Rochelle llegó a las siete y media de la mañana siguiente con grandes planes para disfrutar de su yogur y su periódico sin más compañía que la de CA. Sin embargo, CA ya estaba jugando con otra persona. El señor Finley se encontraba en el despacho y de un humor realmente jovial. Rochelle no recordaba cuándo había sido la última vez que Oscar había llegado antes que ella.
—Buenos días, señora Gibson —dijo en tono cordial y con una expresión de alegría en su arrugado rostro.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella, suspicaz.
—Es que soy el propietario de esto —repuso Oscar.
—¿Y por qué está tan contento esta mañana? —quiso saber Rochelle mientras dejaba el bolso en su mesa.
—Porque anoche dormí en un hotel, solo.
—Pues quizá debería hacerlo más a menudo.
—¿No siente curiosidad de saber por qué lo hice?
—Claro. ¿Por qué lo hizo?
—Porque anoche dejé a Paula, señora Gibson. Anoche hice las maletas y le dije «adiós». Me largué y no pienso volver.
—¡Alabado sea el señor! —exclamó Rochelle con el asombro pintado en el rostro—. ¡No puede ser!
—Sí puede. Lo hice y tras treinta años de infelicidad soy por fin libre. No sabe lo contento que estoy, señora Gibson.
—Yo también me alegro. Lo felicito.
En los ocho años y medio que llevaba en Finley & Figg, Rochelle nunca se había encontrado personalmente con Paula Finley y no podía estar más contenta por ello. Según Wally, Paula se negaba a poner el pie en Finley & Figg porque el bufete no era digno de ella. Siempre estaba dispuesta a decir a todo el mundo que su marido era abogado, con lo que eso implicaba supuestamente en cuanto a dinero y poder, pero en su interior se sentía humillada por la escasa categoría del bufete. Gastaba hasta el último centavo que Oscar llevaba a casa, y de no haber sido por cierto misterioso dinero familiar que ella poseía, el matrimonio no habría podido llegar a fin de mes. Paula había exigido a Oscar al menos en tres ocasiones que despidiera a Rochelle, y él lo había intentado dos veces. Las dos había claudicado y se había encerrado en su despacho para lamerse las heridas. Un día —que nadie había olvidado—, Paula llamó y exigió hablar con su marido. Rochelle la informó educadamente de que Oscar estaba reunido con un cliente. «Me da igual, páseme con él», contestó Paula. Rochelle hizo caso omiso y la dejó en espera. Cuando volvió a coger el teléfono, Paula estaba al borde de un ataque de nervios, la insultó y la amenazó con presentarse en el bufete para poner los puntos sobre las íes. Rochelle le replicó: «Hágalo si quiere, pero sepa que vivo en el extrarradio y que no me asusto fácilmente». Paula Finley no apareció, pero abroncó a su marido.
Rochelle dio un paso al frente y abrazó a Oscar. Ninguno de los dos recordaba un gesto parecido.
—Lo felicito, a partir de ahora va a ser un hombre nuevo.
—Será un divorcio sencillo.
—No pensará dárselo a Figg para que se encargue él, ¿verdad?
—Pues sí. Me han dicho que no es caro. Vi su nombre en una tarjeta de bingo.
Se echaron a reír y estuvieron charlando un rato de asuntos sin importancia.
Una hora más tarde, durante la tercera reunión del bufete, Oscar comunicó la noticia a David, que pareció ligeramente confundido por el entusiasmo que esta había despertado. No veía ni rastro de la menor tristeza. Estaba claro que Paula Finley se había hecho un montón de enemigos. Oscar parecía casi embriagado por la idea de haberla plantado.
Wally hizo un resumen de su conversación con Jerry Alisandros y explicó las cosas de tal modo que todos tuvieron la impresión de que los cheques de Varrick estaban prácticamente en camino. A medida que Wally parloteaba, David entendió de repente lo del divorcio. Era necesario que Oscar se deshiciera de su esposa sin demora y rápidamente, antes de que empezara a llegar el dinero en serio. Fuera cual fuese el plan, David se olió problemas: ocultar bienes, trasladar fondos, abrir cuentas bancarias fantasma… Era como si estuviera escuchando la conversación entre ambos socios. Las banderas de peligro ondeaban en la pista. A David no le quedaba otra que estar atento y vigilante.
Wally exhortó a sus colegas a que se pusieran las pilas, ordenaran los archivos, encontraran nuevos casos, dejaran a un lado todo lo demás, etcétera, etcétera. Alisandros prometía aportar exámenes clínicos, cardiólogos y todo tipo de apoyo logístico para preparar a sus clientes de cara a la indemnización. En esos momentos, cualquier caso potencial tenía un valor añadido.
