18

Al final, los cargos contra Trip fueron retirados por falta de interés. No obstante, el tribunal dictó una orden de alejamiento por la que Trip debía mantenerse a una prudente distancia del bufete Finley & Figg y sus miembros. Trip se esfumó, pero su ex novia no.

DeeAnna llegó cuando faltaban cinco minutos para las cinco de la tarde, su hora habitual. Ese día iba vestida de vaquera: tejanos ceñidos, botas de punta y una blusa roja y ajustada cuyos tres últimos botones había olvidado abrochar.

—¿Está Wally? —preguntó con zalamería a Rochelle, que no la soportaba.

La nube de perfume la alcanzó de lleno e inundó toda la recepción. CA olfateó el aire, gruñó y corrió a refugiarse bajo la mesa.

—En su despacho —contestó Rochelle despectivamente.

—Gracias, cielo —repuso DeeAnna para irritarla todo lo posible.

Caminó hasta la puerta contoneándose y entró sin llamar. La semana anterior, Rochelle le había dicho que se sentara y esperara como cualquier otro cliente. Pero era evidente que gozaba de más influencia que los demás, al menos en lo que a Wally se refería.

Una vez dentro, DeeAnna se echó a los brazos de su abogado. Tras besos, abrazos y el magreo de rigor, Wally dijo:

—Estás estupenda, nena.

—Y es todo para ti, amor —repuso ella.

Wally se aseguró de cerrar la puerta con llave y volvió a su silla giratoria de detrás del escritorio.

—Tengo que hacer un par de llamadas y nos vamos —dijo, embelesado.

—Lo que tú digas, encanto —ronroneó DeeAnna, que se sentó y se enfrascó en la lectura de una revista de famosos.

No leía otra cosa y era más tonta que hecha de encargo, pero a Wally le daba lo mismo. No pretendía juzgarla. Ella había tenido tres maridos, y él cuatro esposas. ¿Quién era para juzgar a nadie? En esos momentos se dedicaban a destrozarse mutuamente en la cama, y nunca había sido más feliz.

Fuera, Rochelle estaba limpiando su mesa, impaciente por marcharse puesto que «esa furcia» había entrado en el despacho del señor Figg y sabía Dios qué estarían haciendo. La puerta del despacho de Oscar se abrió y este salió con unos papeles en la mano.

—¿Dónde está Figg? —preguntó y miró la puerta del despacho de su socio.

—Dentro, con una clienta —contestó Rochelle—. Encerrado a cal y canto.

—No me lo diga.

—Pues sí, y van tres días seguidos.

—¿Siguen negociando sus honorarios?

—No lo sé, pero me da que el señor Figg ha subido la tarifa.

A pesar de que los honorarios eran poca cosa, lo habitual en un caso de divorcio de mutuo acuerdo, a Oscar le correspondía un porcentaje. Sin embargo, no sabía cómo iba a percibir su parte si su socio estaba cobrándola en especie. Se quedó mirando fijamente la puerta de Wally un momento, como si esperara escuchar los sonidos de la pasión, pero al no oír nada se volvió hacia Rochelle.

—¿Ha leído esto? —le preguntó.

—¿De qué se trata?

—Es nuestro acuerdo con Alisandros y Zell & Potter. Son ocho páginas y un montón de letra pequeña que mi socio ya ha firmado, obviamente sin leerlas en su totalidad. Aquí dice que debemos contribuir a los gastos de la demanda con veinticinco mil dólares. Figg no me lo había mencionado.

Rochelle hizo un gesto de indiferencia. Aquello era un asunto entre abogados y no le concernía. Sin embargo, Oscar echaba humo.

—Y no solo eso —continuó—. También dice que nos corresponde el cuarenta por ciento de cada caso, pero que la mitad de eso tiene que ir a Zell & Potter. Es más, añade que hay que pagar el seis por ciento al Comité de Demandantes, una pequeña gratificación para los peces gordos por sus desvelos, y que ese seis por ciento debe salir del total, lo cual nos deja solo un treinta y cuatro por ciento que encima debemos repartirnos con Alisandros. ¿Le encuentra sentido a todo esto, señora Gibson?

—No.

—Pues ya somos dos. ¡Nos están jodiendo por delante y por detrás y encima debemos poner sobre la mesa veinticinco de los grandes!

Oscar tenía las mejillas arreboladas y miraba fijamente la puerta del despacho de Wally, pero este se encontraba dentro y a salvo.

David bajó por la escalera y se unió a la conversación.

