Al saber que estaba embarazada y que su futuro inmediato lo dedicaría básicamente al niño, Helen empezó a restar importancia a sus estudios. Dejó de asistir a una clase matutina por culpa de los mareos y cada vez le costaba más encontrar la motivación necesaria para acudir a las demás. David insistía con la mayor delicadeza para que no lo dejara, pero ella deseaba tomarse un respiro. Tenía casi treinta y cuatro años y estaba muy emocionada por la idea de ser madre. Su doctorado en historia del arte había pasado a segundo plano.
Una fría mañana de marzo estaban almorzando en un café próximo al campus cuando Toni Vance, la amiga y compañera de estudios de Helen, entró por casualidad. Era diez años mayor que ella y tenía dos hijos adolescentes y un marido que se dedicaba a algo relacionado con el transporte marítimo de contenedores. También tenía a su servicio a aquella sirvienta birmana con un nieto que había sufrido lesiones cerebrales por culpa de una intoxicación con plomo. David había apremiado a Helen para que concertara una reunión, pero la sirvienta no se había mostrado demasiado dispuesta. David había husmeado un poco, procurando no entrometerse en la vida privada de nadie, y había averiguado que el pequeño tenía cinco años y llevaba dos meses en cuidados intensivos en el hospital infantil Lakeshore, en la parte norte de Chicago. Se llamaba Thuya Khaing y era ciudadano norteamericano puesto que había nacido en Sacramento. En cuanto a sus padres, David no había logrado saber nada de su situación como emigrantes. Se suponía que Zaw, la abuela que trabajaba en casa de Toni, estaba en posesión de la tarjeta verde.
—Me parece que ahora Zaw sí estaría dispuesta a hablar contigo —comentó Toni mientras se tomaba su expreso.
—Perfecto. Dime cuándo y dónde —repuso David.
Toni miró el reloj.
—Mi siguiente clase acaba a las dos, y después me iré a casa. ¿Por qué no os pasáis a partir de esa hora?
A las dos y media de la tarde David y Helen aparcaron detrás de un Jaguar estacionado ante una imponente casa de estilo contemporáneo de Oak Park. Fuera lo que fuese lo que hacía el señor Vance con los contenedores, estaba claro que se le daba bien. La construcción sobresalía aquí y allá entre grandes superficies de cristal y mármol pero sin un diseño aparente. Intentaba con todas sus fuerzas ser única y lo lograba plenamente. Al final localizaron la puerta principal y se encontraron con Toni, que había tenido tiempo de cambiarse de ropa y ya no parecía esforzarse por aparentar ser una estudiante de veinte años. Los acompañó a un solario con el techo de cristal y una gran vista del cielo y las nubes. Al cabo de un momento entró Zaw con un servicio de café para tres. Toni la presentó.
Era la primera vez que David conocía a una birmana, pero le calculó unos sesenta años de edad. Con su uniforme de sirvienta se la veía menuda. Tenía el cabello corto y canoso y un rostro que parecía petrificado en una sonrisa permanente.
—Habla un inglés correctísimo —dijo Toni—. Por favor Zaw, siéntese con nosotros.
La mujer tomó asiento en una pequeña silla, cerca de su jefa.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Estados Unidos, Zaw? —le preguntó David.
—Veinte años.
—¿Y tiene familia aquí?
—A mi marido, que trabaja en Sears, y también a mi hijo, que está empleado en una maderera.
—¿Y él es el padre de su nieto que ahora mismo se encuentra en el hospital?
Zaw asintió lentamente. La sonrisa desapareció de su rostro ante la mención del chico.
—¿El niño tiene hermanos o hermanas?
—Dos hermanas —contestó alzando dos dedos.
—¿Y también han estado enfermas?
—No.
—De acuerdo. ¿Puede explicarme qué ocurrió cuando su nieto se puso enfermo?
Zaw miró a Toni, que le dijo:
—No pasa Nada, Zaw. Puedes confiar en estas personas. El señor Zinc necesita que le expliques lo sucedido.
La mujer asintió de nuevo y empezó a hablar sin levantar la vista del suelo.
—Estaba muy cansado todo el tiempo, dormía mucho, y después le dolió mucho aquí. —La mujer se tocó el vientre—. Incluso lloraba de lo que le dolía. Luego empezaron los vómitos, vomitaba todos los días y adelgazó mucho. Lo llevamos al médico y el doctor ordenó su ingresó en el hospital, donde lo tienen dormido. —Se llevó la mano a la cabeza—. Creen que tiene un problema en el cerebro.
—¿El médico le dijo que se trataba de una intoxicación con plomo?
