Nicholas Walker voló hasta Chicago con Judy Beck y otros dos abogados en uno de los jets de Varrick Labs, un Gulfstream G650 tan nuevo como el que tanto había impresionado a Wally. El objetivo del viaje era prescindir del bufete que la empresa había utilizado toda su vida y contratar los servicios de uno nuevo. Walker y su jefe, Reuben Massey, habían perfilado los detalles de un plan para hacer frente al lío del Krayoxx, y la primera batalla importante iba a tener lugar en Chicago. Pero antes tenían que contar con la gente adecuada.
La inadecuada pertenecía a un bufete que llevaba diez años defendiendo los intereses de Varrick Labs y cuyo trabajo siempre había sido impecable. Su principal defecto no era culpa suya. Según las exhaustivas indagaciones llevadas a cabo por Walker y su equipo, en la ciudad había otro bufete que tenía mejores contactos con el juez Harry Seawright. Y dicho bufete contaba entre sus filas con el mejor abogado defensor de Chicago.
Se llamaba Nadine Karros, una socia de cuarenta y cuatro años, especialista en litigios, que llevaba diez años sin perder un solo juicio con jurado. Cuantos más ganaba, más complicados eran los siguientes y tanto más impresionantes sus victorias. Tras conversar con varios colegas con los que se había enfrentado y que habían perdido, Nick Walker y Reuben Massey decidieron que la señorita Karros se encargaría de la defensa del Krayoxx. Y no les importaba lo que pudiera costar.
Sin embargo, primero tenían que convencerla. Durante la larga teleconferencia que habían mantenido, ella se había mostrado reacia a aceptar un caso importante y que no dejaba de crecer día tras día. Como era de esperar, tenía mucho trabajo acumulado en su mesa y la agenda casi llena con vistas pendientes. Tampoco se había encargado nunca de hacer frente a una acción conjunta, aunque para una especialista en pleitos eso no suponía ningún inconveniente. Walker y Massey sabían que su reciente historial de victorias incluía los asuntos más diversos, que iban desde la contaminación de acuíferos, pasando por la negligencia hospitalaria hasta una colisión aérea entre dos avionetas particulares. Como abogada de élite ante los tribunales, Nadine Karros estaba capacitada para defender cualquier caso frente a un jurado.
Era socia del departamento de pleitos de Rogan Rothberg, en el piso ochenta y cinco de la Trust Tower, y disponía de un despacho esquinero con unas magníficas vistas sobre el lago de las que apenas disfrutaba. Se reunió con el equipo de Varrick en una gran sala de conferencias de la planta ochenta y seis, y cuando todo el mundo hubo echado un vistazo al lago Michigan se sentaron para lo que se preveía que iba a ser un encuentro de un mínimo de dos horas. En su lado de la mesa la señorita Karros contaba con su habitual séquito de jóvenes asociados y ayudantes, una verdadera colección de paniaguados que solo esperaban la ocasión de preguntar «¿hasta dónde?» en caso de que ella les ordenara que saltaran. A su diestra se sentaba un abogado especialista en juicios llamado Hotchkin, que era su mano derecha.
Más adelante, en una conversión telefónica con Reuben Massey, Walker le diría:
—Es muy atractiva, Reuben. Cabello largo y oscuro, barbilla con carácter, bonitos dientes y unos ojos castaños tan cálidos que pensarías que es la chica ideal para presentársela a mamá. Tiene una personalidad agradable y una sonrisa rápida y bonita. Te gustará su voz, grave y potente, como la de una cantante de ópera. Es fácil comprender que cautive a los jurados, pero al mismo tiempo es dura. De eso puedes estar seguro, Reuben. Es de las que toman el mando y saben dar órdenes, y tengo la impresión de que sus colaboradores le son fieramente leales. Te aseguro que no me gustaría tener que enfrentarme con ella en un tribunal.
—O sea, que es la persona adecuada.
—De eso no hay duda. Estoy impaciente por que llegue el día del juicio, aunque solo sea por verla en acción.
—¿Y qué tal está de piernas?
—Bueno, es todo el conjunto. Es delgada y viste como salida de una revista de moda. Tienes que reunirte con ella lo antes posible.
Jugaba en su terreno, de modo que la señorita Karros asumió enseguida el control de la reunión. Hizo un gesto de asentimiento a Hotchkin y anunció:
—El señor Hotchkin y yo hemos presentado la propuesta de Varrick Labs a nuestro comité de honorarios. Mi tarifa será de mil dólares la hora fuera del tribunal y dos mil dentro, con un pago a cuenta de cinco millones no reembolsables, desde luego.
