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Kirk Maxwell había sido el representante de Idaho en el Senado de Estados Unidos a lo largo de casi treinta años. En general, se lo consideraba un tipo fiable que evitaba la publicidad y prefería mantenerse alejado de las cámaras para hacer su trabajo. Era discreto, sin pretensiones, y uno de los miembros más populares del Congreso. Sin embargo, su repentina muerte fue cualquier cosa menos poco espectacular.

Maxwell se hallaba en su turno de intervención ante la Cámara, argumentando acaloradamente con un colega micrófono en mano, cuando de repente se llevó la mano al pecho, dejó caer el micro, abrió la boca en una mueca de espanto y cayó hacia delante, desplomándose encima del pupitre. Murió al instante de un infarto, y todo ello fue fielmente recogido por las cámaras del Senado, emitido sin el permiso correspondiente y visto en YouTube antes de que su esposa tuviera tiempo siquiera de llegar al hospital.

Dos días después del funeral, su díscolo hijo mencionó a un reportero que el senador llevaba tiempo tomando Krayoxx y que la familia estaba sopesando interponer una demanda contra Varrick Labs. Para cuando la historia se hubo asimilado en el ciclo de noticias de la semana, quedaban pocas dudas de que el medicamento era el responsable de la muerte del senador. Maxwell solo contaba sesenta y dos años y gozaba de buena salud, pero tenía antecedentes familiares de colesterol alto.

Un colega enfurecido anunció la creación de un subcomité del Senado para investigar los peligros del Krayoxx. El Departamento de Sanidad se vio asediado por un alud de demandas que exigían la retirada del fármaco. Varrick Labs, atrincherada en las colinas de las afueras de Montville, no quiso hacer comentarios. Fue otro día funesto para la empresa, pero Reuben Massey los había conocido peores.

La demanda de la familia Maxwell estaba cargada de ironía por dos motivos: primero, a lo largo de los treinta años que había pasado en Washington, el senador había aceptado millones de dólares de las grandes empresas farmacéuticas y, en lo que a la industria se refería, siempre había votado a su favor; segundo, había sido un ardiente partidario de modificar el sistema de acciones conjuntas para restringir el margen de maniobra de los grandes bufetes. Sin embargo, los que quedan atrás después de una gran tragedia no suelen estar de humor para las ironías. Su viuda contrató los servicios de un bufete de Boise, pero «solo para consultas».

Con el Krayoxx en todas las portadas, el juez Seawright decidió que un juicio podía resultar muy interesante y dictaminó en contra de los demandantes en todas las mociones. La demanda que Wally había presentado y ampliado sería dividida en tantos casos como tenía, y el de Percy Klopeck sería el primero en tramitarse por la Norma Local Ochenta y tres-Diecinueve, el procedimiento de urgencia.

Wally se sintió presa del pánico cuando le comunicaron la decisión, pero acabó tranquilizándose tras una larga conversación telefónica con Jerry Alisandros. Este le explicó que la muerte del senador Maxwell era en realidad un regalo caído del cielo —y en más de un sentido porque de paso había significado la desaparición de un tenaz adversario de los bufetes especializados en acciones conjuntas—, puesto que lo único que haría sería aumentar las presiones sobre Varrick Labs para que pactara una indemnización. Además, le había insistido Jerry, estaba encantado de tener la oportunidad de medirse en la abarrotada sala de un tribunal con la adorable Nadine Karros. «El último sitio donde desean verme es ante un jurado», le había repetido. En esos momentos, su «Equipo Klopeck» estaba manos a la obra. Zell & Potter se había enfrentado a muchos jueces federales egocéntricos y sus propias versiones del procedimiento de urgencia.

—¿El procedimiento de urgencia no es un invento de Seawright? —preguntó un inocente Wally.

—No, por Dios. La primera vez que oí ese término fue hace treinta años, en el norte de Nueva York.

Alisandros prosiguió y animó a Wally a que buscara nuevos casos. «Voy a hacerte rico», le dijo una y otra vez.

