David Zinc se apeó del tren L en Quincy Station, en el centro de Chicago, y se las arregló para bajar como pudo los peldaños que conducían a Wells Street. Pero algo le pasaba en los pies. Los notaba cada vez más pesados, y sus pasos eran cada vez más lentos. Se detuvo en la esquina de Wells con Adams y se miró los zapatos en busca de una respuesta. Nada: eran los mismos zapatos negros de cordones que calzaban todos los abogados del bufete, incluidas algunas mujeres. Le costaba trabajo respirar y, a pesar del frío, notaba sudor en las axilas. Tenía treinta y un años, demasiado joven para sufrir un ataque al corazón. A pesar de que se encontraba exhausto desde los últimos cinco años, había aprendido a vivir con su fatiga. O al menos eso creía. Dobló la esquina y contempló la Trust Tower: el reluciente monumento fálico que se alzaba hasta los trescientos metros de altura, entre las nubes y la bruma. Cuando se detuvo a mirar, el corazón se le aceleró y sintió náuseas. Los peatones lo rozaban al pasar junto a él. Cruzó Adams dejándose arrastrar por el gentío y siguió caminando con suma pesadez.
El vestíbulo de la Trust Tower era alto y despejado, decorado con abundante mármol y vidrio y una escultura incomprensible, la cual, aunque hubiera sido diseñada para inspirar calidez, en realidad resultaba fría e intimidante, al menos para David. Seis escaleras mecánicas se entrecruzaban y transportaban una multitud de cansados guerreros hacia sus cubículos y despachos. David lo intentó, pero sus pies no quisieron llevarlo hasta ellas. Así pues se sentó en un gran sofá de piel, junto a un montón de grandes rocas pintadas, e intentó comprender qué le estaba ocurriendo. La gente iba de un lado a otro con prisas, con cara de pocos amigos y aspecto estresado, y eso que solo eran las siete y media de aquella deprimente mañana.
Un «crac» no es desde luego un término médico. Los expertos utilizan expresiones más sofisticadas para describir el instante en que una persona agobiada por los problemas sobrepasa su límite. Aun así, un crac señala un momento muy concreto. Puede ocurrir en una fracción de segundo, como resultado de un suceso especialmente traumático. O puede ser la gota que colma el vaso, la lamentable culminación de una presión que se va acumulando hasta que tanto la mente como el cuerpo necesitan buscar una salida. El de David Zinc fue de estos últimos. Tras cinco años trabajando a destajo con unos colaboradores a los que despreciaba, algo le sucedió aquella mañana, mientras estaba sentado junto a las piedras pintadas y contemplaba cómo los zombis elegantemente vestidos subían para entregarse a una nueva jornada de trabajo inútil. Se derrumbó.
—Hola, Dave, ¿subes? —le preguntó alguien.
Era Al, de antitrust.
Dave se las arregló para sonreír, asentir y farfullar algo. A continuación, se levantó y lo siguió por alguna razón desconocida. Al iba un paso por delante y hablaba del partido de los Blackhawks de la noche anterior cuando subieron a la escalera. Dave se limitó a asentir mientras ascendían por el vestíbulo. Por debajo de él, siguiéndolo, había decenas de figuras embutidas en abrigos oscuros, más abogados jóvenes que subían, callados y sombríos como los portadores de un féretro en un funeral invernal. David y Al se unieron a un grupo ante uno de los ascensores del primer piso. Mientras esperaban, David escuchó las charlas sobre hockey, pero la cabeza le daba vueltas y volvía a tener náuseas. Entraron rápidamente en el ascensor y permaneció hombro con hombro junto a muchos otros como él. Silencio. Al se había callado. Nadie hablaba y todos evitaban mirarse entre ellos.
David se dijo: esta es la última vez que subo en este ascensor. Lo juro.
El ascensor osciló levemente, zumbó y se detuvo en la planta ochenta, territorio de Rogan Rothberg. Bajaron tres abogados, tres rostros que David había visto con anterioridad pero cuyos nombres desconocía, lo cual no era nada raro porque el bufete tenía seiscientos abogados repartidos entre los pisos setenta y cien. Otros dos trajes oscuros salieron en el ochenta y cuatro. A medida que seguían subiendo, David empezó primero a sudar y después a hiperventilar. Su diminuto despacho se encontraba en la planta noventa y tres, y cuanto más se acercaba, con más violencia le latía el corazón. En los pisos noventa y noventa y uno se apearon más figuras sombrías. David se sentía más débil con cada parada.