—¿Has leído esto? —le preguntó Oscar, muy enfadado, agitando el contrato.

—¿Qué es?

—Nuestro contrato con Zell & Potter.

—Le he echado un vistazo. No tiene demasiadas complicaciones.

—¿Ah, no? ¿Has leído lo de que debemos desembolsar veinticinco de los grandes para gastos?

—Sí y le pregunté a Wally sobre eso. Me contestó que seguramente iríamos al banco, los sacaríamos de la línea de crédito del bufete y los devolveríamos cuando cobrásemos.

Oscar miró a Rochelle, que le devolvió la mirada. Ambos pensaron lo mismo: ¿qué línea de crédito?

Oscar se dispuso a decir algo, pero cambió de opinión, dio media vuelta bruscamente y se encerró en su despacho tras dar un portazo.

—¿Se puede saber qué pasa? —preguntó David.

—Pues que no tenemos ninguna línea de crédito —contestó Rochelle—. Al señor Finley le preocupa que nos salga el tiro por la culata y que esta demanda contra el Krayoxx nos liquide financieramente. No sería la primera vez que uno de los planes del señor Figg nos estalla en la cara, pero sin duda este sería el más gordo.

David miró en derredor y se acercó.

—¿Puedo preguntarle algo confidencialmente, señora Gibson?

—No lo sé —repuso ella dando un cauteloso paso atrás.

—Estos dos pájaros llevan mucho tiempo metidos en esto. Más de treinta en el caso de Oscar y más de veinte en el de Wally. ¿Sabe si tienen algún dinero guardado en alguna parte? Como no he visto por la oficina creía que lo tenían escondido.

Rochelle también miró a su alrededor y contestó:

—No sé qué pasa con el dinero cuando sale de aquí. No creo que Oscar tenga gran cosa porque su mujer se gasta todo lo que él gana. Es de las que creen que pertenecen a una clase superior y se empeñan en demostrarlo. En cuanto a Wally, quién sabe, pero sospecho que está tan pelado como yo. Al menos son propietarios del edificio, que está libre de cargas.

David no pudo evitar fijarse en las grietas del techo. Déjalo estar, se dijo.

Dentro del despacho del señor Figg se oyó un grito de mujer.

—Me voy —dijo David, y cogió su abrigo.

—Yo también —declaró Rochelle.

Cuando Wally y DeeAnna salieron se había marchado todo el mundo. Apagaron rápidamente las luces, cerraron la puerta principal con llave y subieron en el coche de ella. Wally estaba encantado con su nuevo ligue, y también por tener a alguien dispuesto a llevarlo en coche a todas partes. Todavía le quedaban seis semanas de suspensión de carnet, y con el asunto del Krayoxx en plena ebullición necesitaba poder desplazarse. DeeAnna se había abalanzado sobre la oportunidad de ganar dinero con las gratificaciones por informar de casos —quinientos dólares por los de fallecimiento y doscientos por los otros—, pero lo que la emocionaba de verdad era oír hablar a Wally de la cuantiosa indemnización de Varrick Labs y de cómo esta iba a llenarle los bolsillos de dinero en concepto de honorarios (y puede que también a ella le cayera algo, aunque todavía no habían hablado de eso). La mayoría de las veces sus conversaciones de almohada se apartaban del universo del Krayoxx y lo que podía significar. Su tercer marido la había llevado a Maui y ella se había enamorado de la playa. Wally ya le había prometido unas vacaciones en el paraíso.

En aquella fase de su relación, Wally le habría prometido cualquier cosa.

—¿Adónde, cielo? —preguntó ella, alejándose a toda velocidad de la oficina.

DeeAnna era un peligro al volante de su Mazda descapotable, y Wally sabía que en caso de choque sus posibilidades eran más bien escasas.

—No hace falta que corras —contestó mientras se abrochaba el cinturón—. Vamos al norte, hacia Evanston.

—¿Tenemos noticias de esa gente? —preguntó.

—Oh, sí, cantidad de llamadas telefónicas.

Wally no mentía. Su móvil sonaba constantemente con preguntas de gente que había visto su pequeño folleto «¡Cuidado con el Krayoxx!». Había mandado imprimir diez mil y llenado todo Chicago con ellos. Los había clavado en tablones de anuncios, los había repartido en las salas de espera de Weight Watchers, de los hospitales y en los aseos de los restaurantes de comida rápida; los había enviado a la VFW y a cualquier otro sitio donde, según su astuta mente, hubiera gente luchando contra el colesterol.

