Tal como las había programado el oficial del juez Seawright, las deposiciones de los clientes de Finley & Figg en el caso del Krayoxx comenzaron puntualmente a las nueve de la mañana en un salón de baile del hotel Downtown Marriott. Como correspondía al demandado, Varrick Labs era quien se hacía cargo de la factura de la sesión; había un generoso surtido de pastas y bollería, además de café, té y zumos. En un extremo del salón se había dispuesto una larga mesa con una cámara de vídeo a un lado y una silla para los testigos en el otro.
Iris Klopeck fue la primera en declarar. La víspera había llamado al teléfono de emergencias y había solicitado que la llevaran en ambulancia al hospital, donde le trataron la arritmia y la hipertensión. Tenía los nervios de punta y le dijo a Wally varias veces que no se sentía con fuerzas para proseguir con la demanda. Él le repitió otras tantas que si era capaz de aguantar un poco no tardaría en cobrar una jugosa indemnización, «seguramente de millones de dólares», lo cual ayudó de algún modo. Otra ayuda fue una buena cantidad de ansiolíticos. Así pues, cuando Iris ocupó el asiento de los testigos y contempló a la legión de abogados presentes, tenía la mirada vidriosa y su mente parecía flotar en el país de las maravillas. Al principio se quedó muy quieta y miró a su abogado con aire de indefensión.
—Se trata solo de prestar declaración —le había repetido Wally—. Estará lleno de abogados, pero son buena gente. La mayoría, al menos.
No lo parecían. A su izquierda se sentaba una hilera de jóvenes letrados con trajes muy serios y ceños aún más serios. A pesar de que todavía no había dicho una palabra, no dejaban de garabatear en sus libretas. El más próximo era una atractiva mujer que le sonrió y la ayudó a tomar asiento. A su derecha estaban Wally y sus dos colegas.
—Señora Klopeck, me llamo Nadine Karros y soy la abogada de Varrick Labs —dijo la mujer—. Vamos a tomarle declaración durante las próximas dos horas, y me gustaría que se relajara. Le prometo que no la atosigaré. Si no entiende una pregunta, no conteste. Yo se la repetiré. ¿Está preparada?
—Sí —contestó Iris, que veía doble.
Frente a Iris se hallaba un oficial del tribunal.
—Levante la mano derecha —le pidió.
Iris obedeció y juró decir la verdad y nada más que la verdad.
—Bien, señora Klopeck —dijo la señorita Karros—, estoy segura de que sus abogados le han explicado que vamos a grabar en vídeo su declaración y que dicha grabación podrá ser usada ante el tribunal si por alguna razón usted no pudiera prestar testimonio. ¿Lo entiende?
—Creo que sí.
—Bien, pues si mira a la cámara mientras habla todo irá sobre ruedas.
—Sí, bien. Creo que hasta ahí llego.
—Estupendo, señora Klopeck. ¿Está tomando actualmente algún tipo de medicación?
Iris miró fijamente a la cámara como si esperara que esta le dijera lo que tenía que responder. Tomaba once pastillas diarias para la diabetes, la tensión, el colesterol, las taquicardias, las piedras del riñón y otras dolencias, pero la única que le preocupaba era el ansiolítico porque podía afectar a su estado mental. Wally le había sugerido que evitara hablar del medicamento en cuestión en caso de que le preguntaran. La sesión no había hecho más que empezar y allí estaba la señorita Karros preguntándole precisamente por eso.
—Desde luego —repuso con una risita tonta—. Tomo un montón de pastillas.
Fueron necesarios quince minutos para detallarlas todas sin ayuda del ansiolítico. Justo cuando había llegado al final de la lista, Iris se acordó de un último medicamento y espetó:
—Ah, y también tomaba Krayoxx, pero lo dejé porque esa cosa mata a la gente.
