25

El plan maestro de Reuben Massey para solucionar los problemas del último medicamento de la empresa había quedado en suspenso por la muerte del senador Kirk Maxwell, al que en los pasillos de la farmacéutica habían rebautizado despectivamente como Jerk Maxwell[3]. Su viuda no había presentado ninguna demanda, pero el pedante de su abogado se dedicaba a saborear plenamente sus cinco minutos de fama mediática: concedía todo tipo de entrevistas e incluso había aparecido en algún que otro programa de debate televisivo. Se había teñido el cabello, comprado un par de trajes nuevos y vivía el sueño de muchos abogados.

Las acciones ordinarias de Varrick Labs habían caído hasta los veintinueve dólares y medio. Dos analistas de Wall Street, dos individuos a los que Massey detestaba, habían publicado que lo aconsejable era vender. Uno escribió: «Con solo seis años en el mercado, el Krayoxx supone la cuarta parte de los beneficios de Varrick Labs. Tras haberse visto obligada a retirarlo del mercado, el futuro de la empresa a corto plazo no augura nada bueno». Y el otro: «Las cifras dan miedo. Con un millón de demandantes potenciales por culpa del Krayoxx, Varrick Labs va a pasar los próximos diez años enfangada en un lodazal de acciones conjuntas».

Al menos ha acertado con lo de «lodazal», se dijo Massey mientras hojeaba la prensa económica del día. Todavía no eran las ocho de la mañana. El cielo sobre Montville estaba encapotado, y el ambiente en el búnker de la compañía era sombrío. Sin embargo, y aunque pareciera curioso, Massey estaba de buen humor. Al menos una vez a la semana, y más a menudo si era posible, se concedía el placer de zamparse a alguien para desayunar. El plato de esa mañana prometía ser especialmente sabroso.

De joven, Layton Koane había trabajado durante cuatro mandatos en la Casa Blanca, antes de que los votantes lo enviaran a casa por culpa de un lío con un miembro del personal femenino. Caído en desgracia, no logró encontrar un trabajo digno en su Tennessee natal. Había abandonado la universidad antes de graduarse y no poseía talentos ni habilidades. Su currículo era preocupantemente breve. Con solo cuarenta años, divorciado, sin trabajo y sin dinero, regresó al Capitolio y decidió aventurarse por el camino mágico que tantos políticos acabados habían seguido antes que él. Se convirtió en lobista.

Dejando a un lado escrúpulos morales y éticos, Koane no tardó en convertirse en una estrella ascendente en el juego del trato de favores y las influencias políticas. Sabía olfatearlas, desenterrarlas y ofrecérselas a sus clientes, que no ponían reparos a pagarle unos honorarios en constante aumento. Fue uno de los primeros lobistas en comprender la complejidad de las provisiones legislativas, las apetitosas y adictivas raciones de «pasta» tan buscadas por los miembros del Congreso y que los trabajadores pagaban sin saberlo. La primera vez que Koane destacó en su nueva ocupación fue cuando cobró cien mil dólares en concepto de honorarios pagados por una conocida universidad pública necesitada de una nueva cancha de baloncesto. El Tío Sam inyectó diez millones en el proyecto, una asignación de fondos que hubo que buscar en la letra pequeña de un proyecto de ley de tres mil páginas que se había aprobado a última hora. Se armó un gran revuelo cuando una universidad rival se enteró, pero ya era demasiado tarde.

La polémica dio notoriedad a Koane y empezaron a lloverle clientes. Uno de ellos fue un promotor urbanístico de Virginia que soñaba con construir una presa en un río para crear un lago artificial, que a su vez le permitiría vender los terrenos colindantes a un precio estupendo. Koane le cobró quinientos mil dólares y, al mismo tiempo, le pidió que ingresara otros cien mil en el Comité de Acción Política del congresista que representaba el distrito donde debía construirse aquella presa que nadie había pedido y nadie necesitaba. Cuando todo el mundo hubo cobrado y estuvo en el ajo, Koane se puso manos a la obra con el presupuesto federal y encontró un poco de calderilla —ocho millones de dólares— en una asignación del Cuerpo de Ingenieros del Ejército. La presa se construyó, y el promotor se hizo con el lote. Todo el mundo quedó encantado, salvo los defensores del medio ambiente, los conservacionistas y las comunidades situadas presa abajo.

Esa era la práctica habitual en Washington y el asunto habría pasado inadvertido de no haber sido por un tenaz reportero de Roanoke. La cosa acabó sacando los colores al congresista, al promotor y a Koane, pero en el negocio de los lobbies la vergüenza es un término desconocido y toda publicidad es buena. La popularidad de Koane subió como la espuma. A los cinco años de haber empezado abrió su propio despacho —el Koane Group, Especialistas en Asuntos Gubernamentales—; a los diez era multimillonario; a los veinte figuraba todos los años entre los tres primeros puestos de la lista de lobistas más influyentes de Washington. (¿Hay alguna otra democracia que tenga una lista de lobistas?).

