No les había sido fácil convencer a la familia Khaing de que su intención era ayudar, pero tras unas cuantas semanas cenando Big Macs, consiguieron desarrollar un alto nivel de confianza. Todos los miércoles, tras haber tomado algo más sano, David y Helen pasaban por el mismo McDonald’s, encargaban las mismas hamburguesas con patatas fritas y lo llevaban todo a casa de los Khaing, en Rogers Park. Zaw, la abuela, y Lu, el abuelo, se les unían porque también les gustaba la comida rápida. Durante el resto de la semana vivían a base de pollo y arroz, pero los miércoles se alimentaban como auténticos estadounidenses.
Helen, que estaba embarazada de siete meses y su aspecto lo evidenciaba, se mostró inicialmente reacia con respecto a aquellas visitas semanales. Cabía la posibilidad de que hubiera plomo en el ambiente, y ella tenía un feto que proteger. Así pues, David se encargó de comprobarlo. Negoció con el doctor Sandroni hasta que este rebajó su tarifa de veinte a cinco mil dólares y se puso manos a la obra. Revisó la vivienda de arriba abajo, tomó muestras de la pintura de las paredes, del agua, de los sanitarios, de la vajilla y la cubertería; de juguetes, zapatos, álbumes de fotos y de cualquier cosa con la que la familia pudiera tener contacto. Llevó personalmente todo el lote al laboratorio de Sandroni en Akron y volvió a recogerlo dos semanas más tarde para devolverlo a los Khaing. Según el informe de Sandroni, apenas había rastros de plomo, y los que había eran perfectamente aceptables. La familia no tenía de qué preocuparse, y Helen y su hijo podían entrar tranquilamente en aquella casa.
Thuya se había intoxicado con los Nasty Teeth, y el doctor Sandroni estaba dispuesto a declararlo así bajo juramento ante cualquier tribunal del país. David tenía entre manos una prometedora demanda, pero todavía le faltaba encontrar al demandado. Entre él y Sandroni habían confeccionado una lista con cuatro empresas chinas conocidas por fabricar juguetes parecidos para importadores estadounidenses. Sin embargo, no habían logrado identificar a la responsable y, según Sandroni, lo más probable era que no lo lograran. Aquel juego de Nasty Teeth podía haber sido fabricado veinte años atrás y haber pasado otros diez en un almacén antes de que lo importaran a Estados Unidos, donde bien podía haber languidecido cinco más en la estantería de algún distribuidor. Cabía la posibilidad de que tanto el fabricante como el importador siguieran existiendo, pero también de que hubieran desaparecido hacía tiempo. Los chinos estaban bajo la presión constante de los inspectores estadounidenses para que no utilizaran compuestos de plomo en sus productos, pero a menudo resultaba imposible determinar quién había fabricado qué en el laberinto de fábricas semiclandestinas que había distribuidas por todo el país. El doctor Sandroni disponía de una lista interminable de fuentes y había intervenido en cientos de demandas, pero tras cuatro meses de investigaciones seguía con las manos vacías. Por su parte, Helen y David habían recorrido todos los mercados, mercadillos y tiendas de juguetes del área de Chicago y habían logrado reunir una increíble colección de dientes de vampiro; pero nada exactamente igual a los Nasty Teeth. Su búsqueda no había finalizado todavía, pero empezaba a perder fuelle.
Thuya había vuelto a casa, vivo pero con graves lesiones. Los daños cerebrales eran profundos. No podía caminar sin ayuda ni hablar claramente, tampoco podía alimentarse por sí solo ni controlar sus funciones corporales. Su vista era limitada y apenas respondía a las órdenes más básicas. Cuando le preguntaban cómo se llamaba, a duras penas lograba balbucear algo parecido a «Tay». Pasaba la mayor parte del tiempo en una cama especial con barrotes, y mantenerla limpia resultaba realmente difícil. Cuidarlo era una lucha diaria en la que participaba toda la familia e incluso algún que otro vecino. El futuro del chico era más que complicado. Según los diplomáticos comentarios de los médicos del hospital, su estado no iba a mejorar. Estos habían hablado en privado con Helen y David y les habían confesado que ni el cerebro ni el cuerpo de Thuya evolucionarían de un modo normal, que no podían hacer nada más por él y que tampoco disponían de un sitio donde acogerlo, ningún centro para niños con lesiones cerebrales.
A Thuya lo alimentaban con una papilla especial de fruta y verdura que le daban con cucharilla a la que añadían la cantidad de nutrientes necesarios. Llevaba pañales diseñados para niños como él. La papilla, los pañales y las medicinas sumaban unos seiscientos dólares al mes, de los cuales Helen y David contribuían con la mitad. Los Khaing carecían de seguro médico, y de no haber sido por la generosidad del hospital Lakeshore, su hijo no habría estado tan bien atendido y habría muerto. En pocas palabras, Thuya se había convertido en una carga difícilmente soportable.