Wally soltó una sonora carcajada, Oscar también lo encontró gracioso y David reprimió la risa mirando a los chicos de Rogan Rothberg, ninguno de los cuales había esbozado la menor sonrisa. Nadine sonrió y preguntó:
—¿Eso es todo, señora Klopeck?
—Creo que sí —respondió ella, no del todo segura.
—Es decir, no está tomando nada que pueda afectar a su memoria ni a su capacidad de juicio o de responder verazmente.
Iris miró a Wally, que se ocultaba tras su libreta, y durante una fracción de segundo quedó claro que se callaba algo.
—Así es —contestó al fin.
—¿No toma nada para la depresión, el estrés o los ataques de ansiedad?
Fue como si Nadine Karros le hubiera leído el pensamiento y supiera que estaba mintiendo. Iris Klopeck estaba al borde del síncope cuando respondió:
—Normalmente no.
Diez minutos más tarde seguían dándole vueltas a ese «normalmente no», e Iris acabó reconociendo que muy de vez en cuando se tomaba un ansiolítico. Aunque, se mostró bastante evasiva ante los intentos de la señorita Karros para que concretara el uso que hacía de dicho medicamento. Balbuceó cuando llamó a esas pastillas sus «píldoras de la felicidad», pero se mantuvo en sus trece. A pesar de su lengua pastosa y su mirada adormecida, Iris aseguró al muro de abogados de su izquierda que estaba totalmente lúcida y lista para lo que fuera.
Dirección, fechas de nacimiento, familia, educación, ocupación… La deposición no tardó en sumirse en el tedio a medida que Nadine e Iris desmenuzaban la familia Klopeck, haciendo especial énfasis en el fallecido Percy. Cada vez más lúcida, Iris se las arregló para atragantarse dos veces con las lágrimas al hablar de su difunto y adorado marido, que llevaba muerto más de dos años. La señorita Karros sondeó la salud y los hábitos de Percy —fumar, beber, ejercicio, dieta—, y aunque Iris hizo todo lo posible por ponerlo en forma, el retrato que le salió fue el de un hombre obeso y enfermo que se alimentaba de comida basura, bebía demasiada cerveza y rara vez se levantaba del sofá.
—Sí, pero dejó el tabaco —insistió más de una vez Iris.
Al cabo de una hora hicieron una pausa, y Oscar se disculpó alegando que tenía una cita en los tribunales. Wally no acabó de creérselo. Prácticamente había tenido que forzar a su socio para que estuviera presente en las deposiciones y de ese modo pudieran hacer entre los tres una pequeña demostración de fuerza ante las legiones que Rogan Rothberg iba a mandar, por mucho que se pudiera dudar de que la presencia de Oscar Finley lograra inquietar a la defensa. Con su dotación al completo, el lado de la mesa que correspondía a Finley & Figg contaba con tres letrados. Tres metros más allá, Wally había contado ocho.
Siete abogados sentados y tomando notas mientras otro hacía las preguntas. Aquello era ridículo. Sin embargo, mientras Iris seguía parloteando, Wally se dijo que quizá fuera buena señal, que quizá en Varrick estaban muy asustados y habían pedido a Rogan Rothberg que no repararan en gastos. Quizá Finley & Figg tuviera a la empresa contra las cuerdas y no lo supiera.
Cuando retomaron la deposición, Nadine apremió a Iris para que hablara del historial médico de Percy, y Wally desconectó. Seguía molesto con Jerry Alisandros porque este había vuelto a saltarse la comparecencia. En un principio le había comentado que tenía grandes planes y que pretendía asistir a las deposiciones con todos sus colaboradores para hacer una entrada espectacular y plantar a cara a Rogan Rothberg. Sin embargo, una urgencia de última hora, esta vez en Seattle, había sido más importante.
«No es más que una toma de declaración —le había dicho por teléfono a un alterado Wally—, un trámite de lo más corriente».
Sí, de lo más corriente. Iris estaba hablando de una de las hernias de Percy.