Varrick Labs pagaba a Koane Group un fijo anual de un millón de dólares, y mucho más cuando había trabajo que hacer. Por una cantidad así, el señor Layton Koane acudía corriendo cada vez que lo llamaban.

Reuben Massey eligió a sus dos abogados de confianza para que fueran testigos del baño de sangre: Nicholas Walker y Judy Beck. Todos estaban en su sitio cuando Koane, obedeciendo las instrucciones de Massey, llegó solo. El lobista tenía avión y chófer propios y solía viajar acompañado por su séquito, pero ese día no.

La reunión empezó cordialmente, entre bromas y cruasanes. Koane había engordado más si cabe, y su traje a medida parecía a punto de reventar. Este era de un gris satinado, con un brillo parecido al de los trajes que solían utilizar los telepredicadores. La almidonada camisa le marcaba los michelines, y el cuello le ceñía la triple papada. Como de costumbre llevaba una corbata naranja y un pañuelo de bolsillo a juego. Por mucho dinero que tuviera, nunca había sabido vestir.

Massey despreciaba a Layton Koane y lo consideraba un patán, un idiota, un poca monta y un fullero que había tenido la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Lo cierto era que Massey despreciaba todo lo que tuviera alguna relación con Washington: al gobierno federal por la rigidez de sus normas, a las legiones de paniaguados que las redactaban, a los políticos que las aprobaban y a los burócratas que las aplicaban. En su opinión, para sobrevivir en tal malsano entorno uno tenía que ser una escoria sebosa como Layton Koane.

—En Washington nos están machacando —dijo Massey, haciendo patente lo que todos sabían.

—Pero no solo a vosotros —contestó Koane—. Yo tengo cuarenta mil acciones de la empresa, no lo olvides.

Era cierto. En una ocasión, Varrick Labs había pagado los servicios de Koane con una opción sobre acciones.

Massey cogió una hoja de papel y miró a Koane por encima de sus gafas de lectura.

—El año pasado os pagamos más de tres millones de dólares.

—Tres millones doscientos mil —puntualizó Koane.

—Y con ellos contribuimos al máximo a la campaña de reelección o a los Comités de Acción Política de ochenta y ocho de los cien senadores que integran el Senado de Estados Unidos, incluyendo naturalmente al difunto Kirk Maxwell, que en paz descanse. Hemos untado a más de trescientos miembros de la Cámara. En ambas cámaras hemos aportado al fondo de reptiles, o como demonios se llame, de ambos partidos. Hemos financiado a más de cuarenta Comités de Acción Política que se supone que hacen un trabajo divino. Por si eso fuera poco, más de veinte de nuestros más altos ejecutivos han hecho su propia versión de untar, siguiendo tu consejo. Y ahora, gracias a la sabiduría del Tribunal Supremo, estamos en situación de inyectar grandes cantidades de dinero en el sistema electoral sin que nadie se entere. Solo el año pasado fueron más de cinco millones. Si sumas todo esto e incluyes los pagos de todo tipo, oficiales y no oficiales, hechos por encima y por debajo de la mesa, vemos que Varrick Labs y sus ejecutivos desembolsaron el año pasado casi cuarenta millones de dólares para mantener a nuestra querida democracia en el buen camino. —Massey dejó caer el papel y fulminó a Koane con la mirada—. Cuarenta millones para comprar una sola cosa, Layton, lo único que tienes en venta: influencia.

Koane asintió despacio.

—Así que, por favor, Layton, dinos cómo es posible que con toda la influencia que hemos comprado durante estos años ¡los de Sanidad hayan ordenado retirar el Krayoxx del mercado!

—El Departamento de Sanidad es un mundo aparte —contestó Koane—, un mundo inmune a las presiones políticas. Al menos eso es lo que nos hacen creer.

—¿Presiones políticas? Todo iba bien hasta que un político la palmó. Me da la impresión de que han sido sus colegas del Senado los que han metido un montón de presión al Departamento de Sanidad.

—Pues claro.

—¿Y dónde estabas tú entonces? ¿Acaso no tienes en nómina a unos cuantos antiguos miembros del Departamento de Sanidad?

—Tenemos uno, pero el término que cuenta es «antiguo». No tiene derecho a voto.

—Lo que me dice eso es que te has quedado sin influencia política.