Zaw hizo un gesto afirmativo con la cabeza y respondió sin vacilar:
—Sí.
David también asintió mientras asimilaba la información.
—¿Su nieto vive con usted?
—En el piso de al lado.
David miró a Toni y le preguntó:
—¿Sabes dónde vive Zaw?
—En Rogers Park. Es un antiguo conjunto de viviendas. Creo que todos los que viven allí son birmanos.
David se volvió hacia la sirvienta.
—Zaw, ¿me permitiría usted que echara un vistazo a la casa donde vive su nieto?
—Sí —contestó ella, afirmando con la cabeza.
—¿Para qué necesitas ver esa casa? —quiso saber Toni.
—Para encontrar la fuente de la intoxicación con plomo. Podría estar en la pintura de las paredes o en la de algún juguete. Incluso podría estar en el agua. Debería verlo.
Zaw se levantó y dijo:
—Disculpen un momento.
Al cabo de unos segundos volvió a entrar con una pequeña bolsa de plástico de la que sacó un juego de dientes de plástico rosa con un par de grandes colmillos de vampiro.
—Le gustaban mucho —explicó—. Siempre estaba asustando a sus hermanas con ellos y haciendo ruidos raros.
David cogió la baratija. Era de plástico duro y parte de la pintura se había desconchado.
—¿Vio a su nieto jugar con ellos?
—Sí, muchas veces.
—¿Desde cuándo los tiene?
—Desde el año pasado, en Halloween. No sé si esto hizo que enfermara, pero los usaba todo el tiempo. Rosas, verdes, negros, azules… De muchos colores.
—¿O sea que hay todo un juego?
—Sí.
—¿Dónde están los demás?
—En casa.
Había oscurecido y estaba empezando a nevar cuando David y Helen localizaron el parque de viviendas. Eran unas construcciones de madera y papel embreado de los años sesenta, con unos pocos ladrillos en los peldaños de entrada y unos cuantos arbustos repartidos aquí y allá. Todas las viviendas eran de dos plantas, y algunas estaban tapiadas y evidentemente abandonadas. Se veían algunos vehículos, viejos coches importados de Japón. Era fácil imaginar que, de no haber sido por los tenaces esfuerzos de aquellos inmigrantes birmanos, haría tiempo que todo aquel lugar habría sido demolido.
Zaw los esperaba en el 14 B y los condujo al 14 C contiguo. Los padres de Thuya no aparentaban tener más de veinte años, pero en realidad estaban más cerca de los cuarenta. Parecían exhaustos, tristes y asustados, como habría estado cualquier padre en su lugar. Se sentían agradecidos de que un abogado hubiera ido a verlos a su casa, pero al mismo tiempo aterrados ante un sistema legal que no conocían ni entendían. La madre, Lwin, se apresuró a preparar y servir un poco de té. El padre era hijo de Zaw y se llamaba Soe. Como hombre de la casa llevaba la voz cantante. Hablaba un inglés decente, mucho mejor que el de su esposa. Tal como Zaw había dicho, trabajaba en una empresa maderera. Su mujer limpiaba oficinas en el centro. Helen y David se dieron cuenta enseguida de que habían hablado largo y tendido mucho antes de que ellos llegaran.
La vivienda estaba escasamente amueblada, pero limpia y ordenada. El único elemento decorativo era una gran foto de Aung Sang Suu Kui, la ganadora del premio Nobel de la Paz de 1991 y famosa disidente birmana. Algo hervía en la cocina y propagaba un penetrante aroma a cebolla. Antes de apearse del coche, los Zinc habían jurado que no se quedarían a cenar en el improbable caso de que los invitaran.
Lwin sirvió el té en unas tazas diminutas. Tras el primer sorbo, Soe preguntó:
—¿Por qué desean hablar con nosotros?
David tomó un poco de té, deseó no tener que repetir la experiencia y contestó:
—Porque si su hijo ha sufrido realmente una intoxicación con plomo y si el plomo ha salido de algo que hay en esta vivienda, entonces es posible, y subrayo lo de «posible», que podamos demandar al fabricante de ese producto tan peligroso. Me gustaría investigar el asunto, pero no puedo prometerles nada.
—¿Está diciendo que podrían darnos dinero?
—Quizá. Al menos ese es el propósito de una demanda. Pero primero hay que averiguar más cosas.
—¿Cuánto dinero?
Llegado a este punto, Wally les habría prometido cualquier cosa. David lo había oído asegurar —prácticamente garantizar— un millón o más a sus clientes del Krayoxx.
