El gran Jerry Alisandros hizo por fin su aparición en el escenario de Chicago de su gran batalla contra Varrick, y su llegada resultó impresionante. Primero, aterrizó en el Gulfstream G650 con el que Wally seguía soñando; y segundo, llevó consigo un séquito que no tenía nada que envidiar al de Nadine Karros cuando esta se había presentado ante el juez. Con Zell & Potter en el otro lado del terreno de juego, el partido parecía equilibrado. Y por si fuera poco tenía una habilidad, una experiencia y una reputación a escala nacional que nadie podía esperar de Finley & Figg.
Oscar se saltó la audiencia porque su presencia no era necesaria, pero Wally estaba impaciente por que diera comienzo para poder entrar pavoneándose junto a tan brillante colega. David decidió ir para satisfacer su curiosidad.
Nadine Karros, su equipo y su cliente habían elegido a Iris Klopeck como conejillo de Indias, pero ni ella ni sus abogados tenían la menor idea de que ese era el plan maestro urdido por la defensa. Varrick había presentado una moción para separar los casos de los demandantes, convertir una única demanda en ocho distintas y hacer que los casos se vieran en Chicago en lugar de que entraran a formar parte de una demanda multidistrito que, de otro modo, se habría ventilado en un tribunal del sur de Florida. Los abogados de los demandantes se habían opuesto furiosamente a esa moción y presentado voluminosas alegaciones. El ambiente era tenso cuando los representantes de ambas partes se reunieron en la sala del tribunal del juez Seawright.
Mientras esperaban, se acercó un bedel y anunció que su señoría había sido retenida por un asunto urgente y que llegaría media hora tarde. David estaba matando el rato cerca de la mesa de los demandantes y charlaba con uno de los asociados de Zell & Potter cuando uno de los abogados de la defensa se acercó para saludarlo. A pesar de que había hecho lo posible para olvidar a aquella gente, David lo recordaba vagamente de los pasillos de Rogan Rothberg.
—Hola, soy Taylor Barkley —dijo el joven, estrechándole la mano—. Nos conocimos en Harvard. Yo iba un par de cursos por delante.
—Un placer —contestó David, que lo presentó al abogado de Zell & Potter con el que estaba hablando.
Durante un momento, charlaron de los Cubs y del tiempo, pero enseguida entraron en materia. Barkley les aseguró que trabajaba sin descanso desde que Rogan Rothberg se había hecho cargo de la demanda contra el Krayoxx. David, que había pasado por esa experiencia y logrado sobrevivir, no tenía el menor deseo de oírla de nuevo.
—Va a ser un juicio endiablado —comentó David para llenar un silencio.
Barkley rió por lo bajo, como si conociera algún tipo de secreto.
—¿Qué juicio? —dijo—. Estos casos no llegará a verlos ningún jurado. Lo sabéis, ¿no? —preguntó, mirando al asociado de Zell & Potter.
Barkley prosiguió a media voz porque la sala estaba abarrotada de abogados especialmente nerviosos.
—Nos defenderemos como gato panza arriba durante un tiempo, hincharemos el expediente, contabilizaremos unos honorarios exorbitantes y al final aconsejaremos a nuestro cliente que llegue a un acuerdo. Ya irás viendo cómo funciona esto, David, suponiendo que te quedes el tiempo suficiente.
—Estoy aprendiendo a marchas forzadas —contestó David sin perder detalle.
Tanto él como el asociado de Zell & Potter eran todo oídos, pero no daban crédito a lo que escuchaban.
—Si te vale de algo —prosiguió Barkley en voz baja—, te diré que dentro de Rogan Rothberg te has convertido en una especie de leyenda. ¡David Zinc, el tipo que tuvo las pelotas de largarse y buscarse un trabajo más tranquilo y que ahora está sentado encima de un montón de casos que son una mina de oro! En cambio, nosotros seguimos sudando como esclavos.
David se limitó a asentir y a desear que el otro se fuera.
El oficial del tribunal cobró vida de repente y ordenó que todo el mundo se pusiera en pie. El juez Seawright ocupó el estrado y mandó que todo el mundo se sentara.
