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Jerry Alisandros hizo por fin honor a una de sus promesas. Estaba sumamente ocupado organizando las negociaciones para un acuerdo y, según uno de los asociados con el que había hablado Wally, sencillamente no tenía tiempo para telefonear a todos los abogados cuyos casos se encargaba de coordinar. No obstante, la tercera semana de julio envió por fin a sus expertos.

El nombre de la empresa —Allyance Diagnostic Group, o ADG, como prefería que la llamaran— era lo de menos. A tenor de lo que Wally había logrado averiguar, se trataba de un equipo de médicos y técnicos con sede en Atlanta y cuya única tarea consistía en recorrer el país de una punta a otra haciendo pruebas médicas a todos los que pretendían beneficiarse de la última demanda colectiva puesta en marcha por Jerry Alisandros. Siguiendo sus instrucciones, Wally alquiló un local de doscientos metros cuadrados, que anteriormente había sido una tienda de mascotas, situado en un centro comercial cercano. Contrató igualmente una empresa de reformas que instaló puertas y tabiques y otra para que limpiara el desorden de la anterior. Las ventanas se cegaron con papel de embalar y no se colgaron rótulos de ningún tipo. Alquiló unas cuantas mesas y sillas baratas e instaló un mostrador con teléfono y fotocopiadora. Las facturas las envió de una en una a un ayudante de Jerry que no hacía otra cosa que llevar la contabilidad de la demanda contra el Krayoxx.

Cuando todo estuvo listo, ADG se instaló y se puso a trabajar. El equipo estaba formado por tres técnicos debidamente ataviados con el habitual conjunto verde azulado de los hospitales. Todos llevaban su correspondiente estetoscopio y tenían un aspecto tan formal que hasta Wally pensó que estaban altamente cualificados y tenían todos las credenciales imaginables. No era así, pero habían examinado a cientos de demandantes potenciales. Su jefe era el doctor Borzov, un cardiólogo ruso que había ganado un montón de dinero diagnosticando a los pacientes de Jerry Alisandros y de otros muchos bufetes importantes repartidos por todo el país. El doctor Borzov rara vez veía a una persona obesa que no sufriera de alguna dolencia grave atribuible al medicamento objeto de la acción conjunta de turno. Nunca prestaba declaración ante los tribunales —su acento era excesivamente marcado y su currículo demasiado escaso—, pero valía su peso en oro a la hora de hacer diagnósticos.

Tanto David como Wally estuvieron presentes cuando los de ADG pusieron en marcha su fábrica de análisis en cadena; el primero porque era, de hecho, el auxiliar jurídico de los cuatrocientos treinta casos de no fallecimiento que tenían (por el momento); el segundo porque era quien los había localizado y reunido. Tres clientes aparecieron puntualmente a las ocho de la mañana y fueron recibidos con café por Wally y una atractiva ayudante con zuecos de goma de hospital. El papeleo duraba diez minutos y pretendía certificar que el cliente había tomado efectivamente Krayoxx durante más de seis meses. El primer cliente fue acompañado hasta otra habitación donde los de ADG habían instalado un ecocardiograma y donde esperaban otros dos técnicos. Uno de ellos le explicó el procedimiento —«solo vamos a tomar una imagen digital de su corazón»— mientras el otro lo llevaba hasta una cama de hospital reforzada que ADG había paseado por todo el país junto con las máquinas de ecocardiograma. Cuando colocaban los sensores en el pecho del paciente, apareció el doctor Borzov y lo saludó con un breve gesto de cabeza. Sus maneras no resultaban en particular tranquilizadoras, pero lo cierto era que tampoco trataba con pacientes propiamente dichos. Iba vestido con una bata blanca con su nombre bordado en el bolsillo superior, llevaba al cuello el inevitable estetoscopio y cuando hablaba su acento le daba un aire muy experto. Estudió la imagen de la pantalla, frunció el entrecejo porque eso era lo que siempre hacía y salió.

La guerra contra el Krayoxx se basaba en una serie de informes que pretendían demostrar que el medicamento debilitaba el asentamiento de la válvula aórtica, lo cual provocaba a su vez una disminución del retorno de la válvula mitral. El ecocardiograma medía la capacidad aórtica, y los especialistas consideraban que una disminución del treinta por ciento constituía una excelente noticia para los abogados. El doctor Borzov, siempre impaciente por hallar una válvula aórtica deficiente, examinaba los gráficos nada más salir estos de la máquina.

Cada examen duraba unos veinte minutos, de modo que se realizaban unos tres por hora y un total de veinticinco al día, seis días por semana. Wally había alquilado el local para todo el mes, y ADG facturaba directamente mil dólares por examen a la cuenta de Zell & Potter/Finley & Figg que Jerry Alisandros controlaba desde Florida.