El papel de David era limitado. Estaba allí para calentar la silla, y no tenía más que hacer que escribir y leer. Lo que leía era un informe del Departamento de Sanidad sobre intoxicaciones infantiles con plomo.
Muy de cuando en cuando, Wally decía:
—Protesto, plantea conclusiones.
La encantadora señorita Karros se interrumpía hasta que Wally acababa y después decía:
—Puede responder, señora Klopeck.
Y lograba que Iris dijera todo lo que necesitaba oír.
El estricto límite de dos horas impuesto por Seawright se cumplió a rajatabla. La señorita Karros formuló su última pregunta cuando faltaban dos minutos para las once y después dio las gracias a la señora Klopeck por ser tan buena testigo. Iris rebuscó en el bolso, donde guardaba el bote de ansiolíticos. Wally la acompañó hasta la puerta y le aseguró que lo había hecho estupendamente.
—¿Cuándo cree que llegarán a un acuerdo? —preguntó ella en voz baja.
Wally se llevó un dedo a los labios y la sacó de la sala.
La siguiente fue Millie Marino, viuda de Chester y madrastra de Lyle, el heredero de la colección de estampas de béisbol y la primera fuente de información que tuvo Wally acerca del Krayoxx. Millie tenía cuarenta y nueve años, era atractiva, estaba relativamente en forma, iba razonablemente bien vestida y en apariencia no se medicaba. En conjunto ofrecía un acusado contraste con la testigo precedente. Estaba allí para presentar declaración, pero seguía sin estar plenamente convencida de la demanda. Ella y Wally seguían discutiendo sobre el testamento de su difunto esposo, y Millie le había reiterado su amenaza de retirarse de la acción conjunta y buscarse otro abogado. Wally contraatacó comprometiéndose por escrito a una indemnización de un millón de dólares.
La señorita Karros formuló las mismas preguntas. Wally reiteró las mismas objeciones. David siguió leyendo el memorando y pensó: solo seis testigos más y se habrá acabado.
Tras un rápido almuerzo, los abogados se reunieron de nuevo para la deposición de Adam Grand, el encargado de la pizzería cuya madre había fallecido seis meses atrás, después de haber estado medicándose con Krayoxx durante dos años. (Se trataba de la misma pizzería que Wally frecuentaba últimamente en secreto para dejar en los aseos sus folletos de «¡Cuidado con el Krayoxx!»).
Nadine Karros se permitió un descanso y dejó que fuera su segundo, Luther Hotchkin, quien se encargara de tomarle declaración. Debía de haberle pasado las preguntas porque Hotchkin repitió su interrogatorio palabra por palabra.
Durante su insoportable estancia en Rogan Rothberg, David había oído contar muchas historias de la gente del departamento de pleitos. Eran un tema aparte, tipos salvajes que jugaban con importantes cantidades de dinero, corrían enormes riesgos y vivían al límite. En todos los grandes bufetes, la sección de litigios era siempre la más pintoresca y la que contaba con personalidades más marcadas. Eso decían las leyendas urbanas. En ese momento, mientras miraba de hito en hito los rostros de sus adversarios, tenía serias dudas acerca de la veracidad de dichas leyendas. Nada de lo que había vivido como abogado resultaba tan aburrido como asistir a una deposición. Y solo llevaba tres. Casi echaba de menos la emoción de zambullirse en los estados de cuentas de oscuras corporaciones chinas.
La señorita Karros se había tomado un descanso, pero no se perdía detalle. Aquella primera ronda de declaraciones no era más que una pequeña selección, el desfile que debía proporcionarle la oportunidad de conocer y examinar a los ocho testigos para escoger al más adecuado. ¿Podría Iris Klopeck soportar los rigores de un intenso juicio de dos semanas de duración? Seguramente no. Había hecho su declaración estando colocada, y Nadine ya tenía dos colaboradores indagando en su historial médico. Por otra parte, cabía la posibilidad de que algún miembro del jurado sintiera simpatía por ella. Millie Marino sería una gran testigo, pero el caso de su marido, Chester, era el que podía tener mayor relación potencial con la cardiopatía y el fallecimiento.
