El nombre oficial del encuentro era «conferencia de apertura», y se trataba de la habitual reunión de las partes ante el juez para hablar de la fase inicial de la demanda. No quedaba constancia escrita de la misma, aparte de las notas que solía tomar el oficial del juzgado. A menudo, y especialmente en el tribunal del juez Seawright, el juez se disculpaba y enviaba un suplente en su lugar.
Sin embargo, ese día Seawright presidía la conferencia. Siendo como era el juez más veterano del Distrito Norte de Illinois, disponía de un espacioso tribunal en el piso veintitrés del Dirksen Federal Building de Dearborn Street, en el centro de Chicago. Las paredes de la sala estaban revestidas de roble oscuro y había varios sillones de cuero para los distintos intervinientes. A la derecha, que correspondía a la izquierda del juez, se sentaban los demandantes: Wally Figg y David Zinc; a la izquierda, es decir, a la derecha del juez, lo hacía la docena de abogados de Rogan Rothberg que actuaban en nombre de Varrick Labs. Naturalmente, su líder era Nadine Karros y no solo se trataba de la única mujer presente, sino que se había vestido para la ocasión: un combinado de Armani azul marino con la falda justo por encima de la rodilla, sin medias pero con unos zapatos de plataforma y tacón de diez centímetros.
Wally no podía apartar la mirada de aquellos zapatos ni de la falda, ni del lote completo.
—Quizá deberíamos venir más a menudo a los tribunales federales —le susurró a David, que no estaba de humor para bromas.
A decir verdad, tampoco él lo estaba. Para ambos aquella era su primera comparecencia en el ámbito federal. Wally aseguraba que tramitaba constantemente casos en los tribunales federales, pero David lo dudaba. Oscar, que no solo era el socio de más edad, sino que se suponía que debía acompañarlos para hacer frente a los dos titanes que eran Rogan Rothberg y Varrick, había llamado para disculparse alegando que se encontraba mal.
Oscar no era el único ausente. El gran Jerry Alisandros y su equipo de litigantes mundialmente famoso estaban preparados para hacer una impresionante demostración de fuerza en Chicago; sin embargo, atender una vista de último minuto en Boston había sido más importante. Wally había dado un respingo al recibir la llamada de uno de los subordinados de Alisandros. «No es más que una conferencia de apertura», le había dicho el joven. Mientras conducían hacia el tribunal, Wally había expresado su desconfianza hacia Zell & Potter.
Para David, la situación le resultaba sumamente incómoda. Estaba sentado en un tribunal federal por primera vez en su vida y era consciente de que no diría una palabra porque no sabía qué decir. En cambio, sus oponentes eran un grupo de letrados expertos y bien vestidos que pertenecían al mismo bufete para el que había trabajado, el bufete que un día lo había contratado, entrenado, pagado un sueldo magnífico y prometido una larga y fructífera trayectoria profesional; el mismo bufete que él había rechazado a favor de Finley & Figg. Casi podía oírlos reír tras sus libretas. Con sus antecedentes y su diploma de Harvard, el lugar de David estaba con ellos, donde se facturaba por horas, y no en el banco del demandante, donde había que salir a la calle en busca de clientes. David no deseaba estar donde estaba. Y Wally tampoco.
El juez Seawright ocupó su sitio en el estrado y fue directo al grano.
—¿Dónde está el señor Alisandros? —gruñó mirando el banco de los demandantes.
Wally se puso en pie de un salto, esbozó una sonrisa grasienta y dijo:
—En Boston, señoría.
—O sea, que no va a venir.
—Así es, señoría. Estaba de camino, pero un asunto urgente lo ha retenido en Boston.
—Entiendo. Es uno de los abogados de la parte demandante. Dígale que la próxima vez que nos reunamos esté presente. Lo voy a sancionar con una multa de mil dólares por no asistir a la conferencia.
—Sí, señoría.
—¿Usted es el señor Figg?
—En efecto, señoría, y él es mi socio, David Zinc.
David intentó sonreír. Casi pudo notar cómo los letrados de Rogan Rothberg estiraban el cuello para mirar.
—Bienvenido a un tribunal federal, joven —dijo sarcásticamente el juez. Luego miró a la defensa—. Supongo que usted es la señorita Karros.
Nadine se levantó, y todas las miradas se clavaron en ella.
—Lo soy, señoría, y este es Luther Hotchkin, mi ayudante.