ADG y el doctor Borzov habían estado en Charleston y Buffalo antes de pasar por Chicago. Desde allí irían a Memphis y a Little Rock. Otra unidad de ADG, dirigida por un médico serbio, se dedicaba a cubrir la costa Oeste; y una tercera hacía lo propio en Texas. La red del Krayoxx de Zell & Potter abarcaba cuarenta estados, setenta y cinco abogados y casi ochenta mil clientes.

Para evitar el caos del despacho, David pasaba largos ratos en el local del centro comercial y charlaba con sus clientes, a los que no conocía. En términos generales estaban contentos de estar allí, inquietos por el daño que el medicamento hubiera podido causar a su corazón y esperanzados por poder cobrar algún tipo de indemnización. En su mayoría sufrían de un considerable sobrepeso y un lamentable estado de forma. Ya fueran blancos, negros, jóvenes o viejos, hombres o mujeres, la obesidad y el colesterol alto eran el denominador común. Todos los clientes con los que hablaba David estaban encantados con el resultado que el Krayoxx les había dado y en esos momentos no sabían con qué reemplazarlo. A pesar de que se mostraban muy reservados, a fuerza de conversar con ellos, David se ganó poco a poco la confianza de los técnicos y se enteró de distintos detalles de su trabajo. El doctor Borzov, sin embargo, apenas habló con él.

Después de tres días dando vueltas por el local, David llegó a la conclusión de que el equipo de ADG no estaba satisfecho con los resultados. Sus ecocardiogramas de mil dólares estaban aportando escasas pruebas de la necesaria insuficiencia aórtica, aunque había algunos casos potenciales.

El cuarto día, el sistema de aire acondicionado se estropeó, y el local alquilado por Wally se convirtió en una sauna. Era agosto, y la temperatura sobrepasaba los treinta grados. Cuando la inmobiliaria dejó de responder a sus llamadas y los de ADG amenazaron con largarse, Wally llevó ventiladores y helados y les rogó que se quedaran. El equipo aceptó, pero los ecocardiogramas de veinte minutos no tardaron en pasar a serlo de quince y luego de diez. Borzov examinaba rápidamente los gráficos mientras fumaba en la acera.

El juez Seawright señaló audiencia para el primero de agosto, el último día de su agenda antes de que el sistema judicial cerrara por vacaciones. No había mociones pendientes ni disputas de ningún tipo. Todo el proceso de apertura del caso había transcurrido en un ambiente de notable cooperación. Hasta ese momento, Varrick Labs había aportado toda la documentación necesaria, así como los nombres de sus testigos y expertos. Nadine Karros solo había presentado un par de mociones sin importancia que el juez aprobó rápidamente. Por el lado de los demandantes, los abogados de Zell & Potter se habían mostrado igualmente eficientes en sus peticiones y mociones.

Seawright vigilaba de cerca los rumores sobre un acuerdo indemnizatorio. Sus ayudantes rastreaban la prensa económica y los blogs más serios. Varrick Labs no había emitido ningún comunicado oficial al respecto, pero saltaba a la vista que la empresa sabía cómo filtrar lo que le convenía. El precio de sus acciones había bajado hasta los veinticuatro dólares y medio, pero el rumor de un acuerdo lo había hecho subir hasta los treinta.

Cuando los dos equipos de letrados ocuparon sus sitios respectivos, Seawright subió al estrado y les dio la bienvenida. Empezó disculpándose por haber señalado la audiencia en pleno mes de agosto —«la época más difícil del año para la gente ocupada»—, pero estaba convencido de que ambas partes debían reunirse antes de que cada una se fuera por su lado. Repasó las normas de apertura para que todo el mundo se comportara y no hubo queja alguna.

Jerry Alisandros y Nadine Karros se trataban con tanta corrección mutua que casi resultaba embarazoso. Wally se hallaba sentado a la derecha de Jerry, como si fuera su colaborador más próximo. Tras ellos, y encajados entre un grupo de letrados de Zell & Potter, estaban David y Oscar. Desde el tiroteo y con la publicidad derivada, Oscar salía más y disfrutaba de la atención que recibía. Sonreía y se veía a sí mismo como un soltero.

El juez Seawright cambió de tema y dijo:

—Me están llegando muchos rumores de un posible acuerdo, una gran indemnización global, como la llaman ahora en el negocio, y quiero saber qué hay de cierto. Gracias a la rapidez con la que se ha tramitado este caso estoy en situación de señalar fecha para la vista. Sin embargo, si va a haber un acuerdo no veo la necesidad de hacerlo. ¿Puede usted arrojar alguna luz sobre esta cuestión, señorita Karros?