—¿Y cuántos casos tenemos? —quiso saber DeeAnna.

Wally no pasó por el alto el uso de la primera persona del plural, pero tampoco tenía intención de decirle la verdad.

—Tenemos ocho casos de fallecimiento y cientos de no fallecimiento, pero están por comprobar. No estoy seguro de que todos los casos de no fallecimiento sean casos de verdad. Debemos asegurarnos de que ha habido algún tipo de lesión cardíaca antes de aceptarlos.

—¿Y cómo se hace eso?

Corrían por Stevenson sorteando los coches. DeeAnna parecía ajena a la presencia de la mayoría de ellos, y Wally se encogía de miedo cada vez que salvaban por los pelos una colisión.

—Ve más despacio, DeeAnna, no tenemos prisa —le dijo.

—Siempre te quejas de cómo conduzco —protestó ella, mirándolo con ojos de carnero degollado.

—Tú mira la carretera y aminora, ¿quieres?

DeeAnna levantó el pie del acelerador y puso morros durante unos minutos.

—Como te iba preguntando —prosiguió al cabo de un momento—, ¿de qué modo puedes saber si esa gente ha sufrido daños en el corazón?

—Contrataremos a un médico especialista para que los examine. El Krayoxx debilita las válvulas cardíacas y hay ciertas pruebas que pueden determinar si el medicamento ha perjudicado a un posible cliente.

—¿Y cuánto vale cada examen?

Wally se había dado cuenta de que ella parecía mostrar una creciente curiosidad por las cuestiones económicas de la demanda y eso le resultaba irritante.

—Unos mil dólares cada uno —contestó a pesar de que no tenía ni idea.

Jerry Alisandros le había asegurado que Zell & Potter ya había contratado los servicios de varios médicos que estaban examinando a clientes potenciales. Finley & Figg no tardaría en poder disponer de dichos facultativos, y cuando los exámenes empezaran el número de casos de no fallecimiento crecería rápidamente. Alisandros se pasaba el día yendo de un lado a otro en su avión privado para reunirse con abogados como Wally, reuniendo casos aquí y allá, contratando expertos, planeando estrategias jurídicas y —lo más importante— machacando a Varrick y a sus abogados. Wally se sentía honrado por poder participar en algo tan importante.

—Eso es mucho dinero —comentó DeeAnna.

—¿Se puede saber por qué te preocupas tanto por el dinero? —le espetó Wally mirándole el botón de la blusa que faltaba por desabrochar.

—Lo siento. Soy de las que no paran de hablar. Todo esto es muy emocionante y será estupendo cuando Varrick empiece a extender cheques.

—Puede que falte bastante para eso. Por el momento concentrémonos en captar tantos clientes como podamos.

Oscar y su mujer, Paula, estaban en casa viendo una reposición de M*A*S*H en la televisión por cable cuando, de repente, se toparon con la voz chillona y el rostro angustiado de un abogado llamado Bosch, un viejo conocido de la publicidad por cable en la zona de Chicago. Bosch llevaba años dirigiéndose a las víctimas de los accidentes de coche y camión, y también a las intoxicadas con amianto y otros productos. Como no podía ser de otro modo, en ese momento acababa de convertirse en un experto en Krayoxx. Tronaba contra Varrick Labs y advertía de los peligros del medicamento. Durante los treinta segundos que duró el anuncio, su número de teléfono no dejó de parpadear en la parte inferior de la pantalla.

Oscar lo observó con gran curiosidad, pero no dijo nada.

—¿Te has planteado alguna vez hacer publicidad del bufete en televisión? —le preguntó su mujer—. Se diría que necesitáis algo para aumentar el negocio.

Aquella conversación no era nada nuevo. Durante treinta años, Paula le había aconsejado, sin que él se lo pidiera, acerca de cómo debía llevar el bufete, un negocio que nunca generaría el dinero suficiente para satisfacerla.

—Es muy caro —contestó Oscar—. Figg insiste en que debemos hacerlo, pero yo tengo mis dudas.

—Bueno, lo que no deberías permitir es que sea Figg quien aparezca en el anuncio. Espantaría a cualquier cliente potencial en kilómetros a la redonda. No sé, estos anuncios parecen tan poco profesionales…

Típico de Paula. Hacer publicidad en televisión podía aumentar los beneficios del bufete, pero al mismo tiempo era poco profesional. ¿Estaba a favor o en contra? ¿Quería lo uno o lo otro? Oscar no lo sabía, pero hacía años que eso había dejado de preocuparlo.

