26

Wally estaba sentado en el tribunal de divorcios situado en el piso decimosexto del Richard J. Daley Center. En la lista de esa mañana tenía a «Strate contra Strate», uno de tantos patéticos divorcios que, con suerte, acabaría separando para siempre a dos personas que para empezar habrían hecho mejor no casándose. Para evitarse dificultades habían contratado a Wally y pagado setecientos cincuenta dólares por adelantado para que les tramitara una separación de mutuo acuerdo. Seis meses más tarde se hallaban en la sala del tribunal, cada uno en su lado del pasillo, impacientes por que los llamaran. Wally también aguardaba. Aguardaba y observaba el desfile de esposos dolidos y enfrentados que se acercaban tímidamente al estrado, se inclinaban ante el juez, hablaban cuando sus abogados se lo decían, evitaban mirarse mutuamente y al cabo de unos sombríos minutos se marchaban, nuevamente solteros.

Wally estaba sentado entre un grupo de abogados que esperaban con tanta impaciencia como él. Conocía a la mitad de ellos. A los otros no los había visto nunca. En una ciudad con más de veinte mil abogados, las caras cambiaban constantemente. Qué pesadez de rutina… Qué trabajo tan cargante…

Una mujer había roto a llorar delante del juez. No quería divorciarse, su marido sí.

Wally estaba impaciente por perder de vista aquellas historias. Algún día —y no faltaba mucho para que llegara— pasaría la jornada en un despacho moderno y elegante del centro, lejos del estrés y las penurias de la calle, tras una gran mesa de mármol, con un par de secretarias despampanantes que se ocuparían de atender el teléfono y llevarle los expedientes, y dos auxiliares que harían el trabajo duro. Adiós a los divorcios, a sacar a la gente de comisaría por conducir bajo los efectos del alcohol o las drogas, a los testamentos y herencias escuálidas, adiós a los clientes morosos. Escogería los casos de lesiones que deseara y de paso se forraría.

Los otros abogados lo miraban con circunspección, y él lo sabía. Habían mencionado el Krayoxx en un par de ocasiones. Algunos mostraban curiosidad, y otros envidia. Algunos confiaban en que hubiera encontrado un filón porque eso les daba esperanza, otros deseaban verlo fracasar porque eso demostraría que lo único que contaba en la profesión era el trabajo duro, ni más ni menos.

El móvil vibró en su bolsillo. Lo cogió, leyó el nombre de la llamada entrante y dio un respingo. Se levantó y salió a toda prisa de la sala.

—Jerry —dijo nada más cruzar la puerta—, estoy en los juzgados. ¿Qué pasa?

—¡Buenas noticias, Wally! —exclamó Alisandros—. Ayer jugué dieciocho hoyos con un tal Nicholas Walker. ¿Te suena de algo?

—No. Bueno, sí. No estoy seguro.

—Jugamos en nuestro campo. Hice setenta y ocho, pero el pobre Nick hizo veinte más que yo. Puede que no sea un gran golfista, pero es el jefe del departamento jurídico de Varrick Labs. Lo conozco desde hace años. Es el príncipe de los capullos, pero un capullo honorable.

Se produjo un silencio que Wally tendría que haber llenado, pero no se le ocurrió nada que decir.

—Está bien, Jerry, pero no me has llamado para hablarme de tu swing, ¿verdad?

—No, Wally. Te llamo para informarte de que Varrick Labs quiere abrir conversaciones sobre una posible negociación. No me refiero a las negociaciones de verdad, ya me entiendes, pero está claro que quieren hablar. Es lo habitual en estos casos: ellos entreabren la puerta y nosotros metemos el pie. Damos unos pasos de baile, ellos dan unos pasos de baile y antes de que te des cuenta estamos hablando de pasta, mucha pasta. ¿Me sigues, Wally?

—Desde luego que sí.

—Ya me parecía. Mira, Wally, todavía nos queda mucho camino por recorrer antes de que tus casos estén en situación negociable. Tenemos que ponernos a trabajar. Me ocuparé de que los médicos examinen a nuestros clientes. Es lo más importante. Es necesario que eches toda la carne en el asador y encuentres más casos. Lo más seguro es que empecemos negociando los casos de fallecimiento. ¿Cuántos tienes en estos momentos?