—¿Y todos los demás?
—Nuestro equipo para la defensa, señoría.
—¿De verdad necesita tanta gente para una simple conferencia de apertura?
Dales caña, se dijo Wally con los ojos fijos en la falda.
—Sí, señoría. Este es un caso importante y complicado.
—Eso tengo entendido. Pueden permanecer sentados durante el resto de esta audiencia. —Seawright cogió unos papeles y se ajustó las gafas de lectura—. Veamos, he hablado con dos de mis colegas de Florida y no estamos seguros de que estos casos puedan agruparse en una única demanda multidistrito. Se diría que los abogados de los demandantes tienen algunos problemas para organizarse. Al parecer, varios de ellos quieren un trozo más grande del pastel, lo cual no me sorprende. En cualquier caso, no tenemos más alternativa que proceder a la apertura de este caso. ¿Quiénes son sus expertos, señor Figg?
El señor Figg no solo no tenía expertos, sino tampoco la menor idea de cuándo podría contar con ellos. Había confiado en el poco veraz Jerry Alisandros para que los localizara porque eso era lo que este había prometido hacer. Se levantó lentamente, consciente de que cualquier vacilación lo haría quedar mal.
—Los tendremos la semana que viene, señoría. Como sin duda sabe nos hemos asociado con el bufete Zell & Potter, conocidos especialistas en acciones conjuntas, y con el frenesí que se ha desatado por todo el país está resultando complicado fichar a los mejores. De todas maneras, estamos en el buen camino.
—Me alegro de saberlo. Siéntese, por favor. Así pues, han presentado su demanda sin haber consultado con ningún experto.
—Bueno, sí, pero eso no es nada fuera de lo normal, señoría.
El juez Seawright no creía que el señor Figg supiera lo que era normal y lo que no, pero decidió no ponerlo en un apuro nada más empezar. Cogió una estilográfica y dijo:
—Le doy diez días para designar a sus expertos. A partir de entonces la defensa tendrá derecho a tomarles declaración sin la menor demora.
—De acuerdo, señoría —contestó Wally antes de sentarse.
—Gracias. Sigamos. Tenemos aquí ocho casos de fallecimiento, lo cual quiere decir que tratamos con ocho familias. Para empezar quiero que tome las declaraciones de los representantes legales de los ocho. ¿Cuándo pueden estar disponibles dichos representantes, señor Figg?
—Mañana, señoría —repuso Wally.
El juez se volvió hacia Nadine Karros y le preguntó:
—¿Le parece lo bastante pronto?
Ella sonrió y contestó:
—Preferimos que se nos avise con tiempo, señoría.
—Estoy seguro de que tiene la agenda muy llena, señorita Karros.
—Sí, señoría, como siempre.
—Y también tiene recursos ilimitados. Ahora mismo cuento once letrados tomando notas, y estoy seguro de que hay centenares más en el bufete. Estamos hablando de tomar declaración, que no es nada complicado; así pues, el miércoles de la próxima semana tomará declaración a cuatro de los demandantes y el jueves a los cuatro restantes. Le concedo dos horas como máximo con cada uno. Si necesita más tiempo, lo haremos más adelante. Si no puede venir, señorita Karros, elija a cinco o seis letrados de su pelotón. Estoy convencido de que podrán ocuparse de tomar unas simples declaraciones.
—Allí estaré, señoría —repuso Nadine con frialdad.
—Haré que mi ayudante organice los horarios y los detalles y mañana se lo enviará todo por correo electrónico. Luego, tan pronto como el señor Figg haya designado a sus expertos, programaremos sus declaraciones. Señorita Karros, le ruego que nos avise cuando sus expertos estén preparados y empezaremos a partir de ahí. Quiero tener listas estas declaraciones antes de sesenta días. ¿Alguna pregunta?
No hubo ninguna.
—Bien —prosiguió Seawright—, he repasado otras tres denuncias contra este demandado y sus productos y debo decir que mi opinión sobre sus métodos y su disposición a obrar conforme a las normas de apertura son manifiestamente memorables. Al parecer, esta empresa se resiste a entregar la documentación pertinente a la parte contraria y ha sido pillada más de una vez ocultando documentos. Incluso ha sido sancionada por ello tanto a nivel estatal como federal. Los jurados le han sacado los colores más de una vez, y ha tenido que pagar por ello en forma de abultadas condenas; aun así, sigue ocultando información. Sus ejecutivos han sido acusados de perjurio al menos en tres ocasiones. ¿Puede usted asegurarme, señorita Karros, que esta vez el demandado se ajustará a lo que marca la ley?