Soe y Lwin insistían en que se sentara a la mesa para cenar. Thuya tenía una silla especial que también les había donado el hospital, y cuando estaba atado y bien sujeto era capaz de mantenerse erguido y abrir la boca para que lo alimentaran. Mientras su familia devoraba las hamburguesas con patatas fritas, Helen le daba de comer con la cucharilla. Aseguraba que le convenía practicar de cara al futuro. Entretanto, David se sentaba al otro lado con una servilleta de papel y conversaba con Soe acerca de la vida en Estados Unidos. Las hermanas de Thuya, que habían decidido utilizar nombres estadounidenses —Lynn y Erin— tenían ocho y seis años respectivamente. No solían decir gran cosa durante las cenas, pero era evidente que les encantaba la comida rápida y cuando hablaban lo hacían en un inglés impecable. A decir de su madre, sacaban todo sobresaliente en el colegio.
Quizá se debía al incierto futuro que les esperaba o quizá era solo por la dura vida que llevaban como inmigrantes, pero aquellas cenas siempre resultaban tristes y apagadas. Los padres y familiares de Thuya lo miraban a menudo como si fueran a echarse a llorar. Estaba claro que recordaban al muchacho jovial y risueño y que tenían que hacer un gran esfuerzo para aceptar el hecho de que se había ido para siempre. Soe se echaba la culpa por haber comprado los dientes de vampiro, y Lwin por no haber sido más diligente. Lynn y Erin se reprochaban haberlo animado a jugar con ellos para asustarlas. Incluso Zaw y Lu se consideraban responsables y creían que tendrían que haber hecho algo, aunque no sabían qué.
Después de cenar, Helen y David sacaron a Thuya de la casa y, bajo la atenta mirada de la familia, lo ataron al asiento trasero del coche y se lo llevaron. Para los casos de emergencia tenían una bolsa con pañales de recambio y toallas.
Condujeron durante veinte minutos y aparcaron junto al lago, cerca del Navy Pier. David lo cogió de la mano derecha, Helen de la izquierda y entre los dos lo ayudaron a caminar lenta y trabajosamente. Daba pena verlo. Aunque no tuviera prisa y no pudiera caerse, Thuya se movía como un bebé que estuviera dando sus primeros pasos. Recorrieron poco a poco el paseo de la orilla contemplando los barcos. Cuando Thuya quería parar y admirar algún velero en concreto, ellos se detenían; si deseaba mirar un barco de pesca, lo complacían y le explicaban cómo era. Helen y David no dejaban de hablarle, como dos padres orgullosos con su recién nacido. Thuya les contestaba con una jerigonza incomprensible de ruidos y balbuceos que ellos fingían comprender. Cuando se cansaba lo animaban para que caminara un poco más. Según los especialistas en rehabilitación del hospital era importante que sus músculos no se atrofiaran.
David y Helen se lo habían llevado a parques, a carnavales, a centros comerciales, a partidos de béisbol y a fiestas callejeras. Los paseos de los miércoles por la noche eran importantes para él, y representaban el único momento de descanso de la semana para su familia. Al cabo de un par de horas, regresaban a casa.
Ese día a David lo esperaban tres caras nuevas. En los últimos meses se había ocupado de algunos asuntos legales sin importancia de los vecinos del barrio. Eran las cuestiones habituales relacionadas con la inmigración y se estaba aficionando a esa rama del derecho. Había tramitado un caso de divorcio, pero el matrimonio había acabado reconciliándose. En esos momentos tenía sobre la mesa un pleito por la compraventa de un vehículo. Su reputación entre la comunidad birmana subía como la espuma, pero David no estaba seguro de que fuera buena cosa. Necesitaba clientes que pudieran pagarle.
Salieron fuera y se apoyaron en los coches. Soe le explicó que aquellos tres hombres trabajaban para un contratista que estaba haciendo unas obras de drenaje. Eran ilegales, y el hombre, que lo sabía, les pagaba doscientos dólares semanales en efectivo. Trabajaban ochenta horas a la semana y, para empeorar las cosas, su jefe no les había pagado las últimas tres. Ninguno de ellos se expresaba correctamente en inglés, y David, que no entendía nada, tuvo que pedirle a Soe que se lo repitiera lentamente otra vez. La segunda versión fue igual que la primera: doscientos dólares a la semana, nada de cobrar horas extras y tres semanas sin cobrar. Y no eran los únicos. Había otros birmanos y un montón de mexicanos. Todos ilegales que trabajaban como perros de los que se aprovechaban sin piedad.
David tomó algunas notas y prometió estudiar la situación.
Mientras regresaban a casa le explicó el caso a Helen.
—Pero ¿un trabajador ilegal puede demandar a su patrón? —le preguntó ella.
—Esa es la pregunta. Mañana lo sabré.
Después de almorzar, Oscar no regresó al despacho. Habría sido inútil hacerlo. Le rondaban demasiadas cosas por la cabeza para poder concentrarse en los asuntos que se amontonaban en su mesa. Además, estaba un tanto bebido y necesitaba despejarse la cabeza. Llenó el depósito en una gasolinera, compró un vaso de café doble y se dirigió hacia el sur por la I-57. Al cabo de un rato había salido de Chicago y circulaba por la campiña.
