La noticia de la fecha del juicio apareció en toda la prensa económica y en internet. La historia se presentó con diferentes enfoques, pero en general la idea era que Varrick Labs había sido forzada a comparecer ante los tribunales para que respondiera de sus numerosos pecados. A Reuben Massey le daba igual cómo se presentara la noticia o lo que el público pudiera pensar de ella. Para los grandes bufetes demandantes era importante reaccionar como si la empresa estuviera aturdida y asustada. Massey sabía cómo pensaban los abogados especialistas en litigios.
Tres días después de la audiencia en Chicago, Nicholas Walker llamó a Jerry Alisandros y le propuso que organizaran una reunión secreta entre la farmacéutica y los principales bufetes implicados en la demanda contra el Krayoxx. El propósito de la reunión debía ser abrir la puerta a unas negociaciones a gran escala. Alisandros se apuntó rápidamente y juró absoluto secreto con voz grave. Gracias a los más de veinte años que llevaba tratando con abogados, Walker sabía que la reunión nunca sería secreta porque alguno de ellos acabaría por filtrar la noticia a la prensa.
Al día siguiente, un comentario aparecido en el Wall Street Journal informaba de que Varrick Labs había avisado a Cymbol, su principal compañía aseguradora, para que activara su fondo de reserva. El artículo, que citaba una fuente anónima, proseguía y especulaba con que la única razón que podía tener la farmacéutica para tomar tal decisión era que pensaba zanjar la demanda contra el Krayoxx con una cuantiosa indemnización. Hubo más filtraciones, y los blogueros no tardaron en declarar que los consumidores se habían anotado una nueva victoria.
Dado que todo abogado que se preciara de serlo tenía su propio avión a reacción, el lugar de la cita no era un problema. Con la ciudad de Nueva york desierta en pleno agosto, Nicholas Walker reservó una gran sala de reuniones en la planta cuarenta de un gran hotel del centro, medio vacío. Muchos de los abogados estaban de vacaciones, en su mayoría intentando eludir el calor, pero no falló ninguno. Una indemnización, especialmente si era cuantiosa, tenía mucha más importancia que unos días de asueto. Cuando al fin se reunieron, ocho días después de que el juez Seawright hubiera señalado fecha para la vista, lo hicieron los seis miembros del Comité de Demandantes y una treintena de abogados más, cada uno de los cuales manejaba miles de casos contra el Krayoxx. Los insignificantes como Finley & Figg ni siquiera se enteraron del encuentro.
Unos corpulentos sujetos vestidos con traje se encargaron de montar guardia ante la puerta de la sala y de comprobar las credenciales de los asistentes. La primera mañana, y tras un rápido desayuno, Nicholas Walker dio la bienvenida a todos, como si fueran vendedores de una misma empresa. Incluso se permitió hacer algún chiste que fue correspondido con las risas de rigor. Sin embargo, bajo la superficie se palpaba la tensión. Lo que estaba en juego era una ingente cantidad de dinero, y todos los allí presentes eran expertos fajadores dispuestos para la pelea.
Hasta ese momento había mil cien casos de fallecimiento. Dicho con otras palabras: mil cien casos en los que los herederos de los fallecidos aseguraban que el Krayoxx había sido el causante de las muertes. Las pruebas médicas estaban lejos de ser irrefutables, aunque seguramente serían suficientes para que un jurado se planteara algunas preguntas. Walker y Judy Beck se atuvieron a su plan original y no perdieron el tiempo discutiendo la cuestión básica de la responsabilidad. Al igual que su legión de adversarios, dieron por hecho que el medicamento era el causante de mil cien muertes y de miles de lesionados.
Una vez concluidas las formalidades, Walker empezó diciendo que a Varrick le gustaría aclarar primero la cuantía de cada caso de fallecimiento. Suponiendo que lo consiguieran, después podrían pasar a los de no fallecimiento.
Wally se encontraba a orillas del lago Michigan, en un pequeño apartamento alquilado, con su querida DeeAnna, siempre impresionante en biquini. Había dado buena cuenta de un plato de ensalada de pasta cuando su móvil sonó. Comprobó el número entrante y dijo:
—Jerry, amigo mío, ¿qué me cuentas?