Dos semanas tras de la muerte del senador Maxwell, el Departamento de Sanidad cedió y ordenó la retirada del Krayoxx. La coalición de demandantes no cabía en sí de gozo, y muchos abogados hicieron declaraciones a la prensa en el mismo sentido: Varrick iba a tener que responder por su intolerable negligencia. Estaba a punto de ponerse en marcha una investigación federal. Sanidad nunca tendría que haber aprobado su comercialización. Varrick sabía que el medicamento tenía complicaciones, pero aun así lo había sacado al mercado, donde, en apenas seis años, le había reportado unos beneficios de treinta mil millones de dólares. ¿Quién sabía realmente lo que escondían los trabajos de investigación de Varrick?

Oscar se sintió dividido por la noticia. Por una parte, deseaba que el medicamento tuviera la peor prensa posible y que eso forzara a la empresa a negociar, pero por otra, rogaba fervientemente que el Krayoxx se llevara por delante a su mujer. Retirarlo del mercado significaba presionar a Varrick, pero también que desaparecería de su botiquín. En realidad, el escenario ideal con el que soñaba era el de un anuncio de negociación por parte de la empresa que coincidía en el tiempo con un ataque al corazón de Paula. De esa manera podría quedarse con todo el dinero, evitar el divorcio y después demandar nuevamente a Varrick por la muerte de su querida y difunta esposa.

Soñaba con ello a puerta cerrada. Las líneas telefónicas parpadeaban sin parar, pero se negaba a contestar. La mayoría de las llamadas eran de los casos de no fallecimiento de Wally, la gente que este había ido localizando con sus estratagemas. Que Rochelle, Wally y el joven David se ocuparan de aquellos histéricos clientes. Su intención era permanecer en su despacho y evitar el frenesí, si es que tal cosa era posible.

Rochelle no pudo soportarlo más y solicitó una reunión del bufete.

—¿Ves la que has organizado? —le dijo Oscar a David en tono despectivo cuando se sentaron a la mesa una tarde, tras haber cerrado la puerta.

—¿Qué tenemos en el orden del día? —preguntó Wally, a pesar de que todos lo sabían.

Rochelle había machacado a David hasta el punto de que este estaba dispuesto a entrometerse en lo que fuera. Se aclaró la garganta y fue directamente al grano.

—Tenemos que organizar los casos del Krayoxx. Desde que han retirado el medicamento, los teléfonos no dejan de sonar con llamadas de personas que han firmado con nosotros o que están deseando hacerlo.

—¿Y no es estupendo? —dijo Wally con una gran sonrisa de satisfacción.

—Puede que sí, Wally, pero esto no es un bufete especializado en acciones conjuntas. No tenemos los medios para manejar cuatrocientos casos a la vez. Tus amigos de Zell & Potter tienen montones de asociados y muchos más auxiliares legales que se encargan del trabajo más pesado.

—¿Tenemos cuatrocientos casos? —preguntó Oscar sin dejar claro si estaba abrumado o complacido.

Wally tomó un sorbo de agua con gas y dijo, muy orgulloso:

—Tenemos los ocho casos de fallecimiento, como es natural, y otros cuatrocientos siete de no fallecimiento y subiendo. Lamento que estos casos menores estén causando problemas, pero cuando llegue el momento de negociar y los incorporemos al esquema de compensaciones ideado por Alisandros, seguramente nos encontraremos con que cada uno de ellos valdrá unos miserables cien mil dólares. Pero multiplicad eso por cuatrocientos siete. ¿Alguien quiere calcularlo?

—La cuestión no es esa, Wally —replicó David—. Conocemos los números. Lo que no estás teniendo en cuenta es que puede que muchos de esos casos se queden en nada. Ni uno solo de esos clientes ha sido examinado por un médico. No sabemos cuántos de ellos han sufrido los efectos perniciosos del Krayoxx, ¿verdad?

—No, todavía no lo sabemos, pero tampoco hemos presentado ninguna demanda en su nombre.

—Cierto, pero esa gente se considera cliente de pleno derecho y cree que va a cobrar una buena indemnización. Les pintaste un cuadro muy bonito, Wally.

—¿Cuándo irán a ver a un médico? —preguntó Oscar.

—Muy pronto —contestó Wally al tiempo que se volvía hacia él—. Jerry se dispone a contratar a un médico experto de Chicago. Él se encargará de examinar a nuestros clientes y presentar un informe.

