15

Al menos dos veces al año —y más si era posible—, el honorable Anderson Zinc y su encantadora mujer, Caroline, iban en coche desde su casa en St. Paul hasta Chicago para visitar a su único hijo varón y a su adorable esposa. El juez Zinc era magistrado del Tribunal Supremo de Minnesota, un cargo que tenía el honor de ocupar desde hacía catorce años. Por su parte, Caroline Zinc daba clases de arte y fotografía en un colegio privado de St. Paul. Sus dos hijas pequeñas iban todavía a la universidad.

El padre del juez Zinc —el abuelo de David— era una leyenda llamada Woodrow Zinc que a los ochenta y dos años de edad seguía trabajando y dirigiendo el bufete que había fundado cincuenta años atrás en Kansas City y que, en la actualidad, empleaba a doscientos abogados. Los Zinc tenían profundas raíces en esa ciudad, pero no lo bastante profundas para impedir que Anderson Zinc y su hijo hubieran deseado escapar de la dureza que significaba trabajar para el viejo Woodrow. Ninguno de los dos había querido incorporarse al bufete familiar, y eso había causado desavenencias que apenas empezaban a superarse.

Sin embargo, había más a la vista. El juez Zinc no comprendía el repentino giro profesional de su hijo y deseaba averiguar el porqué. Él y Caroline llegaron el sábado, a tiempo de almorzar tarde y se llevaron la grata sorpresa de encontrar a su hijo en casa. Normalmente habría estado en el despacho, en un rascacielos del centro. En su última visita del año anterior no habían conseguido verlo: llegó a casa a medianoche del sábado y cinco horas más tarde regresó al despacho.

Sin embargo, ese día estaba subido a una escalera, limpiando los vierteaguas. David saltó al suelo y corrió a darles la bienvenida.

—¡Qué buen aspecto tienes, mamá! —exclamó levantándola en volandas.

—Déjame en el suelo, anda —repuso ella, encantada.

Padre e hijo se estrecharon la mano, pero no hubo abrazo. Los varones Zinc no se abrazaban. Helen salió del garaje y saludó a sus suegros. Tanto ella como David sonreían como bobos por algo. Al fin, David anunció:

—Tenemos grandes noticias.

—¡Estoy embarazada! —soltó Helen.

—¡Vais a ser abuelos! —añadió David.

El juez y la señora Zinc se tomaron a bien la noticia. Al fin y al cabo, estaban más cerca de los sesenta que de los cincuenta y buena parte de sus amistades eran abuelos desde hacía tiempo. Además, Helen tenía treinta y tres años —dos más que David—, de modo que ya iba siendo hora. Asimilaron complacidos la noticia, ofrecieron sus más sinceras felicitaciones y pidieron detalles. Helen se llevó a sus suegros dentro sin dejar de parlotear. David les cogió las maletas y se reunió con ellos.

La conversación sobre el bebé acabó agotándose al final de la comida, y el juez Zinc por fin pudo ir al grano.

—Cuéntame cosas de tu nuevo bufete, David —pidió.

David sabía perfectamente que su padre había hecho todo tipo de indagaciones y averiguado todo lo que se podía averiguar de Finley & Figg.

—Oh, Andy, no empieces con eso —protestó Caroline, como si «eso» fuera un asunto especialmente desagradable que convenía soslayar.

Coincidía con su marido en que David había cometido una grave equivocación, pero el anuncio del embarazo de Helen lo había cambiado todo, al menos para la futura abuela.

—Ya te lo expliqué por teléfono —contestó David rápidamente, deseoso de dar por finalizada la conversación y zanjar el tema.

Estaba dispuesto a defenderse y a luchar si era necesario. Al fin y al cabo, su padre había elegido una carrera que no era la que el viejo Woodrow había querido, y él había hecho lo mismo.

—Es un pequeño bufete de dos socios que se dedica a la práctica general del derecho. Trabajo cincuenta horas a la semana, lo cual me deja tiempo para divertirme con mi mujer y dar continuidad al apellido Zinc. Deberías estar orgulloso.

—Estoy encantado con el embarazo de Helen, pero no sé si acabo de comprender tu decisión. Rogan Rothberg es uno de los bufetes más prestigiosos del mundo. De sus filas han salido magistrados, académicos, diplomáticos y líderes de la política y los negocios. ¿Cómo puedes haberte ido así, sin más ni más?

—No me fui sin más ni más, papá, salí corriendo. Detesto mis recuerdos de Rogan Rothberg, y mi opinión de la gente que conocí allí es todavía peor.

Comían mientras hablaban. El ambiente era cordial. El juez había prometido a su mujer que no provocaría una discusión, y David había prometido a Helen que no se enzarzaría en una.

—O sea que tu nuevo bufete solo tiene dos socios, ¿no? —preguntó el juez.

—Dos socios y desde hace poco tres abogados, además de Rochelle, la secretaria que también hace de recepcionista, contable y muchas otras cosas.