—¿Figg no lleva unos cuantos casos de Krayoxx? —preguntó Paula.

—Sí, algunos —masculló Oscar.

Lo que Paula no sabía era que su marido, junto con David, había firmado la demanda y era responsable de su desarrollo. Tampoco sabía que el bufete debía atender los gastos del proceso. Su única preocupación era el escaso dinero que Oscar llevaba a casa todos los meses.

—Bueno, pues he hablado con mi médico y me ha dicho que ese medicamento es perfectamente inofensivo. A mí me ayuda a mantener el colesterol por debajo de los doscientos, de modo que no pienso dejarlo.

—No deberías hacerlo —repuso Oscar.

Si realmente el Krayoxx mataba a la gente, Oscar prefería que su mujer siguiera tomándolo con regularidad.

—Pero estas demandas están aflorando por todas partes, Oscar. No estoy tan convencida, ¿y tú?

Quería seguir tomando el medicamento, pero no se fiaba del medicamento.

—Figg está convencido de que causa lesiones cardíacas —contestó Oscar—. Muchos bufetes importantes piensan lo mismo y por eso van a demandar a Varrick. La opinión general es que la empresa llegará a un acuerdo antes que ir a juicio. Es demasiado arriesgado.

—Entonces, si hay un acuerdo, ¿qué pasa con los casos de Figg?

—Por el momento, lo que tiene son casos de fallecimiento, los ocho. Si hay un acuerdo de indemnización, el bufete se embolsará unos jugosos honorarios.

—¿Cómo de jugosos?

—Ahora mismo es imposible saberlo. —Oscar ya había empezado a hacer planes. Cuando toda aquella cháchara sobre la indemnización cobrara visos de realidad se lanzaría, presentaría una demanda de divorcio e intentaría que Paula no metiera mano al dinero del Krayoxx—. De todas maneras, dudo que haya acuerdo.

—¿Por qué no? Bosch acaba de decir que puede haber una gran indemnización.

—Bosch es idiota y lo demuestra día tras día. Estas grandes empresas farmacéuticas suelen ir a juicio una o dos veces para comprobar la situación. Si los jurados les arrean, entonces empiezan a negociar, pero si ganan, siguen yendo a juicio hasta que los demandantes se cansan. Este asunto podría durar años.

Olvídate de tus esperanzas, cariño.

David y Helen Zinc llevaban una temporada tan amorosos como Wally y DeeAnna. Con David trabajando menos horas y recobradas sus pasadas energías, a Helen le había bastado una semana para quedarse embarazada. Desde que David volvía a casa cada noche a una hora decente habían recuperado el tiempo perdido. En esos momentos acababan de finalizar su sesión y estaban tumbados en la cama, viendo un programa de última hora, cuando Bosch apareció en pantalla.

—Parece que hay cierto histerismo con este asunto —comentó Helen al finalizar el anuncio.

—Oh, sí. Ahora mismo Wally debe de andar por ahí, llenando las calles con sus folletos. Sería más fácil si nos anunciáramos en televisión, pero no nos lo podemos permitir.

—Gracias a Dios. No me gustaría verte aparecer en pantalla, peleándote con tipos como ese Bosch.

—Pues yo creo que tengo un talento natural para salir en la tele. «¿Ha sufrido un accidente? ¡Nosotros defenderemos sus derechos! ¡Somos el terror de las compañías de seguros!» ¿Qué te parece?

—Me parece que tus antiguos amigos de Rogan Rothberg se partirían de risa.

—Allí no dejé amigos, solo malos recuerdos.

—¿Cuánto hace que te fuiste? ¿Un mes?

—Seis semanas y dos días, y ni por un segundo he deseado volver.

—¿Y cuánto has ganado en tu nuevo bufete?

—Seiscientos veinte dólares y subiendo.

—Bueno, aquí estamos de ampliación. ¿Has pensado en tus ingresos futuros y esas cosas? Dejaste un sueldo de trescientos mil dólares anuales y no pasa nada, pero tampoco podemos vivir con seiscientos al mes.

—¿Dudas de mí?

—No, pero sería agradable un poco de tranquilidad.

—De acuerdo, te prometo que ganaré el dinero suficiente para mantenernos sanos y felices, a los tres, o a los cuatro, o a los cinco, a los que sean.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—Con la televisión. Saldré en televisión a buscar víctimas del Krayoxx —contestó David entre risas—. Yo y Bosch. ¿Qué te parece?

—Creo que te has vuelto loco.

Más risas y otro revolcón.