Cuando llegaron a la planta noventa y tres, solo quedaban tres personas: David, Al y una mujer a la que todos llamaban Lurch[1], aunque ella no lo sabía. El ascensor se detuvo, sonó una campanilla, las puertas se abrieron silenciosamente y Lurch salió, seguida de Al. David, en cambio, era incapaz de moverse. Pasaron unos segundos. Al se volvió y dijo:
—Eh, David, es nuestra planta. Vamos.
No recibió respuesta de David, solo la mirada ausente y vacía de quien está en otra parte. Las puertas empezaron a cerrarse, y Al las bloqueó con su maletín.
—¿Te encuentras bien, David? —preguntó.
—Claro —farfulló este mientras lograba ponerse en marcha.
Las puertas se abrieron de nuevo al son de la campanilla y David salió al rellano, donde se detuvo y miró con nerviosismo a su alrededor, como si fuera la primera vez que lo veía. En realidad, apenas habían transcurrido diez horas desde que se había marchado de allí.
—Estás pálido —le dijo Al.
La cabeza le daba vueltas. Oía la voz de Al, pero no entendía nada de lo que le decía. Lurch estaba a unos metros de distancia, perpleja, mirándolos como si estuviera observando el resultado de un accidente automovilístico. La campanilla volvió a sonar, esta vez con un tono distinto, y las puertas del ascensor empezaron a cerrarse. Al le dijo algo más e incluso le tendió una mano como si quisiera ayudarlo. De repente, David dio media vuelta y sus pesados pies cobraron vida. Corrió hacia el ascensor y se lanzó dentro de cabeza, justo antes de que las puertas se cerraran del todo. Lo último que oyó en el rellano fue la asustada voz de Al.
Cuando el ascensor comenzó a bajar, David Zinc se echó a reír. El mareo y las náuseas habían desaparecido. Igual que el peso que le oprimía el pecho. ¡Lo estaba consiguiendo! Estaba abandonando la fábrica de esclavos de Rogan Rothberg y diciendo adiós a una pesadilla. De entre todos los miserables asociados y colaboradores júnior de los rascacielos del centro de Chicago, él y solo él, David Zinc, había tenido el valor de marcharse aquella lúgubre mañana. Se sentó en el suelo del vacío ascensor y contempló con una sonrisa cómo los números de los pisos descendían en el brillante marcador digital mientras luchaba por controlar sus pensamientos. La gente. Primero, su esposa, una mujer a la que descuidaba y que deseaba quedarse embarazada, pero que no lo lograba porque su marido estaba demasiado cansado para el sexo. Segundo, su padre, un juez prominente que prácticamente lo había obligado a estudiar derecho, y no en una universidad cualquiera, sino en Harvard, porque allí era donde había estudiado él. Tercero, su abuelo, el tirano de la familia, que había levantado un mega-bufete en Kansas partiendo de la nada y que, a los ochenta y dos años, seguía dedicándole diez horas diarias. Y cuarto, Roy Barton, su socio supervisor, su jefe, un tipo malhumorado e incordiante que se pasaba todo el día gritando y maldiciendo y que sin duda era la persona más rastrera que había conocido. Cuando pensó en Barton, se echó a reír de nuevo.
El ascensor paró en el piso ochenta. Dos secretarias se dispusieron a entrar, pero se detuvieron un instante cuando vieron a David sentado en un rincón, con el maletín a su lado. Pasaron con cuidado por encima de sus piernas y esperaron a que las puertas se cerraran.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó una de ellas.
—Muy bien —repuso él—. ¿Y usted?
