El teléfono volvió a sonar, y Rochelle decidió atenderlo.
—Bufete de Finley & Figg —dijo con gran profesionalidad.
Wally se abstuvo de levantar la mirada del diario. Rochelle escuchó un momento y contestó:
—Lo siento, pero no nos dedicamos a las transacciones inmobiliarias.
Cuando Rochelle había ocupado su puesto, ocho años atrás, el bufete sí se ocupaba de transacciones inmobiliarias. Sin embargo, ella no tardó en darse cuenta de que ese tipo de operaciones dejaban un margen escaso, dependían mucho del trabajo de la secretaria y prácticamente no exigían esfuerzo alguno a los letrados. Tras sopesarlo rápidamente llegó a la conclusión de que no le gustaban las transacciones inmobiliarias. Dado que atendía el teléfono y filtraba todas las llamadas, la rama inmobiliaria de Finley & Figg no tardó en marchitarse. Oscar se indignó y la amenazó con el despido, pero se retractó cuando ella les recordó que podía demandarlos por negligencia profesional. Al final, Wally logró negociar una tregua, pero durante semanas el ambiente en el bufete fue más tenso que de costumbre.
Poco a poco, otras especialidades fueron siendo descartadas por obra de la diligente labor de selección de la señora Gibson. Las cuestiones penales pasaron a la historia: no le gustaban porque no le gustaba el tipo de clientes. Los delitos por conducir bajo el efecto del alcohol o las drogas los aceptaba porque no eran frecuentes, se pagaban bien y para ella suponían poco trabajo. Las quiebras desaparecieron por la misma razón que las transacciones inmobiliarias: demasiado trabajo para la secretaria y honorarios escasos. Con el paso de los años Rochelle había logrado reducir el ámbito de actividad del bufete y eso no dejaba de ser motivo de problemas. La teoría de Oscar —teoría que durante casi treinta años lo había dejado sin un céntimo— decía que el bufete debía aceptar todo lo que se presentara, lanzar una red lo más grande posible y después seleccionar entre los restos con la esperanza de encontrar un buen caso de lesiones. Wally no estaba conforme: deseaba pescar el pez más grande. Aunque para cubrir gastos se veía obligado a realizar tareas jurídicas de lo más ordinario, seguía soñando con hallar su filón de oro.
—Buen trabajo, señora Gibson —dijo cuando Rochelle colgó—. Nunca me han gustado los temas inmobiliarios.
Ella pasó por alto el comentario y volvió a la lectura de su periódico. De repente CA gruñó. Lo miraron y lo vieron de pie en su colchón, con el hocico y el rabo en alto, los ojos concentrados en la puerta. Su gruñido se hizo más fuerte, y entonces oyeron el lejano sonido de una ambulancia. Las sirenas siempre excitaban a Wally. Durante un momento se quedó muy quieto, mientras la analizaba con oído experto. ¿Policía, bomberos o ambulancia? Esa era invariablemente la primera pregunta, y Wally era capaz de distinguir entre ellas al instante. Las sirenas de la policía o los bomberos no significaban nada especial y enseguida las descartaba, pero el aullido de una ambulancia le aceleraba el pulso.
—¡Ambulancia! —exclamó.
Dejó el periódico y fue hacia la puerta. Rochelle también se levantó, se acercó hasta la ventana y abrió la persiana para echar un rápido vistazo. CA seguía gruñendo, y cuando Wally abrió la puerta y salió al porche el perro lo siguió. Al otro lado de la calle, Vince Gholston emergió de su despacho —otro bufete-boutique— y lanzó una mirada esperanzada hacia el cruce de Beech con la Treinta y ocho. Cuando vio a Wally le mostró el dedo medio, y este le devolvió el gesto de cortesía.
La ambulancia pasó a toda velocidad por Beech, serpenteando entre el tráfico con furiosos bocinazos y causando más confusión y peligro que los que la aguardaban allí donde la esperasen. Wally la observó hasta que la perdió de vista y después volvió a entrar.
La lectura de periódicos prosiguió sin más interrupciones de sirenas ni de llamadas de posibles clientes o cobradores de facturas atrasadas. A las nueve la puerta se abrió y entró el socio de más edad. Como de costumbre, Oscar vestía un largo abrigo oscuro y cargaba con un maletín de piel negra tan abultado que parecía que se hubiera pasado toda la noche trabajando. Como siempre, también llevaba su habitual paraguas, hiciera el tiempo que hiciese. Oscar realizaba su trabajo lejos de los niveles más prestigiosos de la profesión, pero al menos tenía el aspecto de un abogado distinguido. Abrigos oscuros, trajes igualmente oscuros, camisas blancas y corbatas de seda. Su mujer se encargaba de comprarle la ropa e insistía en que tuviera buen aspecto. Wally, por su parte, se ponía lo primero que encontraba en el armario.