—Ocho.

—¿Eso es todo? Creía que tenías más.

—Son ocho, Jerry, y uno de ellos está en el procedimiento de urgencia. ¿Te acuerdas?, Klopeck.

—Sí, es verdad. Y tenemos a ese bombón delante. Con franqueza, me gustaría que fuéramos a juicio aunque solo fuera para poder mirarle las piernas.

—Claro.

—Bueno, será mejor que nos pongamos las pilas. Te llamaré por la tarde con un plan de actuación. Nos queda mucho trabajo por hacer, Wally, pero esto está en el bote.

Wally regresó a la sala del tribunal y siguió aguardando. No dejaba de repetirse las últimas palabras de Jerry: «Esto está en el bote», «Esto está en el bote». Se acabó. Final de partido. Lo había oído toda su vida, pero ¿qué significaba en el contexto de una demanda multimillonaria? ¿Varrick estaba tirando la toalla tan pronto con tal de minimizar daños? Eso parecía.

Miró a los abogados que lo rodeaban, cansados y con la mirada extraviada, vulgares currantes como él que se pasaban la vida intentando arrancar unos miserables honorarios a simples trabajadores que no tenían un céntimo. Pobres desgraciados, pensó.

Estaba impaciente por contárselo a DeeAnna, pero antes debía hablar con Oscar. Y no en Finley & Figg, donde las conversaciones nunca eran privadas.

Se reunieron para almorzar dos horas más tarde en un restaurante italiano, no lejos del bufete. Oscar había tenido una mañana difícil intentando mediar entre seis niños hechos y derechos que se peleaban por una herencia materna que prácticamente carecía de valor. Necesitaba una copa y pidió una botella de vino barato. Wally, que llevaba doscientos cuarenta y un días sin probar gota, no tuvo problemas para contentarse con una botella de agua. Mientras daban cuenta de sus ensaladas caprese, Wally hizo un rápido resumen de su conversación con Alisandros y acabó con un enfático:

—¡Ha llegado el momento, Oscar! ¡Por fin se va a convertir en realidad!

El humor de Oscar cambió a medida que escuchaba y vaciaba su primera copa de vino. Se las arregló para sonreír, y Wally casi pudo ver cómo sus dudas se evaporaban. Oscar sacó un bolígrafo, apartó el plato y se dispuso a escribir.

—Repasemos los números una vez más. ¿De verdad un caso de fallecimiento vale dos millones?

Wally miró en derredor para asegurarse de que nadie los escuchaba.

—Mira, he investigado a fondo. He estudiado un montón de acuerdos de indemnización en asuntos relacionados con medicamentos. Ahora mismo hay demasiadas incógnitas para poder predecir cuánto valdrá casa caso. Hay que determinar la responsabilidad, las causas de la muerte, el historial médico, la edad del difunto, su capacidad de ingresos potenciales y cosas por el estilo; por último, debemos averiguar cuánto está dispuesto Varrick a poner encima de la mesa. Sin embargo, yo diría que un millón por caso es lo mínimo, y tenemos ocho. Los honorarios son el cuarenta por ciento. La mitad de ellos son para Jerry más una pequeña propina por su experiencia. Aun así estamos hablando de unos ingresos netos para el bufete que rondan el millón y medio de dólares.

A pesar de que ya había oído aquellos cálculos antes, Oscar escribía frenéticamente.

—Son casos de fallecimiento, seguro que valen más de un millón cada uno —dijo como si hubiera tramitado un montón de demandas como aquella.

—Pongamos que valen dos —dijo Wally—. Pero es que además tenemos todo ese montón de casos de no fallecimiento. Por el momento son cuatrocientos siete. Supongamos que tras un examen médico solo la mitad de ellos son reales. Basándome en casos parecidos, creo que unos cien mil dólares es una cifra razonable para unos individuos que han sufrido un ligero daño cardíaco. Eso suma otros veinte millones, Oscar, y nuestra parte alrededor de tres millones y medio.

Oscar escribió algo, se detuvo y tomó un largo trago de vino.

—Bueno —dijo—, deberíamos hablar de cómo nos los repartiremos, ¿no crees?

