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David presentó una demanda ante los tribunales federales contra un oscuro instalador de tuberías llamado Cicero Pipe por la infracción de todo tipo de normas laborales. La obra era una gran planta potabilizadora de agua de la zona sur de la ciudad, en la cual el demandado tenía una subcontrata valorada en sesenta millones de dólares. Los demandantes eran cinco trabajadores sin papeles, tres birmanos y dos mexicanos. Las infracciones afectaban a un número mucho mayor de inmigrantes, pero la mayoría de ellos no había querido sumarse a la denuncia. Todos tenían mucho miedo de identificarse.

Según las averiguaciones que David había hecho, el Departamento de Trabajo y el Departamento de Inmigración y Aduanas habían llegado a un delicado pacto en lo referente a los posibles abusos de los que pudieran ser víctimas los trabajadores ilegales. En esos casos, el principio elemental del derecho a un juicio justo prevalecía sobre la situación de ilegalidad del afectado. En consecuencia, un empleado que no tuviera papeles pero sí el valor suficiente para denunciar a quien lo contrataba de forma ilegal quedaba fuera del alcance de las autoridades de inmigración, al menos durante el tiempo que durara la demanda. David había explicado todo esto a los trabajadores birmanos, y estos, gracias al estímulo de Soe Khaing, acabaron reuniendo el arrojo necesario para constituirse en demandantes. Otros inmigrantes, en especial mexicanos y guatemaltecos, no quisieron correr el riesgo de perder el poco dinero que les pagaban. Uno de los birmanos calculaba que al menos había una treintena de compañeros sin papeles que cobraban doscientos dólares semanales en efectivo por ochenta horas de trabajo o más.

Los perjuicios potenciales eran considerables. El salario mínimo era de ocho dólares con veinticinco, y la legislación federal obligaba a pagar doce dólares con treinta y ocho centavos cualquier hora que excediera de las cuarenta semanales. A cada trabajador le correspondían ochocientos veinticinco dólares con veinte centavos por ochenta horas semanales, es decir, seiscientos veinticinco dólares con veinte centavos más de lo que cobraban en la práctica. Aunque no le resultó fácil determinar las fechas exactas, David calculó que el fraude de Cicero Pipe llevaba funcionando desde hacía al menos treinta semanas. La ley establecía que las indemnizaciones obligadas en estos casos eran del doble de lo que los demandantes habían dejado de percibir, de modo que a sus clientes les correspondían unos treinta y siete mil dólares por cabeza. La ley también facultaba al juez a imponer al condenado el cargo de las costas del juicio y de los honorarios de los letrados.

Oscar aceptó a regañadientes que David presentara la demanda. Wally no dijo nada porque estaba ilocalizable. Andaba recorriendo las calles de Chicago en busca de gente obesa.

Tres días después de la denuncia, un comunicante anónimo amenazó por teléfono a David con cortarle el gaznate si no la retiraba inmediatamente. Este avisó a la policía, y Oscar le recomendó que se comprara una pistola y la llevara siempre en la cartera. David se negó. Al día siguiente recibió una carta anónima que lo amenazaba de muerte y también mencionaba a sus colaboradores, Oscar Finley y Wally Figg e incluso a Rochelle Gibson.

El matón caminaba a paso vivo por Preston, como si regresara a casa a tan temprana hora. Pasaban unos minutos de las dos de la mañana, y el ambiente de finales de julio era todavía cálido y pegajoso. Se trataba de un varón, blanco, de unos treinta años, con un montón de antecedentes y casi nada entre una oreja y otra. Llevaba al hombro una vieja bolsa de deporte donde había un bidón de dos litros de gasolina firmemente cerrado. Giró rápidamente a la derecha y corrió medio agachado hasta el porche del bufete de Finley & Figg. Todas las luces estaban apagadas, tanto dentro como fuera. Preston dormía. Incluso el salón de masajes estaba cerrado.