DeeAnna, que estaba haciendo topless en una tumbona vecina, se incorporó. Sabía que cualquier llamada del amigo Jerry podía resultar interesante.
Alisandros explicó que estaba de vuelta en Florida después de haber pasado dos días en Nueva York, enzarzado en una serie de reuniones secretas con los de Varrick, que eran unos tipos muy duros de pelar. Habían tratado los casos de fallecimiento. Por el momento no había nada firmado, claro, pero estaban haciendo progresos. Calculaba que cada caso podía rondar los dos millones de dólares.
Wally escuchó en silencio mientras lanzaba ocasionales sonrisas a DeeAnna, que se había acercado un poco más.
—Son buenas noticias, Jerry. Gran trabajo. Nos llamamos la próxima semana.
—¿Qué ocurre, cariño? —ronroneó DeeAnna cuando Wally colgó.
—En realidad nada. Era Jerry con las últimas noticias. Los de Varrick han interpuesto un montón de mociones y quiere que les eche un vistazo.
—¿Nada de negociaciones?
—De momento no.
De lo único que hablaban últimamente era de la indemnización. Wally sabía que era culpa suya, por bocazas, pero DeeAnna parecía realmente obsesionada con el asunto y no era lo bastante inteligente para disimular y aparentar que no le importaba. No, quería conocer hasta el último detalle.
Y también quería dinero. Eso era lo que más preocupaba a Wally, que ya empezaba a pensar en cómo quitársela de encima tal como había hecho Oscar, su nuevo héroe: deshacerse de la parienta antes de que llegara el dinero.
Dieciséis millones de dólares. El diecisiete por ciento de esa cantidad iría a parar a la caja de Finley & Figg: un total de dos millones setecientos mil dólares, de los cuales Oscar se llevaría la mitad. Era millonario.
Se tumbó en un colchón hinchable y flotó en la piscina mientras cerraba los ojos y procuraba no sonreír. DeeAnna no tardó en acercársele en otro colchón, todavía en topless, y en acariciarlo de vez en cuando para asegurarse de que la necesitaba. Llevaban varios meses juntos, y Wally comenzaba a aburrirse de ella, entre otras razones porque cada día le costaba más satisfacer sus constantes demandas de sexo. Al fin y al cabo, él tenía cuarenta y seis años, y ella diez menos; o eso creía, porque su fecha de nacimiento seguía sumida en la neblina. Había conseguido aclarar el mes y el día, pero el año se le resistía. No solo estaba cansado y necesitaba un respiro, sino que cada día lo preocupaba más la fascinación de DeeAnna hacia el dinero del Krayoxx.
Lo mejor para él era dejarla sin demora, cumplir con la ruptura de rutina que tan bien conocía y alejarla de su vida y del dinero. No iba a ser fácil y le llevaría tiempo, pero era una estrategia que a Oscar le había dado buen resultado. Paula había contratado a un despreciable abogado de divorcios llamado Stamm, y los tambores de guerra no habían tardado en sonar. La primera vez que lo llamó, Stamm mostró su sorpresa por el poco dinero que Oscar ganaba con el bufete y dio a entender que lo estaba ocultando. Sondeó el oscuro asunto de los honorarios abonados en efectivo, pero Wally, que conocía el tema muy bien, no soltó prenda. Stamm mencionó la demanda contra el Krayoxx, pero se topó con la terquedad de Wally y su bien ensayada negativa de que Oscar tuviera algo que ver con ella.
—Pues la verdad es que me parece sospechoso que, tras treinta años de matrimonio, el señor Finley haya decidido marcharse sin nada más que el coche y la ropa —dijo finalmente Stamm.
—No crea —repuso Wally—. Es perfectamente lógico, y a usted también se lo parecería si conociera bien a su clienta, la señora Paula Finley.
Discutieron un poco más, como suelen hacer los abogados divorcistas, y prometieron que se volverían a llamar.
