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Rochelle estaba sentada a su escritorio examinando un anuncio de rebajas de ropa de cama de unos almacenes cercanos cuando sonó el teléfono. Un tal señor Jerry Alisandros, de Fort Lauderdale, deseaba hablar con el señor Wally Figg, que estaba en su despacho. Rochelle le pasó la comunicación y siguió con su trabajo online.

Momentos después, Wally salió de su oficina con su aire de autosatisfacción marca de la casa.

—Señora Gibson, ¿podría comprobar los vuelos a Las Vegas de este fin de semana que salen el viernes a mediodía?

—Supongo que sí. ¿Quién se va a Las Vegas?

—Pues yo, ¿quién va a ser? ¿Alguien más le ha preguntado por Las Vegas? Este fin de semana hay una reunión informal de los abogados del Krayoxx en el MGM Grand. Ese era el motivo de la llamada de Jerry Alisandros. Seguramente se trata del mayor especialista del país en acciones conjuntas. Me ha dicho que debería asistir. ¿Está Oscar?

—Sí, creo que está despierto.

Wally llamó, abrió sin esperar respuesta, entró y cerró la puerta a su espalda.

—No sé por qué te molestas en llamar —dijo Oscar, apartándose bruscamente de la montaña de papeles que se acumulaba en su mesa.

Wally se dejó caer en un sillón de piel.

—Acabo de recibir una llamada de Zell & Potter, de Fort Lauderdale. Quieren que vaya a Las Vegas este fin de semana, a una reunión que hay por lo del Krayoxx. Es extraoficial, pero todos los peces gordos estarán allí para planear el ataque. Es crucial. Hablarán sobre una serie de demandas multidistrito, sobre cuál se presentará primero, y lo más importante, de la indemnización. Jerry cree que en este caso los de Varrick querrán poner fin a todo esto con rapidez. —Wally se frotaba las manos mientras hablaba.

—¿Quién es Jerry?

—Jerry Alisandros, el famoso abogado de acciones conjuntas. Su bufete ganó mil millones solo con el asunto del Fen-Phen.

—¿Y dices que quieres ir a Las Vegas?

Wally se encogió de hombros.

—Me da lo mismo ir o no, Oscar, pero es imperativo que alguien de este bufete esté presente en esa reunión. Es posible que empiecen a hablar de dinero y de indemnizaciones. Esto es algo gordo, Oscar, y podría estar más cerca de lo que imaginamos.

—Y pretendes que el bufete pague tu viaje a Las Vegas.

—Claro. Se puede considerar un gasto legítimo de representación.

Oscar rebuscó entre un montón de papeles y encontró el que buscaba. Lo cogió y lo blandió ante su socio más joven.

—¿Has visto este memorando de David? Llegó anoche. Es una estimación de lo que nos va a costar nuestra demanda contra el Krayoxx.

—No, no sabía que…

—Ese chaval es muy listo, Wally, y ha estado haciendo los deberes que te correspondía hacer a ti. Tienes que echar un vistazo a esto porque da miedo. Ahora mismo necesitamos contratar a tres expertos. Y cuando digo ahora no me refiero a la semana que viene. En realidad, deberíamos haberlos contratado antes de presentar nuestra demanda. El primer experto ha de ser un cardiólogo capaz de explicar la causa del fallecimiento de todos nuestros queridos clientes. El costo estimado de un personaje así es de veinte mil dólares, y eso solo cubre las evaluaciones preliminares y su declaración. Si debe testificar ante un tribunal ya puedes ir añadiendo otros veinte mil.

—Este asunto no llegará a juicio.

—Eso es lo que repites constantemente. El segundo experto es un farmacólogo que pueda demostrar al jurado con todo lujo de detalles de qué modo ese medicamento mató a nuestros clientes; en definitiva, cómo les afectó el corazón. Un tipo así es aún más costoso. Calcula veinticinco mil y otros tantos si tiene que declarar en un juicio.