—El reparto es solo una de las cuestiones urgentes que tenemos sobre la mesa.

—De acuerdo. ¿Qué te parece el cincuenta por ciento?

Todas sus discusiones sobre cómo repartirse los honorarios empezaban con el cincuenta por ciento.

Wally se metió en la boca una rodaja de tomate y masticó rápidamente.

—El cincuenta por ciento me parecería bien si yo no hubiera descubierto el Krayoxx, reunido todos los casos y hecho el noventa por ciento del trabajo. Tengo ocho casos de fallecimiento encima de la mesa, y David tiene cuatrocientos y pico de no fallecimiento en el piso de arriba. Si no me equivoco, Oscar, tú no tienes un solo caso de Krayoxx en tu mesa.

—No irás a pedir el noventa por ciento, ¿verdad?

—Claro que no. Lo que te propongo es lo siguiente: tenemos un montón de trabajo que hacer. Todos esos casos han de ser examinados y debidamente evaluados por un médico. Aparquémoslo todo, lo tuyo, lo mío y lo de David, y pongámonos manos a la obra. Preparemos los casos y busquemos otros nuevos. Cuando salte la noticia de que hay negociaciones, todos los abogados de este país se pondrán como locos, así que tenemos que estar preparados. Cuando los cheques empiecen a llegar, creo que lo correcto sería sesenta, treinta y diez.

Oscar había pedido la lasagna especial, y Wally los ravioli. Cuando el camarero se hubo ido, Oscar dijo:

—¿Tu parte es el doble de la mía? Eso es algo nuevo y no me gusta.

—¿Qué te gusta?

—Cincuenta y cincuenta.

—¿Y qué me dices de David? Cuando aceptó hacerse cargo de los casos de no fallecimiento le prometimos un trozo del pastel.

—De acuerdo. Cincuenta para ti, cuarenta para mí y diez para David. Rochelle se llevará una gratificación, pero no tendrá pastel.

Con tanto dinero flotando en el ambiente les fue fácil hacer números e incluso más fácil llegar a un acuerdo. Se habían peleado con fiereza por honorarios de cinco mil dólares, pero ese día no. El dinero los tranquilizó y disipó cualquier deseo de discutir. Wally tendió la mano por encima de la mesa, y Oscar hizo lo mismo. Se la estrecharon y volvieron la atención a sus platos.

Al cabo de unos instantes, Wally preguntó:

—¿Cómo te va con tu mujer?

Oscar frunció el entrecejo y miró hacia otro lado. Paula Finley era un tema que no se tocaba porque nadie del bufete la soportaba, muy especialmente Oscar.

Wally decidió insistir.

—Ya sabes que este es el momento. Si alguna vez piensas dejarla, tiene que ser ahora.

—¿Tú me das consejos matrimoniales?

—Sí, porque sé que tengo razón.

—Me parece que has estado dando vueltas al asunto.

—Sí, porque tú no lo has hecho. Intuyo que ha sido porque no tenías ninguna fe en lo del Krayoxx, pero ahora estás cambiando de idea.

Oscar se sirvió un poco más de vino.

—Vamos, dime qué has pensado.

Wally se acercó más, como si fuera a intercambiar secretos nucleares.

—Presenta una demanda de divorcio ya mismo. No tiene problema. Yo lo he hecho cuatro veces. Luego lárgate, búscate un piso y corta toda relación. Yo me ocuparé de llevarte el asunto. Que Paula contrate a quien quiera. Redactaremos un contrato y le pondremos fecha de seis meses antes. El contrato estipulará que yo me llevo el ochenta por ciento del dinero del Krayoxx y que tú y David os lleváis el veinte. Tienes que demostrar que el Krayoxx te ha proporcionado algún dinero, de lo contrario el abogado de Paula se lo olerá. De todas maneras, podemos meter la mayor parte del dinero en un fondo de reptiles durante un año, más o menos, hasta que el divorcio se haya solucionado. Luego, en algún momento del futuro, tú y yo nos lo repartimos.

—Eso es una transferencia de activos fraudulenta.

—Lo sé, pero me encanta. Lo he hecho un montón de veces, aunque en una escala mucho menor, y sospecho que tú también. Es muy astuto, ¿no te parece?