A pesar de lo mucho que Wally deseaba el dinero, decidió aplazar varios meses la recepción del efectivo, preparar el papeleo inmediatamente —o al menos hacerlo en las semanas siguientes—, tenerlo listo para presentarlo en los tribunales y entonces deshacerse de aquella mujer.
Aunque se suponía que era el mes en que todo se paralizaba, aquel agosto resultó de lo más productivo. El día 22, Helen Zinc dio a luz a una niña de tres kilos y medio —Emma—, y durante varios días sus padres se comportaron como si acabaran de traer al mundo al primer bebé de la historia. La madre y la niña gozaban de perfecta salud, y cuando llegaron a casa los estaban esperando los cuatro abuelos y un montón de amigos. David se tomó la semana libre y le resultó difícil salir del cuarto de su hija.
Fue devuelto a la acción por la llamada de una airada juez federal que no creía en el cuento de las vacaciones y de quien se rumoreaba que trabajaba noventa horas semanales. Se llamaba Sally Archer, y la habían apodado adecuadamente como «Sally la Repentina». Era joven, impetuosa, muy brillante y estaba decidida a que todos siguieran su ejemplo. Sally la Repentina dictaba sentencia con la rapidez de un rayo y pretendía que los casos que llegaban a su mesa quedaran resueltos al día siguiente de su presentación. La demanda laboral de David había ido a parar a sus manos, y ella no se había mordido la lengua al manifestar la pobre opinión que le merecían Cicero Pipe y sus censurables métodos.
Presionado por distintas ramas del gobierno federal y por la propia Archer, el contratista principal de la obra convenció a su subcontratado, Cicero Pipe, para que resolviera sus problemas legales y laborales de una vez por todas y concluyera su parte del trabajo en la planta potabilizadora. Los cargos penales contra el presunto incendiario Justin Bardall y sus superiores en la empresa tardarían meses en quedar resueltos, pero la denuncia por salarios debidos podía y tenía que zanjarse inmediatamente.
Seis semanas después de haber interpuesto la demanda, David cerró una indemnización por una cuantía que todavía le costaba creerse. Cicero Pipe aceptaba pagar un total de cuarenta mil dólares a cada uno de los cinco clientes de David. Y por si eso fuera poco, también aceptaba pagar otros treinta mil por cabeza a la treintena de ilegales —en su mayoría mexicanos y guatemaltecos— a los que había estado explotando.
Dada la notoriedad del caso —notoriedad acrecentada por la vigorosa defensa del bufete realizada por Oscar y la posterior detención del rico propietario de Cicero Pipe—, la vista presidida por Sally la Repentina contó con la cobertura de la prensa. La juez Archer empezó resumiendo la demanda, con lo que se aseguró que la citaran textualmente cuando describió los abusos de la empresa como «trabajo de esclavos». Puso verde a la empresa, reprendió a sus abogados —que en opinión de David no eran mala gente— y sobreactuó con grandilocuencia durante treinta minutos mientras los reporteros tomaban nota a toda prisa.
—Señor Zinc, ¿está usted satisfecho con la indemnización pactada? —preguntó su señoría.
El acuerdo había sido redactado y firmado por ambas partes. Lo único que quedaba pendiente era la cuestión de los honorarios de las partes.
—Sí, señoría —repuso David, tranquilo.
Los tres abogados de Cicero Pipe se encogieron en sus asientos, casi como si tuvieran miedo de alzar la vista.
—Veo que ha presentado una solicitud de honorarios por los servicios prestados —comentó Sally la Repentina, hojeando unos papeles—. En total dice usted que han sido cincuenta y ocho horas. Yo diría que, teniendo en cuenta lo que ha conseguido y el dinero que gracias a usted van a recibir esos trabajadores, ha empleado muy bien su tiempo.
—Gracias, señoría —repuso David, que estaba de pie, tras su mesa.
—¿Cuál es su tarifa por horas, señor Zinc?
—La verdad, señoría, es que esperaba esta pregunta; y lo cierto es que no tengo una tarifa por horas. Además, mis clientes no pueden permitirse pagarme por horas.