—Buenos días —dijo por el micrófono mientras ponía en orden sus papeles—. Tenemos muchos asuntos que resolver en las próximas dos horas, de modo que, como de costumbre, agradeceré brevedad y claridad en las exposiciones. Me estoy ocupando de la apertura del caso, y según parece, las cosas se ajustan al procedimiento. Señor Alisandros, ¿tiene alguna queja relacionada con la apertura del caso?
Jerry se levantó con orgullo, pues todos lo estaban observando. Tenía el cabello gris y lo llevaba largo y peinado hacia atrás. Lucía un perfecto bronceado, y el traje a medida le sentaba perfectamente a su delgada constitución.
—No, señoría, ninguna por el momento. Quisiera añadir que estoy encantado de hallarme en este tribunal.
—Pues bienvenido a Chicago. Señorita Karros, ¿tiene usted alguna queja de la apertura?
Nadine se puso en pie con su conjunto de falda y chaqueta de hilo gris. Cuello en pico, cintura alta, talle ajustado hasta la rodilla, zapatos de plataforma. Todos los ojos se clavaron en ella. Wally casi babeaba.
—No señoría. Esta mañana hemos intercambiado nuestras listas de expertos, de modo que todo está en orden —dijo con su voz grave y una dicción perfecta.
—Muy bien —dijo Seawright—. Esto nos conduce a la cuestión más importante de esta sesión, que es dónde se va a celebrar el juicio de estos casos. Los demandantes han presentado una moción para trasladarlos e incorporarlos a una demanda multidistrito en la corte federal de Miami. El demandado ha objetado y no solo prefiere que se vean en Chicago, sino que desea individualizarlos y que sean juzgados cada uno por separado, empezando por el caso de los herederos del finado Percy Klopeck. Las alegaciones de una y otra parte han sido debidamente consideradas. He leído hasta la última palabra de sus escritos. Llegados a este punto quisiera escuchar las observaciones que ambas partes tengan a bien realizar. El turno corresponde a los abogados de los demandantes.
Jerry Alisandros recogió sus notas y fue hasta el pequeño estrado situado en el centro de la sala, directamente delante y por debajo de su señoría. Ordenó los papeles, se aclaró la garganta y empezó con el habitual «con la venia de la sala».
Para Wally fue el momento más emocionante de su carrera. Y pensar que él, un buscavidas del sudoeste de Chicago se hallaba sentado en un tribunal federal contemplando cómo dos abogados famosos se enfrentaban por una serie de casos que él y solo él había descubierto y denunciado… Casi le costaba creerlo. Reprimió una sonrisa, se dio una palmada en la barriga y deslizó los pulgares bajo el cinturón. Había adelgazado seis kilos y llevaba sobrio ciento noventa y cinco días. Sin duda, la pérdida de peso y la cabeza despejada tenían mucho que ver con lo bien que él y DeeAnna se lo pasaban en la cama. Había empezado a consumir Viagra, conducía un Jaguar descapotable nuevo —nuevo para él, porque era de segunda mano y lo había comprado financiándolo a sesenta meses— y se sentía veinte años más joven. Iba de un lado a otro de Chicago con la capota bajada mientras soñaba con la espectacular indemnización del Krayoxx y la espléndida vida que le esperaba. No solo viajaría con DeeAnna y se tumbarían en las mejores playas del mundo, sino que solo trabajaría cuando fuera necesario. Había decidido que se especializaría en demandas conjuntas y que se olvidaría del trajín de las calles, de los divorcios baratos y de los conductores borrachos. Iría directo por el dinero a lo grande. Estaba seguro de que él y Oscar se separarían. Tras veinte años juntos, ya era hora. A pesar de que lo quería como a un hermano, Oscar carecía de ambición, de visión de futuro y del menor deseo de prosperar. De hecho, ya habían hablado de cómo ocultar el dinero del Krayoxx para que su mujer no le echara mano. Oscar tendría que enfrentarse a un divorcio complicado, y él estaría allí para apoyarlo. Pero una vez acabado, se separarían. Era triste pero inevitable. Wally estaba lanzado. Oscar era demasiado viejo para cambiar.
Jerry Alisandros empezó mal cuando intentó argumentar que el juez Seawright no tenía más remedio que trasladar los casos a la corte federal de Miami.