Oscar se limitó a permanecer sentado y sonreír. Rochelle escuchaba atentamente. A David las noticias le parecieron interesantes, pero no por ello abandonó su cautela. Buena parte de lo que Wally solía decir era simple exageración, y David había aprendido que su importancia se podía reducir a la mitad. Aun así, la mitad representaría un estupendo día de paga.
Las cuentas de la familia Zinc habían descendido en cien mil dólares en concepto de gastos. Aunque David intentaba no preocuparse, pensaba en ello cada vez más. Había pagado siete mil quinientos dólares a Sandroni por un caso que quizá no valiera nada. Helen y él destinaban todos los meses trescientos más al mantenimiento de Thuya, y ese era un gasto que podía ser de por vida. No habían dudado en hacerlo, pero la realidad se estaba imponiendo. Sus ingresos mensuales en el bufete aumentaban de manera regular, pero estaba descartado que algún día llegara a cobrar lo mismo que en Rogan Rothberg. De todas maneras, esa no era su referencia. Con su nuevo hijo en camino calculaba que necesitaba unos ciento veinticinco mil dólares al año para vivir cómodamente. Aunque no había hablado del reparto de la indemnización con los dos socios, el acuerdo del Krayoxx podía solucionarle las cuentas.
La tercera reunión del bufete concluyó bruscamente cuando una mujer del tamaño de un defensa de fútbol, vestida con chándal y chanclas, irrumpió en el bufete y exigió hablar con un abogado por lo del Krayoxx. Lo había tomado durante dos años y estaba empezando a notar el corazón cada día más débil. Deseaba demandar a la empresa farmacéutica sin demora. Oscar y David se esfumaron y dejaron que Wally se encargara. Este dio la bienvenida a la mujer con su mejor sonrisa y le dijo:
—No se preocupe. Ha venido al sitio adecuado.
La familia del senador Maxwell había contratado a un abogado de Boise llamado Frazier Gant, el socio más destacado de un bufete de cierto éxito que se ocupaba principalmente de accidentes de camiones y de casos de negligencia médica. Boise no formaba parte del circuito donde se producían los veredictos importantes, de modo que rara vez veía las generosas sentencias tan frecuentes en Florida, Texas, Nueva York y California. En Idaho miraban con malos ojos las demandas conjuntas, y los jurados solían ser conservadores. A pesar de todo ello, Gant sabía cómo montar un caso y conseguir un veredicto. Era alguien a quien no convenía infravalorar y que en esos momentos tenía en su mesa el caso más importante de todas las acciones conjuntas del país: un senador muerto de un infarto en plena sesión del Senado cuya causa de fallecimiento apuntaba directamente a una gran empresa farmacéutica. Era el sueño de cualquier abogado.
Aunque Layton Koane estaba dispuesto a desplazarse hasta donde fuera necesario, Gant insistió en que se reunieran en Washington y no en Boise. En realidad, Koane habría preferido cualquier otro sitio que no fuera Washington porque entonces iba a tener que recibir a Gant en sus oficinas. El Koane Group ocupaba el último piso de un nuevo y reluciente bloque de diez plantas situado en K Street, el tramo de asfalto de Washington donde se encontraban los agentes más poderosos de toda la ciudad. Koane había pagado una fortuna a un diseñador de Nueva York para que el despacho proyectara una verdadera imagen de riqueza y prestigio. Había funcionado, y nada más salir del ascensor privado, los clientes —potenciales o no— quedaban impresionados ante semejante exhibición de mármol y vidrio. Se hallaban en el núcleo mismo del poder y sin ninguna duda pagaban por ello.
Sin embargo, con Gant los papeles se iban a intercambiar. Koane era quien manejaría el dinero, y por ello habría preferido un lugar más discreto. Sin embargo, el abogado de Boise había insistido. Así pues, nueve semanas después del fallecimiento de senador —y lo que era más importante para Koane y Varrick, casi siete desde que Sanidad había retirado el Krayoxx—, se encontraron alrededor de una pequeña mesa de reuniones situada en un extremo del despacho de Koane. Dado que este no pretendía impresionar a su interlocutor y que tampoco encontraba agradable la tarea, fue directamente al grano.
—Una de mis fuentes me ha dicho que la familia está dispuesta a no presentar ninguna demanda a cambio de cinco millones de dólares.
Gant torció el gesto, como si hubiera sufrido un ataque repentino de hemorroides.
—Siempre estoy dispuesto a negociar —dijo, lo cual era evidente, porque había volado desde Boise precisamente para eso—, pero cinco millones me parece que es tirar por lo bajo.
—¿Y qué tiraría por lo alto? —preguntó Koane.