Nadine miró fijamente a Seawright hasta que acabó bajando la vista.
—Yo no era la abogada defensora de Varrick en esos casos, señoría, y por lo tanto desconozco lo sucedido. No estoy dispuesta a que mi buen nombre quede en entredicho por culpa de unas demandas con las que no tuve nada que ver. Conozco perfectamente las normas, y mis clientes siempre se atienen a ellas.
—Ya lo veremos. Quiero que advierta a su cliente que lo estaré observando de cerca. Al primer indicio de una violación de la apertura haré comparecer al consejero delegado de Varrick y correrá la sangre. ¿Me ha entendido, señorita Karros?
—Perfectamente, señoría.
—Señor Figg, veo que no ha solicitado ninguna documentación. ¿Cuándo espera hacerlo?
—Estamos trabajando en ello, señoría —contestó Wally con la mayor autoconfianza posible—. Deberíamos tenerlo todo listo en un par de semanas.
Alisandros había prometido una larga lista de documentos que Varrick debía entregarles, pero todavía estaban por llegar.
—Esperaré por usted —contestó Seawright—. Es su demanda, y usted la presentó. Sigamos.
—Sí, señoría —contestó Wally, agobiado.
—¿Algo más, caballeros?
Casi todos los presentes negaron con la cabeza. Seawright pareció relajarse un poco y mordisqueó la punta de su estilográfica.
—Estoy pensando que a este caso se le podría aplicar la Norma Local Ochenta y tres-Diecinueve. ¿Lo ha pensado, señor Figg?
El señor Figg no lo había pensado porque desconocía completamente la Norma Local Ochenta y tres-Diecinueve. Abrió la boca para decir algo, pero no pudo.
David recogió el testigo rápidamente y pronunció sus primeras palabras en un tribunal.
—Lo hemos considerado, señoría, pero todavía no lo hemos hablado con el señor Alisandros. Antes de una semana habremos tomado una decisión.
El juez se volvió hacia Nadine.
—¿Y usted qué dice?
—Somos la defensa, señoría, y nunca tenemos prisa por ir ajuicio.
Su candidez hizo gracia a Seawright.
—¿Qué demonios es la Regla Local Ochenta y tres-Diecinueve? —preguntó Wally a David por lo bajo.
—Procedimiento abreviado. Acelerar el caso —contestó este.
—Pero no queremos eso, ¿verdad? —bufó Wally.
—No. Lo que queremos es llegar a un acuerdo y embolsarnos el dinero.
—No es necesario que presente una moción, señor Figg —dijo su señoría—. Voy a poner este caso en la categoría Ochenta y tres-Diecinueve, en la vía rápida, así que manos a la obra.
—Sí, señoría —farfulló Wally.
El juez Seawright dio un golpe con su mazo.
—Audiencia concluida, señores. Nos volveremos a reunir dentro de sesenta días, para entonces espero ver aquí al señor Alisandros. Se suspende la sesión.
Mientras David y Wally recogían sus papeles a toda prisa con la esperanza de marcharse de allí cuanto antes, Nadine Karros se acercó para saludarlos.
—Me alegro de conocerlo, señor Figg. —Se volvió hacia David y le sonrió, azorándolo aún más—. Señor Zinc…
—Es un placer —contestó David, que le tendió la mano y se la estrechó.
—Esto promete ser una pelea larga y complicada, con mucho dinero sobre la mesa —dijo Nadine—. Por mi parte, mi intención es mantener las cosas en un nivel estrictamente profesional y que haya los mínimos resquemores personales. Estoy segura de que por su parte opinan lo mismo.
—Oh, sí, desde luego —babeó Wally, que parecía dispuesto a invitarla a una copa en cualquier momento.
David no se dejaba manipular tan fácilmente. En Nadine veía un rostro atractivo y unos modales amables, pero sabía que bajo aquella apariencia era una luchadora implacable, capaz de disfrutar contemplando cómo sangraban a sus oponentes ante el jurado.
—Supongo que le veré el próximo miércoles —le dijo.
—Si no antes —terció Wally en un triste intento de hacerse el gracioso.
Cuando Nadine se alejó, David cogió a Wally del brazo.
—Vámonos de aquí —le dijo.