—¿Qué personal de apoyo tenéis, ya sabes, auxiliares, administrativos y demás?

—Rochelle se ocupa de todo eso. Somos un bufete pequeño donde nosotros mismos hacemos nuestra labor de investigación.

—Y lo mejor es que viene a cenar todos los días —intervino Helen—. Nunca había visto a David tan feliz.

—Tenéis buen aspecto —dijo Caroline—. Los dos.

El juez no estaba acostumbrado a que lo aventajaran en número ni a que lo atacaran por los flancos.

—Y esos dos socios, ¿son expertos litigantes?

—Ellos aseguran que sí, pero yo tengo mis dudas. Básicamente son un par de caza-ambulancias que hacen mucha publicidad y sobreviven gracias a los accidentes de tráfico.

—¿Y qué hizo que los escogieras?

David miró a Helen, que apartó la vista y sonrió.

—Esa, papá, es una larga historia y no quiero aburrirte con los detalles.

—Aburrida no lo es, desde luego —comentó Helen, conteniendo la risa.

—¿Cuánto ganan? —quiso saber el juez.

—Llevo con ellos tres semanas, papá. Todavía no me han enseñado los libros, pero ya te adelanto que no se hacen ricos. Estoy seguro de que deseas saber cuánto gano, pero te contesto lo mismo: no lo sé. Cobraré un porcentaje de todo lo que aporte al bufete, pero no tengo ni idea de qué le llevaré mañana.

—¿Y de ese modo piensas empezar una familia?

—Pues sí, y yo estaré en casa para cenar con ella, para jugar a pelota y a los scouts, para ir a las obras de teatro del colegio y hacer todas esas cosas maravillosas que se supone que los padres hacen con sus hijos.

—Yo las hice, David. Te garantizo que me perdí muy pocas.

—Sí, estuviste para hacerlas, pero nunca trabajaste para una fábrica de esclavos como Rogan Rothberg.

Se hizo un breve silencio, y todo el mundo pareció respirar hondo.

—Tenemos un buen dinero ahorrado. Saldremos adelante, ya lo verás.

—Estoy segura de que sí —dijo Caroline, poniéndose abiertamente en contra de su marido.

—Todavía no he empezado con la habitación del niño —le dijo Helen—. Si te apetece podríamos ir a unos grandes almacenes que hay cerca y mirar un papel pintado que nos guste.

—Estupendo —contestó Caroline.

El juez se limpió la comisura de los labios con la servilleta y dijo:

—David, las prácticas como asociado en un gran bufete forman parte de la rutina hoy en día. Sobrevivirás a ellas. Luego te conviertes en socio y a vivir bien.

—No me he alistado en los marines, papá, y en un mega-bufete como Rogan Rothberg nunca vives bien porque los socios nunca tienen bastante con el dinero que ganan. Conozco a los socios, los he visto. En su mayoría son grandes como abogados y desdichados como personas. Lo he dejado, papá, lo he dejado y no pienso volver. No insistas, por favor.

Era el primer destello de malhumor de la comida, y David se sintió decepcionado consigo mismo. Bebió un sorbo de agua y siguió picoteando la ensalada.

Su padre sonrió, tomó un bocado y masticó largamente. Helen preguntó por las hermanas de David, y Caroline aprovechó la ocasión para cambiar de tema.

Cuando llegaron a los postres, el juez preguntó en tono conciliador:

—¿Y qué clase de trabajo estás haciendo?

—Muchas cosas buenas. Esta semana he redactado el testamento de una señora que pretende ocultar su herencia a sus hijos. Ellos sospechan que su tercer marido le dejó dinero, cosa que es cierta, pero no dan con el dinero. La buena mujer pretende dejárselo todo al repartidor de FedEx. También represento a una pareja gay que intenta adoptar a un niño coreano, y a la familia de una adolescente de catorce años que lleva enganchada al crack desde hace dos años y no encuentra un sitio donde rehabilitarla. Tengo sobre la mesa dos casos de deportación de unos mexicanos ilegales que fueron detenidos en una redada antidroga y un par de clientes a los que pillaron conduciendo borrachos.

—Suena a un puñado de gentuza —comentó el juez.

—La verdad es que no. Son personas reales con problemas reales que necesitan que les echen una mano. Eso es lo bonito de la abogacía, conocer cara a cara a tus clientes y, si las cosas salen bien, poder ayudarlos.

—Eso si no te mueres de hambre por el camino.

—No voy a morirme de hambre, papá, te lo prometo. Además, de vez en cuando a esta gente le toca la lotería.

