rico, y hacía tiempo que el dinero lo había encallecido.

En lo que pensaba realmente Jerry Alisandros era en cuál sería el siguiente medicamento, el que llegaría después del Krayoxx.

El tercer puñetazo, y el que lo tumbó en la lona, llegó con la conferencia que tenía prevista para las tres de la tarde con otro miembro del Comité de Demandantes. Rodney Berman era un extravagante abogado de Nueva Orleans, especialista en juicios, que había ganado y perdido su fortuna más de una vez jugándosela ante un jurado. En aquellos momentos se había forrado gracias a un vertido de crudo en el golfo de México y había logrado reunir incluso más clientes que Zell & Potter en la demanda conjunta contra el Krayoxx.

—Estamos con la mierda hasta el cuello —empezó a decir en tono amable.

—Ha sido un mal día, Rodney —reconoció Alisandros—, así que adelante, empeóralo.

—Me acaba de llegar el soplo confidencial de una fuente privilegiada y muy bien pagada que ha podido echar un vistazo al informe preliminar que publicará el mes que viene el New England Journal of Medicine. En él, un grupo de investigadores de Harvard y de la clínica Cleveland declaran que nuestro querido Krayoxx es tan inofensivo como las vitaminas y que no tiene efectos perniciosos de ningún tipo, que no aumenta el riesgo de derrames cerebrales ni de infartos y que no daña la válvula aórtica. Nada de nada. Los que han escrito el informe tienen unos currículos que hacen que nuestros expertos parezcan los brujos de la tribu. Mis testigos han salido huyendo y tengo a la mitad del bufete escondido bajo la mesa. Por si fuera poco, según uno de mis lobistas, el Departamento de Sanidad está pensando en volver a autorizar la venta del Krayoxx y resulta que Varrick está untando a todo Washington. ¿Qué más deseas oír, Jerry?

—Creo que ya he oído bastante. En estos momentos estoy buscando un puente bien alto desde donde tirarme.

—Yo veo uno desde mi despacho —repuso Rodney, con una risa forzada—. Es muy bonito y se extiende de una orilla a otra del Mississippi. Me está esperando. Lo llamarán el Rodney Berman Memorial y algún día encontrarán mi cuerpo en el golfo, cubierto de crudo.

Cuatro horas más tarde, los seis miembros del Comité de Demandantes se conectaron mediante una videoconferencia que Jerry Alisandros coordinó desde su despacho. Después de hacerles un resumen de la situación cedió la palabra a Berman, que les comunicó las últimas noticias. Cada uno de ellos intervino por turno y ninguno dijo nada alentador. La demanda se derrumbaba en todos los frentes y de costa a costa. Hablaron largamente acerca de lo que Varrick podía saber, y la opinión general fue que como demandantes llevaban una importante ventaja a la empresa. Sin embargo, eso no tardaría en cambiar.

Acordaron poner fin de inmediato a los cardiogramas.

Jerry se ofreció voluntario para llamar a Nicholas Walker, de Varrick, e intentar acelerar las negociaciones de una indemnización. Los seis acordaron que empezarían a comprar gran cantidad de acciones de Varrick en un esfuerzo por hacer subir su cotización. Al fin y al cabo, se trataba de una empresa que cotizaba en Bolsa y para la cual el valor de sus acciones lo era todo. Si Varrick se convencía de que una indemnización tranquilizaría los ánimos de Wall Street, cabía la posibilidad de que decidiera enterrar todo aquel lío del Krayoxx aunque el medicamento no tuviera nada de malo.

La videoconferencia se prolongó durante un par de horas y acabó con un tono ligeramente más optimista que el del comienzo. Seguirían apostando fuerte unos días más, pondrían cara de póquer, jugarían sus cartas y confiarían en que se produjera el milagro, pero de ningún modo iban a gastar un céntimo más en aquel desastre. El Krayoxx era agua pasada. Minimizarían sus pérdidas y se prepararían para la siguiente batalla.

Apenas dijeron una palabra del juicio de Klopeck contra Varrick, para el que faltaban menos de seis semanas.