No hubo respuesta. Las dos secretarias permanecieron inmóviles y en silencio durante el breve descenso y salieron a toda prisa en el piso setenta y siete. Cuando David se encontró solo de nuevo, lo asaltó una preocupación: ¿y si iban tras él? Estaba seguro de que Al correría a ver inmediatamente a Barton para informarlo de que él, David Zinc, había sufrido una crisis nerviosa. ¿Qué haría Barton entonces? A las diez tenían prevista una reunión crucial con un cliente especialmente descontento, un alto ejecutivo muy importante. En realidad, tal como David llegaría a pensar más adelante, aquel enfrentamiento era precisamente la gota definitiva y la responsable de su derrumbamiento. Roy Barton no solo era un gilipollas desagradable, sino también un cobarde que necesitaba a David y los demás para esconderse tras ellos cuando el ejecutivo apareciera con su larga lista de agravios más que justificados.
Cabía la posibilidad de que Barton enviara tras él a los de seguridad. Estos eran el habitual contingente de guardias uniformados de la puerta, pero también todo un tinglado de espionaje interno que se movía entre las sombras y se encargaba de cambiar cerraduras, grabar en vídeo y desarrollar todo tipo de actividades encubiertas pensadas para mantener a raya a los abogados. Se puso en pie de un salto, cogió el maletín y miró fijamente los dígitos que parpadeaban en el panel. El ascensor oscilaba ligeramente mientras bajaba hacia el centro de la Trust Tower. Cuando se detuvo, David salió y se dirigió hacia las escaleras mecánicas, que seguían llenas de individuos que subían en silencio con aire entristecido. Las de bajada estaban casi vacías, y David corrió hacia ellas.
—¡Eh, David! ¿Adónde vas? —preguntó alguien a lo lejos.
David se limitó a sonreír y saludar con la mano en la dirección de la voz, como si todo estuviera bajo control. Pasó ante la extraña escultura y las piedras pintadas y salió por una puerta de vidrio. Estaba fuera. El aire que antes le había parecido húmedo y deprimente en esos momentos contenía la promesa de un nuevo comienzo.
Respiró hondo y miró en derredor. Tenía que seguir caminando. Echó a andar a paso ligero por LaSalle Street, temeroso de volver la vista atrás. Procura no parecer sospechoso, se dijo; estate tranquilo, este es uno de los días más importantes de tu vida, de modo que no lo estropees. No podía ir a su casa porque no estaba preparado para semejante confrontación. No podía recorrer las calles indefinidamente porque tarde o temprano se toparía con alguien conocido. ¿Dónde podía esconderse un rato para aclarar la mente, poner en orden sus ideas y trazar un plan? Miró la hora: las siete y cincuenta y un minutos. La hora perfecta para desayunar. Un poco más abajo, en la misma calle, vio el parpadeante rótulo de neón verde y rojo de Abner’s, aunque al acercarse no supo si se trataba de un bar o una cafetería. Cuando alcanzó la puerta miró por encima del hombro, se aseguró de que no había nadie de seguridad a la vista y entró en el cálido y oscuro mundo de Abner’s.
Era un bar. Los reservados de la derecha se hallaban vacíos, y las sillas estaban apiladas, encima de las mesas, con las patas hacia arriba, a la espera de que alguien limpiara el suelo. Abner se encontraba detrás de la larga y pulida barra. Al verlo sonrió burlonamente, como si pensara: ¿qué demonios haces tú por aquí?
—¿Está abierto? —preguntó David.
—¿La puerta estaba cerrada? —replicó Abner, que llevaba un delantal blanco y secaba una jarra de cerveza.
Tenía unos antebrazos musculosos y velludos, y a pesar de sus rudas maneras, su rostro era el de un barman veterano que había visto y oído todo lo que se podía ver y oír en la profesión.
—Creo que no.
David se acercó lentamente a la barra, miró a su derecha y al fondo vio a un hombre que aparentemente se había desmayado sin soltar la bebida. Se quitó el abrigo gris oscuro y lo colgó en el respaldo de uno de los taburetes. Acto seguido se sentó y contempló la colección de botellas de licor que se alineaban ante él, los espejos, los tiradores de cerveza a presión y los innumerables vasos que Abner tenía perfectamente ordenados. Cuando por fin estuvo instalado preguntó:
—¿Qué me recomienda para antes de las ocho de la mañana?