Nicholas Walker llevaba veinte años negociando honorarios con abogados de élite y no se dejaba impresionar fácilmente.
—¿Y cuánto para los demás colaboradores? —preguntó tranquilamente, como si su empresa pudiera hacerse cargo de todo lo que Karros pudiese pedirle. Y así era.
—Ochocientos la hora para los asociados y quinientos para los ayudantes.
—De acuerdo —contestó.
Todos los presentes sabían que el costo de la defensa sería de millones. De hecho, Walker y los suyos habían calculado un monto aproximado que se situaba entre los veinticinco y los treinta millones de dólares. Calderilla cuando a uno lo demandaban por miles de millones.
Una vez aclarado lo que iba a costar, pasaron a la segunda cuestión en orden de importancia. Nicholas Walker tomó la palabra.
—Nuestra estrategia es sencilla y complicada al mismo tiempo. Sencilla porque escogeremos un caso de entre los muchos por los que nos han demandado, un caso individual, no una acción conjunta, y haremos todo lo que esté en nuestra mano para llevarlo a juicio. Queremos un juicio. No nos da ningún miedo porque tenemos fe absoluta en nuestro medicamento. Creemos y podemos demostrar que la investigación en la que se basan los bufetes de acciones conjuntas está plagada de errores. Por nuestra parte no tenemos la menor duda de que el Krayoxx hace lo que tiene que hacer y no aumenta el riesgo de derrames cerebrales ni de lesiones cardíacas. Estamos tan seguros de lo que decimos que deseamos que un jurado de esta ciudad, de Chicago, pueda escuchar las pruebas que aportaremos, y que pueda hacerlo pronto. Estamos convencidos de que el jurado nos dará la razón. Así pues, cuando rechace los ataques contra nuestro fármaco y falle a nuestro favor, el panorama cambiará totalmente. Creemos que los bufetes que han presentado las demandas conjuntas se dispersarán como hojas al viento y se derrumbarán. Es posible que haga falta que ganemos más de un juicio, pero lo dudo. En otras palabras, señorita Karros, nuestro plan es pegarles rápido y duro con un primer juicio. Cuando ganemos se marcharán con el rabo entre las piernas.
Nadine escuchó sin tomar notas. Cuando Walker hubo acabado, le contestó:
—En efecto, es un plan sencillo, aunque no demasiado original. ¿Por qué tiene que ser en Chicago?
—Por el juez, Harry Seawright. Hemos investigado a todos los jueces de las demandas presentadas contra el Krayoxx y pensamos que Seawright es nuestro hombre. Suele impacientarse con las acciones colectivas y no le gustan nada las demandas frívolas o que se presentan a la ligera. Le gusta utilizar el procedimiento abreviado en la apertura de los casos y llevarlos a juicio sin dilación. No es de los que dejan que languidezcan en un rincón. Su sobrino favorito toma Krayoxx regularmente, y lo que es más importante: su mejor amigo es el ex senador Paxton que, si no me equivoco, tiene un despacho en el piso ochenta y tres de este edificio, en Rogan Rothberg.
—¿Está sugiriendo que influyamos de algún modo en un juez federal? —preguntó Nadine arqueando ligeramente una ceja.
—Claro que no —repuso Walker con una desagradable sonrisa.
—¿Y cuál es la parte complicada del plan?
—El engaño. Debemos dar la impresión de que deseamos llegar a un acuerdo. Hemos pasado por esto otras veces, créame, de modo que tenemos mucha experiencia negociando indemnizaciones. Conocemos la codicia de esos bufetes y no tiene medida. Cuando se huelan que los millones están a punto de caer sobre la mesa, el frenesí aumentará. Con un acuerdo en el horizonte, la preparación del juicio perderá importancia. ¿Para qué molestarse en preparar a fondo los casos si nosotros estamos dispuestos a llegar a un acuerdo? Entretanto, nosotros, es decir, usted se estará dejando las cejas para tenerlo todo preparado de cara al juicio. Según nuestras previsiones, el juez Seawright sacará el látigo y hará avanzar el caso a toda velocidad. Cuando llegue el momento adecuado, las negociaciones se interrumpirán, los bufetes se encontrarán en pleno caos y nosotros tendremos una fecha de juicio que el juez Seawright no querrá aplazar de ningún modo.
Nadine Karros asintió y sonrió. Imaginaba la situación.
—Estoy segura de que tiene un caso concreto en mente —dijo.