—No sabría qué responder a eso —contestó—. Es demasiado pronto. Me gustaría investigar un poco e ir paso a paso.
Helen contemplaba a su marido con admiración. Estaba haciendo un buen trabajo en un terreno en el que carecía de experiencia. En Rogan Rothberg nunca había visto una demanda.
—De acuerdo —dijo Soe—. ¿Y ahora qué?
—Dos cuestiones —repuso David—. La primera es que me gustaría echar un vistazo a las pertenencias de Thuya, a sus libros, a sus juguetes, a su cama, a cualquier cosa que pueda haber sido la fuente de la intoxicación. La segunda es que necesito que me firme unos papeles que me permitan tener acceso a sus antecedentes médicos.
Soe hizo un gesto afirmativo a Lwin, que rebuscó en una pequeña caja y sacó una bolsa de plástico con cierre hermético. La abrió y depositó en la mesita auxiliar cinco pares de dientes y colmillos de pega, azules, negros, verdes, púrpuras y rojos. Zaw añadió los rosas que había mostrado a David aquella tarde y el juego quedó completo.
—Se llaman Nasty Teeth —dijo Soe.
David contempló la colección de Nasty Teeth y por primera vez experimentó una punzada de excitación ante una posible demanda. Cogió los verdes. Eran de plástico duro, pero lo bastante flexibles para que se pudieran abrir y cerrar con facilidad. Le costó muy poco imaginar al hermanito pequeño con aquellos dientes, gruñendo y asustando a sus hermanas.
—¿Su hijo jugaba con esto? —preguntó David.
Lwin asintió apesadumbrada.
—Le gustaban mucho —añadió el padre—. No se los quitaba de la boca. Una noche incluso intentó cenar con los dientes puestos.
—¿Quién los compró? —inquirió David.
—Yo —repuso Soe—. Le compré unas cuantas cosas para Halloween, baratijas.
—¿Dónde las adquirió? —preguntó David, que contuvo el aliento y rezó para que la respuesta fuera Walmart, Kmart, Target, Sears, Macy’s o cualquier otra cadena de almacenes con la caja bien llena.
—En un mercadillo.
—¿Cuál?
—En Big Mall, cerca de Logan Square.
—Seguramente se refiere a Mighty Mall —lo corrigió Helen, y David notó que su entusiasmo se esfumaba.
Mighty Mall era una mezcolanza de edificios de metal que albergaban un laberinto de tenderetes y puestos de venta abarrotados donde uno podía encontrar desde casi cualquier objeto de curso legal hasta artículos del mercado negro: ropa barata, enseres para la casa, viejos discos, artículos de deporte, CD piratas, libros usados, bisutería, juguetes, juegos, lo que fuera. Los precios reventados atraían a muchos compradores, todas las operaciones se hacían en efectivo, y las facturas y recibos no se consideraban una prioridad.
—¿Venían en un paquete? —preguntó David.
Un paquete proporcionaba el nombre del fabricante y con suerte del importador.
—Sí, pero no lo tenemos —repuso Soe—. Acabó en la basura el primer día.
—No paquete —añadió Lwin.
La vivienda tenía dos dormitorios. Uno lo usaban los padres; el otro, los hijos. David siguió a Soe mientras las mujeres se quedaban en el salón. La cama de Thuya era un pequeño colchón en el suelo, junto al de sus hermanas. Los niños tenían una estantería pequeña y barata llena de libros para colorear y de cómics. En el suelo había una caja con juguetes de chico.
—Aquí están —dijo Soe, señalando la caja.
—¿Me permite que eche un vistazo?
—Por favor.
David se agachó y examinó lentamente el contenido de la caja: soldados de plástico, coches de carreras, aviones, una pistola y unas esposas; el revoltijo de juguetes baratos típicos de un niño de cinco años. Se levantó y dijo:
—Los examinaré a fondo más tarde. Por el momento asegúrese de que nadie tire nada.
Regresaron al salón. Los Nasty Teeth volvían a estar en la bolsa hermética. David les explicó que se los mandaría a un experto en intoxicaciones de plomo para que los analizara. Si aquellos dientes contenían realmente cantidades prohibidas de aquel metal, podrían reunirse de nuevo y hablar de la demanda. Advirtió a la familia que tal vez fuera difícil identificar al fabricante e hizo lo posible por atemperar el entusiasmo ante la idea de que algún día recibieran una indemnización. Cuando David y Helen se marcharon, Zaw, Soe y Lwin parecían tan confundidos y aprensivos como cuando habían llegado. Soe se dispuso a ir al hospital para pasar la noche con su hijo.