—Las demandas de estos casos se presentaron en Chicago, no en Miami —le recordó el juez—. Nadie lo obligó a presentarla aquí. Supongo que habría podido hacerlo allí donde hubiera podido encontrar a Varrick Labs, que imagino que sería en cualquiera de los cincuenta estados. Reconozco que me cuesta comprender por qué un juez federal de Florida puede creer que tiene autoridad para ordenar a un juez federal de Illinois que le transfiera un caso. Quizá usted me lo podría aclarar, señor Alisandros.
Alisandros no pudo, pero intentó argumentar con valentía que en esos momentos lo habitual en las demandas conjuntas era presentar una acción multidistrito de la que se encargara un único juez.
Quizá fuera lo habitual, pero no tenía por qué ser obligatorio. Seawright pareció molestarse ante el hecho de que a alguien se le ocurriera sugerir siquiera que estaba obligado a trasladar los casos. ¡Aquellos casos le pertenecían!
David se sentó en la hilera de sillas que había al otro lado de la barrera, detrás de Wally. Estaba fascinado por el dramatismo y la presión que se respiraba en la sala del tribunal y por lo mucho que había en juego, pero al mismo tiempo también estaba preocupado porque el juez Seawright parecía estar en contra de ellos en ese caso. Sin embargo, Alisandros había asegurado a los miembros de su equipo que ganar las mociones iniciales no era esencial. Si Varrick Labs deseaba llevar a juicio uno de esos casos en Chicago y hacerlo rápidamente, pues que así fuera. En toda su carrera nunca había hecho ascos a un juicio. ¡Adelante con él!
Sin embargo, Seawright parecía hostil. ¿Por qué se preocupaba David? Al fin y al cabo no iba a haber juicio, ¿no? Todos los abogados de su lado del pasillo creían secreta y fervientemente que Varrick Labs zanjaría el caso con un acuerdo indemnizatorio mucho antes de que el juicio diera comienzo. Y si por otra parte había que creer a Barkley, los abogados del demandado también pensaban en un acuerdo. ¿Se trataba de un montaje? ¿Era así como funcionaba realmente el negocio de las acciones conjuntas? ¿Alguien descubría un medicamento perjudicial, los abogados de los demandantes se ponían a reunir casos como locos, se presentaban las demandas, los grandes bufetes de la defensa respondían con una fuente inagotable de talento jurídico, ambas partes eternizaban el asunto hasta que la empresa farmacéutica se hartaba de enriquecer a su abogados y entonces se llegaba a un acuerdo? Los abogados amasaban una fortuna en concepto de honorarios, y sus clientes se embolsaban menos de lo que esperaban. Cuando las cosas se calmaban, los abogados de ambas partes se habían hecho más ricos, la empresa saneaba su balance y empezaba a desarrollar un nuevo medicamento para sustituir al anterior.
¿De verdad era únicamente teatro?
Jerry Alisandros volvió a su asiento al ver que empezaba a repetirse. Los presentes clavaron sus miradas en Nadine Karros cuando esta se levantó y se dirigió hacia el estrado. Llevaba unas cuantas notas, pero no las utilizó. Dado que era evidente que el juez compartía su punto de vista, su argumentación fue breve. Habló con frases claras y elocuentes, como si las hubiera preparado con mucha antelación. Sus palabras eran concisas, y su voz llenaba agradablemente la sala. Fue sucinta. Nada de verborrea ni de gesticulación inútil. Aquella mujer estaba hecha para el estrado y demostró desde diversos puntos de vista que no había caso, antecedentes ni norma de procedimiento que obligara a un juez federal a transferir sus casos a otro juez federal.
Al cabo de un rato, David se preguntó si llegaría a ver a la señorita Karros en acción frente a un jurado. ¿Sabía ella que en realidad el juicio no llegaría a celebrarse? ¿Se estaba limitando a cumplir con los trámites mientras cobraba dos mil dólares la hora?