—Desde luego. Hay un abogado de esta ciudad especializado en divorcios rápidos que se llama Wally Figg y que ha presentado la primera demanda contra el Krayoxx aquí en Chicago. Es un don nadie que trabaja con otro socio en un pequeño bufete del sudoeste de la ciudad. Prácticamente no tiene experiencia en juicios y ninguna en casos de acciones conjuntas. Acaba de unirse a un pez gordo de Fort Lauderdale llamado Jerry Alisandros, un viejo enemigo cuyo único objetivo en la vida es demandar a Varrick Labs una vez al año. Alisandros es un tipo al que debemos tener en cuenta.
—¿Puede llevar el caso a juicio? —preguntó Nadine, que ya pensaba en él.
—Su bufete es Zell & Potter, que tiene abogados muy competentes a la hora de pleitear, pero rara vez lo hace. Su especialidad es forzar a las empresas a negociar y cobrar grandes cantidades en concepto de honorarios. En estos momentos desconocemos quién comparecerá en el juicio por su parte. Es posible que contraten a alguien de Chicago.
Judy Beck, que estaba sentada a la izquierda de Walker, carraspeó y dijo con cierto nerviosismo:
—Alisandros ya ha presentado una moción para unificar todos los casos de Krayoxx en una sola DMD, una demanda multidistrito y…
—Sabemos lo que es una DMD —terció bruscamente Hotchkin.
—Desde luego. Alisandros tiene un juez favorito en el sur de Florida. Su modus operandi consiste en montar una multidistrito, hacer que lo nombren miembro del Comité de Demandantes y controlar la evolución de los acontecimientos desde allí. Naturalmente, cobra honorarios extra por formar parte de dicho comité.
Nick Walker tomó la palabra.
—En principio nos resistiremos a que se unifiquen las demandas. Nuestro plan es seleccionar a uno de los clientes del señor Figg y convencer al juez Seawright para que lo tramite por la vía de urgencia.
—¿Y qué pasa si ese juez de Florida ordena que se unifiquen las demandas y reclama la multidistrito para sí? —preguntó Hotchkin.
—Seawright es un juez federal —contestó Walker—, y el caso ha recaído en su tribunal. Si quiere celebrar el juicio aquí, nadie, ni siquiera el Tribunal Supremo, puede impedírselo.
Nadine Karros estaba leyendo el resumen que los hombres de Varrick habían repartido.
—Así pues —dijo—, si le he entendido bien, seleccionaremos a uno de los clientes fallecidos del señor Figg y convenceremos al juez Seawright para que lo separe del grupo. Luego, suponiendo que el juez nos siga el juego, respondemos a la demanda con muy poca agresividad, no admitimos nada, emitimos comunicados negándolo todo pero con suavidad, ponemos las cosas fáciles en la fase de apertura porque no queremos que el caso se eternice, tomamos declaraciones y les damos todos los documentos que pidan, es decir, que se lo ponemos muy fácil hasta que se despierten y se den cuenta de que tienen entre manos un juicio en toda regla. Entretanto, ustedes les habrán dado una falsa sensación de seguridad haciéndoles creer que se van a embolsar otra indemnización multimillonaria. ¿No es eso?
—Así es —contestó Walker—. Exactamente así.
Pasaron toda una hora hablando de los clientes fallecidos del señor Figg: Chester Marino, Percy Klopeck, Wanda Grant, Frank Schmidt y otros cuatro. Tan pronto como el caso se abriera, la señorita Karros y sus colaboradores tomarían declaración a los representantes legales de los fallecidos. Más adelante, cuando hubieran tenido tiempo para observarlos y sacar conclusiones, decidirían cuál de ellos preferían llevar a juicio por separado.
La cuestión del joven Zinc se resolvió rápidamente. A pesar de que había trabajado cinco años para Rogan Rothberg, ya no era miembro del bufete ni existía conflicto de interés alguno porque en aquella época ni Rogan Rothberg representaba a Varrick Labs ni David Zinc a su cliente fallecido. Nadine Karros no lo conocía. Lo cierto era que solo uno de los miembros de su equipo tenía una vaga idea de quién se trataba. Zinc había trabajado en el departamento de finanzas internacionales, y este se hallaba en las antípodas del de pleitos.
Mientras, Zinc se dedicaba a la abogacía más básica y no podía estar más contento de haberse alejado del derecho financiero internacional. También pensaba a menudo en la sirvienta birmana y su nieto intoxicado con plomo. Tenía un nombre, un número de teléfono y una dirección. No obstante, establecer contacto había sido complicado. Toni, la amiga de Helen, había sugerido a la abuela que consultase con un abogado, pero eso había asustado a la pobre mujer hasta el punto de hacerla llorar. Se encontraba emocionalmente agotada y confundida. Por el momento, no había forma de hablar con ella. Su nieto seguía con respiración asistida.