—Me parece muy caro.

—Toda esta historia suena muy cara. El tercero debe ser un investigador que pueda presentar al jurado los resultados de su estudio, un estudio que debe respaldar con pruebas y estadísticas que una persona tiene muchas más probabilidades de sufrir lesiones cardíacas si toma Krayoxx en lugar de cualquier otro fármaco contra el colesterol.

—Conozco al hombre adecuado.

—¿Te refieres a McFadden?

—El mismo.

—Estupendo. Fue el autor del informe que ha desatado toda esta locura y ahora resulta que no tiene demasiadas ganas de involucrarse en la demanda. No obstante, parece que está dispuesto a echar una mano si algún bufete desembolsa una cantidad inicial de cincuenta mil dólares.

—¿Cincuenta mil? ¡Eso es escandaloso!

—Todo esto lo es, Wally. Por favor, echa un vistazo al memorando de David. Tiene un resumen de los puntos flacos del trabajo de McFadden. Al parecer hay serias dudas de que el medicamento realmente tenga efectos adversos.

—¿Qué sabe David de este tipo de demandas?

—¿Qué sabemos nosotros de este tipo de demandas, Wally? Escucha, estás hablando conmigo, tu socio de toda la vida, no con un cliente potencial. Armamos mucho ruido y amenazamos con llevar a la gente a juicio, pero sabes la verdad. Y la verdad es que siempre acabamos negociando.

—Y ahora también negociaremos, Oscar. Confía en mí. Sabré mucho más cuando vuelva de Las Vegas.

—¿Cuánto va a costar eso?

—Calderilla, comparado con las cifras de este caso.

—Este asunto nos viene grande, Wally.

—No es verdad, Oscar. Nos subiremos al carro de los peces gordos y ganaremos una fortuna.

Rochelle encontró una habitación mucho más económica en el motel Spirit of Rio. Las fotos de la web mostraban unas vistas espectaculares de Las Vegas, y resultaba fácil que los clientes creyeran que estaban en medio de la movida, pero no era así, tal como Wally tuvo ocasión de comprobar nada más apearse del autobús del aeropuerto. Se divisaba el perfil de los grandes hoteles-casino, pero estos estaban a quince minutos en coche. Wally maldijo a Rochelle mientras esperaba para registrarse en un vestíbulo que más bien parecía una sauna. Una habitación normal en el MGM Grand costaba cuatrocientos dólares la noche, mientras que en aquel cuchitril valía solo ciento veinticinco, un ahorro que casi compensaba lo que había costado el billete de avión. Ahorramos una miseria y esperamos ganar una fortuna, se dijo mientras subía por la escalera hacia su pequeña habitación.

No podía alquilar un coche por culpa de su suspensión del carnet de conducir, así que preguntó y se enteró de que otro autobús enlazaba el Spirit of Rio con el centro cada media hora. Jugó a las máquinas tragaperras del vestíbulo y ganó cien dólares. Quizá fuera su fin de semana de la suerte.

El autobús estaba abarrotado de jubilados obesos y no pudo encontrar asiento, así que no tuvo más remedio que hacer el trayecto de pie, cogido a la barra del techo y entrechocando con los cuerpos sudorosos de la gente con el traqueteo. Al mirar a su alrededor se preguntó cuántos de ellos serían víctimas del Krayoxx. Los altos niveles de colesterol saltaban a la vista. Como de costumbre llevaba tarjetas en los bolsillos, pero lo dejó estar.