Si CA hubiera estado despierto, habría oído el ligero roce del picaporte de la puerta principal cuando el matón lo giró para comprobar que nadie la hubiera dejado abierta por casualidad. Nadie se había olvidado de cerrar, y CA siguió durmiendo tranquilamente en la cocina. Sin embargo, Oscar estaba despierto, en pijama y tumbado en el sofá bajo una manta mientras pensaba en lo feliz que se sentía desde que había plantado a Paula.

El matón recorrió con sigilo el porche, bajó de nuevo a la calle y rodeó la casa hasta llegar a la entrada que había atrás. Su plan era sencillo: entrar y hacer estallar el primitivo artefacto que llevaba. Un par de litros de gasolina en un suelo de madera, con cortinas y libros por todas partes, reducirían la casa a cenizas antes de que los bomberos tuvieran tiempo de intervenir. Intentó abrir la puerta, que también estaba cerrada con llave, y se puso a trabajar rápidamente con el destornillador. No tardó en forzarla. La abrió sin hacer ruido y entró despacio. Todo estaba oscuro.

De repente se oyó el gruñido de un perro y sonaron dos estruendosos disparos. El matón gritó y cayó de espaldas en un pequeño parterre sin flores. Oscar apareció ante él. Una rápida ojeada le bastó para ver que el intruso tenía una herida por encima de la rodilla.

—¡No, por favor! —suplicó el matón.

Oscar apuntó lenta y fríamente y le encajó una bala en la otra pierna.

Dos horas más tarde, un Oscar a medio vestir conversaba alrededor de la mesa con dos policías mientras tomaban café. El intruso se encontraba en el hospital, donde lo estaban operando. Tenía heridas ambas piernas, pero su vida no corría peligro. Se llamaba Justin Bardall, y cuando no se dedicaba a provocar incendios o a dejar que le dispararan manejaba una excavadora para Cicero Pipe.

—¡Qué idiotas, pero qué idiotas! —no dejaba de repetir Oscar.

—Se supone que no debían pillarlo con las manos en la masa —comentó uno de los policías, entre risas.

En esos momentos había dos detectives en Evanston que llamaban a la puerta del propietario de Cicero Pipes. Para él iba a ser el comienzo de un día muy largo.

Oscar explicó a los policías que se hallaba en pleno divorcio y que estaba buscando un nuevo alojamiento. Cuando no dormía en un hotel lo hacía en el sofá del bufete.

—Hace veintiún años que soy el dueño de esto —explicó.

Conocía a uno de los policías, y al otro lo había visto por el barrio. Ninguno de los tres estaba ni remotamente preocupado por el tiroteo. Era un caso evidente de defensa propia. No obstante, en su relato de los hechos Oscar omitió discretamente la innecesaria herida de la otra pierna. Además del bidón con dos litros de gasolina, la bolsa contenía una tira de algodón empapada en queroseno y varias tiras de cartón. Se trataba de una versión modificada de un cóctel Molotov que no estaba pensada para ser arrojada. La policía creía que las tiras de cartón debían servir de yesca. Como intento de incendio resultaba patético, especialmente si se partía de la base de que no hacía falta ser un genio para encender un fuego.

Mientras charlaban, la furgoneta de un canal informativo de televisión se detuvo delante del bufete. Oscar se puso una corbata y dejó que lo entrevistaran a placer.

Unas horas más tarde, durante la cuarta reunión del bufete, David se tomó muy a pecho lo ocurrido, pero insistió en que no deseaba llevar pistola. Rochelle siempre tenía un pequeño revólver en el bolso, de modo que eran tres de cuatro los que iban armados. La prensa no dejaba de llamar. La noticia crecía por momentos.

—Recordad —dijo Wally a sus colegas—, somos un bufete-boutique especializado en casos de Krayoxx, ¿entendido?

—Vale —replicó Oscar—, ¿y qué hay de la denuncia laboral de esos birmanos?

—Sí, de eso también nos ocupamos.