—Mi cliente no tiene una gran fortuna —repuso Gant con aire apesadumbrado—. Como usted sabe, el senador dedicó toda su vida al servicio de los electores y sacrificó por ello muchas cosas. Deja una herencia valorada en medio millón, pero su familia tiene necesidades. Maxwell es un apellido importante en Idaho, y les gustaría mantener cierto estilo de vida.
Una de las especialidades de Koane era dar sablazos, y en cierto sentido le pareció divertido encontrarse siendo víctima de uno. La familia Maxwell la formaban la viuda —una agradable mujer de sesenta años que no tenía gustos caros—, una hija de cuarenta que estaba casada con un pediatra de Boise y estrujaba cuanto podía sus tarjetas de crédito, otra hija de treinta y cinco años que daba clases por valor de cuarenta y un mil dólares al año y un hijo varón de treinta y uno que constituía el verdadero problema: Kirk Maxwell Jr. llevaba desde los quince años luchando contra el alcohol y las drogas y no parecía que fuera a vencer. Koane había hecho sus propias averiguaciones y sabía de los Maxwell más que el propio Gant.
—¿Por qué no propone una cifra? —comentó—. Yo he puesto cinco encima de la mesa. Ahora le toca a usted.
—Su cliente está perdiendo del orden de veinte millones diarios por culpa de que Sanidad ha retirado el Krayoxx del mercado —contestó Gant, encantado de poder jugar al juego de quién sabe más.
—En realidad son dieciocho, pero no vamos a discutir por eso.
—Veinte es una cifra que suena bien.
Koane lo miró fijamente por encima de sus gafas de lectura y la mandíbula se le desencajó ligeramente.
—¿Veinte millones? —preguntó, anonadado.
Gant apretó los dientes y asintió.
Koane se recobró rápidamente y dijo:
—Dejemos las cosas claras, señor Gant. El senador Maxwell estuvo en el cargo treinta años y durante ese tiempo recibió al menos tres millones de dólares de las grandes farmacéuticas y de los Comités de Acción Política, y buena parte de dicha cantidad salió de las arcas de Varrick y de los bolsillos de sus ejecutivos. También recibió un millón más de individuos como los de la Iniciativa para la Reforma de las Acciones Conjuntas y otros grupos que deseaban restringir ese tipo de demandas. Igualmente se embolsó otros cuatro millones de médicos, hospitales, bancos, fabricantes y minoristas, una larga lista de grupos de buen gobierno decididos a poner límites a los daños, restringir las demandas y básicamente dar con la puerta de los tribunales en las narices a cualquiera que se presentara con una demanda por fallecimiento o lesiones. Cuando se trata de las grandes farmacéuticas y de la reforma de las acciones conjuntas nuestro difunto senador tiene un historial de voto perfecto. Me pregunto si también contó con el de usted.
—Alguna vez —repuso Gant con escaso entusiasmo.
—Bueno, la verdad es que no hemos podido hallar constancia de ninguna contribución suya o de su bufete a las campañas del senador. Reconozcan que estaban en el bando opuesto.
—De acuerdo, pero ¿qué importancia tiene eso?
—No la tiene.
—Entonces, ¿a qué viene plantearlo? El senador, como cualquier otro miembro de la Cámara, recaudaba mucho dinero y era dinero legal que se destinaba a su reelección. Usted mejor que nadie sabe cómo funciona este juego, señor Koane.
—Desde luego que lo sé. Así que muere fulminado y ahora echa la culpa al Krayoxx. ¿Sabe usted que había dejado de tomar ese medicamento? La última receta que presentó es de octubre del año pasado, siete meses antes de fallecer. Su autopsia puso de manifiesto numerosas dolencias cardíacas, congestiones y trombos, ninguna de las cuales fue ocasionada por el Krayoxx. Lleve este caso ante los tribunales y será su tumba.
—Lo dudo, señor Koane. Usted nunca me ha visto ante un jurado.
—Es cierto.
No lo había visto, pero había hecho las averiguaciones pertinentes. El mayor veredicto que Gant había conseguido era de dos millones de dólares, la mitad de los cuales estaban pendientes de apelación. Su declaración de renta del año anterior arrojaba un total de cuatrocientos mil dólares, calderilla comparado con lo que se embolsaba Koane. Gant pagaba una pensión de alimentos de cinco mil dólares mensuales y once mil más por la hipoteca de una casa junto a un campo de golf que se había inundado. El caso Maxwell constituía sin duda su ocasión de oro. Koane desconocía la proporción exacta que Gant se llevaba en concepto de honorarios, pero según una fuente de Boise percibiría el veinticinco por ciento en caso de acuerdo y el cuarenta por ciento si se trataba del veredicto de un jurado.
Gant apoyó los codos en la mesa y dijo:
—Usted sabe tan bien como yo que este caso no va de responsabilidad ni de lesiones. La única cuestión es si Varrick está dispuesta a pagar para evitar que yo interponga una demanda que hará mucho ruido y será muy incómoda, porque de ser así no se quitará de encima la presión del Departamento de Sanidad, ¿verdad, señor Koane?