—Puede que por ahora así sea, Reuben. Hemos perdido la primera batalla, pero todavía podemos ganar la guerra. Maxwell ya no está y su recuerdo se está borrando a cada minuto que pasa. Es típico de Washington, te olvidan a toda velocidad. En estos momentos ya están haciendo campaña en Idaho para sustituirlo. Dales un poco de tiempo y pronto será historia.

—¿Tiempo? Estamos perdiendo dieciocho millones de dólares al día en ventas del Krayoxx por culpa de Sanidad. Desde que has llegado y aparcado tu coche hasta este momento hemos dejado de ingresar cuatrocientos mil dólares en ventas. No me hables de tiempo, Layton.

Naturalmente, Nicholas Walker y Judy Beck tomaban notas, o al menos garabateaban en sus libretas. Ninguno de los dos alzaba la mirada, pero ambos estaban disfrutando con aquel rapapolvo.

—¿Me estás echando la culpa, Reuben? —preguntó Koane en tono angustiado.

—Sí, completamente. No entiendo cómo funciona ese condenado nido de víboras, así que te contrato y te pago una maldita fortuna para que guíes a la empresa a través de ese campo de minas. Por lo tanto, cuando algo sale mal te echo la culpa, desde luego que sí. Un medicamento perfectamente seguro ha sido apartado del mercado sin una razón válida. ¿Me lo puedes explicar?

—No, no puedo explicártelo, pero no es justo que me culpabilices por ello. Hemos estado encima de este asunto desde que empezaron las demandas. Teníamos buenos contactos y los de Sanidad no parecían nada dispuestos a retirar el producto por muy histéricos que se pusieran los abogados demandantes. Estábamos a salvo, y de repente Maxwell va y se muere de la peor manera posible, en vídeo y en directo. Eso lo ha cambiado todo.

Se hizo un breve silencio mientras los cuatro echaban mano a sus tazas de café.

Koane siempre aparecía con algún rumor, alguna información privilegiada que compartía entre susurros. Ese día no era una excepción y estaba impaciente por soltarlo.

—Cierta fuente me ha dicho que la familia Maxwell no está por la labor de demandaros. Y se trata de una fuente muy fiable.

—¿Quién es? —quiso saber Massey.

—Otro miembro del club, otro senador que está muy próximo a la familia Maxwell. Me llamó ayer y nos tomamos una copa. Sherry Maxwell no quiere ninguna demanda, pero su abogado sí. Es un tipo listo, comprende que tiene a Varrick en el punto de mira. Si al final se presenta la demanda, supondrá un dolor de cabeza añadido para la empresa y más presión para que los de Sanidad sigan manteniendo el Krayoxx fuera del mercado. Pero si la demanda se queda en el cajón, dentro de poco nadie se acordará de Maxwell y tendréis un problema menos.

Massey le hizo un gesto invitándolo a continuar.

—Sigue, suéltalo de una vez.

—Cinco millones de dólares bastarán para que esa demanda no prospere. Yo me ocuparía de tramitarlo a través de mi despacho. Será un acuerdo estrictamente confidencial y no se harán públicos los detalles.

—¿Cinco millones, dices? ¿Cinco millones por un medicamento que no hace ningún daño?

—No. Cinco millones para eliminar un fuerte dolor de cabeza —contestó Koane—. Maxwell ejerció el cargo de senador durante casi treinta años, y como era un tipo honrado resulta que ha dejado una herencia más bien escasa. La familia necesita un poco de liquidez.

—El menor rumor de un acuerdo hará que los de las acciones conjuntas se nos echen al cuello —objetó Walker—. Es algo que no puede mantenerse en secreto. Hay demasiados periodistas pendientes de nosotros.

—Sé cómo manipular a la prensa Nick. Cerramos el trato ahora, después firmamos a puerta cerrada y nos sentamos a esperar. La familia Maxwell y su abogado no harán comentarios, pero yo me ocuparé de filtrar a los medios que han decidido no demandar a Varrick Labs. Mira, Reuben, no hay ninguna ley en este país que obligue a nadie a demandar. La gente renuncia constantemente a ello por las razones más diversas. Cerremos el trato, firmemos los papeles y les entregáis el dinero en dos años con los intereses correspondientes. Es algo que puedo venderles sin problemas.

Massey se puso en pie e irguió la espalda. Se acercó a un ventanal y contempló la bruma que flotaba entre los árboles.

—¿Qué opinas, Nick? —preguntó sin darse la vuelta.

—Bueno, no estaría mal quitarnos de en medio a Maxwell —respondió pensando en voz alta—. Layton tiene razón. Sus colegas del Senado se olvidarán de él enseguida, especialmente si no hay una demanda ocupando las portadas. Con los números que estamos manejando, cinco millones suena a ganga.

—¿Y tú, Judy?