Pasó un rato dando vueltas por el casino, observando atentamente cómo una increíble variedad de gente jugaba al Black Jack, a la ruleta y a los dados, todos ellos juegos a los que él nunca había jugado y que tampoco deseaba probar. Mató el tiempo en las tragaperras y dijo «no gracias» a una linda camarera que repartía cócteles. No tardó en darse cuenta de que un casino era un mal sitio para un alcohólico en rehabilitación. A las siete de la tarde encontró el camino hasta una sala de banquetes del entresuelo. Dos guardias de seguridad vigilaban la puerta, y se sintió aliviado cuando comprobaron que su nombre figuraba en la lista. Dentro había una veintena de individuos muy trajeados y tres mujeres que charlaban de asuntos intrascendentes con una copa en la mano. Junto a la pared del fondo había dispuesta una mesa con un bufet. Varios de los abogados presentes se conocían entre ellos, pero Wally no era el único novato de la reunión. Todos parecían saber cómo se llamaba y los detalles de su demanda. No tardó en hacerse un hueco. Jerry Alisandros lo buscó y le estrechó la mano como si fueran amigos de toda la vida. Otros abogados se les unieron y poco después se formaron pequeños corros de conversación. Se habló de demandas, de política, de lo último en jets privados, de mansiones en el Caribe y de quién se estaba divorciando o volviendo a casar. Wally no tenía gran cosa que decir, pero aguantó con valentía y demostró ser un buen oyente. A los abogados acostumbrados a hablar en los tribunales les gustaba llevar la voz cantante, y a ratos hablaban todos a la vez. Wally se contentó con escuchar, sonreír y dar sorbos a su agua con gas.

Tras una cena rápida, Jerry Alisandros se puso en pie y tomó las riendas de la conversación. El plan era reunirse otra vez a las nueve de la mañana del día siguiente, en el mismo salón, y entrar en materia. A mediodía habrían terminado. Había hablado varias veces con Nicholas Walker, de Varrick, y era evidente que la empresa estaba anonadada. Nunca en su larga historia de litigios había sido golpeada tan rápida y duramente por tantas demandas. Estaba analizando los daños a toda prisa. Según los expertos contratados por Alisandros, el número potencial entre fallecidos y perjudicados podía ascender a medio millón de personas.

La noticia de tanta desgracia y sufrimiento fue recibida con alborozo por los presentes.

El costo total para Varrick, a decir de otro de los expertos consultados por Alisandros, sería al menos de cinco mil millones. Wally no tuvo la menor duda de que no era el único de los presentes que calculaba rápidamente el cuarenta por ciento de cinco mil millones. Aun así, los demás parecían asimilar aquellas cifras con la mayor naturalidad. Otro medicamento, otra guerra con las farmacéuticas, otra indemnización millonaria que los haría aún más ricos. Podrían adquirir más reactores privados, más mansiones y más esposas de las que presumir. A Wally todo aquello no podía importarle menos. Lo único que deseaba era un pellizco en el banco y el dinero suficiente para vivir cómodamente, lejos de las tensiones y estrecheces del trabajo diario.

En una sala llena de egos era solo cuestión de tiempo que alguien más quisiera acaparar la atención. Dudley Brill, de Lubbock, con sus botas y todo lo demás, se lanzó a relatar la conversación que había mantenido recientemente con un importante abogado defensor de Varrick, radicado en Houston, que le había dado a entender, sin asomo de duda, que la empresa no tenía intención de llegar a un acuerdo sin haber puesto a prueba previamente la fiabilidad de su producto ante unos cuantos jurados. Por lo tanto, y basándose en el análisis de una conversación que nadie más conocía, había llegado a la conclusión de que él y solo él, Dudley Brill, de Lubbock, Texas, debía protagonizar el primer juicio y hacerlo en su ciudad natal, donde los jurados habían demostrado lo mucho que lo amaban y donde conseguiría arrancarles una cuantiosa indemnización si se lo pedía. Por descontado, Brill había estado bebiendo, como todos los demás a excepción de Wally, y su autocomplaciente análisis provocó un acalorado debate que no tardó en degenerar en roces y escaramuzas que llegaron acompañadas de arrebatos de mal genio e incluso de insultos.

Jerry Alisandros se vio obligado a imponer orden.