David consideró la posibilidad de que sus dos socios se encargaran del caso, pero no tardó en cambiar de opinión. Wally era capaz de irrumpir en la habitación del hospital y dar un susto de muerte a alguien. Por su parte, Oscar era probable que insistiera en hacerse con el caso y acto seguido pedir un porcentaje extra en el supuesto de que hubiera indemnización. Tal como estaba aprendiendo rápidamente, sus dos socios no se repartían el dinero equitativamente y, según Rochelle, discutían constantemente por los honorarios. Habían pactado un sistema de puntos que se otorgaban en función de quién hacía el primer contacto con el cliente, de quién se trabajaba el caso y así sucesivamente. A decir de Rochelle, cada vez que tenían un buen caso de colisión automovilística, Oscar y Wally acababan peleándose por el reparto de los honorarios.
David se hallaba sentado a su mesa, escribiendo un sencillo testamento para un cliente —Rochelle le había informado de que tres abogados eran demasiados para una sola secretaria— cuando recibió un aviso de llegada de un correo electrónico del oficial del tribunal federal. Lo abrió y encontró la contestación a su demanda modificada. Su mirada fue directamente al registro de abogados, directamente al nombre de Nadine Karros, de Rogan Rothberg. Estuvo a punto de desmayarse.
Nunca se la habían presentado, pero conocía de sobra su reputación. Era una figura famosa del Colegio de Abogados de Chicago que había ido a juicio por asuntos muy importantes y los había ganado todos. En cambio, él no había dicho una palabra ante un tribunal. Y, sin embargo, allí estaban sus nombres, como si fueran iguales. Por parte de los demandantes: Wallis T. Figg, Oscar Finley y David Zinc, del bufete Finley & Figg, junto con Jerry Alisandros, del bufete Zell & Potter. Por parte de Varrick Labs: Nadine L. Karros y R. Luther Hotchkin, del bufete Rogan Rothberg. Al menos sobre el papel, David parecía tan competente como cualquiera de ellos.
Leyó la contestación atentamente. Los demandados admitían los hechos evidentes y negaban cualquier responsabilidad. En conjunto era una contestación sin complicaciones, casi benigna, a una demanda de cien millones, y no era eso lo que habían esperado. Según Wally, la respuesta de Varrick iba a ser una fulminante moción de desestimación de demanda basada en un abultado informe redactado por las lumbreras de Harvard que se dejaban la piel en el departamento de investigación del bufete. También según Wally, la moción desestimatoria provocaría un buen rifirrafe, pero ellos se saldrían con la suya porque ese tipo de mociones casi nunca eran aceptadas.
La defensa acompañaba su respuesta con una serie de cuestionarios con los que pretendía recabar información de los ocho clientes fallecidos y sus familias, así como solicitaba los nombres y las declaraciones de los testigos expertos. Por lo que David sabía, todavía no habían contratado a ningún experto, pero suponían que Jerry Alisandros era quien se ocupaba de hacerlo. Asimismo, la señorita Karros deseaba recoger las ocho deposiciones lo antes posible.
Según el oficial, en el correo había una copia textual de todo.
David oyó pasos en la escalera. Wally. El socio más joven entró jadeando.
—¿Has visto lo que han contestado?
—Lo acabo de leer. Parece bastante suave, ¿no crees?
—¿Y tú qué sabes de litigios?
—Lo siento, nada.
—Perdona, pero es que aquí se está cociendo algo. Tengo que llamar a Alisandros y averiguarlo.
—No es más que una contestación sencilla y una primera apertura. No hay por qué dejarse llevar por el pánico.
—¿Quién se deja llevar por el pánico? ¿Conoces a esa mujer? Según parece es de tu antiguo bufete.
—No me la han presentado, pero imagino que es una fiera.
—¿Sí? Bueno, Alisandros también lo es. De todas maneras, no vamos a ir a juicio —aseguró con una notable falta de convicción, antes de dar media vuelta y salir a grandes zancadas.
Había transcurrido un mes desde la presentación de la demanda, y sus sueños de un acuerdo rápido y jugoso se desvanecían por momentos. Al parecer iban a tener que trabajar de lo lindo antes de que empezaran a hablar de indemnizaciones.
Diez minutos más tarde, David recibió un correo de Wally que decía: «¿Puedes ponerte con esos cuestionarios? Tengo que pasar por la funeraria».
Claro, Wally, encantado.