Abner echó un vistazo al parroquiano desmayado con la cabeza en la barra.
—¿Qué tal un poco de café? —repuso.
—Ya me he tomado uno. ¿Sirve desayunos?
—Pues sí. Los llamo Bloody Mary.
—Tomaré uno.
Rochelle Gibson vivía en un apartamento de renta limitada con su madre, una de sus hijas, dos nietos y una combinación variada de sobrinas y sobrinos a la que a veces se sumaba algún primo necesitado de cobijo. Para huir del caos, a menudo buscaba refugio en la oficina, aunque a veces esta era todavía peor que su casa. Llegaba al trabajo todos los días alrededor de las siete y media de la mañana. Abría la puerta, recogía los periódicos del porche, encendía las luces, ajustaba el termostato, preparaba café y comprobaba que CA, el perro del bufete, estuviera bien. Solía canturrear o tararear algo en voz baja mientras realizaba sus tareas rutinarias. Aunque nunca lo habría reconocido ante sus jefes, se sentía bastante orgullosa de ser la secretaria de un despacho de abogados, incluso de uno como Finley & Figg. Siempre que le preguntaban por su trabajo o profesión se apresuraba a contestar que era «secretaria legal», no una secretaria cualquiera, sino de un bufete. Lo que le faltaba en concepto de formación académica lo compensaba con experiencia. Ocho años de práctica en aquel despacho en mitad de una calle con tanta actividad le habían enseñado muchas cosas acerca del derecho y aún más a propósito de los abogados.
CA era un chucho que vivía en la oficina porque nadie estaba dispuesto a llevárselo a casa. Pertenecía a los tres —a Rochelle, Oscar y Wally— a partes iguales, pero eso no impedía que toda la responsabilidad recayera en ella. Se trataba de un fugitivo que había elegido F&F como su hogar varios años atrás. Durante el día dormitaba en un pequeño colchón junto a Rochelle y durante la noche merodeaba por la oficina haciendo de vigilante. Era un aceptable perro guardián y con sus ladridos había logrado ahuyentar a unos cuantos ladrones, gamberros e incluso a algún que otro cliente descontento.
Rochelle le dio de comer y le llenó el bebedero. Luego fue a la pequeña nevera y sacó un yogur de fresa. Cuando el café estuvo listo, se sirvió una taza y arregló su mesa, que siempre mantenía escrupulosamente ordenada. Era de acero cromado y vidrio, recia e imponente y lo primero que veían los clientes al entrar. El despacho de Oscar también estaba bastante ordenado, pero el de Wally era un vertedero. Sus jefes podían ocuparse de sus asuntos a puerta cerrada, pero ella trabajaba a la vista de todos.
Desplegó el Chicago Sun-Times y empezó por la primera página. Leyó despacio y se fue tomando el yogur, entre pequeños sorbos de café, mientras CA dormitaba tras ella. Rochelle disfrutaba de aquel momento de tranquilidad a primera hora de la mañana. Los teléfonos no tardarían en sonar, los jefes aparecerían y con suerte llegarían los clientes, algunos con cita previa y otros sin.
Oscar Finley salía todas las mañanas de su casa a las siete con tal de alejarse de su esposa, pero rara vez llegaba al despacho antes de las nueve. Dedicaba esas dos horas a recorrer la ciudad. Aprovechaba para detenerse en una comisaría de policía, donde un primo suyo le entregaba una copia de los partes de accidentes; luego se acercaba a saludar a los conductores de la grúa para enterarse de las últimas colisiones, tomaba un café con el propietario de dos funerarias baratas, llevaba rosquillas a los bomberos, charlaba con los conductores de ambulancia y, de vez en cuando, hacía la ronda por sus hospitales favoritos, donde examinaba con ojo profesional a los que habían resultado heridos por la negligencia ajena.
Oscar llegaba a las nueve, pero con Wally, que llevaba una vida mucho menos organizada, nunca se sabía. Podía aparecer a las siete y media, rebosante de cafeína y Red Bull y dispuesto a demandar a cualquiera que se le pusiera por delante, o podía dejarse caer a las once, resacoso y con los ojos enrojecidos para encerrarse en su despacho.