—Si nos descubren, podríamos acabar en la cárcel por un delito de desacato, y sin que hubiera juicio previo.

—No nos descubrirán. Paula cree que el dinero del Krayoxx es todo mío, ¿no?

—Sí.

—Entonces funcionará. Es nuestro bufete, y nosotros establecemos las normas sobre cómo nos repartimos las ganancias, a nuestra entera discreción.

—Sus abogados no serán idiotas, Wally. Se enterarán de la indemnización del Krayoxx tan pronto como llegue.

—Vamos, Oscar, no tocamos tanto dinero todos los días. Sospecho que tu promedio de ingresos brutos durante estos últimos diez años no llega a los setenta y cinco mil.

Oscar se encogió de hombros.

—Más o menos como tú. Después de treinta años en las trincheras es patético, ¿no crees?

—La cuestión no es esa, Oscar. La cuestión es que en un caso de divorcio lo que miran es lo que has ganado en el pasado.

—Lo sé.

—Si el dinero del Krayoxx es mío, podemos alegar con todo el fundamento del mundo que tus ingresos no han aumentado.

—¿Y qué harás con el dinero?

—Podemos esconderlo en el extranjero hasta que tengas el divorcio. Qué demonios, Oscar, podríamos tenerlo en las islas Caimán e ir una vez al año para ver cómo está todo. Créeme, no hay manera de que se enteren, pero para eso tienes que presentar tu demanda de divorcio ahora y largarte.

—¿Por qué tienes tantas ganas de que me divorcie?

—Porque detesto a esa mujer, porque llevas soñando con hacerlo desde tu luna de miel, porque te mereces ser feliz y porque, si dejas a esa zorra y escondes la pasta, tu vida dará un giro espectacular a mejor. Piénsalo, Oscar, con sesenta y dos años, soltero y la cartera llena.

Oscar no pudo reprimir una sonrisa. Apuró su tercera copa de vino y comió un poco más. Era evidente que dudaba.

—¿Cómo se lo suelto? —preguntó al fin.

Wally se limpió la comisura de los labios, se irguió y se convirtió en la voz de la autoridad.

—Bueno, hay muchas formas de hacerlo y las he probado todas. ¿Le has hablado alguna vez de separaros?

—No que yo recuerde.

—Supongo que no te costaría mucho montar una bronca.

—Eso es pan comido. Siempre está cabreada, normalmente por el dinero, así que discutimos un día sí y el otro también.

—Eso me imaginaba. Haz lo siguiente: ve a casa esta noche y le sueltas la bomba. Dile que no eres feliz y que quieres dejarla. Simple y claro. Nada de pelear ni discutir ni negociar. Dile que se puede quedar con la casa, con el coche y con los muebles, que se lo puede quedar todo si acepta un mutuo acuerdo.

—¿Y si no acepta?

—Lárgate de todos modos. Puedes quedarte en mi casa hasta que te encontremos algo. Cuando vea que te largas se pondrá hecha una furia y empezará a tramar. No tardará en explotar. Dale cuarenta y ocho horas y estará como una hiena.

—Ya es una hiena.

—Hace años que lo es. Nosotros prepararemos los papeles y se los entregaremos. Eso será la gota definitiva. En una semana se habrá buscado a un abogado.

—Esto que dices ya me lo habían aconsejado antes, solo que nunca me he visto con ánimos para hacerlo.

—Oscar, a veces hace falta tenerlos muy bien puestos para coger la puerta y largarse. Hazlo mientras todavía estés en situación de disfrutar de la vida.

Oscar se sirvió lo que quedaba de vino y sonrió. Wally no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto a su socio tan contento.

—¿Te ves capaz de hacerlo, Oscar?

—Pues sí. La verdad es que pienso ir a casa temprano, hacer la maleta y acabar con este asunto.

—Impresionante. Celebrémoslo esta noche cenando juntos en el bufete.

—Trato hecho, pero esa tía buena tuya no estará por ahí, ¿verdad?

—Le diré que vaya a dar una vuelta.

Oscar apuró el vino como si fuera un chute de tequila.

—¡Maldita sea, Wally, hace años que no me sentía tan animado!