—Pero tú estás dando por hecho que todos ellos tienen una queja legítima.

—No estoy dando por hecho nada de nada.

—¿Cuánto costará cada examen? —quiso saber Oscar.

—Eso no lo sabremos hasta que demos con el médico.

—¿Quién va a pagar esos exámenes? —insistió Oscar.

—El Grupo de Litigantes del Krayoxx, el GLK, para abreviar.

—¿Y estamos pillados en eso?

—No.

—¿Estás seguro?

—Pero ¿se puede saber qué es esto? —replicó Wally, enfadado—. ¿Por qué todo el mundo la toma conmigo? En la primera reunión que tuvimos hablamos de mi chica, y ahora de mis casos. Estas reuniones del bufete están empezando a cargarme. ¿Qué diantre os ocurre?

—Yo estoy harta de toda esa gente que no hace más que llamar —declaró Rochelle—. Es un no parar, señor Figg, y todos tienen su historia. Algunos lloran porque se han llevado un susto de muerte. Los hay que incluso vienen por aquí para que los coja de la mano. Muchos de ellos creen que tienen problemas de corazón por culpa suya y de Sanidad.

—¿Y qué más da si tienen mal el corazón por culpa del Krayoxx y nosotros podemos conseguirles un poco de dinero? ¿No es eso lo que se espera de los abogados?

—¿Qué os parece si contratamos a un auxiliar durante un par de meses? —propuso David impulsivamente, y se preparó para la reacción. Al ver que nadie contestaba prosiguió—: Podríamos instalarlo, a él o a ella, en el cuarto de arriba y enviarle todos los casos del Krayoxx. Yo podría ayudarlo con el software de la litigación y con la clasificación de documentos para que esté encima de cada caso. Supervisaré el proyecto si queréis. Podríamos desviar todas las llamadas al piso de arriba. Así le quitaríamos presión a la señora Gibson y Wally podría seguir haciendo lo que mejor se le da, buscar casos.

—No estamos en situación de contratar a nadie —replicó Oscar como era de esperar—. Nuestra tesorería está por debajo del nivel normal gracias al Krayoxx, precisamente. Además, puesto que tú todavía no pagas las facturas ni parece que vayas a hacerlo en un futuro inmediato, no creo que estés en condiciones de proponer ningún tipo de gasto.

—Lo comprendo —respondió David—. Solo estaba planteando una manera de que el bufete se organizara un poco.

En realidad tuviste suerte de que te contratáramos, pensó Oscar, que estuvo a punto de decirlo en voz alta.

A Wally le había gustado la idea, pero no tenía el valor de enfrentarse con su socio. Rochelle admiraba a David por su audacia, pero no tenía intención de discutir un asunto relacionado con los gastos del bufete.

—Yo tengo una idea mejor —dijo Oscar, dirigiéndose a David—. ¿Por qué no haces tú el papel de auxiliar en los casos del Krayoxx? Para empezar, ya estás en el piso de arriba. Además, sabes cómo funciona el software de litigación, siempre te estás quejando de que hay que organizarse y llevas tiempo pidiendo un nuevo sistema de archivos. A juzgar por tus aportaciones mensuales al bufete, se diría que dispones de cierto tiempo libre. Eso nos ahorraría un dineral. ¿Qué dices?

Todo ello era cierto, y David no estaba dispuesto a dar marcha atrás.

—De acuerdo. ¿Cuál será mi parte de la indemnización?

Oscar y Wally cruzaron una mirada cargada de suspicacia mientras asimilaban aquellas palabras. Ni siquiera habían decidido cómo iban a repartírsela entre ellos. Habían hablado vagamente de una gratificación para Rochelle y de otra para David, pero nada en cuanto al reparto del botín.

—Tendremos que hablar sobre eso —repuso Wally.

—Sí, es un asunto de los socios —añadió Oscar, como si ser socio del bufete fuera como pertenecer a un club selecto y poderoso.

—Muy bien, pues decidan algo con rapidez —dijo Rochelle—. No puedo contestar todas esas llamadas y al mismo tiempo hacer mi trabajo.

Alguien llamó a la puerta. DeeAnna había regresado.