—Confiaba en poder dejar todo esto para mañana —dijo con diplomacia—. Propongo que ahora cada uno se retire a su rincón y que volvamos a vernos mañana, sobrios y descansados.

A juzgar por su aspecto del día siguiente, no todos los abogados se habían ido directamente a la cama. Ojos hinchados y enrojecidos, manos temblorosas en busca de agua o café… Las pruebas estaban a la vista. Tampoco había escasez de resacas. Sin embargo, la cantidad de abogados presentes era menor, y Wally comprendió que durante la noche y entre copas se habían cerrado muchos tratos. Sin duda, ya había en marcha acuerdos, alianzas y traiciones. Se preguntó en qué posición lo dejaba todo eso.

Dos expertos hablaron del Krayoxx y de los estudios más recientes. Cada abogado dedicó unos minutos a explicar la demanda que había interpuesto —el número de clientes, el número de fallecimientos potenciales ante simples perjudicados, los jueces encargados, las partes contrarias y la jurisprudencia dominante en cada jurisdicción—. Wally pasó discretamente de puntillas y dijo lo menos posible.

Un experto increíblemente aburrido hizo un examen de la salud financiera de Varrick y concluyó diciendo que la empresa era lo bastante fuerte para poder afrontar las pérdidas de una cuantiosa indemnización. La palabra «indemnización» se utilizó con frecuencia y siempre sonó agradablemente en los oídos de Wally. El mismo experto resultó aún más tedioso cuando se dedicó a analizar las coberturas de los distintos seguros de que disponía Varrick.

Al cabo de un par de horas, Wally necesitó un descanso. Salió y fue en busca del aseo. Al volver se encontró con que Jerry Alisandros lo esperaba en la puerta.

—¿Cuándo vuelves a Chicago? —preguntó este.

—Por la mañana.

—¿Vuelo regular?

Pues claro, pensó Wally, no tengo avión privado, así que como la mayoría de los estadounidenses de a pie me veo obligado a comprar un billete para volar en el avión de otro.

—Claro —repuso con una sonrisa.

—Escucha, yo me voy a Nueva York esta tarde. Si quieres te llevo. Mi bufete acaba de comprar un Gulfstream G650 nuevecito. Podemos tomar algo en el avión y te dejo en Chicago.

Aquello sonaba a acuerdo de por medio que había que cerrar, y eso era precisamente lo que Wally andaba buscando. Había leído cosas acerca de los abogados multimillonarios y sus jets privados, aunque nunca se le había pasado por la cabeza que vería uno por dentro.

—Eres muy generoso. Por mí, encantado.

—Reúnete conmigo en el vestíbulo a la una, ¿de acuerdo?

—Allí estaré.

Había al menos una docena de jets privados alineados junto a la pista del centro aeronáutico McCarran Field, y Wally se preguntó cuántos de ellos serían propiedad de los especialistas en acciones conjuntas con los que había estado. Cuando llegaron al de Jerry Alisandros, subió por la escalerilla, respiró hondo y entró en el reluciente G650. Una imponente asiática se hizo cargo de su abrigo y le preguntó qué le apetecía tomar. Un agua con gas, gracias.

Jerry iba acompañado de un reducido séquito: un colaborador, dos auxiliares y una especie de secretario. Todos ellos se reunieron brevemente en la parte de atrás mientras Wally se instalaba en un lujoso butacón de piel y pensaba en Iris Klopeck, en Millie Marino y en todas aquellas maravillosas viudas cuyos fallecidos esposos le habían abierto la puerta del mundo de las acciones conjuntas y llevado hasta allí. La azafata le entregó el menú. Wally se asomó y al final del pasillo vio una pequeña cocina con un chef que esperaba. Cuando el avión se situó en la pista de despegue, Jerry regresó a la parte delantera y se sentó ante Wally.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó, señalando su último juguete.

—Mejor que un avión de línea, desde luego —contestó Wally.

Jerry estalló en una carcajada, como si fuera lo más gracioso que había oído.