—Buenas —gruñó Oscar ante la mesa de la señora Gibson.
—Buenos días, señor Finley —contestó ella.
—¿Alguna novedad en los periódicos? —A Oscar no le interesaban los resultados deportivos, los sucesos ni las últimas noticias de Oriente Próximo.
—Un conductor de carretillas elevadoras ha sido aplastado en una fábrica de Palos Heights —respondió rápidamente la señora Gibson.
Aquello formaba parte del ritual matutino. Si no lograba encontrar un accidente —del tipo que fuera— para alegrar la mañana a su jefe, el humor de este no haría sino empeorar.
—Me gusta. ¿Ha muerto?
—Todavía no.
—Mejor. Eso significa dolor y sufrimiento. Tome nota, Rochelle, volveremos sobre el asunto más tarde.
La señora Gibson asintió como si el desdichado operario ya fuera cliente del bufete. Naturalmente no lo era ni lo sería. Finley & Figg rara vez llegaba el primero a la escena de un accidente. Lo más probable era que la mujer de ese hombre estuviera ya rodeada de abogados más agresivos, algunos de los cuales eran famosos porque incluso ofrecían dinero en efectivo y regalos materiales para conseguir que los perjudicados firmaran con ellos.
Animado por tan buena noticia, Oscar se acercó a la mesa y saludó a su socio.
—Buenos días.
—Buenas, Oscar —repuso Wally.
—¿Sale alguno de nuestros clientes en las esquelas de hoy?
—Todavía no he llegado a esa sección.
—Pues deberías empezar por ahí.
—Gracias, Oscar. ¿Alguna otra recomendación sobre cómo debo leer el periódico?
Oscar había dado media vuelta y se alejaba.
—¿Qué tengo para hoy en mi agenda, señora Gibson? —le preguntó hablando por encima del hombro.
—Lo de siempre: divorcios y borrachos.
—Divorcios y borrachos —masculló Oscar para sí, mientras entraba en su despacho—. Lo que necesito es un buen accidente de coche.
Colgó el abrigo detrás de la puerta, dejó el paraguas apoyado en la estantería y empezó a vaciar su maletín. Wally no tardó en aparecer, periódico en mano.
—¿No te suena de algo el nombre de Chester Marino? —preguntó—. Sale en las esquelas. Cincuenta y siete años, esposa, hijos, nietos y no se menciona la causa del fallecimiento.
Oscar se pasó la mano por los cortos y grises cabellos.
—Puede ser. Creo recordar que nos ocupamos de su testamento y últimas voluntades.
—Lo tienen en Van Easel & Sons. Esta tarde será el velatorio y mañana el funeral. Me acercaré a echar un vistazo. ¿Quieres que enviemos flores si es uno de los nuestros?
—No hasta que sepamos la cuantía de la herencia.
—Muy inteligente. —Wally seguía sosteniendo el diario—. Oye, ¿has visto esta historia de las Taser? Se les está yendo de las manos. Hay unos polis de Joliet acusados de haber utilizado sus Taser contra un hombre de setenta años que fue a Walmart a comprar Sudafed para su nieto enfermo. El farmacéutico creyó que el viejo iba a utilizar el medicamento para algo turbio y, como buen ciudadano, llamó a la policía. Resulta que la policía acababa de recibir sus Taser nuevas, así que cinco de esos idiotas detuvieron al viejo en el aparcamiento y un poco más y lo dejan frito con esas pistolas eléctricas. El pobre hombre se encuentra en estado crítico.
—¿Me estás diciendo que quieres que volvamos a ocuparnos de las Taser? ¿Es eso, Wally?
—Desde luego que sí, Oscar. Son unos casos estupendos. Deberíamos reunir unos cuantos.
Oscar tomó asiento pesadamente y suspiró.
—Así que esta semana tocan Taser, ¿no? La semana pasada fueron unos sarpullidos por culpa de unos pañales. Grandes planes para demandar a los de Pampers porque sus pañales habían provocado un sarpullido en el culo de unos cuantos recién nacidos. Y si no recuerdo mal, el mes pasado fue lo de esos tabiques chinos prefabricados.
—Pues la demanda colectiva contra esos tabiques ya ha conseguido cuatro millones en indemnizaciones.
—Sí, pero aquí no hemos visto ni un céntimo.
—A eso me refiero, Oscar. Tenemos que ir en serio con esas demandas colectivas. Ahí es donde está el dinero. Estoy hablando de empresas multimillonarias que pagan indemnizaciones multimillonarias.
La puerta estaba abierta, y Rochelle no se perdía una palabra, aunque el tema de discusión no era nada nuevo. Wally alzaba la voz.