La juez Archer asintió.
—¿A lo largo del último año ha facturado a algún cliente por horas?
—Desde luego que sí, señoría. Hasta diciembre pasado fui asociado de Rogan Rothberg.
La juez no pudo contener la risa ante el micrófono.
—¡Caramba, hablando de expertos en la facturación por horas! ¿Y a cuánto facturaba entonces sus horas, señor Zinc?
David se encogió de hombros, visiblemente incómodo, y dijo:
—La última vez que facturé por horas, señoría, las cobré a quinientos dólares.
—En ese caso, eso es lo que vale su tiempo. —La juez hizo un rápido cálculo y anunció—: Para dejarlo en cifras redondas, digamos que son treinta mil dólares. ¿Alguna objeción, señor Lattimore?
El portavoz de los abogados defensores se puso en pie y sopesó lo que iba a decir. Objetar no iba a servirle de nada porque era evidente que Sally la Repentina estaba de parte de los demandantes. Además, a sus clientes los habían crucificado hasta tal punto que treinta mil dólares más o menos carecían de importancia. Por otra parte, sabía que si manifestaba sus dudas acerca de lo adecuado de los honorarios, la juez le replicaría con un rápido «muy bien, señor Lattimore, ¿y usted a cuánto cobra la hora?».
—Me parece razonable, señoría.
—Muy bien, quiero que todos los pagos queden hechos antes de treinta días. Se levanta la sesión.
Una vez fuera de la sala, David dedicó unos minutos a responder pacientemente las preguntas de la prensa. Cuando acabó, fue en coche hasta la vivienda de Soe y Lwin, donde se encontró con sus tres clientes birmanos y les comunicó la noticia de que no tardarían en recibir cada uno un cheque por valor de cuarenta mil dólares. El mensaje se perdió en la traducción, y Soe tuvo que repetirlo varias veces para lograr convencer a sus compatriotas. Al principio, los clientes de David se echaron a reír y pensaron que se trataba de una broma, pero este permaneció muy serio. Cuando por fin el mensaje caló, dos de ellos se echaron a llorar. El tercero estaba demasiado anonadado para que se le saltaran las lágrimas. David intentó que comprendieran que aquel era un dinero que se habían ganado con el sudor de su frente, pero la traducción tampoco resultó acertada.
David no tenía prisa. Llevaba seis horas apartado de su nueva hija, lo cual era todo un récord, pero ella no se iría a ninguna parte. Bebió un poco de té en una taza diminuta y charló un rato con sus clientes mientras saboreaba su primera victoria importante. Había aceptado un caso que la mayoría de sus colegas habría rechazado. Sus clientes se habían atrevido a salir de las sombras de la ilegalidad para denunciar una situación de abuso, y él los había respaldado. Tres insignificantes individuos, a miles de kilómetros de su hogar, habían sido maltratados por una empresa importante con contactos aún más importantes; esos tres individuos que para defenderse de los abusos no contaban más que con un joven abogado y los tribunales —la justicia con todas sus imperfecciones y ambigüedades— habían triunfado a lo grande.
Mientras conducía de vuelta al despacho, sin más compañía, David se sintió invadido por una inmensa satisfacción ante la idea del trabajo bien hecho. Confiaba en tener más días de triunfo en el futuro, pero aquel iba a ser especial. Nunca en los cinco años que había pasado en Rogan Rothberg se había sentido tan orgulloso de ser abogado.
Era tarde, y el bufete estaba desierto. Wally se había ido de puente, aunque de vez en cuando llamaba para informarse de las últimas novedades del caso contra el Krayoxx. Oscar llevaba varios días ilocalizable, y ni siquiera Rochelle sabía su paradero. David comprobó sus mensajes y el correo y ordenó algunos papeles, pero no tardó en aburrirse. Justo cuando cerraba la puerta principal un coche de policía se detuvo delante del edificio. Eran los amigos de Oscar que pasaban a echar un vistazo. David saludó a los agentes con la mano y se dirigió a casa.