¿Cuántas veces había aconsejado a sus clientes que presentaran una demanda de divorcio? Miles. En las circunstancias adecuadas, resultaba muy fácil hacerlo. «Mire, hay un momento en muchos matrimonios en los que uno de los cónyuges tiene que decir “basta”. Para usted ese momento ha llegado ya». Siempre se había sentido un experto cuando impartía esos consejos, incluso un tanto superior, pero en esos instantes se veía a sí mismo como un fraude. ¿Cómo podía nadie dar tales consejos sin haber pasado por semejante experiencia?
Paula y él llevaban treinta desdichados años juntos. Solo habían tenido una hija, Keely, que en la actualidad era una joven divorciada de veintiséis años que cada día se parecía más a su madre. Su divorcio era aún muy reciente, esencialmente porque disfrutaba regodeándose en su desgracia, y también tenía un trabajo mal pagado y un montón de falsos problemas emocionales que requerían la ayuda de pastillas. Su principal terapia consistía en ir de compras con su madre a cuenta de Oscar.
—Estoy harto de las dos —dijo este audazmente y en voz alta cuando pasó ante el cartel que indicaba que salía de Kankakee—. Tengo sesenta y dos años, estoy bien de salud y me quedan todavía veinte de expectativa de vida. Tengo derecho a un poco de felicidad, ¿no?
Naturalmente que sí.
Pero cómo dar la noticia. Esa era la cuestión. ¿Qué debía decir para soltar la bomba? Pensó en antiguos clientes y en viejos casos de divorcio que había tramitado a lo largo de los años. En un extremo del abanico, la bomba caía cuando la mujer pillaba al marido en la cama con otra. Oscar recordaba tres o cuatro casos en los que había ocurrido precisamente eso. Aquello era una bomba de verdad. «Esto se ha acabado, cariño, tengo a otra». En el otro extremo recordaba un caso de divorcio que había llevado: una pareja que nunca había discutido, que nunca había hablado de divorciarse o separarse, y que acababa de celebrar sus bodas de plata y comprarse una casita junto al lago. Un día, el marido llegó tras un viaje de negocios y encontró el hogar conyugal desierto. Las cosas de su mujer habían desaparecido junto con la mitad del mobiliario. Se había largado y había dejado un mensaje diciendo que no lo amaba. Ella no tardó en volver a casarse. Él se suicidó.
Nunca resultaba difícil iniciar una pelea con Paula. Era una mujer a quien le encantaba discutir y reñir. Quizá lo mejor fuera que se tomara un par de copas más, llegara a casa medio borracho para que ella pudiera reprocharle lo mucho que bebía y él echarle en cara sus constantes compras hasta que los dos acabaran gritándose. Entonces podría meter algo de ropa en una maleta y coger la puerta.
Oscar nunca había tenido el valor suficiente para largarse. Tendría que haberlo hecho, muchas veces, pero siempre acababa encerrándose con llave en la habitación de invitados y durmiendo solo.
A medida que se aproximaba a Champaign fue dando forma a su plan. ¿Por qué recurrir al ardid de iniciar una pelea si podía echarle la culpa de todo? Deseaba largarse, así que lo mejor era comportarse como un hombre y reconocerlo: «No soy feliz, Paula. Llevo treinta años siendo desdichado y tengo muy claro que tú también. De lo contrario, no te pasarías la vida discutiendo y peleándote conmigo. Me marcho. Puedes quedarte con la casa y todo lo que contiene. Solo me llevo mi ropa. Adiós».
Dio media vuelta y enfiló hacia el norte.
Al final resultó bastante sencillo, y Paula se lo tomó aceptablemente bien. Lloró un poco y lo insultó a placer, pero cuando vio que Oscar no mordía el anzuelo se encerró en el sótano y se negó a salir. Oscar metió su ropa y unos cuantos efectos personales en su coche y se alejó, sonriendo, aliviado y cada vez más contento a medida que ponía distancia de por medio.
Sesenta y dos años, a punto de volver a ser soltero por primera vez en una eternidad y rico, si debía hacer caso a Wally, cosa que hacía. Lo cierto era que estaba depositando toda su confianza en su socio.
No sabía exactamente adónde se dirigía, pero de lo que sí estaba seguro era de que no iba a pasar la noche en casa de Wally. Ya tenía suficiente con lo que veía en el bufete. Además, aquel zorrón de DeeAnna era capaz de aparecer en cualquier momento, y no la soportaba. Estuvo dando vueltas con el coche durante una hora hasta que al final encontró una habitación en un motel cerca de O’Hare. Acercó una silla a la ventana y se dedicó a contemplar cómo los aviones aterrizaban y despegaban en la lejanía. Algún día también él iría en avión a todas partes con una mujer guapa del brazo.
Se sentía como si se hubiera quitado veinte años de encima. Estaba en marcha.