—Lo que digo es que deberíamos reunir unos cuantos casos de esos y después ir a ver a esos especialistas en demandas colectivas para ofrecérselos y subirnos al carro. Después no tendríamos más que sentarnos a esperar mientras llegan a un acuerdo y nos marchamos con los bolsillos llenos. Es dinero fácil, Oscar.
—¿Por unos casos de urticaria infantil?
—De acuerdo, no funcionó, pero lo de esas pistolas Taser es una mina de oro.
—¿Otra más, Wally?
—Sí, y te lo demostraré.
—A ver si es verdad.
El borracho del final de la barra se había recuperado un poco. Tenía la cabeza levantada y los ojos entreabiertos mientras Abner le servía café y charlaba con él para convencerlo de que era hora de marcharse. Un adolescente barría el suelo con una escoba y colocaba las sillas. El pequeño bar empezaba a dar señales de vida.
David se miró en el espejo que tenía frente a él con el cerebro empapado de vodka e intentó en vano enfocar su situación con cierta perspectiva. En un momento dado se sentía emocionado y orgulloso por haber escapado de la marcha de la muerte que representaba Rogan Rothberg, y al siguiente se moría de miedo al pensar en su familia, en su mujer y en su futuro. Sin embargo, el alcohol le infundía valor, así que decidió seguir bebiendo.
Su teléfono vibró de nuevo. Era Lana, del despacho.
—¿Sí…? —dijo en voz baja.
—David, ¿dónde estás?
—Acabando de desayunar.
—Te noto extraño. ¿Te pasa algo?
—Nada. Estoy perfectamente.
Una pausa.
—¿Has estado bebiendo?
—Claro que no. Solo son las nueve y media.
—Está bien. Escucha, Roy Barton acaba de salir y está hecho una furia. Nunca lo había visto así. Iba soltando todo tipo de amenazas.
—Puedes decirle de mi parte que le den.
—¿Qué has dicho?
—Ya me has oído. Dile de mi parte que le den.
—David, tenían razón, te estás desmoronando. Lo sabía, lo veía venir. No me sorprende.
—Estoy bien.
—No estás bien. Estás borracho y te estás derrumbando.
—Vale, puede que esté bebido, pero…
—Creo que acabo de oír a Barton que vuelve. ¿Qué quieres que le diga?
—Que le den.
—Mejor hazlo tú, que para eso tienes teléfono. Llama tú a Barton —dicho lo cual colgó.
Abner se aproximó lentamente porque la llamada había despertado su curiosidad. Era la tercera o cuarta vez que limpiaba la barra desde que David había entrado.
—Era de mi despacho —le explicó David, y Abner frunció el entrecejo como si aquello fuera una mala noticia para los dos—. El tal Roy Barton me está buscando y de paso tirándolo todo. Me gustaría ser invisible. Ojalá le dé un infarto.
Abner se acercó un poco más.
—Perdone, pero no he oído su nombre.
—David Zinc.
—Un placer. Mire, David, el cocinero acaba de llegar. ¿Le apetece comer algo, quizá algo potente y lleno de grasa? ¿Unos aros de cebolla, unas patatas fritas o una hamburguesa bien grande?
—Una ración doble de aros de cebolla fritos con mucho ketchup.
—Así me gusta.
Abner desapareció. David apuró su último Bloody Mary y fue en busca del aseo. Cuando salió, ocupó de nuevo su taburete, miró la hora —las nueve y veintiocho minutos— y esperó a que llegaran los aros de cebolla. Podía olerlos desde donde estaba, siseando en el aceite hirviendo. El borracho de su derecha seguía tomando café y hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos. El adolescente barría y colocaba las sillas en su sitio.
El teléfono vibró en el mostrador. Era su mujer, pero David no hizo ademán de contestar. Cuando las vibraciones cesaron esperó un momento y comprobó el buzón de voz. El mensaje de Helen era como esperaba: «David, han llamado dos veces de tu oficina. ¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo? ¿Te encuentras bien? Llámame lo antes que puedas».
Helen era una estudiante de doctorado en Northwestern. Cuando se había despedido de ella por la mañana, a las seis menos cuarto, seguía durmiendo. Las noches que llegaba antes de las diez y cinco solían cenar las sobras de la lasaña delante del televisor antes de que él se quedara dormido en el sofá. Helen era dos años mayor y deseaba quedarse embarazada, algo que parecía cada vez más improbable dado el estado de perpetuo agotamiento de su marido. Entretanto, seguía con su doctorado en historia del arte, aunque sin demasiadas prisas.
El teléfono emitió un breve pitido. Era un mensaje de texto de Helen. «¿Dónde estás? ¿Te ocurre algo? Llama por favor».