—Lo sé, lo sé. Tuve ocasión de comprobarlo cuando ejercía y actualmente me llegan algunos de sus casos en fase de apelación. La semana pasada confirmamos el veredicto de un jurado que había establecido una indemnización de nueve millones de dólares para un caso terrible de un niño con lesiones cerebrales por un envenenamiento con plomo a causa de unos juguetes. Su abogado era uno de oficio que anteriormente ya había sacado a la madre de la cárcel por conducir bebida. El tipo se hizo con el caso, llamó a un conocido especialista y ahora entre los dos se están repartiendo el cuarenta por ciento de los nueve millones.

Aquellas cifras bailaron unos instantes encima de la mesa.

—¿Alguien quiere café? —preguntó Helen.

Todos declinaron el ofrecimiento y pasaron al salón. Al cabo de un momento, Helen y Caroline se levantaron y fueron a ver la habitación de invitados que iba a convertirse en la del niño.

Cuando se quedaron solos, el juez lanzó su ataque definitivo.

—Uno de mis ayudantes se ha topado con un asunto de una demanda contra un medicamento llamado Krayoxx. Vio tu foto en internet, la que publicó el Tribune, donde salías con un tal Figg. ¿Es un tío legal?

—No exactamente —admitió David.

—No lo parece.

—Digamos simplemente que Wally es un tipo complicado.

—No creo que tu carrera despegue si te rodeas de gente como esa.

—Puede que tengas razón, papá, pero por el momento me estoy divirtiendo. Me apetece ir a trabajar y disfruto de mis clientes, de los pocos que tengo. No sabes el alivio que supone haber salido de esa fábrica de esclavos que es Rogan Rothberg. Tómatelo con tranquilidad, ¿vale? Si esto no me sale bien, buscaré otra cosa.

—¿Cómo te metiste en esa demanda contra el Krayoxx?

—Encontramos unos cuantos casos.

David sonrió al pensar cuál habría sido la reacción de su padre si le contara la verdad acerca de cómo habían buscado a sus clientes. Wally y su Magnum del calibre 44. Wally ofreciendo dinero a cambio de datos de clientes. Wally recorriendo las funerarias de la ciudad. No, esas eran cosas que el juez no sabría nunca.

—¿Has investigado ese fármaco? —preguntó el juez.

—Estoy en ello, ¿y tú?

—A decir verdad, sí. La televisión de Minnesota está plagada de anuncios que hablan de él. Me da la impresión de que se trata de una de esas estafas típicas de los especialistas en acciones conjuntas. Ya sabes, acumulan demandas hasta que la empresa farmacéutica está con el agua al cuello y después pactan una indemnización que les llena los bolsillos y permite que la empresa siga funcionando. Eso sí, por el camino queda la cuestión de si ha habido verdadera responsabilidad, por no hablar de qué es lo que más convenía a los clientes.

—Es un buen resumen —admitió David.

—¿No estás plenamente convencido con el caso?

—Aún no. He examinado un montón de información y sigo buscando el arma del crimen, los análisis que demuestren que ese medicamento tiene efectos secundarios perniciosos. No estoy seguro de que los tenga.

—En ese caso, ¿por qué estampaste tu firma en esa demanda?

David suspiró y meditó unos momentos.

—Wally me lo pidió —respondió al fin—. Yo acababa de incorporarme y creí que era mi obligación sumarme a la fiesta. Escucha, papá, hay unos cuantos abogados muy poderosos por todo el país que han presentado la misma demanda y que están convencidos de que se trata de un fármaco perjudicial. Es posible que Wally no despierte demasiada confianza, pero hay otros abogados que sí.

—O sea, que lo que pretendéis es subiros a su carro, ¿no?

—Con uñas y dientes.

—Pues ve con cuidado.

Las mujeres regresaron para organizar su excursión de compras. David se puso en pie de un salto y declaró que el papel pintado era una de sus pasiones. El juez los siguió a regañadientes.

David estaba casi dormido cuando Helen se dio media vuelta y le preguntó:

—¿Estás despierto?

—Ahora sí, ¿por qué?

—Tus padres son divertidos.

—Sí, y es hora de que vuelvan a casa.

—Ese caso que mencionó tu padre, el del niño y la intoxicación con plomo…

—Helen, son las doce y cinco.

—Ese plomo provenía de un juguete y fue lo que causó la lesión cerebral, ¿no?

—Sí no recuerdo mal, así fue. ¿Adónde quieres llegar?

—En una de mis clases hay una mujer, se llama Toni. La semana pasada tomamos juntas un sándwich. Es un poco mayor que yo y sus hijos van al instituto. Tiene una criada birmana.

—Oye, todo esto me parece fascinante, pero ¿no podríamos dormir?

—Tú escucha. La criada tiene un nieto, un niño pequeño que en estos momentos se encuentra en el hospital con una lesión cerebral grave. Está en coma y enchufado a una máquina de respiración artificial. Su situación es desesperada. Los médicos sospechan que se trata de una intoxicación con plomo y han pedido a la criada que busque rastros de plomo por todas partes. Uno de los sitios podría ser los juguetes del niño.

David se incorporó en la cama y encendió la luz.