Un mes antes, Varrick Labs había hecho públicos sus resultados del cuatrimestre. Los beneficios habían caído sustancialmente. La compañía había sorprendido a los analistas deduciendo de ellos los cinco mil millones previstos para hacer frente a la demanda contra el Krayoxx. David seguía de cerca aquellas informaciones a través de diversos blogs y publicaciones financieras. Las opiniones se dividían entre aquellos que pensaban que Varrick se daría prisa en limpiar el desorden mediante una indemnización masiva y los que creían que la empresa intentaría capear el temporal mediante una serie de litigios agresivos. El precio de las acciones de Varrick oscilaba entre los treinta y cinco y cuarenta dólares por acción, y los accionistas parecían relativamente tranquilos.
También había repasado la historia de las demandas conjuntas y lo había sorprendido la cantidad de veces que las acciones de una empresa habían subido después de que esta hubiera llegado a un acuerdo de indemnización y se hubiera olvidado de molestos juicios. Lo normal era que la cotización bajara con la primera oleada de malas noticias y el frenesí de demandas; sin embargo, cuando los frentes se estabilizaban y los números se aclaraban, Wall Street parecía inclinarse por un buen acuerdo. Lo que Wall Street aborrecía era los «pasivos blandos», como los que se producían cuando un gran caso quedaba en manos de un jurado y los resultados eran impredecibles. En los últimos diez años, prácticamente todas las acciones conjuntas que habían afectado a empresas farmacéuticas habían concluido con un acuerdo de indemnización por valor de miles de millones.
Por un lado, David se había consolado con el resultado de sus pesquisas, pero por el otro, había encontrado muy pocas evidencias de que el Krayoxx tuviera los terribles efectos secundarios que se le atribuían.
Tras un extenso y equitativo debate, el juez Seawright consideró que ya había oído suficiente. Dio las gracias a ambos letrados por sus respectivas exposiciones y les prometió que haría pública su decisión antes de diez días. En realidad, ese plazo era innecesario: podría haber dictado su decisión directamente desde el estrado. Estaba claro que no iba a trasladar los casos a Miami y que era partidario de un juicio-espectáculo.
Los abogados de los demandantes se retiraron al Chicago Chop House, donde el señor Alisandros había reservado la sala del fondo para un almuerzo privado. Incluyendo a David y a Wally, eran siete abogados y dos auxiliares (todos varones) los que sentaron a la mesa. Alisandros había encargado el vino, y lo sirvieron tan pronto como tomaron asiento. Wally y David pidieron agua.
—Un brindis —propuso Jerry después de dar unos golpecitos en su copa para llamar la atención—. Propongo que brindemos por el honorable juez Harry Seawright y su famoso procedimiento abreviado. La trampa está tendida, y esos idiotas de Rogan Rothberg creen que estamos ciegos. Quieren un juicio, y el viejo Harry también lo quiere. Muy bien. ¡Démosles el juicio que tanto desean!
Todo el mundo brindó y al cabo de unos segundos la conversación se centró en el análisis de las piernas y las caderas de Nadine Karros. Wally, que estaba sentado a la derecha del trono de Alisandros, hizo unos cuantos comentarios que fueron considerados hilarantes. Cuando llegaron las ensaladas, la charla pasó al segundo tema favorito, que no podía ser otro que la cuantía de la indemnización. David, que procuraba hablar lo menos posible, se vio obligado a narrar su conversación con Taylor Barkley justo antes de que diera comienzo la audiencia. El relato despertó gran interés, demasiado en su opinión.
Jerry Alisandros llevó la voz cantante y se mostró entusiasmado ante la posibilidad de un gran juicio y un veredicto sonado, y al mismo tiempo, seguro de que Varrick acabaría rindiéndose y poniendo millones encima de la mesa.
Horas más tarde, David se sentía confundido pero también reconfortado por la presencia de Jerry Alisandros. Aquel hombre había luchado en todos los frentes, en los tribunales y fuera de ellos, y casi nunca había perdido. Según Lawyer’s Weekly, el año anterior los treinta y cinco socios de Zell & Potter se habían repartido mil trescientos millones de dólares en concepto de beneficios. Y habían sido beneficios netos, una vez descontados el nuevo avión del bufete, el campo de golf privado y todos los demás gastos suntuarios aprobados por Hacienda. Según la revista Florida Business, la fortuna de Jerry Alisandros rondaba los trescientos cincuenta millones de dólares.
No era una mala manera de ejercer la abogacía.
David se abstuvo de enseñar esas cifras a Wally.