La reunión se interrumpió cuando un reportero empezó a aporrear la puerta principal.

Enseguida se hizo evidente que ese día nadie iba a ejercer la abogacía en Finley & Figg. David y Oscar concedieron sendas entrevistas al Tribune y al Chicago Sun-Times. Los detalles no tardaron en correr de boca en boca. El señor Bardall había salido de quirófano, estaba custodiado en su habitación y no hablaba con nadie salvo con su abogado. El propietario de Cicero Pipes y sus dos capataces habían sido detenidos y puestos en libertad bajo fianza. El contratista general del proyecto era una conocida empresa de ingeniería de Milwaukee que había prometido investigar los hechos a fondo y con rapidez. La obra había sido precintada para que ningún trabajador ilegal se acercara por allí.

David informó a Rochelle discretamente de que tenía una cita en los juzgados y se marchó poco antes del mediodía. Fue en coche a su casa, recogió a Helen —que cada día estaba más embarazada—, y se la llevó a almorzar. Le explicó los últimos acontecimientos —las amenazas de muerte, el matón y sus intenciones, la intervención de Oscar en defensa del bufete y el creciente interés de la prensa—, hizo lo posible por minimizar cualquier noción de peligro y le aseguró que el FBI estaba encima del asunto.

—¿Estás preocupado? —le preguntó ella.

—No, en absoluto —repuso David con escasa convicción—, pero es posible que mañana salga algo de esto en los periódicos.

Y desde luego que salió: grandes fotos de Oscar en la sección local del Tribune y del Chicago Sun-Times. Para ser justos con la prensa, ¿cuántas veces surgían historias en las que un viejo abogado que estaba durmiendo en su despacho le pegaba dos tiros a un intruso que llevaba un cóctel Molotov, con el que pretendía prender fuego al edificio como represalia por el hecho de que ese bufete hubiera presentado una demanda en nombre de unos trabajadores sin papeles que estaban siendo explotados por una empresa que, años atrás, había tenido contactos con el crimen organizado? Oscar aparecía retratado como un valiente pistolero de la zona sur de la ciudad y, de paso, como uno de los principales especialistas del país en demandas conjuntas que se disponía a lanzarse contra Varrick Labs y su terrible Krayoxx. El Tribune añadía una pequeña foto de David y otra del propietario de Cicero Pipe y sus capataces en el momento de ser conducidos a comisaría.

Las informaciones parecían recoger los acrónimos de todas las instituciones posibles —FBI, DOL (Departamento de Trabajo), ICE (Inmigración y Aduanas), INS (Inmigración y Naturalización), OSHA (Salubridad y Seguridad Laboral), DHS (Seguridad Interior), OFCCP (Oficina Federal de Programa de Cumplimiento de Contratos)—, y todas ellas parecían tener algo que decir a los medios. Las obras siguieron precintadas un día más, y el contratista general se puso histérico. Finley & Figg se vio nuevamente asediada por reporteros, investigadores, supuestas víctimas del Krayoxx y la habitual chusma callejera. Oscar, Wally y Rochelle mantuvieron sus armas a mano, y el joven David se mantuvo candorosamente ingenuo.

Dos semanas más tarde, Justin Bardall salió del hospital en una silla de ruedas. Tanto él como su jefe y algunos más habían sido acusados de numerosos cargos por un gran jurado federal, y sus abogados ya estaban considerando la posibilidad de que se declararan culpables para poder negociar una reducción de condena. Bardall tenía astillada la fíbula izquierda e iba a necesitar más cirugía. No obstante, los médicos estaban seguros de que, a su debido tiempo, se recuperaría plenamente. Bardall había repetido a su jefe, a sus abogados y a la policía que tras el primer balazo había dejado de ser una amenaza y que no había hecho ninguna falta que Oscar le destrozara el peroné; sin embargo, nadie le hizo demasiado caso. La reacción generalizada podía resumirse con el comentario del detective que le dijo: «Puedes considerarte afortunado de que no te volara la cabeza».