Sin embargo, aquel trascendental día, Wally llegó pocos minutos antes de las ocho, con una gran sonrisa y la mirada despejada.
—Buenos días, señora Gibson —dijo lleno de energía.
—Buenos días, señor Figg —respondió ella de la misma manera.
En Finley & Figg el ambiente siempre era tenso, y las discusiones saltaban al menor comentario de más. Las palabras se escogían con esmero y eran recibidas con cautela. Los intrascendentes saludos matutinos se manejaban con cuidado porque siempre podían encerrar una emboscada. Incluso el uso de los términos «señor» y «señora» resultaba artificial y tenía su historia. En la época en que Rochelle no era más que una simple clienta, Wally cometió el error de referirse a ella llamándola «nena». Le dijo algo como «mira, nena, estoy haciendo todo lo que puedo». Sin duda no pretendía ofender, pero la reacción de Rochelle fue tajante e insistió en que a partir de entonces la llamaran siempre «señora Gibson».
Lo que la irritaba ligeramente era que le hubieran interrumpido su momento de soledad. Wally se acercó a CA y le acarició la cabeza. Luego, mientras iba por café, preguntó:
—¿Alguna novedad en el periódico?
—No —respondió ella, sin ganas de comentar las noticias.
—No me sorprende.
Era la primera puya del día. Ella leía el Chicago Sun-Times, y él, el Tribune; de modo que cada uno consideraba que los gustos informativos del otro eran poco menos que deplorables.
La segunda puya llegó poco después, cuando Wally reapareció y preguntó:
—¿Quién ha preparado el café?
Rochelle hizo caso omiso.
—Está un poco flojo, ¿no cree?
Ella se limitó a pasar la página y tomar un poco de yogur.
Wally sorbió el café ruidosamente, chasqueó los labios e hizo una mueca como si acabara de tragar vinagre. A continuación cogió el diario y se sentó a la mesa. Antes de que a Oscar le adjudicaran el chalet en un juicio, alguien había tirado varias de las paredes de la planta inferior para crear una zona de recepción lo más despejada posible. Rochelle tenía su espacio a un lado, cerca de la puerta. A unos pocos metros había una serie de sillas para que los clientes pudieran esperar y una mesa larga que en su momento alguien había utilizado para comer. Con el tiempo, la mesa se había convertido en el sitio donde todos leían el periódico, tomaban café e incluso anotaban declaraciones. Dado que su despacho estaba hecho una pocilga, a Wally le gustaba matar ahí el tiempo.
Abrió su Tribune lo más ruidosamente posible. Rochelle no le prestó atención alguna y siguió tarareando.
Pasaron unos minutos y sonó el teléfono. La señora Gibson hizo como si no lo oyera. Al tercer timbrazo, Wally bajó el periódico y dijo:
—¿Quiere hacer el favor de contestar, señora Gibson?
—No —respondió ella, escuetamente.
El teléfono sonó por cuarta vez.
—¿Y por qué no? —quiso saber Wally.
Rochelle hizo caso omiso. Tras el quinto timbrazo, Wally arrojó a un lado el periódico, se puso en pie y fue hacia el teléfono de pared que había cerca de la fotocopiadora.
—Yo, que usted, no lo haría —lo advirtió la señora Gibson.
Wally se detuvo.
—¿Por qué no?
—Es un cobrador de facturas.
—¿Cómo lo sabe? —Wally miraba la pantalla, donde aparecían las palabras «Número desconocido».
—Lo sé. Llama todas las semanas a esta hora.
El teléfono calló. Wally regresó a la mesa y a su periódico y se ocultó tras él mientras se preguntaba qué factura estaría pendiente de pago y qué proveedor podía estar lo bastante furioso para llamar al bufete y reclamar. Rochelle lo sabía, naturalmente, porque se encargaba de llevar la contabilidad y estaba al corriente de casi todo; aun así, Wally prefería no preguntarle. Si lo hacía, acabarían discutiendo acerca de las facturas impagadas, los honorarios no cobrados y la escasez de dinero en general. La cosa podía degenerar rápidamente en una acalorada discusión acerca de las estrategias del bufete, su futuro y las limitaciones de sus socios.