Prefería no hablar con ella durante unas horas, porque se vería forzado a admitir que se estaba derrumbando, y entonces ella insistiría en que buscara ayuda de un profesional. Su padre era una especie de psicólogo, y su madre se las daba de consejera matrimonial. Todos en su familia creían que todos los problemas y misterios de la vida podían solucionarse con unas pocas sesiones de terapia. A pesar de ello, no podía soportar la idea de que ella se preocupara de ese modo por su seguridad.
Escribió una respuesta: «Estoy bien. He tenido que salir del despacho durante un rato. No te preocupes. No pasa nada».
«¿Dónde estás?», contestó ella.
En ese momento llegaron los aros de cebolla, un montón de dorados anillos de crujiente masa recién salidos de la freidora. Abner se los puso delante y dijo:
—Los mejores de la ciudad. ¿Qué tal un vaso de agua?
—Estaba pensando en una cerveza.
—Eso está hecho. —Cogió una jarra y la llenó con el tirador a presión.
—Ahora mismo, mi mujer me está buscando —dijo David—. ¿Tiene usted esposa?
—No me lo pregunte.
—Lo siento. La mía es una chica estupenda que quiere una familia y todo eso, pero parece que no conseguimos que arranque. El año pasado trabajé cuatro mil horas, ¿se lo puede creer? ¡Cuatro mil horas! Normalmente ficho a las siete de la mañana y me marcho alrededor de las diez. Eso si es un día corriente. Pero también suele ser habitual que me quede trabajando hasta pasada la medianoche. Por lo tanto, cuando llego a casa se me cierran los ojos. Creo que la última vez que hice el amor con mi mujer fue hace un mes. ¡Es increíble! Tengo treinta y un años, y ella treinta y tres. Los dos estamos en la flor de la vida y deseosos de que se quede embarazada, pero el macho aquí presente es incapaz de aguantar despierto.
Abrió la botella de ketchup y vertió una tercera parte de su contenido encima de los aros de cebolla. Abner le puso delante una jarra de cerveza helada.
—Al menos estará ganando un montón de pasta.
David desenganchó un gran aro, lo sumergió en ketchup y le dio un buen mordisco.
—Sí, desde luego me pagan bien. ¿A santo de qué iba a soportar todo esto si no me pagaran? —David miró en derredor para asegurarse de que nadie lo escuchaba, pero nadie lo hacía. Bajó la voz y dejó el resto del aro—. Llevo cinco años en el bufete y soy socio sénior. El año pasado, mis ingresos netos fueron de trescientos mil. Eso es mucho dinero, pero como no tengo tiempo de gastarlo simplemente lo acumulo en el banco. Sin embargo, echemos un vistazo a los números. Trabajé cuatro mil horas, pero solo facturé tres mil. Tres mil son el máximo que admite el bufete. Las mil restantes son trabajo gratuito y actividades diversas del despacho. ¿Me sigue, Abner? No lo estaré aburriendo, ¿verdad?
—Soy todo oídos. No es usted el primer abogado al que sirvo, de modo que sé lo pelmazos que pueden ser.
David tomó un largo trago de cerveza y chasqueó los labios.
—Le agradezco la franqueza.
—Solo hago mi trabajo.
—El bufete factura mi tiempo a quinientos dólares la hora. Ponga tres mil horas. Eso supone un millón y medio de dólares para los buenos de Rogan Rothberg, que me pagan unos miserables trescientos mil. Multiplique lo que acabo de contarle por unos quinientos asociados que hacen más o menos lo mismo que yo y comprenderá por qué las facultades de derecho están llenas de estudiantes jóvenes y brillantes que creen que su mayor deseo es incorporarse a un gran bufete para convertirse en socios y hacerse millonarios. ¿Lo aburro, Abner?
—Es fascinante.
—¿Le apetece un aro de cebolla?
—No, gracias.
David se metió otro en su reseca boca y lo bajó con media jarra de cerveza. De repente se oyó un golpe sordo en el extremo de la barra. El borracho había sucumbido nuevamente y tenía la cabeza en el mostrador.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó David.
—Se llama Eddie. Su hermano es el dueño de la mitad de todo esto, así que bebe sin parar y no paga. Estoy harto de él.
Abner se acercó a Eddie y le dijo algo, pero este no contestó. Entonces retiró la taza de café, limpió el mostrador alrededor de la cabeza de Eddie y volvió con lentitud junto a David.
—Así pues, está diciendo adiós a trescientos mil pavos anuales —dijo Abner—. ¿Y qué planes tiene?
David se echó a reír, pero su risa sonó forzada.
—¿Planes? Todavía no he llegado a eso. Hace dos horas me presenté a trabajar como todos los días y ahora me estoy desmoronando. —Dio otro trago—. Mi plan, Abner, consiste en quedarme aquí sentado durante un buen rato y analizar mi crisis nerviosa. ¿Quiere ayudarme?
—Es mi trabajo.
—Yo pagaré mi cerveza.
—Trato hecho.
—Pues ponme otra, por favor.