Koane se disculpó y fue a otro despacho. Reuben Massey estaba esperando en la sede de Varrick Labs. Lo acompañaba Nicholas Walker, y tenían el teléfono conectado a un altavoz.
—Quieren veinte millones —anunció Koane, que se preparó para la embestida.
Sin embargo, Massey recibió la noticia sin emoción alguna. Le gustaba utilizar los productos de su empresa y se había tomado un Plazid, la versión de Varrick de la píldora de la felicidad.
—Caramba, Koane, lo está haciendo de miedo como negociador. Ha empezado en cinco y ya estamos en veinte —dijo con calma—. Será mejor que aprovechemos la oferta antes de que suba a cuarenta. ¿Se puede saber qué demonios está pasando ahí?
—Nada que no sea simple codicia, Reuben. Saben que nos tienen en un puño. Este tipo acaba de reconocer que la demanda no tiene nada que ver ni con responsabilidad ni con lesiones. Según él, no podemos soportar más prensa adversa, así que la cuestión se reduce a cuánto estamos dispuestos a pagar para que el caso Maxwell no prospere. Así de sencillo.
—Creía que usted tenía una fuente estupenda que le susurraba al oído que eran cinco millones.
—Eso creía yo también.
—Esto no es un pleito, es un robo a mano armada.
—Sí, Reuben, me temo que lo es.
—Layton, soy Nick. ¿Ha hecho una contraoferta?
—No. Mi límite estaba en cinco. Hasta que no me digan otra cosa no me muevo de ahí.
Walker sonrió mientras hablaba.
—Este es el momento perfecto para levantarse de la mesa. Ahora mismo, el tal Gant está contando dinero, varios millones según él. Conozco a esa clase de tipos y son de lo más predecible. Enviémoslo de vuelta a Idaho con los bolsillos vacíos. Tanto él como los Maxwell se quedarán viendo visiones. Koane, dígale que su límite está en cinco millones y que el presidente de Varrick ha salido de viaje, que tendremos que reunimos para hablar de todo esto y que tardaremos varios días. Eso sí, déjele bien claro que se despida de cualquier acuerdo si interpone la demanda.
—No lo hará —contestó Koane—. Opino igual. En estos momentos Gant está contando el dinero.
—Me parece bien —dijo Massey—. De todas maneras sería bueno poder dar carpetazo a este asunto. Suba a siete, Layton, pero no más.
De regreso a su despacho, Koane tomó asiento en su sillón y declaró:
—Mi límite son siete, no puedo subir más. El presidente de Varrick se encuentra fuera, creo que de viaje por Asia.
—Sus siete están muy lejos de mis veinte —repuso Gant, ceñudo.
—Los veinte están descartados. Acabo de hablar con el abogado de la empresa, que forma parte del consejo.
—Entonces nos veremos en los tribunales —contestó Gant, cerrando la cremallera de la fina cartera que no había utilizado.
—Esa es una amenaza bastante insustancial, señor Gant. Ningún jurado de este país le dará siete millones por una muerte causada por una cardiopatía que no tuvo nada que ver con nuestro medicamento. Además, tal como funciona nuestro sistema judicial, este caso no llegará a los tribunales antes de tres años. Tres años son muchos años para pasarlos pensando en siete millones.
Gant se puso en pie con brusquedad.
—Gracias por su tiempo, señor Koane. No se moleste en acompañarme, conozco el camino.
—Señor Gant, sepa que cuando salga por la puerta nuestra oferta de siete millones habrá desaparecido de la mesa. Va a volver a casa con los bolsillos vacíos.
Gant trastabilló ligeramente y recuperó el paso.
—Nos veremos en los tribunales —dijo con los labios fruncidos, antes de salir.
Dos horas más tarde, Gant llamó desde su móvil. Al parecer, la familia Maxwell había reconsiderado su opinión y recobrado la sensatez a instancias de su abogado. En fin, que después de todo siete millones de dólares les parecían de perlas. Layton Koane aprovechó para leerle la cartilla y le recordó todas y cada una de las condiciones. Gant estuvo encantado de aceptarlas en su totalidad.
Después de la llamada, Koane comunicó la noticia a Reuben Massey.
—Dudo que llegara siquiera a hablar con la familia —explicó—. Más bien me parece que les aseguró cinco millones y que decidió jugársela por su cuenta y pedir veinte. En estos momentos es un hombre feliz que vuelve a casa con un acuerdo de siete millones y que se convertirá en el héroe de la película.
—Y nosotros habremos esquivado una bala, la primera que no nos acierta en mucho tiempo —repuso Massey.