Nadie deseaba algo así.
Abner se enorgullecía de sus Bloody Mary. Utilizaba cantidades cuidadosamente medidas de zumo de tomate, vodka, rábano picante, limón, lima, salsa Worcestershire, pimienta, tabasco y sal. Para rematar, añadía siempre dos aceitunas y una ramita de apio.
Hacía mucho que David no disfrutaba de un desayuno tan estupendo. Tras haber consumido rápidamente dos de las creaciones de Abner, sonreía como un tonto y se sentía orgulloso de su decisión de tirarlo todo por la borda. El borracho del extremo de la barra había empezado a roncar, y en el bar no había más clientes. Abner se ocupaba de sus asuntos e iba de un lado para otro; lavaba y secaba vasos, hacía inventario de los licores y comprobaba los tiradores de la cerveza sin dejar de hacer comentarios sobre los temas más variados.
El teléfono de David sonó por fin. Era su secretaria, Lana.
—¡Vaya por Dios! —exclamó David.
—¿Quién es? —preguntó Abner.
—De mi despacho.
—Un hombre tiene derecho a desayunar, ¿no?
David sonrió traviesamente y contestó la llamada.
—Sí…
—David, ¿dónde estás? —preguntó Lana—. Son las ocho y media.
—Llevo reloj, cariño. Estoy desayunando.
—¿Te encuentras bien? Por ahí van diciendo que han visto cómo te metías de cabeza en el ascensor de bajada.
—Es solo un rumor, cariño, solo un rumor.
—Bien. ¿A qué hora volverás? Roy Barton ha llamado preguntando por ti.
—Déjame que acabe de desayunar, ¿quieres?
—Claro, pero tenme al corriente.
David dejó el teléfono, dio un largo sorbo a su bebida y declaró:
—Prepáreme otro.
Abner lo miró con aire cauteloso.
—¿No prefiere tomárselo con calma?
—Es justo lo que estoy haciendo.
—De acuerdo. —Abner cogió un vaso limpio y empezó a combinar los ingredientes—. Supongo que hoy no piensa aparecer por el despacho.
—Exacto. Lo dejo. Me largo.
—¿Dónde trabaja?
—En el bufete Rogan Rothberg. ¿Lo conoce?
—Me suena. Es uno de esos grandes bufetes, ¿no?
—Seiscientos abogados solo en las oficinas de Chicago y un par de miles repartidos por todo el mundo. Actualmente es el tercero del mundo en cuanto a tamaño, el quinto en cuanto a horas facturadas por letrado, el cuarto en cuanto a beneficios netos por socio, el segundo cuando se comparan los sueldos de los socios y el primero sin discusión en cuanto a número de gilipollas por metro cuadrado.
—Lamento haber preguntado.
David cogió el teléfono y se lo mostró a Abner.
—¿Ve este aparato?
—No estoy ciego.
—Este trasto ha dominado mi vida durante los últimos cinco años. No puedo ir a ninguna parte sin él y debo llevarlo siempre encima. Normas del bufete. Ha estropeado cenas agradables en todo tipo de restaurantes, me ha sacado de la ducha y me ha despertado a horas intempestivas de la noche. En una ocasión incluso me interrumpió mientras me acostaba con mi pobre y desatendida mujer. El verano pasado me encontraba en pleno partido de los Cubs, en unos asientos inmejorables y con dos amigos de la universidad, cuando este cacharro empezó a vibrar en mitad de la segunda entrada. Era Roy Barton. ¿Le he hablado de Roy Barton?
—Todavía no.
—Es uno de los socios principales del bufete y mi supervisor. Un cabrón y un impresentable. Cuarenta años y un carácter como el alambre de espino. Un regalo de Dios para la profesión, vamos. Gana un millón al año, pero no tiene bastante. Trabaja quince horas diarias, siete días a la semana porque todos los peces gordos de Rogan Rothberg trabajan sin descanso. Y Roy se considera uno de los grandes.
—Un tipo encantador.
—Lo aborrezco. Espero no volver a verlo jamás.
Abner puso el tercer Bloody Mary ante David.
—Pues me parece que va por el buen camino, amigo. Salud.