Una voz anunció el despegue inmediato, y se abrocharon los cinturones. Mientras el avión tomaba velocidad y se elevaba, Wally cerró los ojos y saboreó el momento. Quizá no se repitiera.

Jerry volvió a la vida tan pronto como el aparato se estabilizó. Apretó un botón y de la pared surgió una mesa de caoba.

—Hablemos de negocios —dijo.

—Desde luego. —Es tu avión, pensó Wally.

—¿Cuántos casos crees que puedes llegar a reunir de verdad?

—Es posible que consigamos unos diez casos de fallecimiento. Hasta el momento tenemos ocho. Contamos con varios cientos de casos potenciales, pero todavía no los hemos analizado a fondo.

Jerry frunció el entrecejo, como si esas cifras fueran insuficientes y no merecieran la pena que malgastara su tiempo con ellas. Por un momento, Wally se preguntó si ordenaría al piloto que diera media vuelta y abriera alguna escotilla.

—Sé que las demandas conjuntas no son vuestra especialidad. ¿Has pensado en hacer equipo con algún bufete importante? —le preguntó Jerry.

—Desde luego, y estoy abierto a cualquier tipo de propuesta —contestó Wally, haciendo un esfuerzo para contener su entusiasmo. Ese había sido su plan desde el principio—. Mis contratos prevén unos honorarios del cuarenta por ciento. ¿Cuánto quieres?

—En un acuerdo normal nosotros cubrimos los gastos por adelantado, y los casos como este no son baratos. Nos encargamos de localizar a los médicos, los expertos y los investigadores que hagan falta, y todos ellos cuestan una fortuna. Nos quedamos con la mitad de los honorarios, el veinte por ciento, pero pedimos que se nos devuelva lo adelantado antes de repartir la indemnización.

—Me parece justo. ¿Cuál será nuestro papel en todo esto?

—Sencillo: encontrar más casos, de fallecimiento y de no fallecimiento, y reunirlos todos. Te enviaré un borrador de acuerdo el lunes. Estoy intentando juntar tantos casos como pueda. El siguiente paso importante es montar una demanda multidistrito. El tribunal designará un Comité de Demandantes. Lo habitual es que esté compuesto por cinco o seis abogados expertos que serán los encargados de hacer el seguimiento de la demanda. A este comité le corresponden sus propios honorarios, que suelen rondar el seis por ciento. La cantidad sale del total percibido por los abogados.

Wally asentía. Había hecho sus propias averiguaciones y conocía la mayor parte de los entresijos.

—¿Estarás en ese comité?

—Casi con seguridad. Normalmente suelo estar.

La azafata llegó con las bebidas. Jerry tomó un sorbo de vino y prosiguió:

—Cuando se abra el caso, enviaremos a alguien para que os ayude con las declaraciones de vuestros clientes. No es nada importante, más bien trabajo de rutina. No pierdas de vista que los bufetes que se encargan de la defensa también ven una oportunidad de oro en estos casos y que se los trabajarán a fondo. Me ocuparé de encontrar a un cardiólogo en quien podamos confiar y que examinará a tus clientes en busca de daños. Le pagaremos con el fondo de la demanda. ¿Alguna pregunta?

—Por ahora no.

No le gustaba tener que renunciar a la mitad de los honorarios, pero estaba encantado de subirse al carro de un bufete millonario y experto en acciones conjuntas. A pesar de todo, habría dinero suficiente para Finley & Figg. Pensó en Oscar. Estaba impaciente por contarle lo del G650.

—¿Cómo crees que evolucionará el caso? —preguntó.

En otras palabras: cuándo cobraré. Jerry tomó un trago de vino que saboreó con delectación.

—Según mi experiencia, que no es poca, calculo que en doce meses habremos llegado a un acuerdo y estaremos repartiendo dinero. Quién sabe, Wally, puede que dentro de un año tengas tu propio avión.