Nadine se levantó, atrajo todas las miradas y se dirigió al podio con paso elegante.

—Como seguramente sabrá su señoría, Varrick Labs se ha visto implicada en varias demandas, a cual más complicada, de modo que la empresa tiene su propia manera de abordar un acuerdo cuando este incluye a varios demandantes. No he sido autorizada a iniciar negociaciones en el caso Klopeck, y mi cliente tampoco me permite hacer declaraciones públicas en lo relativo a un acuerdo. En lo que a mí se refiere, estamos haciendo todo lo necesario para ir a juicio.

—Muy bien. ¿Y usted, señor Alisandros?

Intercambiaron su lugar en el podio, y Jerry empezó con su mejor sonrisa.

—En cuanto a nosotros, señoría, digo lo mismo: nos estamos preparando para ir a juicio. Sin embargo, debo admitir que, en mi condición de miembro del Comité de Demandantes, he mantenido varias conversaciones preliminares con la empresa encaminadas a una indemnización global. Creo que la señorita Karros está al tanto de dichas conversaciones, pero, como ha dicho, no ha sido autorizada para hablar de ellas. Dado que yo no represento a Varrick Labs, no estoy sometido a las mismas limitaciones, pero debo aclarar que la empresa no me ha pedido que mantenga en secreto nuestras conversaciones. Además, señoría, si llegamos a establecer negociaciones formales, dudo que la señorita Karros vaya a tomar parte en ellas. Sé por experiencias anteriores que Varrick prefiere que ese tipo de acuerdos se lleven a cabo dentro de la propia empresa.

—¿Espera usted que haya una negociación formal? —quiso saber Seawright.

Se hizo un tenso silencio mientras muchos contenían el aliento. Nadine Karros se las compuso para parecer intrigada, a pesar de que tenía un conocimiento de la situación mucho más amplio que cualquiera de los presentes. El corazón de Wally latía a toda velocidad mientras saboreaba las palabras «negociación formal».

Jerry se agitó, incómodo, y dijo finalmente:

—Señoría, no desearía que mis palabras se tomaran al pie de la letra, de modo que prefiero ser prudente y decir que no estoy seguro.

—Así pues, ni usted ni la señorita Karros pueden aclararme nada en cuanto a la cuestión de unas posibles negociaciones, ¿no es así? —dijo el juez Seawright no sin cierta frustración.

Los dos letrados negaron con la cabeza. Nadine sabía perfectamente que no iba a haber negociación alguna. Jerry estaba convencido de que sí la habría. Sin embargo, ninguno de los dos estaba dispuesto a poner sus cartas boca arriba, y el juez no podía obligarlos formal ni éticamente a que desvelaran sus estrategias. Su trabajo consistía en impartir un juicio justo, no en dirigir unas negociaciones.

Jerry regresó a su asiento, y Seawright cambió de tema.

—He considerado la fecha del 17 de octubre, lunes, para iniciar la vista del caso. No creo que el juicio dure más de dos semanas.

Todos los letrados consultaron sus agendas con aire ceñudo.

—Si para alguien supone un conflicto, será mejor que tenga buenas razones. ¿Señor Alisandros?

Jerry se puso en pie con una agenda de piel en la mano.

—Señoría, eso significa ir a juicio diez meses después de la presentación de la demanda. Es muy rápido, ¿no le parece?

—Desde luego que lo es, señor Alisandros. En mi tribunal el período medio es de once meses. Ya ve que no me gusta que mis casos acumulen polvo. ¿Qué problema tiene?

—No tengo ninguno, señoría, simplemente me preocupa no disponer del tiempo suficiente para preparar el juicio. Nada más.

—Tonterías. La apertura ha concluido prácticamente, ustedes tienen sus expertos, los demandados los suyos y sabe Dios que entre los dos cuentan con personal más que suficiente. Este caso debería ser pan comido para un abogado de su experiencia, señor Alisandros.

Menuda pantomima, pensó Wally, este caso y los demás habrán recibido una indemnización antes de un mes.

—¿Y qué dice la defensa, señorita Karros? —preguntó Seawright.

—Tenemos algunos conflictos, señoría, pero nada que no podamos arreglar.

—Muy bien, pues. La vista del caso de Klopeck contra Varrick queda fijada para el 17 de octubre. A menos que de aquí a entonces se produzca una catástrofe, no habrá aplazamientos ni retrasos, así que no se molesten en pedirlos. Muchas gracias. —Dio un golpe con el mazo y concluyó—: Se levanta la sesión.