Nadine y los suyos acabarían de tomar declaración a los testigos, repasarían una y otra vez las grabaciones e irían eliminando poco a poco a los mejores. Ella y sus expertos examinarían a fondo el historial médico de las ocho víctimas y acabarían eligiendo a la más débil. Una vez escogida correrían a presentarse ante el tribunal con una moción implacable y bien argumentada para que se abriera juicio por separado. Luego solicitarían al juez Seawright que se encargara del caso, que lo tramitara por el procedimiento de urgencia y que señalara sin dilación una fecha para un juicio con jurado.
Poco después de las seis de la tarde, David salió a toda prisa del Marriott y casi corrió hasta su coche. Se sentía mentalmente entumecido y necesitaba llenarse los pulmones de aire fresco. Se alejó del centro, se detuvo en el Starbucks de un centro comercial y pidió un expreso doble. Un poco más adelante había una tienda de artículos de fiesta que anunciaba disfraces y prendas varias. Como venía haciendo desde hacía un tiempo, se acercó a echar un vistazo. Últimamente no había tienda de esas características que se les escapara ni a él ni a Helen. Andaban en busca de un lote de Nasty Teeth con el correspondiente envoltorio donde figurara en letra pequeña el nombre de la empresa fabricante. El establecimiento ofrecía la habitual colección de disfraces baratos, artículos de broma, para decorar, juguetes y papel para envolver. Encontró varios dientes de vampiro fabricados en México por una empresa de Tucson llamada Mirage Novelties.
La conocía. Incluso tenía abierto un pequeño expediente sobre ella. No cotizaba en Bolsa y el año anterior había vendido productos por valor de dieciocho millones de dólares. David tenía archivadas unas cuantas empresas especializadas en juguetes baratos, y su búsqueda no dejaba de crecer. Lo que no había logrado encontrar era otro juego de Nasty Teeth.
Pagó tres dólares por unos colmillos más que añadir a su colección y fue en coche hasta el Brickyard Mall, donde se encontró con Helen en un restaurante libanés. Durante la cena no quiso hablarle del día que había tenido —al siguiente le esperaba otro igual—, así que charlaron de las clases de ella y, como no podía ser de otro modo, del nuevo miembro de la familia.
El hospital infantil Lakeshore no estaba lejos de allí. Encontraron la UCI y a Soe Khaing en la sala de visitas. Lo acompañaban varios familiares y se los presentó, pero ni Helen ni David entendieron los nombres. Aquellos birmanos parecían sinceramente conmovidos por el hecho de que los Zinc hubieran pasado a saludar y a interesarse por Thuya.
La situación del niño había cambiado poco durante el último mes. Al día siguiente de haber hablado con Soe y Lwin, David había llamado a uno de los médicos; cuando le hubo mandado copia de los papeles firmados por el padre del muchacho, el hombre estuvo dispuesto a hablar. El estado de Thuya era preocupante. El nivel de plomo acumulado en su cuerpo resultaba sumamente tóxico y le había producido daños generalizados en el hígado, los riñones, el sistema nervioso y el cerebro. Alternaba los momentos de conciencia con los de inconsciencia. Aunque lograra sobrevivir, tendrían que pasar meses o incluso años antes de que los médicos pudieran evaluar el alcance de los daños cerebrales. Sin embargo, lo normal con aquellas dosis de intoxicación era que los niños no sobrevivieran.
David y Helen siguieron a Soe por el pasillo, pasaron ante el mostrador de las enfermeras y se detuvieron frente a una ventana desde donde vieron a Thuya inmovilizado en una pequeña cama y conectado a un complicado entramado de tubos, cables y monitores. Respiraba con la ayuda de una máquina.
—Lo acaricio todos los días. Puede oírme —les dijo Soe, enjugándose una lágrima.
Helen y David se quedaron mirando por la ventana sin saber qué decir.