A la mañana siguiente, David envió los Nasty Teeth por mensajería urgente a un laboratorio de Akron. Su director, el doctor Biff Sandroni, era un experto en intoxicaciones de plomo infantiles. David le mandó también un cheque de dos mil quinientos dólares procedentes no de Finley & Figg, sino de su propia cuenta bancaria. Todavía no había hablado del caso con sus socios y no tenía intención de hacerlo hasta saber más.
Sandroni llamó dos días después para decir que había recibido el paquete y el cheque y que tardaría una semana más o menos en empezar con los análisis. Estaba muy interesado porque nunca había visto un juguete diseñado para llevarlo en la boca. Por una razón u otra, todos los que analizaba eran juguetes que los niños acababan mordisqueando. Los lugares de origen más probables eran China, México y la India, pero sin el paquete, iba a ser prácticamente imposible determinar el fabricante o el importador.
Sandroni era hablador y prosiguió con su charla. Le contó sus casos más importantes y afirmó repetidamente que le encantaban las salas de los tribunales y que era el responsable de condenas multimillonarias. Llamó a David por su nombre de pila e insistió en que este lo llamara Biff[2]. David no recordaba a nadie con semejante nombre. La fanfarronada lo habría preocupado de no haber sido porque había buscado a conciencia a su experto. El doctor Sandroni era un luchador con un currículo impecable.
A las siete de la mañana del sábado siguiente, David y Helen se dirigieron al Mighty Mall y dejaron el coche en un aparcamiento abarrotado. El tráfico era intenso, y el lugar ya estaba lleno de gente. En el exterior la temperatura era de un grado bajo cero, y dentro no hacía mucho más calor. Hicieron una cola para comprar algo de beber, consiguieron dos vasos de cacao caliente y empezaron a buscar. A pesar del caótico aspecto, el mercado no carecía de cierta organización. Los puestos de comida, que atraían a la gente con delicias como Pronto Pups, donuts y algodón de azúcar, estaban cerca de la parte delantera. Seguían una serie de tenderetes que vendían ropa y zapatos baratos. Los libros usados, la bisutería, los recambios para coche y los muebles ocupaban otro largo pasillo.
Los compradores, al igual que los vendedores, eran de todo tipo y color. Además del inglés y el español se oían otros idiomas, algunos asiáticos, otros africanos y también alguna que otra ruidosa voz, seguramente rusa.
David y Helen se desplazaron con la multitud y fueron deteniéndose cada vez que veían algo de interés. Al cabo de una hora y con el cacao casi frío encontraron la zona dedicada a los enseres de casa y juguetes. Había tres puestos que ofrecían cientos de baratijas, pero nada que se pareciera a los Nasty Teeth. Tanto David como Helen sabían que faltaba mucho para Halloween y que no era probable que hallaran disfraces ni artículos de miedo.
David cogió un paquete que contenía tres dinosaurios diferentes: todos ellos suficientemente pequeños para que un recién nacido pudiera masticarlos, pero no lo bastante para que se los tragara. Los tres eran de distintos tonos verdosos. Únicamente un científico como Sandroni tenía los medios para rascar la pintura y analizar su contenido de plomo. No obstante, tras un mes de indagaciones exhaustivas, David estaba convencido de que la mayoría de los juguetes baratos estaban contaminados. Los dinosaurios los comercializaba Larkette Industries, de Mobile, Alabama, y habían sido fabricados en China. Recordaba haber visto el nombre de Larkette como demandado en más de una denuncia.
Mientras sostenía los dinosaurios pensó en lo absurdo que era todo aquello. Un juguete barato se fabricaba al otro lado del mundo por unos centavos y se decoraba con pintura de plomo. Luego se importaba a Estados Unidos y circulaba por el sistema de distribución hasta llegar allí, a un gigantesco mercadillo donde se vendía por un dólar con noventa y nueve y lo compraba alguien con escasos medios, que se lo llevaba a casa y se lo regalaba a su hijo. Este lo mordisqueaba y acababa en el hospital con una lesión cerebral y destrozado de por vida. ¿De qué servían tantas leyes, normativas, inspectores y burócratas para la protección del consumidor?
Y eso por no hablar de los cientos de miles de dólares que costaba mantener a esa pobre criatura conectada a un respirador artificial.
—¿Lo va a comprar? —preguntó de mala manera la menuda mujer de origen hispano.
—No, gracias —contestó David saliendo de su ensimismamiento.
Dejó los dinosaurios en el montón y se alejó.
—¿Alguna señal de los Nasty Teeth? —preguntó a Helen cuando la alcanzó.
—Ni una.
—Me estoy helando. Vámonos de aquí.