—Estoy de acuerdo —convino sin vacilar—. La prioridad es volver a poner el Krayoxx en el mercado. Si solucionar la vida de los Maxwell nos sirve para acelerar el proceso, estoy a favor.

Massey regresó lentamente a su asiento, hizo crujir los nudillos, se acarició el mentón y tomó un sorbo de café. La viva imagen de un hombre que medita.

—Está bien, cierra el trato, Layton —dijo al fin sin asomo de indecisión—. Quítanos de encima a los Maxwell. Pero te advierto una cosa: si este asunto nos estalla en las manos, pondré fin a nuestra relación de modo fulminante. En estos momentos no estoy nada contento contigo ni con tu despacho, y me encantaría tener una buena razón para echarte a patadas y buscar quien te sustituya.

—No hará falta, Reuben. Me ocuparé de los Maxwell.

—Bien, ¿y cuánto vamos a tener que esperar para que el Krayoxx pueda regresar al mercado? Hablo de cuánto tiempo y de cuánto dinero.

Koane se pasó la mano por la frente y se enjugó el sudor que la perlaba.

—No puedo responderte a eso, Reuben. Tenemos que ir paso a paso y dejar que el tiempo corra. Espera a que metamos el asunto de Maxwell debajo de la alfombra y después nos volvemos a reunir.

—¿Cuándo?

—Dentro de un mes.

—Estupendo. Treinta días son quinientos cuarenta millones de beneficios que se esfuman.

—Conozco los números, Reuben.

—Seguro.

—Lo he entendido, Reuben, ¿de acuerdo?

Los ojos de Massey echaban chispas. Alzó el índice de su mano derecha y apuntó con él al lobista.

—Escúchame bien, Layton. Si este medicamento no vuelve al mercado en un futuro inmediato pienso plantarme en Washington para despedirte, a ti y a tu despacho, personalmente. Luego contrataré a un nuevo equipo de asesores gubernamentales para que proteja mi empresa. Puedo ir a ver al vicepresidente o al portavoz de la Cámara, puedo ir a tomar una copa con media docena de senadores. Me llevaré el talonario y una maleta llena de billetes, incluso estoy dispuesto a contratar a las fulanas más caras de este país y soltarlas en el Departamento de Sanidad si es necesario.

Koane se esforzó por sonreír, como si hubiera oído algo gracioso.

—No hará falta nada de eso, Reuben. Solamente dame un poco de tiempo.

—No disponemos de un poco de tiempo.

—La forma más rápida de conseguir que el Krayoxx vuelva al mercado es demostrando que no tiene efectos secundarios perniciosos —contestó Koane, deseoso de cambiar de conversación—. ¿Tenéis alguna idea?

—Estamos en ello —contestó Walker.

Massey se levantó de nuevo y regresó a su ventana favorita.

—Esta reunión ha terminado, Layton —gruñó.

No se dio la vuelta para despedir al lobista.

Tan pronto como Koane se hubo marchado, Reuben se relajó y su humor mejoró. Nada como un sacrificio humano para alegrar el día de un alto ejecutivo. Esperó un momento mientras Walker y Beck comprobaban sus mensajes en sus móviles de última generación. Cuando recuperó su atención les dijo:

—Supongo que deberíamos hablar de nuestra estrategia negociadora. ¿Cómo está el calendario?

—El juicio de Chicago está encarrilado —contestó Walker—. Todavía no tenemos fecha para la vista, pero no deberíamos tardar en saber algo. Nadine Karros está haciendo un seguimiento de la agenda del juez Seawright y parece que este tiene un hueco estupendo en octubre. Con un poco de suerte, será para entonces.

—Eso significa menos de un año después de la interposición de la primera demanda.

—Así es, pero nosotros no hemos hecho nada para acelerarlo. Nadine está organizando una dura defensa y siguiendo todos los pasos, pero no está poniendo trabas. Nada de mociones para desestimar, nada de peticiones para un juicio sumario. La apertura del caso está yendo sin problemas. Seawright parece tener cierta curiosidad con el caso y quiere un juicio.

—Hoy estamos a tres de junio. Las demandas siguen. Si empezamos a hablar ahora de negociar, ¿creéis que podremos alargarlo hasta octubre?

—Sin problemas —respondió Judy Beck. Con el Fetazine tardamos tres años en llegar a un acuerdo y había medio millón de demandas. Con el Zoltaven aún fue más largo. Los bufetes de acciones conjuntas solo piensan en una cosa: en los cinco mil millones que borramos del balance el último cuatrimestre. No hacen más que soñar con todo ese dinero encima de la mesa.

—Se organizará otro frenesí —comentó Walker.

—Muy bien, pues que empiece —dijo Massey.